Introducción
Ciencia y Pseudociencia en Psicología y Psiquiatría es una tematización crítica, científico-intelectual, de la psicología y de la psiquiatría, más allá de la corriente principal (subtítulo de la obra). Se trata de una tematización rigurosa que, a buen seguro, no dejará indiferente a ningún miembro de la comunidad psi. Quien lo lea quedará obligado a definirse, a favor o en contra, exponiendo o exponiéndose a sí mismo sus propias evidencias y razones, aunque solo sea porque la honestidad intelectual lo obliga a ello. Para el investigador que vive encerrado en un laboratorio o dentro de una base de datos, su lectura le golpeará en el corazón mismo de la metodología de investigación usada (cuantitativa-estadística) y la pregunta por su adecuación al objeto de estudio. Para el psicoterapeuta que se dedica a aplicar protocolos basados en la “evidencia”, su lectura lo llevará a preguntarse por la realidad de los fenómenos psicopatológicos y por la naturaleza de la ayuda psicoterapéutica. Para los psiquiatras que habitan en la actitud natural de la “enfermedad mental” y de la medicación psiquiátrica como cura de procesos etiopatológicos, su lectura lo invitará a repensar sus convicciones más allá de la analogía biomédica.
Se trata de una obra decisiva para pensar la ciencia (psicología y psiquiatría), sus usos y abusos, así como la materia clínica (la ontología de los fenómenos clínicos), y todo ello más allá de la corriente principal. La corriente principal se refiere a la práctica-basada-en-la-evidencia y a la concepción de ciencia como ciencia positi-vista natural. Esta corriente, mainstream, es la que nos lleva, o arrastra, río abajo, sin pensar (como quien abre todos los días la puerta de su casa con las llaves a-la-mano) hasta que un día la fluidez se estanca (pongamos por caso porque la llave deja de girar). Entonces salimos de la corriente credencial y nos ponemos a pensar. Nos convertimos, por así decir, en seres anádromos.
El libro aborda cuestiones científicas, muy científicas, de la psicología y la psiquiatría, con particular interés por la psicopatología y la psicoterapia (territorios comunes a ambas disciplinas). Como dice el autor, el tema del texto no es meramente empírico ni científico, sin dejar de serlo, sino metaempírico (filosófico).
El objetivo de este comentario es presentar una interpretación-valoración de este libro desde la visión de dos psicoterapeutas de la institución pública. Para desarrollarlo, seguiremos la estructura del libro, que nosotros llamaremos: primera, segunda y tercera navegación. Terminamos con un epílogo a modo de recapitulación.
primera navegación
En la primera navegación (“No hay escape de la filosofía: la cuestión es qué filosofía”), el autor defiende la necesidad de contar con la filosofía para encaminar el rumbo de la ciencia (se refiere a la psicología y la psiquiatría seducidas, sin conciencia, por el canto del positivismo) antes que descontarla y arrojarla por la borda para asemejarse más a la ciencia positivista natural y así creer que se navega más rápido. La pregunta es: ¿más rápido hacia dónde?
¿Cuánto de avance científico-técnico y cuánto de acumulación de datos hay en psicoterapia? ¿Cuánto de desarrollo tecnológico y cuánto de arte y habilidad (techné)? Si de los datos y las técnicas-basadas-en-la-evidencia dependiera (existen montañas de publicaciones), las personas con problemas psicológicos/psiquiátricos preferirían, para qué dudarlo, ser atendidas antes por un residente de primer año de psicología clínica del siglo XXI que por el mismo Freud, Rogers o Erickson redivivos. Sin embargo, esta preferencia no está nada clara si preguntamos a los psicoterapeutas (psicodinámicos, humanistas o sistémicos) convertidos ellos mismos en potenciales consultantes. En cambio, para el resto de especialidades médicas no hay ninguna duda de que la gente preferiría ser atendida antes por un residente de primer año de neurología que por el mismísimo Ramón y Cajal. Siendo así, el avance científico-técnico sería evidente en biomedicina, pero ambiguo en el campo de la psicoterapia.
Para empezar: ¿Qué es psicología?
En este libro, como en otros del mismo autor, Pérez Álvarez somete a examen (juicio, diagnóstico) a la psicología y a la psiquiatría. Su diagnóstico no puede ser más iluminador: dichas disciplinas adolecen de un problema que no es científico-empírico, sino filosófico. Se precisa, pues, volver a la filosofía. Cuatro son los puertos filosóficos en los que se abastece el autor: 1) nuevo realismo; 2) materialismo filosófico de Gustavo Bueno y sus tres géneros de materialidad (física, comportamental y abstracta e institucional); 3) fenomenología (Husserl, Merleau-Ponty, Ortega); y 4) existencialismo (Jaspers, Heidegger, Sartre).
El análisis crítico se inicia con el giro ontológico hacia un nuevo realismo. Se pretendería con ello enderezar el error de la primacía de la epistemología sobre la ontología, el cual habría llevado a la ciencia a navegar entre la Caribdis del positivismo y la Escila del posmodernismo; entre el fundamentalismo cientificista y el relativismo cultural.
El nuevo realismo no acaba de convencer al autor, pues se trataría de una “ontología plana” (p. 23). Ante ella sería preferible una ontología pluralista y relacional, esto es, ni dualista (típicamente cartesiana) ni monista-esencialista (típicamente fisicalista). Desde esta ontología pluralista y relacional, la psicología no sería una disciplina del adentro (procesos mentales según el enfoque cognitivo-computacional o procesos y circuitos cerebrales según las neurociencias) ni tampoco del afuera (ubicada en el contexto o medio según un enfoque puramente ambientalista o social), sino que sería una disciplina de la correlación dentro/afuera.
Continúa Pérez Álvarez desarrollando su propuesta de ontología relacional del fenómeno psicológico señalando cuatro caracterizaciones del mismo: 1) Lo psicológico siempre está en medio de realidades no psicológicas; 2) El comportamiento como mediador; 3) No toda conducta es psicológica; y 4) Lo psicológico ni dentro ni fuera del sujeto. Este planteamiento alcanza al estudio científico de los fenómenos clínicos: ni dentro ni fuera, sino constituyendo una situación dentro de la que uno está. Se volverá sobre ello más adelante.
En filosofía, este adualismo estaría representado por el giro europeo fenomenológico-existencial (temporalidad del ser-en-el-mundo de Heidegger y corporalidad intencional de Merleau-Ponty) y en España por la filosofía raciovitalista (yo/circunstancia de Ortega). “La fenomenología y el existencialismo”, dice el autor, “representan las mayores conexiones filosóficas con la materia clínica de la que trata la psicología y la psiquiatría” (p. 23). Desde esta perspectiva existencial, el ser humano no estaría en el mundo como la rosa en el jarrón o el yo en el cuerpo, sino que uno es mundo y cuerpo.
En psicología, sería entender que siempre existe un sujeto en un contexto, donde ambos se necesitan y se constituyen mutuamente. Es decir, correlación Sujeto/Contexto. Lo “mental”, noción tan mal interpretada como inescapable, aludiría, según el autor, a “comportamental”, a la estructura que conecta sujeto y mundo. Las teorías psicológicas que mejor reflejan esta posición adualista serían, a juicio del autor, la psicología de Vygotski, de Gibson y de Skinner.
¿Qué es ciencia?
El capítulo dos (“Epistemología plural: distintas cosmovisiones científicas”) trata cuestiones de filosofía de la ciencia. Para el caso, diferentes filosofías de la ciencia que funcionarían en la psicología y psiquiatría.
En primer lugar, interesa destacar que dentro de los saberes humanos no todo conocimiento es científico. La ciencia es una parte del saber (saberes científicos) y el saber es una parte del conocimiento. La distinción ciencia/no ciencia ya revela toda una precomprensión donde se le otorga a la ciencia su realeza. Esta primacía de la ciencia revelaría, según el autor, toda una metafísica del conocimiento (cientificismo) y una visión del mundo (positivismo mecanicista) que, paradójicamente, carece ella misma de evidencia científica. El mecanicismo está tan enraizado en la ciencia que para el filósofo de la mente Jerry A. Fodor las únicas explicaciones científicas válidas serían las mecanicistas.
