Introducción
El consumo de psicofármacos ha aumentado considerablemente en los últimos años, siendo la prevalencia mucho mayor en mujeres que en hombres (1). Estas cifras son particularmente significativas en España, donde su uso es mayor que en otros países europeos (2). Debido a esta situación, y a la escasa literatura sobre los sesgos de género cometidos en el ámbito de la salud mental, se considera necesario hacer una valoración crítica con perspectiva de género.
Con este fin, se expone un breve recorrido histórico que ayude a contextualizar el alcance del problema y a entender cómo se sigue reproduciendo el modelo hegemónico patriarcal en el ámbito de la medicina, especialmente en el área de la salud mental.
El objetivo de este artículo es aportar una primera reflexión sobre el peso que tienen los sesgos sexistas en la práctica clínica en los procesos de diagnóstico y tratamiento de los trastornos mentales. En este sentido, por un lado, se intenta concienciar sobre el papel que juegan los sesgos sexistas del sistema patriarcal en el ámbito de la salud mental. Y, por otro, se intenta promover la autocrítica para minimizar o eliminar las desigualdades por razón de género en el sistema de salud. Por último, se propone la necesidad de un cambio de paradigma para poder ofrecer mejores recursos y atención sanitaria, eliminando así las desigualdades por razón de género.
No obstante, como se ha señalado, el trabajo supone solo una primera aproximación, siendo preciso realizar más investigaciones con perspectiva de género que apoyen y refuten de manera experimental lo expuesto en el mismo.
Antecedentes históricos
A lo largo de la historia de la medicina se ha asociado la anatomía y fisiología de la mujer con la enfermedad mental, de tal forma que se respaldaba, con el prestigio de la ciencia, la predisposición de las mujeres a sufrir trastornos mentales (3).
La construcción de la locura femenina a lo largo de los siglos siempre ha estado sesgada por una visión biologicista, androcéntrica y patriarcal. Ya en la cultura de la Antigüedad encontramos que egipcios, griegos y romanos entre otros concebían el útero como un órgano errante (4). Tanto es así que Platón e Hipócrates atribuían la locura de la mujer a una mala posición del útero (útero flotante), asociando de esta forma el origen de la conducta de las mujeres a una alteración de un proceso biológico y recomendando como método curativo pasión y amor seguidos de embarazo (5).
Más tarde, en la Edad Media, se abandona la idea de la histeria como enfermedad médica, por lo que el objetivo ya no será la curación de las mujeres, y se le confiere una entidad pecaminosa, pasando a tratárselas como brujas (6). De esta forma, el cristianismo pasó a considerar la histeria como una posesión diabólica y el destino de muchas mujeres fue acabar calcinadas en la hoguera. No fue hasta siglos posteriores que se volvió a considerar la histeria como una enfermedad, asociándola de nuevo a su fisiología y anatomía femenina (7).
La asociación de la enfermedad mental de la mujer con su fisiología se sigue reproduciendo en los siglos posteriores, tal y como ocurre en el siglo XIX, en el cual se mantiene que el aparato genital de la mujer es el órgano que más domina al cerebro, tanto en estado de enfermedad como en la normalidad. Como consecuencia, se abordará el tratamiento de la locura femenina con la indicación y desarrollo de la terapia quirúrgica centrada en los órganos genitales de la mujer, defendida e impulsada principalmente por los psiquiatras de la época (8) y amparándose en la relación entre el aparato genital de la mujer y el sistema nervioso (9). De esta forma, se publica toda una obra sobre ovariotomía. Además, ya se encuentran datos sobre los tratamientos diferenciados según el sexo del paciente ante una misma patología (8).
Por su parte, el psicoanálisis también ha contribuido a la reproducción de un sistema patriarcal y androcentrista, ya que la diferencia biológica será lo que marca la desigualdad, quedando un sistema de polaridad binario basado en la naturaleza biológica a la hora de explicar la construcción de la identidad masculina/femenina (10). Tomando las palabras de Chodorow, “los escritos de Freud sobre las mujeres ofrecen lo que es ser mujer en la psique de los hombres, es decir, la mujer como objeto, no como sujeto” (citado en 10).
