Introducción
A las 3:40 de la tarde del día 3 de agosto de 1936, durante la segunda sesión del Congreso Internacional de Psicoanálisis celebrado en Marienbad, Jacques Lacan tomaba la palabra y diez minutos más tarde el presidente de la mesa, Ernest Jones, le rogaba interrumpir la exposición en mitad de una frase. Esta acción, vivida por el ponente con decepción y rabia, tuvo como consecuencia el olvido de dejar para las actas del congreso las cuartillas mecanografiadas de su trabajo, que trataba sobre un asunto completamente nuevo para la época: el estadio del espejo.
Más tarde, en 1966, cuando se publicaron los Escritos (1), que hicieron de Lacan un pensador reconocido, seguía sin encontrarse el manuscrito original de Marienbad. Tan solo existían unas notas sueltas tomadas por Françoise Dolto de la primera exposición que su autor hizo sobre el mismo tema, previa al congreso (el 16 de junio de 1936), ante los miembros de la Sociedad Psicoanalítica de París.
En 1938, el psicólogo francés Henri Wallon pidió a Lacan un artículo para ser incluido en el tomo VIII de la Enciclopedia Francesa, dedicado a “la vida mental”. Entonces, el reconocido psicoanalista respondió con un material escrito titulado La familia (2), en el que volvía a hablar de los fenómenos especulares.
Esta singular temática de nuevo fue objeto de una comunicación por parte de Lacan en el Congreso de Zúrich, en 1949, que llevaba por título Le stade du miroir comme formateur de la fonction du Je, telle qu´elle nous est révélée dans l´expérience psychanalitique (3); se trata del texto con el que hoy día contamos y que está incluido en los Escritos (1). Había escogido este asunto para desquitarse de lo sucedido en Marienbad, donde no había podido expresarse con entera libertad.
El estadio del espejo supone para su descubridor una entrada apabullante en el psicoanálisis, pero se elabora en un periodo de inflexión teórica de su obra. Recordemos que cuatro años antes (en 1932) había presentado la tesis doctoral sobre la paranoia (4), que fue muy celebrada en el medio surrealista llegando a ser considerado, por muchos intelectuales parisinos de la época, como el futuro maestro de un psicoanálisis “a la francesa” (5).
Con la tesis de doctorado, Lacan logra desvincularse de los presupuestos psiquiátricos de la época, basados en la teoría de la herencia-degeneración, que separaba tajantemente lo “normal” de lo “patológico”. A partir de entonces, tras el abandono de las ideas psiquiátricas imperantes y buscando nuevos soportes, comienza una andadura teórica sostenida en interrogaciones sobre los elementos arcaicos de la relación de objeto, que se desprenden directamente de su trabajo con la psicosis, y en aproximarse a una veraz conceptualización del ego. Al mismo tiempo, busca las respuestas adecuadas en un acercamiento a Hegel, a través de la asistencia a la enseñanza oral que imparte por entonces un filósofo de origen ruso llamado Alexandre Kojève, en la que se concentran un buen número de pensadores brillantes. Esto se produce entre 1934 y 1937, y supone para Lacan dar a la doctrina freudiana un fuerte impulso sostenido en fuentes ajenas al propio psicoanálisis.
Con esas ideas y desembarazándose (aunque no completamente) de los postulados surrealistas (5), que ya cumplieron su cometido para poder liberarse de una psiquiatría trasnochada, toma del psicólogo Henri Wallon la noción de prueba del espejo y lo transforma en estadio, que nada tiene que ver ya con el punto de partida, como luego comprobaremos.
A partir de ahí, el asunto del espejo va a ser una constante referencia de Lacan a lo largo de toda su obra, de manera que va retocándolo una y otra vez, conforme muestran las nuevas concepciones. Sobre todo se enriquece con el material proporcionado al presentar los tres registros (imaginario, simbólico y real) a partir de 1953 (6). Se demuestra así la gran fecundidad que posee el estadio del espejo en la evolución del pensamiento lacaniano.
Con la aportación que aquí se estudia, Lacan consigue llevar a cabo una refundición de los principios psicoanalíticos clásicos (pulsión de muerte, narcisismo, identificación, agresividad, yo, imago, yo ideal …), al tiempo que inventa una nomenclatura sorprendente sin apartarse de la revolución freudiana con la que se halla firmemente comprometido (captación, cuerpo fragmentado, anticipación, imaginario, síntesis, rivalidad, ficción…). Se añade que el material que muestra tiene una aplicación directa a numerosos fenómenos registrados comúnmente en la clínica y, en consecuencia, aporta un esclarecimiento a ciertos síntomas psíquicos que quedaban aparentemente deshilvanados en el corpus psicopatológico; estos van a contar ahora con un marco apropiado para su intelección.