Además de la ciencia, otros saberes son posibles y acaso primordiales y fundamentales: el sentido común, la experiencia de la vida, la sabiduría práctica, la prudencia (frónesis), las humanidades y la filosofía. Para el caso de la psicoterapia, la distinción entre conocimientos científicos/no científicos llega a ser inseparable. El giro de la práctica-basada-en-la-evidencia a la evidencia-basada-en-la-práctica (atendiendo a su definición tripartita de evidencia, pericia del terapeuta y características del consultante) da buena cuenta de ello.
De acuerdo con una larga tradición filosófica y científica, Pérez Álvarez declara que no existe la ciencia sino las ciencias; para el caso, ciencia natural y ciencia humana. Del mismo modo, dirá que no existe el método científico, así, en sentido unívoco, sino una pluralidad de ciencias y de métodos. Existiría, por tanto, un pluralismo metodológico acorde con los temas y problemas objeto de estudio (metodologías cuantitativas, cualitativas y mixtas).
Como conclusión de esta sección, merece destacarse la afirmación de Pérez Álvarez según la cual la psiquiatría y la psicología tienen, mal que les pese, una naturaleza bifronte: biomédica y contextual. Una centrada en mecanismos y procesos internos y otra en la persona y su circunstancia. Una biológica/mental y otra biográfico/contextual. Esta dualidad (sin ser dualista) se refleja en lo que se llama las “dos culturas” de la psicología y las “dos mentes” de la psiquiatría. Es por ello que Pérez Álvarez propone situar a la psicología y a la psiquiatría en el mapa de la ciencia humana o ciencia holista contextual (con sus explicaciones comprensivas, funcionales, biográficas, existenciales, narrativas) antes y mejor que en la ciencia positivista natural con sus explicaciones mecanicistas. Dicho de otro modo: se invocan razones y motivos frente a mecanismos y causas; acciones frente a reacciones; experiencias de sentido frente a teorías abstractas. La psicoterapia se vería como una práctica de ayuda contextual-hermenéutico-fenomenológica (centrada en la persona y sus problemas) más que una técnica y tecnológica (centrada en manojos de síntomas descontexualizados y su control). Invirtiendo el título de un conocido libro de Skinner, Ciencia y conducta humana (1), se podría decir que la psicología y la psicoterapia quedarían mejor situadas en el mapa de la ciencia como una ciencia humana de la conducta.
Segunda navegación
Sobre estas bases ontológicas y epistemológicas (filosóficas), el autor emprende la segunda navegación (“Ciencia y pseudociencia: más fácil de mostrar que de demostrar”).
Expedición para la demarcación entre ciencia/pseudociencia
Presenta en esta sección un conjunto de problemas empíricos bien desafiantes y ante los cuales la ciencia no puede seguir (salvo prevaricación) indiferente. Se trata ahora de cartografiar los límites entre ciencia y pseudociencia (y para el caso entre psicoterapia y pseudoterapia). Se trata de un esfuerzo muy meritorio, a la par que necesario, que acabará por desembocar en la tesis según la cual no existirían límites precisos, taxativos, de demarcación entre ambos territorios. Dicho de otra manera, en el reconocimiento de la existencia de franjas borrosas o zonas grises de demarcación. Ello lleva a la reconducción hacia la actitud científica más que hacia el método científico. La actitud científica consistiría en un ethos de honestidad intelectual y apertura de miras con un fuerte compromiso en la evidencia científica más que en las preconcepciones e intereses gremiales.
Para vislumbrar los límites (pongamos por caso entre el Reiki y la física) se lleva a cabo un análisis pormenorizado de la terapia de desensibilización y el reprocesamiento por movimientos oculares (EMDR, por su siglas en inglés), no sin antes repasar los diferentes monocriterios (Popper) o policriterios (Lilienfeld, Hansson) que la literatura ha establecido. Se verá a continuación.
Eficacia práctica y oscuridad teórica: una vuelta de tuerca
¿Qué hay de la demarcación psicoterapia/pseudoterapia? Pérez Álvarez vuelve a despertarnos del sueño dogmático cuando afirma que existen prácticas psicoterapéuticas que, aun contando con el aval de la práctica-basada-en-la-evidencia, pueden no ser científicas. Se refiere a la terapia EMDR. Es una terapia “en toda regla” que le sirve al autor como campo de pruebas para analizar y establecer la distinción entre ciencia y pseudocencia. Se insiste en que se toma esta modalidad de terapia más como propedéutica para establecer dicha distinción que como finalidad en sí misma.
En el capítulo seis se analiza el Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT), diagnóstico del que procede el éxito de la EMDR (sin ser la única). El autor concluye que esta categoría diagnóstica tiene una naturaleza interactiva propia de la cultura occidental moderna. La conclusión, de acuerdo con el autor, es que la EMDR se acerca peligrosamente a una pseudoterapia, no tanto por debilidad de criterios metodológicos o carencia de eficacia empírica (que la tendría) sino por criterios conceptuales oscuros de explicación; véase la invocación de explicaciones neurales.
Pero Pérez Álvarez no solo se queda en la EMDR sino que también analiza, con el mismo rigor, a la todopoderosa Terapia Cognitivo-Conductual (CBT, por sus siglas en inglés), la cual no saldría mucho mejor parada. Con todo, la EMDR y la CBT funcionan (esa es la buena noticia), pero no se sabe bien cómo ni por qué funcionan (ese es el desafío o reto científico). Es más, parece que las explicaciones que ellas invocan (sin ser las mismas) no convocan consenso en toda la parroquia científica. Puede que funcionen por procesos diferentes a los representados y puede incluso que estos procesos sean comunes (enfoque antropológico de la terapia) a ellas mismas para fastidio de las marcas de psicoterapia que ven cuestionado su negocio de formación y acreditación en psicoterapia.
Aplicando los mismos criterios que a la EMDR y CBT, la psiquiatría biológica o biocomercial, la corriente hegemónica en psiquiatría, tampoco sale mejor parada. Sea siquiera por confundir la fe en llegar a tener evidencia con la convicción de tener-evidencia. La fe se refiere a la creencia de que las cosas serán de cierto modo en el porvenir sin reparar siquiera en la paradoja según la cual, de cumplirse la predicción de encontrar causas biomédicas y biomarcadores de los trastornos mentales, lejos de confirmar que los trastornos son enfermedades mentales como cualesquiera otras, dejarían de serlo. Es decir, funciona aquí la paradoja según la cual el fracaso del proyecto investigador es su éxito y viceversa.
No bastaría con la eficacia para que una práctica sea adjetivada como científica. Eso no quita que sea un deber científico preguntarse cómo es que esas prácticas funcionan. Como dice el autor: “Tan o más científico que calificar y descalificar es analizar cómo y por qué funcionan las prácticas pseudocientíficas” (p. 168). Al final, el autor llega a concluir que las prácticas llamadas pseudocientíficas lo serían más por tener como trasfondo a la ciencia positivista natural que a la ciencia en sí misma (que es plural y que incluye a la ciencia humana). La emisión de certificados de pseudociencia llevada a cabo por la ciencia positivista natural sería una arrogancia impropia que conviene cuestionar.
Sea como sea, el viaje hacia la demarcación ciencia/pseudociencia ha dejado al descubierto otros usos y abusos de la ciencia, quizás más relevantes, por ubicuos, que la misma pseudociencia. Se refiere el autor a las figuras de la “mala ciencia” (utilizar la ciencia positivista natural para el estudio de los fenómenos humanos de modo que se ahorma el objeto de estudio al método y no el método al objeto), el cientificismo (sacralización de la ciencia como el único saber válido), el integracionismo-sin-escrúpulos (dogma que anima a juntar todo con todo sin preguntarse si dicha unión es lícita o no) y el fraude.