En este sentido, la identidad de la mujer siempre se ha formado a partir de la identidad masculina, quedando relegada a un segundo plano, algo que se ha construido social y culturalmente a partir del hombre (11). Como consecuencia, a la identidad femenina, en contraposición a la del hombre, se le ha atribuido un menor valor social, y se la ha asociado con un mayor nerviosismo, con la pasividad, la intuición, etc. (8). Por lo que la identidad femenina normativa queda construida en torno a la belleza, la docilidad, la vulnerabilidad, en los afectos y lo relacional, en la entrega y cuidado total a los demás, introduciendo así la dependencia en el propio constructo de mujer (12). A todo esto hay que añadir, además, las connotaciones morales en cuanto a lo que se espera del comportamiento de las mujeres: la exigencia de que sean madres y esposas, convirtiendo todo deseo o iniciativa personal en algo obsceno y condenable (13). En cambio, la identidad masculina se relaciona con el poder, la propiedad y la potencia (14). Asimismo, se considera primordialmente al hombre como ser social, mientras que a las mujeres se las ha relegado al ámbito privado del núcleo familiar (13).
Esto va en consonancia con la teoría del rol social de género (15), la cual explica el comportamiento diferencial de hombres y mujeres según la posición que se les ha asignado históricamente, como ocurre en las instituciones, la familia y el puesto de trabajo, de forma que son las estructuras sociales las que construyen los roles de género, asignándoles a los hombres ciertas características propias de las posiciones de liderazgo, como el ser más individualistas y agresivos (14, 16, 17). Sin embargo, a las mujeres se les han asignado características asociadas a funciones domésticas y ocupacionales, como la subordinación, el sometimiento, la dependencia, la emotividad y la debilidad (14-16). Otra teoría que entronca con esta idea es la teoría de política sexual de Kate Millett, la cual pone de manifiesto que la socialización diferenciada da lugar a identidades diferenciadas según el género, lo que genera desigualdades y segregaciones por género (18). Según Millett, en cada ciclo de vida hay unas “exigencias inherentes al género” que se van interiorizando desde la infancia, relacionadas con el cumplimiento de una serie de pautas sobre cómo deben ser los pensamientos o comportamientos según el género al que se pertenezca (19). Como resultado de esto, se produce una desigualdad y la identidad femenina queda construida a partir de la del hombre, no alcanzando nunca el protagonismo y quedando relegada a un mero complemento de este. De este modo, la identidad femenina quedaría reducida a un objeto con características decorativas, sexuales y de acompañamiento; lo cual la reduce a “sujeto y objeto del deseo masculino” (20).
En consecuencia, se ha ido conformando la idea de que lo masculino es superior a lo femenino, siendo las mujeres relegadas a una posición de vulnerabilidad donde el rol que debían desempeñar era el de ser receptivas y pasivas frente a los hombres, mientras que estos debían ser agresivos y activos. Todo ello ha dado lugar a que se construya una subjetividad “femenina” y una “masculina”, siendo de esta forma invisibilizado el género y superponiéndose el sexo como explicación de todos los fenómenos humanos. En relación con la salud, resulta confuso discernir qué aspectos pertenecen a diferencias sexuales y cuáles al género, exceptuando los aspectos relacionados con la salud reproductiva (11).
En definitiva, la identidad de la mujer ha quedado reducida a sus órganos genitales y sus respectivas funciones, es decir, a su capacidad reproductiva (21). De esta forma se consigue asociar a la mujer al mundo salvaje, a la naturaleza misma, mientras que el hombre se asocia con la cultura (22). Siguiendo a Benedicto (12), se identifica a la mujer por acercarse más al concepto de naturaleza que al de la cultura o civilización, entendiéndose así a las mujeres como débiles, vulnerables e imprevisibles. Es decir, se establece una jerarquía y un orden social, donde se identifica la masculinidad con la racionalidad y a las mujeres con el caos, quedando relegada la mujer a un orden inferior (23).
En esta misma lógica, la salud de la mujer se ha valorado desde su cuerpo y su ciclo reproductivo y se ha estimado como justificación suficiente para su malestar y su vulnerabilidad psicológica, ignorando de esta forma las desigualdades de género existentes en las disciplinas psicológicas y psiquiátricas (24). Tal y como exponen Roselló y colaboradores (24), dichas disciplinas han impuesto una explicación hormonal al malestar de las mujeres, estableciendo una correlación identitaria con un sustrato químico y hormonal propio de las mujeres. Este reduccionismo biológico trae consigo la psicopatologización y medicalización de las mujeres, y como consecuencia el control y la prescripción de docilidad de las mujeres (5). Dicho reduccionismo se ve reflejado en la construcción de etiquetas diagnósticas de los trastornos mentales, las cuales apelan a la biología de la mujer para justificar su sintomatología psicológica y, a su vez, las desigualdades por razón de género (24). Este es el caso del trastorno disfórico premenstrual, las disfunciones sexuales femeninas, la depresión postparto, etc. Estos diagnósticos, entre otros, perpetúan la tradición histórica que psicopatologiza a las mujeres, categorizándolas de depresivas, enfermizas, locas, frágiles y peligrosas (5).
