En este, su segundo libro, Piedad Ruiz va a seguir ahondando en el maltrato a la mujer y, de nuevo, en sus primeras páginas, va a insistir, con mayor contundencia y más argumentos, en su rechazo al concepto freudiano de masoquismo femenino. No solo lo va a considerar un obstáculo epistemológico y clínico, sino “vergonzoso”, en tanto no está deducido del trabajo clínico. Es el mero reflejo del sistema patriarcal “que anula a la mujer en su condición de sujeto deseante”, reduciéndola a un objeto. En definitiva, privar al ser humano de desear es privarlo de la vida.
Este prejuicio dirigido a la mujer del maltrato se ha mantenido en las propias mujeres y en diversos entornos profesionales, sociales e institucionales. Desterrar esta acusación a la mujer está llevando tiempo, lo cual es posible que se deba a que cumple estrictamente principios del orden patriarcal. En definitiva, la mujer es la culpable, y así lo han sostenido las religiones monoteístas y el Estado. Como nos recuerda F. Pereña en su prólogo, el mal y el pecado han entrado en el mundo a través de la mujer. La sexualidad de la mujer es la culpable de la sexualidad masculina, escribe P. Ruiz.
Ser mujer y ser culpable van de la mano. Ser mujer y sentirse culpable por existir, por pensar o desear “atraviesa la historia de la humanidad y la vida de las mujeres”. Pretender abandonar el lugar de “dominada” por el hombre transgrede el mandato bíblico y patriarcal.
¿Por qué la mujer toma a su cargo esa culpabilidad que se le asigna? P. Ruiz nos aclara que esta pregunta es pertinente para cualquier mujer, aunque nos advierte que se va a centrar en las mujeres maltratadas. Para abrir esta pregunta va a recurrir a la discriminación establecida por F. Pereña entre culpa superyoica y culpa subjetiva, así como a su concepto de determinación sintomática. Estos conceptos han resultado ser para la autora especialmente esclarecedores a la hora de hablar del maltrato a la mujer.
Freud entendía que, para vivir en sociedad, el ser humano tenía que reprimir sus instintos agresivos si quería conservar el amor de los seres queridos, no ser castigado por quien tenía el poder y no perder su pertenencia al orden colectivo. Ese orden social no era ni es otro que el orden patriarcal que se incorpora por cada sujeto en forma de superyó, lo cual posibilita que cada uno/a, de un modo u otro, se convierta en guardián y transmisor del orden establecido.
El precio de la transgresión es la culpa superyoica, el temor a la pérdida de la protección y de la pertenencia. Es la determinación sociocultural imperante en cada momento la que dictamina los ideales bajo los cuales también se puede encubrir la inocencia. Nuestra autora nos ejemplifica cómo el maltratador busca su inocencia justificando sus actos violentos en la cultura machista dominante.
La culpa superyoica o persecutoria es aliada del orden patriarcal y del fantasma sadomasoquista, construcción universal en los humanos que tiene su origen en la dependencia infantil. Los desarrollos de F. Pereña respecto al fantasma sadomasoquista resultan de suma fertilidad para entender toda relación de dependencia sostenida en el poder, ya sea individual, grupal o colectivo. La culpa superyoica convierte las relaciones en un entramado de miedos, deudas y castigos.
No es pensable la masculinidad sin incluir la agresividad. Reprimir la agresividad es una condición de la feminidad y dirigirla contra una misma suele ser propio de la mujer. Lo cual contradice la afirmación freudiana de la debilidad del superyó femenino.
La culpa subjetiva, hallazgo clínico y conceptual de F. Pereña, da cuenta de la condición moral del ser humano, “es inherente al hecho mismo de desear” y surge con el descubrimiento de la alteridad. Es culpa subjetiva, escribe P. Ruiz, “en tanto cada sujeto se hace cargo de su propio deseo y del daño inevitable que para sí y para otros puede conllevar este deseo”. F. Pereña afirma: “la culpa subjetiva nace a la par que el sujeto. (…) Está vinculada a la soledad y la angustia (…) y subraya la separación y la pérdida”. La culpa superyoica privilegia la pertenencia y la idealización.
La tesis de la autora es que la mujer maltratada toma a su cargo la culpa super-yoica y queda atada a la idealización y a la pertenencia. Sostener la vida afectiva de la familia se convierte en su único lugar en el mundo. Confunde amor con idealización y cae en la “trampa mortal” de la disponibilidad incondicional. Desde esta posición, con la puerta del deseo propio obturada, solo queda la culpa insaciable y persecutoria. Recordemos que la culpa originaria está en el hecho mismo de existir como mujer, en ser un sujeto deseante. De ahí que, en la mujer maltratada, la culpa superyoica, la culpa social, la culpa institucional, taponen la culpa subjetiva: el deseo está borrado.