Ejemplo prototípico o tipo ideal (Weber) de “mala ciencia”, es decir, sin ningún atisbo de actitud científica, en los términos anteriormente señalados, serían el TDAH, la EMDR y la psicología positiva. Añadimos nosotros a este ilustre listado la tradición biomédica del suicidio (actualmente muy activa) donde existe una compulsión a correlacionar ciegamente parámetros biomédicos (colesterol, polimorfismos, receptores, neurotransmisores, citoquinas, etc.) con comportamientos suicidas de toda clase (ideas, tentativas, autolesiones, suicidios consumados) sin asumir la discontinuidad y pluralidad de los suicidio(s) (2). A esta estrategia investigadora presidida más por el interés de confirmar una preconcepción biologicista del suicidio que por desarrollar un ethos de investigar con rigor las razones que llevan a las personas a querer quitarse la vida cabría llamarla de “ideológica” antes que mala ciencia.
Respecto a la figura del integracionismo-sin-escrúpulos, el autor afirma que: “Hoy pareciera obligatorio incluir genética, epigenética, neuroquímica, circuitos neuronales, vulnerabilidad, resiliencia, experiencias, traumas, interacciones sociales y factores culturales, a veces, por este mismo orden y a menudo con flechas en (casi) todas las direcciones” (p. 195). El integracionismo está también presente en el terreno de las explicaciones (psiquiatría RDoC) y de las terapias (EMDR, CBT, etc.). Pareciera que amontonar datos (yuxtaposición acumulativa) fuera buena cosa solo porque es posible hacerlo. El punto aquí es que no se repara en que el resultado final muchas veces es un desconcierto epistemológico y un total despropósito. Por nuestra parte, diremos que los modelos de diátesis-estrés del suicidio al uso son un buen ejemplo de este integracionismo-sin-escrúpulos donde realidades ontológicas de diferente género (genes, experiencias biográficas, enfermedades, estrés, etc.), es decir, discontinuas, se conectan con flechas que conectan todo con todo, como si fuera evidente la relación entre el gen transportador de serotonina, la vivencia de la desesperanza y la planificación suicida.
Luego vendría el fraude (después de la mala ciencia, cientificismo e integracionismo), que, aunque no sería específico de la ciencia, no faltaría en ella.
El capítulo nueve aborda otras figuras de uso más general en las que la ciencia llega a servir a la charlatanería. El bullshit ni niega ni acepta la verdad, sencillamente la ignora. Conecta con el posmodernismo (relativista, antirrealista, etc.) y la posverdad. Luego estaría la psicopalabrería (autoayuda, coaching, psicología positiva, inteligencia emocional, mindfulness) y la neuropalabrería (seducción neurocientífica, función ejecutiva y neuronas espejo) referidas al uso a la ligera de la jerga psicológica, psiquiátrica y neurocientífica sin demasiado rigor y a modo de divulgación. Esta literatura de divulgación transforma formas de vida y de subjetividad que acaban por confirmar la realidad que fabrican.
Sea como sea, esta montaña de datos y publicaciones no consiguen elevar el nivel de comprensión de las cosas psi. Como dice el autor, se sabe más del cerebro que nunca y “sin embargo, no por ello se sabe más de por qué nos comportamos como nos comportamos, ni de los trastornos mentales, la conciencia, ni tampoco de las ciencias que se apresuraron a poner el prefijo «neuro» más allá de la palabrería generada” (p.228). Es más, puede que esa iluminación neurocientífica nos esté cegando para ver nuevas sendas de sentido. En efecto, al colocar la luz científico-positivista en el cerebro se deja en la penumbra al sujeto mismo y su circunstancia; esta dupla agradecería una luz científica diferente, más biográfica que biológica.
Es de destacar la relación que establece Pérez Álvarez entre los fenómenos psico(pato)lógicos y las prácticas dominantes en una sociedad. De acuerdo con el autor, existiría una correlación constitutiva o constituyente entre subjetividad, prácticas e instituciones socio-históricas, entre ciencia y cultura. Esto tiene una gran importancia; véase que, si bien la psicología y la psiquiatría tienen un compromiso social en el sentido de poner a disposición de los individuos sus conocimientos y soluciones, simultáneamente estos conocimientos y soluciones contribuyen a moldear la subjetividad y los problemas que estas disciplinas estudian. Hace 50 años eran extrañas las consultas (y padecimientos) por quejas del tipo: “no tengo autoestima”, “no tengo emociones positivas” o “no tengo resiliencia”. Al final, se produciría una especie de cierre confirmatorio del saber científico, propio de las ciencias humanas. Si la confesión auricular funcionó como práctica religiosa durante siglos fue porque antes operó el invento de la culpa como pecado-contra-dios-necesitado-de-confesión (3). La conclusión de todo esto sería afirmar que existe una relación intrínseca entre mundo psi y sociopolítica. Un reciente estudio realizado con entrevistas en profundidad a actores del sector sanitario revela que el individualismo y el cientificismo serían dos factores sociales asociados a la alta medicalización y psicologización del malestar psi en nuestro país (4).
Tercera navegación
La tercera navegación (“La psicoterapia: más allá de la analogía médica”) es la que ocupa la mayor parte del libro. Se inicia con una cala en la cuestión de la medicación psiquiátrica y el placebo, para luego, con los odres llenos, abordar la cuestión de la ontología clínica y la naturaleza de la psicoterapia.
Medicamentos que funcionan y funcionamiento de los medicamentos
¿Cómo es posible que en tiempos de medicamentos cada vez más eficaces y seguros la gente esté cada vez peor y tenga un peor pronóstico? ¿Cómo es posible que sea la medicación psiquiátrica el tratamiento más prevalente de los trastornos psicológicos/psiquiátricos siendo la psicoterapia el tratamiento preferido por los usuarios? ¿Qué fundamenta (da razón y sentido) que esto sea así?
Como aclara el autor, no se cuestiona aquí la eficacia de la medicación psiquiátrica sino cómo es que llega a ser eficaz. El punto de partida es ya un lugar común: el descrédito de las explicaciones basadas en desequilibrios de neurotransmisores. Estas explicaciones tienen más retórica que evidencia. Sea como sea, durante décadas imperaron en las ciencias psi (y siguen habitando en las prácticas de psicoeducación). Si estas explicaciones estuvieran avaladas en los términos en que se presentan, el diagnóstico de depresión (pongamos por caso) se haría mediante una analítica. Y, añadimos nosotros, la validación de nuevos psicofármacos no se haría solo con medidas de autoinforme (estos serían innecesarios) sino analizando los cambios producidos por el fármaco en dichos desequilibrios neuroquímicos supuestamente etiológicos. A día de hoy, después de tantos años de esfuerzo e inversión económica –una inversión que bien se podría dirigir hacia otras líneas de investigación–, tanto el diagnóstico de los trastornos mentales como la validación de los psicofármacos sigue siendo clínico (experiencial-narrativo-hermenéutico), no biomédico.
A falta de razones/evidencias que avalen las hipótesis biológicas, buenas son las racionalizaciones/justificaciones tales como el razonamiento ex juvantibus. Se trata de un error del silogismo condicional según el cual se deduce de adelante hacia atrás. Se infiere del efecto del remedio/fármaco la causa del problema. Siguiendo este modo de razonar, cualquier sustancia con propiedades psicoactivas quedaría avalada como un verdadero tratamiento.
No escapa a la crítica del autor el estado de los sistemas oficiales de clasificación y diagnóstico, actualmente en caída libre de descrédito científico. Más allá del sacrificio de la validez (discriminativa, predictiva y conceptual) en favor de la fiabilidad (un lenguaje común que funcionaría como una herramienta semiótica que reorganiza el campo subjetivo y psicopatológico, y gracias a ello produciría sesgos confirmatorios; véase que los consultantes ya acuden al clínico con la terminología y diagnóstico DSM en la lengua), el autor repara en dos consideraciones problemáticas que para un psicoterapeuta tienen máximo interés: 1) echa en falta la pérdida de la noción de reacción (de Meyer y reivindicada hoy por muchos psiquiatras) frente a la más tradicional de trastorno (sucedáneo de enfermedad donde trastorno significa enfermedad hipotética del porvenir); y 2) entiende que en los actuales sistemas de clasificación se enfatiza más un saber qué (sustancia) tiene el consultante (dentro de sí) que un comprender (sentido) qué le pasa (en su correlación yo/mundo).