El legado de la medicina patriarcal
Para comprender la salud mental de las mujeres actualmente, además del recorrido histórico visto, debemos conocer cómo se enfoca desde el modelo psicopatológico académico dominante actual. Dicho modelo entiende la psicopatología mediante sistemas de clasificación de enfermedades, sustituyendo así la psicopatología por una mera taxonomía. Con el pretexto de que el actual modelo se contempla desde un prisma científico, de una manera rigurosa y objetiva, se enmascaran y se legitiman las creencias ancestrales sobre la condición femenina, perpetuando de esta forma toda una serie de prejuicios y estereotipos tradicionales inherentes al sexo femenino (25). Además, sabemos que el modelo psicopatológico actual está basado en el criterio de enfermedad como desviación de lo “normal”, donde cierto grado de locura se asocia y es inherente al concepto de salud mental de las mujeres (26). Asimismo, la intervención de dicho modelo se realiza mediante profesionales médicos que se encargan de “curar” la sintomatología presentada por la persona a través de herramientas, generalmente farmacológicas o coercitivas, para la acción. Con dicho argumento se justifica la necesidad de que las mujeres sean controladas para que no se desvíen de la norma marcada por el modelo biomédico (17). En relación a esto, se ha definido el concepto de la llamada “paradoja psiquiátrica” de Penfold y Walker, la cual por un lado ayuda a las mujeres en sus problemas de salud mental a la vez que ejerce control sobre ellas, intensificando y manteniendo los estereotipos de género con restricciones impuestas (27).
Una de las herramientas más utilizadas desde la “psicopatología” actual para ejercer poder y control sobre las mujeres es el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, el cual sirve para acentuar los estereotipos de género a partir de conductas consideradas indeseables para las mujeres. Así pues, encontramos en muchos de los diagnósticos asociados a mujeres, como algunos de los citados previamente, que un criterio a valorar es la funcionalidad de la mujer según expectativas en función del género, quedando expuesto una vez más el discurso androcéntrico y patriarcal de dicho manual (28).
Como vemos, el modelo psicopatológico existente se ha construido a partir del modelo médico hegemónico, donde, gracias a la creación de categorías diagnósticas psicopatológicas, se ha ejercido control particularmente sobre los cuerpos y mentes de las mujeres mediante la hospitalización y la prescripción de psicofármacos (29). Según Phyllis Chesler (29), esto se debe a que la construcción de la feminidad está muy asociada con la representación de la locura (sexismo institucionalizado), y, por ello, es más fácil asignar una enfermedad psiquiátrica a las mujeres que no se corresponden con los roles femeninos tal y como se ha señalado en el párrafo anterior. Chesler introduce en su obra el concepto de doble estándar, que pone en evidencia el sexismo institucionalizado etiquetando a las mujeres como enfermas mentales, tanto si cumplían demasiado el estereotipo femenino (de sumisión, emotividad, fragilidad y pasividad –tildándolas de histéricas–) como si transgredían dichos estereotipos (rebeldía, fortaleza, autonomía e independencia –designándolas con la etiqueta de psicopatía, que más tarde se ha modificado por la de trastornos de personalidad–). Así pues, tal y como afirma Sfez (30), la medicalización sería el paso posterior al desarrollo y construcción de la concepción de salud/enfermedad, siendo esta mucho más acentuada en las mujeres (29).
Esta idea se relaciona con lo ya definido por Foucault como dispositivos de poder, que está en relación con el concepto de salud mental. Foucault defiende que se han controlado las subjetividades a través de la ciencia médica y explica cómo se patologiza todo lo que se aleja de lo establecido como la norma. En este sentido, Foucault entiende que la normalización de la conducta forma parte de una táctica de control social e implica una construcción de una norma idealizada de conducta desde la que se estructura y organizan las conductas de los individuos, negándoles una propia individualidad como sujetos dueños de subjetividad. Dicho autor, a su vez, analiza cómo el Estado, la medicina y el poder medicalizan y patologizan cada vez más los malestares con orígenes sociales para neutralizar estos problemas, ya que estos se individualizan. De esta forma se regulan y controlan los cuerpos y las vidas a través de las instituciones (31,32). Esto concuerda con lo que Elaine Showalter analiza críticamente al exponer el papel que ejercen las actitudes culturales en el diagnóstico y tratamiento de trastornos mentales de las mujeres (33).
Podríamos decir, tal y como afirma Joan Busfield (34), que las estructuras y procesos sociales afectan a la salud mental de las mujeres, ya que se encuentran en una asimetría de poder frente a los varones, lo que se traduce en subordinación y desempoderamiento. Por todo esto, tanto el concepto de malestar mental como el de las categorías diagnósticas han provocado una sobrerrepresentación de mujeres en el ámbito psiquiátrico (27), quedando el malestar emocional de las mujeres medicalizado (35).