P. Ruiz, avalada por su experiencia clínica con estos casos, defiende con ahínco la necesidad de que estas mujeres puedan acceder a una psicoterapia individual una vez que su estado primero de indefensión y confusión haya sido atendido por los dispositivos institucionales ya en marcha. Se trata de incluir esta propuesta en los nuevos dispositivos que se puedan ir creando. El propósito es conseguir su recuperación y evitar que la mujer pueda repetir vínculos de maltrato.
El tratamiento va dirigido a posibilitar un cambio en la posición subjetiva a partir de la determinación sintomática, siempre singular y propia de cada sujeto. Por determinación sintomática entendemos los modos singulares de respuesta que va estableciendo un sujeto cuando se enfrenta a la angustia, al conflicto psíquico, a los distintos afectos, a la dependencia del otro, a la agresividad, al miedo, a la pérdida, al abandono, etc… Esos modos, siempre singulares, constituyen la subjetividad de cada uno, van configurando un perfil psíquico, una posición subjetiva compleja y concreta en sus vínculos y en sus conflictos. La tarea de configurar una subjetividad es una tarea inacabada. La psicoterapia posibilita la oportunidad de que el sujeto, en cada repetición, pueda encontrar una nueva respuesta a sus conflictos.
No es suficiente con conocer aquello que concierne a la determinación sociocultural. La propia subjetividad de cada una puede conocer los mensajes de esa determinación sociocultural, pero es necesario revisarlos a la luz de los vínculos personales de cada uno, pasados y presentes. Es preciso darse el espacio de pensarse y abrirse, plantearse preguntas acerca de lo ocurrido, poder afrontar y discriminar el cúmulo de culpas que han arrasado con su condición de sujeto con deseos propios. Es conveniente hacer esta tarea con algún/a psicoterapeuta con quien la paciente se sienta acogida, perciba un compromiso terapéutico y sea escuchada en la intimidad de su sufrimiento y en sus conflictos. De su lado, escribe la autora, el terapeuta también debe incluirse en el vínculo como “un representante social que se hace cargo de los efectos destructivos que la propia sociedad ha generado”.
En lo que concierne al tratamiento, es muy interesante detenerse en el análisis que hace la autora del caso de Nevenka Fernández. Toma como referencia el libro de J. José Millás Hay algo que no es como me dicen. El caso de Nevenka Fernández contra la realidad, así como el documental Nevenka, dirigido por Maribel Sánchez Maroto.
El análisis de este caso nos enseña mucho del infierno por el que pasa una víctima de acoso sexual, muestra la anulación subjetiva que despliega quien acosa, la crueldad del sistema patriarcal, la culpa que se dirige a la víctima, cómo la víctima se siente culpable en vez de víctima…, cómo el entorno social mira para otro lado.
Y resulta de enorme interés para el lector poder entender qué determinaciones sintomáticas pudo elaborar Nevenka en su psicoterapia individual.
P. Ruiz invita a las mujeres a continuar el acto de rebeldía llevado a cabo por ellas a lo largo del siglo XX, se extiende en el peligro de regresión que puede traer consigo el avance de la ultraderecha e insiste en que tenemos dos frentes: la lucha por la igualdad en lo que concierne al ámbito colectivo y el trabajo personal de desprendimiento de una identidad femenina basada en la culpa.
La autora cierra el libro con varios breves capítulos dedicados a la adolescencia y el último se centra en la pornografía y la adolescencia. Todos ellos están englobados bajo el título “Adolescencia y violencia de género”.
Es importante escuchar la voz de alarma que contiene el capítulo de pornografía y adolescencia. La autora nos explica por qué el aumento desmesurado del uso de la pornografía en los adolescentes puede estar minando el esfuerzo que realiza una sociedad por erradicar la violencia de género.
Cuando me pregunto a quiénes podría interesar este libro, inmediatamente pienso que a las mujeres, a todas las mujeres interesadas en saber, en profundizar sobre su condición de mujer. Creo que incumbe a los profesionales “psi” y por supuesto a los psicoanalistas. Y, a su vez, a todos aquellos profesionales que integran los diferentes dispositivos de atención en la violencia de género.
Tenemos entre manos un libro valiente, crítico, oportuno en estos tiempos de incertidumbre y confusión donde, por un lado, el movimiento feminista está liderando un movimiento social y político de emancipación y, a la vez, el capitalismo más neoliberal y el avance de la ultraderecha amenazan con una vuelta radical a los tiempos anteriores a la aparición de los movimientos feministas.
Merece la pena detenerse en los cuadros que van apareciendo a lo largo de las páginas del libro. Nos presentan preguntas, nos abren cuestiones para seguir pensando, nos apuntan posibilidades y nos advierten de posibles peligros. Viene al caso recordar lo que escribe Piedad Ruiz en el comienzo de su capítulo “Un acto de rebeldía”, tomando unas palabras de Celia Amorós (2005): “Las mujeres han de ser incluidas en lo genéricamente humano, lo cual, ni en su tiempo, ni siquiera ahora -¡no se olvide!- es algo que pueda darse por obvio”.