Las personas no consultan por una etiqueta diagnóstica sino por experiencias adversas vividas en primera persona en su mundo de vida biográfica, las cuales quedan a menudo ocultas y ocultadas detrás de una hojarasca semiológica (aprosexia, clinofilia, andinamia, etc.) y diagnóstica (cluster B, esquizoide, anancástico, límite, etc.). En la práctica clínica, el diagnóstico nosográfico, lejos de iluminar lo que le pasa al consultante, levanta un velo a la comprensión biográfica, sin duda, la más adecuada para la ayuda psicoterapéutica y verdadera razón psico(pato)lógica.
Pone también el autor la lupa en las invenciones diagnósticas ad hoc (comorbilidad, depresión resistente a la medicación –categoría con la que se trata de validar la esketamina–, esquizofrenia resistente al tratamiento, síndrome de discontinuación de los antidepresivos) que funcionarían como cinturones de seguridad (Lakatos) para mantener la credibilidad del edificio en crisis. Como señala Pérez Álvarez, los efectos adversos y limitaciones de los tratamientos quedan hábilmente convertidos en síntomas de nuevas categorías clínicas y así sucesivamente en una rampa deslizante hasta la iatrogenia institucional. Por no hablar de la retórica que anuncia que los trastornos mentales ya son de por sí (ontológicamente) trastornos-crónicos-necesitados-de-medicación-indefinida. Entre tanto, como dice el autor, la serpiente de la farmacopea está contenta.
Y, sin embargo, la medicación psiquiátrica funciona. Lo importante aquí sería no solo acotar el significado de funciona (alivio sintomático a corto plazo con efecto incierto a largo plazo), sino pensar cómo es que funciona. En este sentido, el autor revisa dos modelos de práctica farmacológica desarrollados por la psiquiatra británica Joanna Moncrieff: un modelo basado-en-la-enfermedad (modelo de la corriente principal) y un modelo basado-en-el-fármaco. De la confrontación de ambos modelos, Pérez Álvarez concluye lo siguiente: la alteración neurobiológica que pudiera objetivarse en una persona con un problema psicológico/psiquiátrico sería posterior a la administración del fármaco, el cual causaría mejorías subjetivas por enmascaramiento/dopaje (modelo basado-en-el-fármaco) y no anterior al problema clínico, y siendo dicha alteración la causa del mismo (modelo basado-en- la-enfermedad).
El punto importante aquí, a nuestro juicio, es la actitud científica mostrada por el autor. Consiste en analizar desde un modelo holista contextual cómo es que funciona la medicación psiquiátrica, dando por hecho que realmente funciona. A la inversa no suele ocurrir: intentar explicar cómo es que funciona la psicoterapia desde un modelo biomédico.
Especialmente interesante resulta el análisis que hace Pérez Álvarez sobre la combinación medicación y psicoterapia. Hay evidencia y razones para desconfiar del mantra según el cual dos es siempre mejor que uno (véase también aquí un ejemplar de integracionismo en acción). Este mantra es más académico que asistencial, pues en la práctica clínica de los servicios públicos predomina mayoritariamente la opción solo fármacos. Sea como sea, el punto aquí es saber que el procedimiento de combinación tradicional que se ejerce en el sector público es uno que pone a la psicoterapia a jugar en campo contrario al suyo. A la psicoterapia se le hacen encargos: control de síntomas de acuerdo a un modelo DSM, fomentar la adherencia al tratamiento farmacológico, entre otros, cuando su razón de ser es otra: cambiar el modo de relación del sujeto con sus experiencias y mejorar aspectos de la vida biográfica o de la subjetividad.
Dado que la propiedad conmutativa no se cumple en el caso de la combinación psicoterapia/farmacoterapia –véase que una medicación psiquiátrica no dejaría de producir efectos psicoactivos en una persona que llevara diez años de psicoterapia mientras que al contrario la psicoterapia no tendría mucho que aportar tras diez años de tratamiento farmacológico –, aunque no solo por ello, se podría adoptar la medida del tratamiento psicológico como primera medida de actuación. El asunto es mucho más luctuoso en la infancia y adolescencia, cuna del formateo de la subjetividad en el modelo neurobiológico; véase el ejemplo paradigmático del TDAH. El despropósito institucional con este diagnóstico no conoce límites; neuropediatría pauta una medicación porque lo considera una enfermedad del cerebro (y así se lo comunica a las familias), pero cuando el niño/a cumple los 16 años (edad que separa la atención sanitaria entre adolescente y adulto) deja de ser un problema del cerebro porque se deriva a psiquiatría en lugar de a neurología. Los clínicos asistenciales no podemos más que denunciar estas prácticas, cada vez más comunes, que merecen una revisión urgente. Algunas de estas prácticas son auténticas anomalías que contravienen las recomendaciones de las guías y hasta del sentido común. Se señalan algunas: 1) “Derivo a psicoterapia porque se han agotado todas las opciones farmacológicas”. Piense el lector qué clase de sujeto y subjetividad (náufrago de la medicación y desahuciado de explicaciones biomédicas tras 10 años) desembarca en la isla de la terapia psicológica. La psicoterapia no tendría aquí un papel “curativo”, sino que se ofertaría como premio de consolación cuando ya-no-hay-nada-más-quehacer; 2) “Prefiere psicoterapia para no tomar medicación”; como si tomar medicación fuera un mandato institucional y uno debiera excusarse solicitando otro tipo de ayudas; 3) “Solicita psicoterapia para dejar de tomar medicación”; cuando, por la situación que sea, tomar medicación es perjudicial (embarazo) o cuando se hace difícil vivir sin ella tras varios intentos fallidos de retirada. La ironía aquí estriba en que, en la sanidad pública española, es más fácil acceder a psicoterapia desde el horizonte de deshacer un mal provocado por la medicación que empezar directamente por la ayuda psicoterapéutica y añadir luego medicación si fuera necesario.
Interesa destacar la actitud ética (ethos) del autor. Pérez Álvarez se atreve a denunciar ciertas prácticas tales como la de infundir miedo al usuario (niño/as incluidos) cuando este se niega o tiene reparos en aceptar la medicación psiquiátrica como el tratamiento. Aquí, el clínico, deseoso de vender su forma de ayuda favorita, invoca una especie de evolución “natural” de la enfermedad hacia el deterioro apocalíptico (ingreso incluido) en caso de no aceptar tomar medicación. Se trata de una retórica negativa totalmente inaceptable. Ni hay evidencia de que el pronóstico vaya a ser así (más allá de la profecía autocumplida), ni se articulan otras ayudas alternativas para que no llegue a ser así (caso de los trastornos psicóticos). De lo que sí hay evidencia es de que se trata de una práctica muy común y extendida.
Sea como sea, la medicación psiquiátrica ni va a la raíz del problema (pongamos por caso una disfunción etiopatogénica) ni su uso prolongado es inocuo. Tampoco está pensada para que las personas puedan prescindir de ella en el futuro. Invisibiliza, por lo demás, los problemas vitales-biográficos que dan sentido a la clínica y coloca a las personas en la confusión respecto de qué hacer para salir del problema. Con ello se desactivan los recursos personales y sociales de afrontamiento. Este enmascaramiento de los problemas biográficos en favor de un tratamiento de síntomas lleva, por lo demás, a una espiral de reajustes de medicación sin fin. Esta espiral forma parte ya del paisaje clínico natural del sector público. Se oscila entre la medicación me pone peor a la medicación no me hace efecto, pasando por se deriva a urgencias para reajuste de medicación. Al final, la solución se convierte en el problema. Un nuevo bucle institucional donde quedan atrapadas muchas personas.
A pesar de todo lo anterior, el uso de la medicación psiquiátrica (al menos en el mundo occidental) es imparable y va en línea ascendente. Se prescribe incluso a pesar de que las personas digan explícitamente que no desean esa ayuda (No desea fármacos pero le receto lorazepam). La medicación tiene, por tanto, una función socio-política inescapable, más allá de su eficacia transitoria.