Género y salud mental
Tradicionalmente, el dolor y malestar psicológico padecidos por las mujeres se han tratado de forma sistemática con psicofármacos, sin profundizar en la verdadera causa de dicho malestar, lo que sigue manifestándose en las prácticas actuales de los profesionales de salud (36). Esto se ve reflejado en el informe de la OMS titulado “Género y salud mental de las mujeres”, donde aparece que “las tasas de alteraciones psicológicas de cualquier clase son más altas de lo que se pensaba y están incrementándose recientemente y afectando a casi la mitad de la población” (37). La tasa de trastornos mentales como depresión, ansiedad, alteraciones psicológicas y quejas somáticas afectan el doble en mujeres que en hombres. Dentro de esta prevalencia, nos encontramos que en la depresión de la mujer los episodios depresivos son más largos, las recidivas son más frecuentes y hay una mayor cronicidad del trastorno. Además, se advierte de una mayor frecuencia de prescripción de psicofármacos a las mujeres (37).
Por añadidura, sabemos gracias a investigaciones epidemiológicas (5) que a las mujeres se les diagnostican con mayor frecuencia trastornos de ansiedad y depresión, y presentan mayor probabilidad de desarrollar trastorno límite de la personalidad y trastorno de la conducta alimentaria; mientas que a los hombres se les diagnostica más abuso y dependencia del alcohol y otras sustancias, y presentan mayor probabilidad de trastorno de la conducta y de trastorno de la personalidad antisocial (11, 38). Otros estudios arrojan datos interesantes en cuanto a diferencias en la prevalencia de trastornos mentales, la manifestación de los síntomas, el curso, la búsqueda de ayuda y la respuesta terapéutica según el género del paciente. Según el modelo tradicional de género, las diferencias entre sexos en la búsqueda de ayuda radican en la mayor frecuencia de visitas a los servicios sanitarios por parte de las mujeres, además del hecho de que estas expresen más quejas en cuanto a problemas psicosociales (39). Así pues, encontramos que la depresión unipolar es el doble de frecuente en mujeres que en hombres, y, aunque en el trastorno bipolar la prevalencia en ambos sexos es similar, las mujeres son más propensas a mostrar un ciclaje rápido y episodios depresivos y mixtos en mayor medida que los hombres (38, 40). También es interesante resaltar que aunque el alcoholismo se da en mayor proporción en hombres, la tasa de mortalidad es mayor en mujeres (41).
En resumen, las mujeres presentan tasas más elevadas de trastorno mental y sintomatologías más graves y discapacitantes (42). Estos datos pueden reflejar diferentes formas de responder al estrés relacionadas con las expectativas que se les atribuyen a los distintos sexos (43). Estas expectativas, sumado a las tensiones a las que están expuestas las mujeres debido a su género en comparación con los hombres, como la violencia de género y los eventos de discriminación sexista, reducen su capacidad de responder para modificar el entorno estresante. La suma de todos estos condicionantes, en los que se tienen en cuenta los factores sociales y de género, podría explicar la mayor afectación en mujeres (14).
Por otro lado, el hecho de que exista mayor prescripción en las mujeres ha generado un mayor consumo de psicofármacos en las mujeres en relación a los hombres. Esto resulta paradójico, ya que hoy en día sabemos que existen pocos estudios sobre las diferencias de género y el efecto que causan dichos psicofármacos en el caso de las mujeres (44). A pesar de ello, hay una asociación entre el consumo de psicofármacos y el género, siendo el perfil de la persona consumidora de antidepresivos una mujer de mediana edad, ama de casa, con estudios primarios, nivel socioeconómico bajo y que convive con su pareja (45). Pero los datos también apuntan a un aumento del consumo de psicofármacos entre las mujeres paradas y profesionales activas, dándose este aumento sin importar la clase social ni el entorno (43). Actualmente se ha añadido a este perfil el de mujeres que sufren condiciones laborales injustas debido al techo de cristal existente en sus carreras profesionales (26).