Presupuestos teóricos de partida
La construcción del estadio del espejo comienza a gestarse en el año 1936, pero, como toda innovación teórica, no aparece ni de un solo golpe ni tampoco de la nada, sino que se sostiene sobre presupuestos anteriores y en una elaboración particular de los mismos.
La cuestión que se pone en juego es la imagen, un tema que, desde el principio, fue para Freud un soporte, pues su preocupación se centraba en las figuraciones propias de los sueños, pendientes de ser descifradas (7). Pero cuando el psicoanalista parisino se interesa por la problemática especular, la imagen se hallaba ínsita en el panorama filosófico y psicológico francés de los años 30; no olvidemos la obra de Sartre titulada La imaginación (8) y la psicología iniciada a partir de Ribot o Dumas. Lacan se ocupa de rehabilitar el valor de la imagen, entendiéndola en el sentido óptico y remarcando la primacía de lo visible.
No obstante lo dicho, conviene destacar cuatro líneas que influyeron directamente sobre el joven Lacan aunque no fueran coincidentes: las concepciones de Henri Wallon, la filosofía de Hegel, los posicionamientos divergentes que aparecieron en relación a la segunda tópica freudiana (9) y el asunto que Freud dejó incontestado en relación al narcisismo. Para entender qué es el estadio del espejo, hemos de introducirnos necesariamente en este cuadrángulo.
1º) El psicólogo francés Henri Wallon, profesor del Collège de France, se adhiere a la idea darwiniana según la cual la transformación que se produce en un individuo vivo pasa por los desfiladeros de una dialéctica natural relacionada con la asimilación de la propia imagen. Sobre esta base, en 1931, da el nombre de prueba del espejo a una experiencia en la que el niño, enfrentado al plano especular, logra progresivamente distinguir entre su propio cuerpo y la imagen reflejada en él. Dicha operación se produce gracias a la comprensión simbólica del espacio imaginario en el cual se forja su unidad.
La prueba del espejo permite diferenciar al humano de su pariente animal más cercano: el chimpancé. El niño difiere de este último en que, aun teniendo la misma edad, queda fascinado por su reflejo y lo asume con emoción, como una imagen propia. Mientras tanto, el chimpancé “comprende” rápidamente que la imagen es ilusoria y pierde el interés por ella. Se trata pues, según Wallon, de un rito de paso que permite al crío reconocerse y obtener la propia unificación en el espacio.
Lacan transforma completamente el concepto walloniano en un doble sentido: a) se trata de algo más que un simple experimento, pues va a representar un componente fundamental de la constitución subjetiva, que produce consecuencias ulteriores en el devenir; y b) lo transforma en un estadio y con este término establece una conjunción entre el concepto kleiniano de posición y el freudiano de fase, abandonando cualquier referencia a la dialéctica natural de contenido darwinista.
2º) La influencia de Hegel, recibida a través de los seminarios impartidos por Kojève, da ahora sus frutos, pues representa la segunda gran refundición teórica efectuada por Lacan, que lo lleva a una lectura completamente original de los textos freudianos. El análisis efectuado en aquellos encuentros versa sobre la dialéctica del amo y el esclavo contenida en la Fenomenología del espíritu de Hegel (10), que va a constituirse en la base de numerosos elementos contenidos en el estadio del espejo, como es el caso de la rivalidad originaria que tiene lugar en este.
La matriz del influjo hegeliano sobre Lacan se encuentra en la preparación de un trabajo que iba a realizar conjuntamente con Kojève (en 1936), que debía titularse “Hegel y Freud: ensayo de una confrontación interpretativa”, para su publicación en Recherches Philosophiques. Esta última era una revista nacida a partir de los citados seminarios, que se convirtió en un imán para interesantes personalidades procedentes tanto de la psiquiatría como del psicoanálisis, como es el caso de Minkowski, Pichon, Ey, Levinas, Sartre o Dumézil.
Aunque el proyecto queda frustrado, Kojève redacta unas notas en las que se proponen ciertas interrogaciones hegeliano-freudianas y, como consecuencia de ellas, se presentan novedades acerca del deseo, el cogito, la conciencia de sí, la locura, la familia y las ilusiones del yo. A partir de ahí, se resalta la transformación hegeliana del “yo pienso” cartesiano en un “yo deseo”, lo que supone un cambio muy importante de postura, al desbancar el papel del yo (moi) para poner en primer plano al sujeto del deseo (je). Ello implica relegar al primero de ellos al lugar de las ilusiones, los engaños, las distorsiones y los errores.
Por consiguiente, la frecuentación de los hegelianos conduce a Lacan desde una lectura freudiana de la psiquiatría (en la tesis doctoral) a una lectura filosófica de la obra freudiana y, sobre todo, a una interrogación sobre la génesis del yo, por el sesgo de la reflexión (hegeliana) a propósito de la conciencia de sí.