Es por todo lo anterior que pensamos que debe abrirse un debate ético serio y urgente basado en los derechos de los usuarios y en la ética del cuidado. El usuario debería de ser informado por el profesional y, llegado el caso, ser preguntado acerca de cómo desea ser ayudado previa presentación, no maniquea, de las opciones terapéuticas (tal como recomienda la ley de autonomía). Esta práctica, sin embargo, no forma parte de la cultura clínica.
Vale, ¿y qué hacemos con un psicótico que alucina, delira, está agitado y amenaza con una pistola o con tirarse por la ventana? La propia pregunta trasluce una preconcepción de la ayuda y una mala comprensión del planteamiento que aquí se viene presentando. La preconcepción de la ayuda es, evidentemente, la medicación como la solución del problema y la mala comprensión del planteamiento consiste en quedarse en el control inmediato de la crisis psi sin pensar en cómo las propias prácticas clínicas y creencias sociales reconfiguran la naturaleza de los problemas psicológicos/psiquiátricos en dirección a llegar a convertirse en crisis-que-necesitan-medicación.
Con todo, la ortodoxia mainstream mantiene a ultranza la defensa fundamental y fundamentalista del uso de la medicación como si el debate fuera medicación sí o no. Esta concepción disyuntiva se ilumina desde la apuesta por el prestigio a una sola carta. La implicación de esta confianza utópica en el poder curativo de la medicación psiquiátrica se deja ver en el hecho de que cada vez más se inicia (y agota) la conversación clínica escuchando al fármaco más que a la persona. El ¿cómo estás hoy? ha sido desplazado por el ¿cómo te va con la medicación? Frente al reduccionismo farmacocéntrico, Pérez Álvarez recuerda que la psiquiatría es más que fármacos (psiquiatría fenomenológica, existencial, dinámica, cultural, etc.). Por tanto, y a modo de conclusión, ni dogmatismo antifármacos ni fundamentalismo promedicación. Se trata de ver la medicación como lo que es: un recurso de la ayuda y no como el tratamiento.
Sobre placebos: más allá del ensayo clínico
Llegados a este punto del viaje, Pérez Álvarez trata de situar en el mapa científico al placebo y su ubicuo y poderoso efecto. El placebo nace en la medicina pero tiene una naturaleza psicológica. En medicina tiene un sentido negativo, como algo inespecífico a depurar y controlar tal y como se hace en los ensayos clínicos aleatorizados. Pero también tiene un sentido positivo, como algo específico a aplicar intencionalmente en la práctica clínica. Se diría que más que un efecto verdadero el placebo sería un verdadero efecto. Y para el caso de la psicoterapia, un efecto radicalmente psicológico.
El autor se fija en dos fenómenos opuestos que nos hacen pensar: 1) el placebo abierto (decirle al sujeto que está tomando un placebo) no dejaría de funcionar, y 2) el fármaco ciego (véase por ejemplo tomar un analgésico sin saber que lo es) funcionaría por debajo del umbral esperable según sus credenciales biomédicas.
Por tanto, dos consideraciones acerca del placebo en medicina: como disvalor y como valor. En la investigación, donde prima la búsqueda de la verdad de las cosas, es un disvalor; algo que conviene neutralizar. En la práctica clínica, cuya finalidad es producir bienestar, es un valor a potenciar intencionadamente.
Por nuestra parte, añadimos que el placebo se manifiesta con diferentes caras en los servicios públicos de salud mental. Se presentan algunas: 1) Se manifiesta asociado al ritual diagnóstico (se da la paradoja según la cual hasta que no se tiene un diagnóstico nosológico la persona no se encuentra mejor, a diferencia de lo que ocurre en el resto de las especialidades médicas donde la ausencia de diagnóstico produce más alivio que enfado); 2) Se halla asociado al ritual sanador del reajuste de medicación (las personas que acuden a urgencias no salen mejor hasta que no se les comunica el nuevo reajuste de medicación y ello sin necesidad de haber ingerido ningún psicofármaco); y 3) El sacrosanto “protocolo” no dejaría de ser un ritual científico-técnico de efectos tranquilizantes con su correspondiente flujograma de acciones terapéuticas.
Excursus: a vueltas con los ensayos clínicos
Incluso el ensayo controlado aleatorizado (patrón de oro de la investigación según la corriente principal) no está exento de problemas. Véase, como señala Pérez Álvarez, el problema de tomar como unidad de medida a un sujeto promedio, supraindividual, abstracto y, por lo tanto, inexistente. Por nuestra parte, sugerimos que incluso en un ensayo a triple ciego los sujetos no dejan de saber que participan en una investigación. No en vano, han firmado un consentimiento informado, se les llama, se les pregunta, se les cuida (de forma más/menos intencionada), etc. Los sujetos no saben si les tocará placebo o no pero saben que tomarán algo que les puede ayudar. Lo anterior no es baladí si partimos del fenómeno del placebo abierto. Más allá del triple ciego cabría pensar en un experimento mental donde existiera un nuevo grupo control. Este nuevo grupo control consistiría en que ni pacientes ni familiares ni clínicos conocerían que se ha introducido el medicamento. Valga aquí la imagen de un antidepresivo en la sopa. ¿Qué efectos subjetivos tendría ese uso? ¿Y qué efectos objetivos, sobre los supuestos desequilibrios neuroquímicos, tendría? El experimento mental anterior depuraría el efecto placebo inherente al contexto de investigación. Cabe pensar que sin un contexto de sentido los procedimientos/sustancias psi pueden no funcionar. Esto no sucedería para el caso de un diabético que tomara insulina en la sopa. El sentido contextual del cuidado (y no el efecto de la química cerebral) sería la condición de posibilidad de la mejoría de los problemas psicológicos/psiquiátricos (sin ser los únicos). Los estudios del médico español Marañón con adrenalina se consideran pioneros en la interacción fisiología/contexto inherente a la experiencia emocional. Esta conclusión sería coherente con la concepción de Pérez Álvarez acerca de los problemas psicológicos/psiquiátricos como entidades interactivas-interpretativas y acerca de la medicación/psicoterapia como ritual de curación desde una concepción holista-contextual, más allá de la corriente biomédica o neurocéntrica dominante.
Ontología de la psicopatología: por el camino del ser-en-el-mundo
Dejando atrás el debate sobre placebos y medicamentos, se llega a un lugar de gran interés para todo clínico y profesional psi. Se refiere a la cuestión de la onto-logía clínica y la naturaleza de la psicoterapia. En base a una distinción del filósofo Hacking, Pérez Álvarez señala que existe una diferencia ontológica entre entidades interactivas-interpretativas y no entidades naturales-fijas-ahí-dadas. Las primeras caracterizarían a los fenómenos psico(pato)lógicos (ansiedad, miedo, depresión, delirio, etc.) y las segundas a las enfermedades médicas propiamente dichas, como la diabetes, el cáncer o la pulmonía, entre otras. Que sean realidades interactivas introduce un componente ético/político insoslayable en tanto que no existiría, en el límite, como pedía Weber, una separación taxativa entre hechos y valores.
El carácter interactivo del ser humano (repárese que la psicopatología y la psicoterapia tienen como objeto al ser humano, es decir, a la persona) tendría su base en el hecho de que somos seres interpretativos y autointerpretativos (hermenéuticos). Esta característica estaría a su vez mediada o posibilitada por la cultura/lenguaje (a menudo en forma de trama narrativa y mundo de significados históricos). El sujeto hermenéutico y narrativo (además de corpóreo, experiencial y social) existiría, a diferencia de una célula, un mineral, un ranúculo acuático o un planeta, proyectado al futuro (temporalidad) desde una autoconciencia/identidad en marcha o quehacer. Se refiere aquí a la complicada tarea de ser uno mismo en medio del tráfago de cambios que suceden de continuo a lo largo de la vida.
Para solventar la difícil tarea de llegar a ser (uno mismo) se precisa traer a primer plano la noción de persona como “órgano” con el que trabaja la psicoterapia (en lugar de la noción de mente o cerebro). Para desarrollar este aspecto, Pérez Álvarez acude al filósofo francés P. Ricoeur y su dialéctica identidad-alteridad (continuidad/mismidad y variabilidad/ipseidad). Se pone en valor la narrativa como mediación entre identidad y alteridad y como constitutiva de la identidad (narrativa) y de los proyectos. En este sentido, estimamos que es un acierto clamoroso del autor situar la identidad personal en el núcleo de la clínica y de la psicoterapia.