Además, la prescripción de psicofármacos para tranquilizar el malestar de las mujeres solo conduce a que el problema de raíz se agrave y estén en riesgo potencial de experimentar efectos adversos de dichos psicofármacos, además de un riesgo alto de dependencia a la sustancia. Respecto a esto último, se ha visto que cada vez más mujeres necesitan ansiolíticos para poder hacer frente a su vida cotidiana, estableciéndose de esta forma una relación de confianza con los psicofármacos, en especial con los tranquilizantes. En otras palabras, las mujeres se sienten cada vez más incapaces de hacer frente a su vida cotidiana sin el efecto que les proporcionan los tranquilizantes, ya que llegan a tener la sensación de no saber cómo actuar (46). Aparte de los efectos secundarios asociados al propio consumo de benzodiacepinas, existen efectos físicos colaterales derivados del consumo de estas, en concreto, accidentes de tráfico en carretera, caídas y fractura de cadera (47). Asimismo, numerosos estudios encontraron que las mujeres de edad avanzada son quienes sufren en mayor medida dichos efectos colaterales (48).
Igualmente, las consumidoras crónicas de psicofármacos, normalmente tranquilizantes, tienen un riesgo potencial más alto de padecer los efectos adversos de estos. Como ejemplo de ello, se ha observado que en situaciones donde se requiere la acción rápida de reflejos rápidos el consumo de benzodiacepinas puede ser contraproducente (46). Por añadidura, muchos de los psicofármacos prescritos a mujeres son para procesos vitales no patológicos, como la menopausia o la maternidad, medicalizando así procesos naturales de la vida de la mujer (14, 49). Lo mismo ocurre en el periodo de la perimenopausia, donde se da un déficit estrogénico en la mujer y el médico valora este déficit como origen de los conflictos emocionales. Como consecuencia, a la inicial prescripción de psicofármacos se le suma un tratamiento de reemplazo hormonal (26).
En resumen, a pesar de que la prescripción de psicofármacos es mayor en mujeres, las diferencias en la respuesta son todavía poco concluyentes. En la mayoría de los ensayos con fármacos nuevos, también se producen sesgos de género, ya que no se tienen en cuenta factores como las variaciones del ciclo menstrual, la menopausia, posibles interferencias en la respuesta del fármaco con terapias hormonales o incluso cómo podrían afectar dichos fármacos a la fertilidad. Como consecuencia, esto puede reflejarse en la práctica clínica con mayores efectos secundarios a las dosis habituales de psicofármacos prescritos en las mujeres (49). Por añadidura, diferentes estudios sobre farmacocinética de los psicofármacos muestran diferencias significativas en la absorción, la biodisponibilidad, el metabolismo y la eliminación dependiendo del sexo de la persona. Sin embargo, los profesionales de la medicina pocas veces tienen en cuenta estas diferencias en la respuesta terapéutica (50).
Por otra parte, es necesario destacar el papel que juega la industria farmacéutica en la creación de categorías diagnósticas, convirtiéndolas en un producto industrial con intereses políticos y económicos (51-53). En este sentido, no hay más que ver los beneficios que obtienen los grandes accionistas de las farmacéuticas más poderosas para darse cuenta de lo rentable que resulta esta “psicopatología (o psiquiatría) biocomercial”, tal y como la denomina Tizón (52). De esta forma, se crean enfermedades y trastornos legitimados por profesionales médicos y se consolida un nuevo mercado de productos aparentemente necesarios para patologías existentes o de nueva creación (52-54). La industria farmacéutica es la encargada de promocionar nuevas etiquetas diagnósticas con el fin de vender la solución a dicho problema, especialmente cuando necesitan extender los tiempos de sus patentes y ampliar o potenciar su mercado (55). Es el caso de la creación del trastorno disfórico menstrual, el cual se consolida a la vez que aparece como tratamiento para dicho trastorno el Prozac, aunque con el nombre feminizado de “Sarafem”, que, a su vez, coincide con la necesidad de la empresa Eli Lilly de la renovación de su patente para nuevas dolencias (5). Algo similar ocurre con el trastorno sexual hipoactivo, que se consolida y coincide con la aprobación por la FDA de la Flibanserina, un antidepresivo con nombre comercial “Addyi”, el cual se vendió como tratamiento específico para dicho trastorno (55).
Sesgos de género y salud mental
Por todo lo anteriormente señalado, es importante destacar los sesgos de género en lo referente a la salud de las mujeres. Tal y como lo define la Sociedad Americana de Mujeres Médicas, se trata de “la diferencia en el tratamiento de ambos sexos con un mismo diagnóstico clínico, que puede tener consecuencias positivas, negativas o neutras para su salud” (49). Sin embargo, si tenemos en cuenta el origen del sesgo de género, encaja mejor la definición que encontramos en la Serie “Nueva Salud Pública” de la Escuela Andaluza de Salud Pública (EASP). En esta el sesgo de género se define como el “planteamiento erróneo de igualdad o de diferencias entre hombres y mujeres –en su naturaleza, sus comportamientos y/o sus razonamientos–, el cual puede generar una conducta desigual en los servicios sanitarios y en la investigación, y que es discriminatoria para un sexo respecto al otro” (56).
Los sesgos de género no pueden aislarse según el ámbito y actividad de la sociedad, ya que tienen lugar en todos ellos, por lo que influyen también en las expectativas de los profesionales de la salud y, por tanto, se dan sesgos de género en la atención sanitaria. Esto se ve reflejado, por ejemplo, en el modelo biomédico tradicional cuando se considera que las mujeres se quejan demasiado debido a que son más débiles y posiblemente no presenten una enfermedad real (57). Por lo tanto, la fiabilidad de los médicos a la hora de determinar un diagnóstico psicopatológico es cuestionable. Asimismo, los profesionales sanitarios poseen poca formación con perspectiva de género en el área de salud, y en concreto, de la salud mental (58).
Tal y como expone Benedicto (12), los sesgos de salud de los problemas de las mujeres se miden con doble rasero. Se cree, por un lado, que al ser diferentes no es posible que tengan problemas parecidos a los hombres y, por otro, que las diferencias en sus problemas de salud no existen o no son tan relevantes, exceptuando las diferencias en salud sexual y reproductiva. En consecuencia, se produce una marcada desigualdad en la atención a las necesidades propias de las mujeres y los aspectos psicológicos-sociales se limitan a lo biológico (12), o, como afirma Carme Valls-Llobet (17), deja a las mujeres invisibles respecto a su realidad bio-psico-social.
Respecto a los sesgos de género implícitos en las creencias de los profesionales sanitarios, existen estudios que ponen de manifiesto que afectan en el proceso de la toma de decisiones en la prescripción de psicofármacos, de forma que cuando la persona consultante se trata de un hombre se considera su caso como más importante y más grave que cuando la persona consultante es una mujer, provocándose así una minimización de los malestares de las mujeres y una maximización de la misma afección cuando se produce en hombres (45). Esto ocurre debido a que los profesionales viven inmersos en una sociedad sexista y repleta de estereotipos, lo que ocasiona una actitud diferente en consulta según el sexo del paciente ante las mismas quejas o síntomas, lo que, a su vez, determina un diagnóstico diferente y tratamientos diferenciados. A esto es a lo que se ha denominado “sesgo sexual del médico”, y se manifiesta sobre todo en el proceso de prescripción de psicofármacos, siendo las mujeres las más medicalizadas (58). Asimismo, la existencia de estos sesgos en los profesionales de la medicina puede precipitarse debido al poco tiempo del que disponen en cada consulta, dando lugar a un diagnóstico erróneo que confirme sus expectativas, al mismo tiempo que ignoran o minimizan la información que no concuerda con sus creencias (29).
En cuanto a la mayor prescripción de psicofármacos a mujeres, podemos encontrar diversas explicaciones. Una de ellas sostiene que los profesionales sanitarios tienden a atribuir los síntomas físicos o atípicos a componentes psicológicos más en el caso de las mujeres que en el de los hombres. Además, ante igualdad de síntomas depresivos de baja intensidad, tienden a prescribir más psicofármacos a las mujeres que a los hombres (49). Por otra parte, las mujeres son más propensas a recibir prescripciones de ansiolíticos y antidepresivos, y los hombres de hipnóticos/barbitúricos y antipsicóticos (59). Asimismo, otros estudios afirman que, ante los mismos síntomas y las mismas circunstancias, a las mujeres se les prescriben más ansiolíticos, se piensa más en causas funcionales por su conducta y se les ofrece más ayuda psicológica que a los hombres, siendo estos derivados a médicos de otras especialidades (60).
Tal y como afirma Carme Valls-Llobet, en el sistema de salud se presentan formas de “microviolencias” hacia las mujeres, descuidando de esta forma las necesidades de estas y favoreciendo los sesgos y estereotipos de género implícitos. Las mujeres perciben estas microviolencias y las describen como: no se presta atención a la paciente, se realizan diagnósticos sin haber explorado a la paciente, se hace sentir culpable a la paciente por sus síntomas, asociándolos a aspectos emocionales, etc. (17). En cuanto a la atención recibida, recientes investigaciones advierten que ni los psicólogos ni los trabajadores sociales están exentos de estos sesgos, expresando las mismas contradicciones, ambivalencias y vulnerabilidades raciales y sexuales de la población general (61). Respecto a la población médica, sabemos que no están exentos de estos sesgos, ya que la mayoría se han formado, profesional y culturalmente, en valores patriarcales y son estos los que aplican dentro de una institución patriarcal como es la medicina (29). Estas desigualdades no solo se manifiestan en la medicalización de las mujeres, sino en toda la atención sanitaria a estas, tanto en el acceso a los recursos como en la información sobre salud relacionada con aspectos sociales, culturales y económicos (62).