Por otro lado, es fundamental la distinción entre problema de la vida y problema clínico. Se trata de un asunto fundamental y nunca del todo bien resuelto en psicopatología; véase los diferentes criterios de anormalidad en psicopatología: estadístico, alguedónico, etc. El asunto tiene su relevancia práctica, por ejemplo para definir quién tiene derecho a recibir una ayuda profesional en una mutua o en el sistema sanitario. La propuesta de Pérez Álvarez tiene el mérito de ser a la vez transdiagnóstica y pluralista (ni dualista ni monista). Esto es, pretende ser válida para toda clase de problema psicológico/psiquiátrico y sortea dos grandes problemas epistemológicos de la psicopatología tradicional; el reduccionismo biomédico (contenido en la noción de enfermedad mental) y el reduccionismo sociopolítico (contenido en la noción de malestar en la cultura). Los problemas de la vida se refieren a “las cosas que hacemos y nos pasan” (de acuerdo con la definición de vida humana de Ortega): adversidades, agobios, conflictos, pérdidas, crisis, etc. Serían experiencias inherentes del vivir humano. Los problemas de la vida serían la causa material de los problemas clínicos, de acuerdo con el esquema de Aristóteles de las cuatro causas. Como advierte el autor, un problema de la vida no es un problema clínico (un duelo o una separación no es una depresión).
Se precisarían, a su juicio, la participación de dos factores: 1) un factor de tránsito y 2) un factor de configuración/constitución del problema. El factor de tránsito sería la llamada hiperreflexividad (sociocultural, institucional y biográfica). La configuración/constitución del problema coincidiría con la noción de situación patógena. Se refiere a una determinada configuración gestáltica del individuo en-el-mundo que acaba formando un bucle (psicobiológico) del que no es fácil salir sin ayuda y donde los esfuerzos de solución, como la mosca que golpea el cristal de la ventana, sumergen más a la persona en el problema. Se trataría, por lo demás, a nuestro juicio, de una separación (problema de la vida/problema clínico) que está más clara en los extremos que en los límites, donde existirá una franja borrosa de demarcación como es propio en los fenómenos interactivos. Visto así, la condición psico(pato) lógica no estaría dentro de uno (en su mente, según la expresión trastorno mental; ni en el cerebro, según la noción de enfermedad), sino que sería uno el que se encuentra dentro de una situación patógena. Ello lleva al autor a reformular la naturaleza de los trastornos psicológicos/psiquiátricos, más allá de dualismos y de monismos, como la noción dialéctica de persona-atrapada-en una situación o bucle patógeno. Para apoyar esta noción introduce la idea de configuración de circunstancias y reacciones personales (hábitos, estilos personales). La neurobiología de las adicciones (Lewis), la psicopatología ecológica (Fuchs) y la psiquiatría enactiva (De Haan) serían ejemplos de configuración en este sentido. Esta visión de la psico(pato)logía no descuida la importancia de la corporalidad ni de la alteración biológica, sino que la integra, o rein-corpora, en una configuración dialéctica sujeto/contexto. Cada situación tendría por lo demás su propia atmósfera afectiva.
Por nuestra parte, hay dos consideraciones que queremos subrayar respecto de esta perspectiva contextual de la psico(pato)logía: 1) Siempre habría un problema de la vida en el origen de todo trastorno psicológico/psiquiátrico. Se trata, pues, de una tesis fuerte que puede generar cierta controversia, pues a veces existe cierta opacidad respecto a la existencia de los problemas de la vida a la base de la clínica (véase la distinción clásica y dualista entre endógeno/exógeno y la apostilla clásica de las historias clínicas sin motivos aparentes). A veces los problemas de la vida son evidentes, como en los trastornos adaptativos, reactivos y traumáticos, y en otras ocasiones son menos visibles, no porque no existan sino porque remiten a procesos evolutivos en curso (patrones familiares disfuncionales, problemas de apego, etc.) o a que el síntoma ocupa ya el lugar de la figura clínica y el problema queda difuminado en el trasfondo biográfico; 2) Por otro lado, es justo señalar que se precisarían desarrollar configuraciones regionales específicas circunstancia/persona (con sus bucles conductuales, experienciales y biológicos) para cada uno de los principales trastornos clásicos (paranoia, trastorno obsesivo, agorafobia, hipocondría, etc.).
Sea como sea, se trataría de plantar y plantear una nueva psicopatología de campo-fenoménico como mejor alternativa a la psicopatología nosográfica (típicamente DSM/CIE), la cual ya no da más de sí.
Una teoría sobre la psicoterapia: por el camino de la antropología
El libro acaba con una ontología de la psicoterapia. Se trata de captar y capturar la estructura y funcionamiento de la psicoterapia. Como advierte Pérez Álvarez, no se partiría de ningún modelo de psicoterapia en concreto, pero tampoco se dejaría ninguno fuera (al menos de las grandes escuelas o tradiciones). Es decir, se partiría de una visión transteórica.
Interesa la ubicación de la psicoterapia entre las dos ciencias (ciencia positi-vista natural y ciencia holista contextual), así como entre el terreno de la ciencia y las cuestiones extracientíficas. Se refiere aquí el autor a conocimientos seculares, de sentido común, a priori.
Habiendo captado el sentido contextual holista del efecto placebo, el autor defiende la tesis, sin duda provocativa, según la cual en psicología el placebo (palabras esperanzadoras, contexto clínico y rituales sanadores) es inherente a la psicoterapia (sin dejar de estar presente también, a nuestro juicio, en la relación de ayuda mediada por fármacos, sea siquiera porque estos no se dan habitualmente en la sopa o a la fuerza).
Continúa Pérez Álvarez su reflexión afirmando que el efecto placebo es posible debido a su afinidad electiva con la naturaleza de los problemas psicológicos/psiquiátricos. Esta naturaleza consistiría, como ya se dijo, en que son entidades interactivas-interpretativas y no entidades naturales-fijas-ahí-dadas. El placebo jugaría en casa cuando se tratara de problemas clínicos. De acuerdo con esta tesis, la eficacia de la EMDR (con su protocolo) se entendería ahora como debida a una brillante performance o explotación (pre-reflexiva) de los elementos tradicionales del ritual terapéutico. Este planteamiento es, además, coherente con la ontología pluralista y relacional de la psicología y de los trastornos psicológicos/psiquiátricos desplegada por el autor en el primer capítulo del libro y con la epistemología plural desarrollada en el segundo (ciencia humana hermenéutica centrada en la persona como mejor opción que ciencia positivista natural basada en el sujeto promedio de ensayos clínicos y metaanálisis).
Le interesa al autor, por lo demás, la búsqueda de un núcleo o estructura “esencial” de la psicoterapia más allá de su pluralidad y diferencias respecto de otras ayudas psicológicas (por ejemplo el apoyo psicológico o la aplicación de un protocolo) y médicas. Procede, por así decir, a través de una especie de reducción fenomenológica que trate de captar lo invariable y permanente en todas las formas de psicoterapia tanto en su estructura como en su funcionamiento.
Para el estudio de la estructura realiza un análisis de la historia de la psicoterapia (un largo pasado y una corta historia institucional). Este viaje lo lleva a concluir que existe una afinidad ontológica entre psicoterapia y retórica: ethos (terapeuta), pathos (paciente) y logos (rationale). Añadimos nosotros que no solo sería una estructura coherente con la retórica, sino también con la vida humana misma de acuerdo con la perspectiva de Ortega. El pathos sería el sentimiento de naufragio, el ethos el esfuerzo deportivo y el logos la orientación y comprensión de sentido (5, pp. 120-125). No está de más recordar, como hace el autor, que en psicoterapia no basta con saber qué le pasa al consultante ni con saber por dónde pasa la solución (existen diferentes propuestas o rationales al respecto), sino saber convencer o influir al consultante (sujeto más que paciente) acerca de qué le conviene hacer para salir del problema (sea reflexionar, cuidarse, activarse conductualmente, expresar emociones o simplemente dejar de repetir una solución que a todas luces no funciona). Esto remite al arte de la persuasión a través de la palabra. Esta dimensión retórica ha sido ampliamente estudiada por el médico español Laín Entralgo (La curación por la palabra en la antigüedad clásica) y por los psicólogos Frank y Frank (Persuasión y sanación; un estudio comparativo de psicoterapia).