En las últimas décadas, muchos investigadores han tratado de analizar las distintas actitudes de los profesionales sanitarios, específicamente en lo que se refiere a la toma de decisiones para la prescripción de medicamentos según el sexo del paciente. Esto mismo se muestra en los estudios realizados sobre el diagnóstico y tratamiento de patologías como las enfermedades coronarias, ya que tradicionalmente son asociadas a los hombres (63, 64). Tal y como señala Blech (51), a igualdad de patología, muchas mujeres son excluidas del procedimiento habitual, con el riesgo de no recibir un tratamiento adecuado para una enfermedad o problema cardiovascular. En la misma línea, existe evidencia de la presencia de sesgos de género en procedimientos quirúrgicos y las estancias medias postquirúrgicas. En el caso de la investigación de Bichler y su equipo (65), los autores hallaron, con datos estadísticos oficiales a nivel nacional, que las mujeres guardan más tiempo de espera en urgencias que los hombres, que se realizan más intervenciones quirúrgicas en hombres que en mujeres y que los hombres pasan mayor tiempo ingresados tras una intervención quirúrgica que las mujeres, entre otros resultados.
Podemos encontrar un caso similar al examinar los sesgos de género en salud mental, donde diversos estudios arrojan algunos datos con perspectiva de género en el paradigma de la medicina. Teniendo en cuenta la prevalencia y el uso de psicofármacos que se da en salud mental, numerosas investigaciones describen que, ante igualdad de psicopatología, las mujeres reciben mayor prescripción de psicofármacos que los hombres (49,58). Además, es más probable que los médicos diagnostiquen a las mujeres con afecciones que se ajustan más estrechamente a la construcción del paciente difícil u odioso en entornos médicos, con etiquetas tales como trastornos de personalidad dependiente, histriónico y limítrofes (40). Sin embargo, si bien la literatura ha documentado mayor prescripción de psicofármacos a mujeres que a hombres, pocos estudios han investigado si existen creencias sexistas que pudieran afectar a la toma de decisiones en el proceso del diagnóstico y tratamiento que cada profesional sanitario realiza en su práctica clínica diaria. Tampoco encontramos literatura respecto a diversos aspectos que se incluyen en esta diferenciación en el tratamiento, como pueden ser el tipo de psicofármaco, la dosis prescrita y la duración de dicha medicación. Además, es importante resaltar la carencia de investigaciones sobre el personal médico especialista, ya que la mayoría se encuentran con frecuencia demasiado ocupados o son reticentes a cumplimentar cuestionarios para convertirse en muestra experimental (29).
De igual modo, los sesgos de género se manifiestan cuando algunos profesionales sanitarios minusvaloran la gravedad de los síntomas de las mujeres, afectando a la toma de decisiones tanto a la hora de realizar un diagnóstico como a la de poner un tratamiento (57). En este sentido, a veces ocurre que ante un mismo síntoma se diagnostica de diferente manera en ambos sexos, de forma que en el caso de las mujeres los síntomas son confundidos, se minimizan o no se diagnostican bien y a sus quejas se les otorga una etiología psicológica o psicosomática (17). Esto ocurre, por ejemplo, en el caso de la queja de fatiga en mujeres, que suele diagnosticarse como síntoma depresivo, mientras que en los hombres no suele asociarse con ningún diagnóstico (57).
En cuanto a los sesgos de género que encontramos en la prevalencia de trastornos mentales, Hartung y Widiger citan los sesgos de muestreo (o sesgos de evaluación) y los sesgos dentro de los propios criterios diagnósticos (o sesgos por criterio) (66). Respecto a los sesgos de muestreo, estos autores señalan la insuficiente investigación empírica para apoyar datos de prevalencia en los diferentes trastornos mentales según el sexo, por lo que no se estaría produciendo un muestreo imparcial o una evaluación imparcial en el proceso del diagnóstico. Esto es debido a que la mayoría de los estudios sobre trastornos mentales utilizan muestras no probabilísticas, vulnerables a los sesgos de selección (67). Como la mayoría de las investigaciones se realizan con muestras masculinas, es importante tener en cuenta que los resultados de dichas investigaciones después se generalizan tanto a hombres como a mujeres, obteniéndose estos sesgos de muestreo (o de evaluación) (67). Por otro lado, respecto a los sesgos dentro de los propios criterios diagnósticos (o sesgos por criterios), Hartung y Widiger (66) se refieren a los sesgos de género existentes en los ítems que conforman las distintas categorías diagnósticas. Como la mayoría de los ítems dentro de los criterios diagnósticos no son neutrales, es decir, están sesgados a favor de un género en relación a otro, se asignan determinados trastornos mentales a hombres y otros a mujeres, manteniendo como resultado dichos sesgos en la sociedad (67). Tal y como exponen Hartung y Widiger, esto es lo que ocurriría con el trastorno del deseo sexual y orgásmico, el trastorno histriónico la personalidad, el trastorno de conducta y el trastorno de somatización. El conjunto de estos sesgos sexistas que la psiquiatría ha utilizado para elaborar los constructos en salud mental se ha denominado “sexismo institucionalizado”, el cual patologiza en mayor medida a las mujeres que a los hombres (27).
No es de extrañar la existencia de estos sesgos dentro de las categorías diagnósticas, ya que la ciencia se encuentra dentro del marco dependiente de la cultura. Esto representa un problema en la objetividad científica debido a los sesgos que se generan y sus consecuencias (68). Además, existen numerosos estudios que avalan la existencia de sesgos de género implícitos en las creencias de los profesionales a la hora de prescribir. Tal y como proponen Gil y colaboradores (45), existe una creencia arraigada de que las características biológicas de la mujer son la causa de la subjetividad femenina patológica, lo cual no tiene en consideración que pueda ser consecuencia de malestares sociales.
También es importante resaltar la existencia de desigualdades en el acceso a las prestaciones sanitarias tanto en lo que se refiere a la cobertura de necesidades como a los obstáculos debidos a las dificultades económicas para completar el tratamiento médico, las desigualdades en los tiempos de espera y el uso de servicios (68). En cuanto a los tiempos de espera, las mujeres registran un tiempo de espera un 13,6% mayor que los hombres para consultas diagnósticas al especialista ante la existencia de igualdad de necesidades (69). Por último, y puesto que el sesgo de género es un sesgo potencial reconocido por instituciones como la propia OMS, los profesionales de salud mental tienen la obligación social y ética de reconocerlo, procurar evitarlo o controlarlo (51).
Conclusiones
La alta sobrerrepresentación de trastorno mental en las mujeres, la alta prevalencia de prescripción de psicofármacos, su uso indiscriminado y el tratamiento inadecuado de sintomatología tanto física como psicológica en su caso hacen necesaria una reflexión crítica sobre el tema. Por las razones citadas anteriormente, cabe preguntarse si realmente las diferencias existentes en la prevalencia de los trastornos mentales entre sexos están influenciadas por la construcción patriarcal de la locura y la creencia de que determinados trastornos son más frecuentes en las mujeres, contribuyendo al sobrediagnóstico en el caso de las mujeres y al infradiagnóstico en el de los hombres. Es decir, debemos preguntarnos si se está cometiendo un sesgo de género a la hora de realizar un diagnóstico y el consiguiente tratamiento en el ámbito de la salud mental. Por esta razón, es necesario tratar de encontrar un equilibrio en el ámbito sanitario donde se despatologicen ciertos comportamientos de las mujeres y los modos de vida no normativos, a la vez que se las cuide del sufrimiento, y esto solo puede conseguirse desde una perspectiva de género integradora que tenga en cuenta las opresiones de las que son víctimas, incluyendo la práctica clínica de algunos profesionales que atienden las demandas de las mujeres en los servicios de salud. Por ello, tanto el sistema sanitario como los profesionales que ejercen en este deben identificar la existencia de sesgos de género que se puedan producir en Atención Primaria y en Salud Mental.
Esta sensibilización y conciencia podría hacerse a través de una formación con perspectiva de género desde las mismas universidades y en los distintos Programas Nacionales de Formación Especializada donde se forman dichos profesionales, así como con la elaboración de protocolos de actuación sanitaria que contemplen dicha perspectiva. Asimismo, se hace necesario que en futuras ediciones del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) y de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) haya un comité asesor sobre asuntos de género que se dedique a identificar, coordinar y asesorar sobre los condicionantes de género en los diferentes ítems de las distintas categorías diagnósticas.
Entre las limitaciones de este artículo es preciso mencionar que la investigación experimental en el ámbito de la salud mental en relación con los sesgos sexistas es bastante escasa. Además, se trata de un análisis histórico-crítico y puede estar sesgado por la subjetividad personal de quien escribe esto. Futuros estudios deberán comprobar de manera experimental el efecto que tienen los sesgos de género en la práctica clínica. En este sentido, sería interesante que se tomara como muestra a profesionales sanitarios, observando experimentalmente si las creencias sexistas intervienen en la toma de decisiones en el proceso de prescripción de psicofármacos y del tratamiento.