La psicoterapia vista desde dentro: estructura y funcionamiento
Para entrar en la estructura de la psicoterapia procede al análisis de la definición de psicoterapia establecida por Wampold e Imel. Según estos autores, la psicoterapia es una relación interpersonal programada que se basa en conocimientos psicológicos e implica a un clínico y a un consultante que busca ayuda para problemas o trastornos a los que el clínico puede ayudar a poner remedio. De acuerdo con esta definición, la psicoterapia tendría una estructura tripartita: consultante, terapeuta y enfoque (teoría o rationale que explica lo que pasa y qué hacer; incluye, pues, las acciones terapéuticas).
Interesa destacar la tesis según la cual, para Pérez Álvarez, sin una teoría psicológica una práctica de ayuda no podría (debería) ser siquiera considera psicoterapia. Es decir, la rationale psicológica sería, de acuerdo con su perspectiva, un elemento ontológico distintivo para llamar psicoterapia a una práctica de ayuda. Esta consideración teórica tiene, a nuestro juicio, su interés aplicado; véase la proliferación de nuevas pseudoterapias: psicoterapia filosófica, psicoterapia ocupacional, etc.
Pérez Álvarez se detiene en presentar algunas experiencias genuinas de la psicoterapia que la diferenciarían de otro tipo de ayudas, sean psicológicas o médicas: relación única, escucha no-punitiva, espacio-vivido, experiencia emocional correctiva, combinación de la triple perspectiva de primera, segunda y tercera persona.
Al mismo tiempo desenmascara el falso debate entre técnicas y alianza (o factores comunes); no hay técnica por fuera de una relación, alianza y rationale; ni alianza que no opere con cierta técnica y arte (techné).
Por lo demás, no reduce el fenómeno clínico a ciencia, sino que deja entrever sus dimensiones socio-históricas, morales, existenciales constitutivas.
Respecto del funcionamiento, la psicoterapia supone un tiempo y un espacio separados de la vida cotidiana. Una suerte de epojé fenomenológica según la cual la cotidianeidad de los actos ejecutivos y de los problemas quedan suspendidos en la sesión para así ser analizados y abordados.
Tanto o más importante que el contenido (teoría y técnica psicoterapéutica) sería la relación (la cual lleva en sí, ejerciéndolas, teoría y técnica) y, para el caso de los psicoterapeutas de la institución pública, la temporalidad de la relación de ayuda. Hay gestores que parecen muy preocupados por saber si los clínicos se ajustan a una psicoterapia-basada-en-la-evidencia, mientras, al mismo tiempo, viven totalmente indiferentes respecto de los tiempos con que estos clínicos se ven forzados a prestar la ayuda (véase que en un centro de salud mental estándar de la sanidad pública el intervalo entre sesiones oscila entre un mes y tres meses cada sesión, mientras que no supera las dos semanas en los ensayos clínicos), cuando la evidencia basada en la práctica apuntaría a lo contrario: garantizar unos tiempos adecuados (menos de un mes entre sesiones, por ejemplo), más allá del apellido de la terapia (sin ser esta cualquiera). La temporalidad sería, pues, a nuestro juicio, una dimensión estructural y funcional de la psicoterapia.
La psicoterapia vista desde fuera: institución social y figura antropológica
Para el estudio de la psicoterapia desde fuera, el autor adopta una perspectiva sociológica y antropológica (más allá de una perspectiva clínico-médica).
Se presenta la psicoterapia (como también lo sería la psicología y la psiquiatría) como institución intermedia y drama social. Como institución social, la psicoterapia sería una institución intermedia entre los individuos y las instituciones básicas de la sociedad (familia, escuela, etc.). Aunque las instituciones básicas orquestan el bien-estar social, al mismo tiempo operan mediante incoherencias y contradicciones que generan condiciones de mal-estar individual. Por otro lado, interesa la consideración antropológica de los trastornos como dramas sociales. Aquí Pérez Álvarez recurre al antropólogo Victor Turner. Señala cuatro momentos: ruptura, crisis, acción reparadora, reintegración. Las crisis suicidas, tan frecuentes en tiempos de pandemia, encajan perfectamente en esta óptica de ruptura de la normalidad previa. Desde una perspectiva antropológica, la psicoterapia puede ser vista como rito-de-paso. Aquí el antropólogo de cabecera sería Arnold van Gennep. Diferencia tres momentos: separación, margen (situación liminal) y agregación. La noción de rito-de-paso desborda (incluyéndola) la analogía médica de la curación de enfermedades o, para el caso, la analogía de la psicoterapia como taller de reparación de averías mentales. De acuerdo con Pérez Álvarez, la situación liminal, “entre lo uno y lo otro”, puede verse en la anorexia y la esquizofrenia. Otros ejemplos podrían ser, a nuestro juicio, la depresión perinatal (entre ser madre y dejar de ser hija). Frente a la liminalidad como situación problemática estaría la subjuntividad (apertura de posibilidades; véase nuevos sentidos u horizontes). Frente al modo indicativo del ser-así estaría el modo subjuntivo del poder-ser-de-otro-modo. Por lo demás, el uso de la figura del rito de paso no es nueva en psicoterapia; véase la terminación como rito de paso (6).
Epílogo a modo de recapitulación y un toque existencial
Llegados a este punto queremos mostrar explícitamente nuestra admiración hacia el autor, del que nos declaramos seguidores. Ello no impide que nos atrevamos a plantear una observación crítica, a formular un toque existencial de la clínica y, finalmente, a realizar una recapitulación a modo de conclusión.
Una observación crítica
En el primer capítulo del libro, “Giro ontológico: hacia un nuevo realismo”, el autor plantea que el nuevo realismo es una ontología centrada en los objetos antes que en los sujetos. Los objetos se refieren, según esta perspectiva, a cualquier entidad que tenga unidad de sentido. Con ello se afirma la existencia de las cosas en campos de sentido independientes de la perspectiva subjetiva. Pero, ¿cómo pensar el sentido de las cosas sin un sujeto que otorga sentido? Cabe dudar de que se pueda hablar de objetos (véase un libro) sin más, es decir, sin hablar de fenómenos de sentido. El sentido nunca es unívoco, sino plural de acuerdo a la variedad de experiencias del mundo de la vida: libro como realidad física de papel y de cartón; libro como obra de arte; libro como arma arrojadiza contra un ladrón; libro como objeto de decoración en una estantería, etc. No existe un sentido primigenio, verdadero, absoluto, previo a todo acto de sentido. Quien así lo piensa se sitúa en una preconcepción científico-empírica del sentido. Se precisa, pues, una dialéctica sujeto/objeto. Esta dialéctica, si no estamos equivocados, estaría ya formulada a principios del XX en el “a priori de correlación” de Husserl. Siendo así, el nuevo realismo, al ignorar el a priori de correlación, caería en adanismo filosófico.
Por un toque existencial de la clínica
En segundo lugar, la noción de situación, propuesta por Pérez Álvarez, podría enriquecerse en dirección existencial incluyendo la noción sartriana de situación como correlación libertad-facticidad. Se refiere a la configuración en la que el sujeto (libertad) y la situación (límites) se constituyen mutuamente de modo que no habría libertad sin situación ni situación sino por la libertad. Un toque existencial de la condición psicopatológica reclamaría un bucle según el cual los obstáculos de la situación serían coeficientes de adversidad a la luz del proyecto del sujeto. En última instancia, como decía Martín-Santos, “no existiría un complejo de inferioridad que se padece, sino un proyecto de inferioridad que se elige” (7, p.54).
Asumiendo la crítica a Sartre por su concepción indeterminada de la elección y la libertad individual, lo cierto es que pensamos que la persona (sujeto corporal, comportamental, experiencial, social, histórico, institucional, etc.) ejerce siempre (sin poder de dejar de hacerlo) ciertos grados de libertad o capacidad de acción/decisión insobornables. No bastaría con saber qué problema tiene un consultante (para intervenir sobre su cuerpo o su mente según el modelo médico), sino que se precisa contar con la persona (teoría del sujeto); qué quiere hacer este con eso que le pasa y qué implicación va a tomar al respecto (pasiva o activa), pues él es el operador insustituible frente al problema, no un mero mediador de la solución. Se toca aquí un tema esencial que conecta con las nociones de demanda de ayuda, metas y trabajo terapéutico. Estas nociones son distintivas de la psicoterapia, y están ausentes (salvo matices) en la práctica médica del tratamiento de las enfermedades tradicionales. Tanto esta dimensión subjetual (capacidad de acción/decisión) como la temporalidad de las sesiones, a la que antes nos referimos, no suelen considerarse lo suficiente en el gran debate de la psicoterapia, y, sin embargo, a nuestro juicio, serían condiciones de posibilidad del proceso y cambio psicoterapéutico, más allá de los contenidos específicos de cada modelo. La primera (dimensión subjetual) discriminaría entre psicoterapia y otro tipo de ayudas psicológicas como pautas y consejos, mientras la segunda (temporalidad) permitiría diferenciar la psicoterapia de la mal llamada remisión espontánea (impacto positivo de las cosas que hacemos y nos pasan a lo largo del tiempo al margen de la terapia). La psicoterapia sería un proceso activo de esfuerzo (ethos) en una dirección de cambio o resubjetivización en el marco de una relación terapéutica con unas características determinadas (apuntadas por Pérez Álvarez en el libro). En rigor, la psicoterapia opera no tanto sobre los problemas de la vida (pérdidas, adversidades, conflictos, etc.), sino sobre lo que la persona quiere conseguir o se propone hacer respecto de lo que motiva su queja. Si no se tiene en cuenta esta característica de la psicoterapia se acaban confundiendo las cosas y se deriva al psicoterapeuta como quien acude a medicina interna; una especie de “yo le cuento lo que me pasa y usted me quita lo que tengo”.
También la psicoterapia podría verse, desde esta perspectiva existencial, como un espacio intersubjetivo de ayuda destinado a captar y revisar la persona/identidad que uno está proyectando ser (la vida como drama), sin perjuicio de que el consultante requiera antes una ayuda para salir del bucle que lo atasca en su devenir. Las estrategias que despliega una consultante para solucionar sus problemas no dejarían de ser formas de realizar el proyecto existencial y construir la identidad personal. Serían formas de lidiar con la angustia ontológica del problema del ser (uno mismo); es decir, de saber que uno nunca llega a coincidir con el ser que dice ser; de saber que, como decía Sartre, el humano no es lo que es y es lo que no es. Desde esta óptica existencial, la psicoterapia podría interpretarse como un proceso transformativo de la persona que somos, estamos siendo y elegimos ser.
Recapitulación
La recapitulación que se propone retoma las ideas de las “dos culturas” de la psicología y las “dos mentes” de la psiquiatría desarrolladas por el autor en el capítulo segundo. Por nuestra parte, organizamos el material en torno a tres consideraciones: psicopatología, psicoterapia y farmacoterapia.
La pluralidad de enfoques psicopatológicos se podrían reducir a dos grandes ramas: A1) una psicopatología nosográfica (típicamente CIE/DSM) que, si bien se proclama ateórica, utiliza la analogía biomédica o neurocéntrica de la enfermedad mental (por tanto, entiende el fenómeno clínico como manifestación sintomática que emana desde un estado alterado del cuerpo), y A2) otra rama que entendería los fenómenos clínicos como formando parte de un campo-fenoménico (por tanto, ni dentro ni fuera del sujeto) de acuerdo a la noción de persona-atrapada-en-una-situación. En España, una psicopatología afín a esta sería la psico(pato)logía de Castilla del Pino (8,9) y la del desarrollo moral de Villegas (10).
La pluralidad de psicoterapias o tratamientos psicológicos se podrían reducir también en dos grandes ramas: B1) una psicoterapia centrada en las técnicas o en los procesos y mecanismos alterados de acuerdo a un práctica-basada-en-la-evidencia, y B2) una psicoterapia centrada en la persona-situación de acuerdo a una teoría transteórica y antropológica basada en la noción de factores comunes y ritos de paso y más próxima a la evidencia-basada-en-la-práctica.
Respecto de la farmacoterapia o medicación psiquiátrica, se podrían concebir, de acuerdo a la propuesta de Moncrieff, dos grandes modelos: C1) un modelo basado-en-la-enfermedad y C2) un modelo basado-en- el-fármaco.
Véase que A1, B1 y C1 mantienen afinidades electivas (monismo fisicalista) y responderían a una concepción de ciencia positivista natural y al rótulo de modelo biomédico de salud mental basado en la noción de enfermedad mental. Se trata del enfoque dominante o corriente principal en psicología y psiquiatría. Por su parte, A2, B2 y C2 también presentarían afinidades electivas (pluralismo) y responderían a una ciencia humana contextual-holista y al rótulo de modelo contextual de salud mental basado en la noción (existencial-antropológica) de persona/circunstancia. Dicho de un modo sintético, tanto en psicología como en psiquiatría nos encontraríamos con un modelo esencialmente biológico (que por más que se presente como multifactorial, es decir, incluyendo realidades como la psicológica y la social, en última instancia reduce ambas realidades a estructuras subpersonales) y un modelo radicalmente biográfico de salud mental (que integra las realidades biológicas e institucionales sin reduccionismos ni hacia un lado ni hacia el otro) .
La Tabla 1 ofrece un esquema de estos tres contenidos de la psicología y la psiquiatría.
A) Psicopatología | B) Psicoterapia | C) Psicofarmacoterapia |
---|---|---|
A1) Psicopatología descriptiva, criterial, categorial (típicamente CIE/DSM). | B1) Psicoterapia centrada en las técnicas o en los procesos y mecanismos averiados de acuerdo a un práctica-basada-en-laevidencia. | C1) Modelo basado-en-la-enfermedad. |
A2) Psicopatología del campo-fenoménico (Fancesetti; Fuchs). Psico(pato)logía (Castilla del Pino; Villegas). | B2) Psicoterapia centrada en la persona-situación de acuerdo a una teoría transteórica y antropológica basada en los factores comunes. | C2) Modelo basado-en-elfármaco (Moncrieff). |
A1, B1y C1 = modelo biomédico de salud mental basado en la enfermedad mental (ciencia positivista natural).
A2, B2 y C2 = modelo contextual de salud mental basado en la persona/circunstancia (ciencia humana-holista-contextual).
De acuerdo con este esquema, se aborda a continuación el problema de la cronicidad y el debate sempiterno sobre la combinación psicoterapia/fármacos. El problema de la cronicidad es luctuoso en salud mental y vendría propiciado por la aplicación de C1 como el tratamiento sobre el trasfondo ontológico de A1 como la realidad del fenómeno clínico. La combinación psicoterapia/fármacos que se suele proponer en la asistencia pública (y que se investiga) consiste invariablemente en B1 y C1 (con el trasfondo de A1). Habría otras combinaciones a estudiar científicamente o posibilidades a explotar terapéuticamente tales como las siguientes: 1) B1 y C2 (con el trasfondo de A1), 2) B1 y C2 (con el trasfondo de A2) y 3) B2 y C2 (con el trasfondo de A2). Que estas posibilidades existan y no hayan sido siquiera imaginadas es todo un síntoma de mala ciencia. La ciencia positivista natural no solo potencia o privilegia unas vías determinadas de pensar e investigar, sino que oculta o invisibiliza otras, quizás las más fecundas. No en vano, solo podemos ver y pensar lo que está en nuestro horizonte de sentido/lenguaje como nadie puede saltar por encima de su sombra. Tiene razón Pérez Álvarez cuando advierte que No hay escape de la filosofía: la cuestión es qué filosofía.