3º) El tercero de los elementos a considerar es la polémica que se origina a partir de la publicación de El yo y el ello, en 1920 (9). Inicialmente, Lacan había tenido acceso a un Freud académico, que era el del yo, las resistencias y los mecanismos defensivos, justamente el que había deformado Anna Freud y que, posteriormente, dio lugar a la corriente de la “Psicología del Yo” (11). Esta concepción presentaba al ego como el producto de una diferenciación progresiva a partir del ello, consiguiendo en ese avatar su independencia y autonomía respeto al último. Se trataba de un yo centrado en la percepción-conciencia y organizado por el principio de realidad; en última instancia, se convertía en el instrumento de la adaptación.
Pero Lacan critica severamente esta postura, bajo la influencia de las innovaciones teóricas de M. Klein, en quien encuentra, en ese instante preciso, planteamientos muy parecidos a los suyos (estatuto del sujeto, relaciones de objeto, papel arcaico del lazo edípico, posición paranoica del conocimiento humano, lugar de lo imaginario…). La propuesta kleiniana respecto al yo (coincidente con Lacan) vuelve la espalda a toda independización para estudiar su origen, no en términos de autonomización, sino de identificación.
Con esta última propuesta, Lacan intenta realizar un movimiento de dirección contraria, consistente en atraer el yo hacia el ello, para mostrar cómo se estructura en función de imagos, tomados del otro, a partir de identificaciones. El ego, desde esta perspectiva, ya no es una instancia racional asociada a la percepción-conciencia o a la realidad; más que eso, lo que verdaderamente le caracteriza es la función de desconocimiento a la que se halla ligado. Esta última puede reconocerse en todas las estructuras que Anna Freud presenta al detallar los mecanismos de defensa (12) y en la inercia propia de las formaciones del yo, que se identifican tanto en la neurosis como en la psicosis (ver Figura 1).
No obstante, existe una diferencia de proceder entre Klein y Lacan; a saber: mientras que la primera efectúa su refundición conceptual en el interior mismo del pensamiento freudiano, con el instrumento conceptual forjado por Freud, el segundo se apoya en un saber exterior al freudismo procedente de diferentes campos: la psiquiatría, el surrealismo o la filosofía, y más adelante, de la lógica, las matemáticas, el álgebra o la topología (13). Sin este recurso externo no hubiera podido leer a Freud como lo hizo a partir de 1936. Véase que, con esta dirección, Lacan se introduce de lleno en las pretensiones de la ciencia contemporánea, que prescribe la intersección de distintos campos de conocimiento para obtener resultados inéditos; una acción que supone adelantarse a su tiempo.
4º) El asunto no resuelto por Freud. En 1914, el médico vienés dejó un tema sin solución: el paso del autoerotismo al narcisismo, lo que el propio Lacan llamó en su tesis doctoral el periodo oscuro del narcisismo (4). Aunque ambos términos suelen confundirse en la literatura al uso, Freud los distingue bastante bien: mientras el autoerotismo es más primitivo y se centra en el cuerpo, el narcisismo representa un estadio más avanzado y supone que el yo se ha formado.
Ahora bien, para realizar este paso hace falta una nueva acción psíquica, dado que el yo no aparece desde el principio y el narcisismo lo requiere como objeto. En la obra freudiana no hallamos respuesta sobre cuál es la operación que se requiere para conseguir dicha evolución y va a ser Lacan quien responda a la incógnita, situando al estadio del espejo como catalizador de este paso estructurante.
Con estos cuatro soportes, Lacan elabora el stade du miroir como una síntesis admirable que da cuenta de un conjunto de experiencias localizadas en los primeros momentos de estancia en el mundo de la cría humana (ver Figura 2).
A pesar de no tratarse de un antecedente teórico, no podemos dejar de mencionar un hecho singular que, sin lugar a dudas, afectó bastante a Lacan. Se trata de la trágica muerte de Gaëtan Gatian de Clérambault, ocurrida el 17 de noviembre de 1934, de quien Lacan afirmó que fue su “único maestro en psiquiatría” (14) y a cuya poderosa influencia debió su entrada en el psicoanálisis.
Este eminente psiquiatra y etnólogo francés terminó sus días suicidándose con un arma de fuego frente a un espejo. Tenía la visión muy deteriorada, a pesar de la intervención que le realizó Barraquer, la mayor desgracia que le podía ocurrir a alguien que había hecho de la mirada la fuente de sus descubrimientos clínicos (15), sin contar con el notable interés que tenía por el arte y fotografía, no pudiendo realizar satisfactoriamente ambas aficiones.
La sustentación biológica
Inspirándose en el mito de Narciso, que perece ahogado al intentar abrazar su propia figura reflejada en el agua, Lacan concibe el estadio del espejo como un proceso, bastante complejo por cierto, que tiene lugar entre los 6 y los 18 meses de vida, en el que se conforma el yo e hinca sus raíces en la propia constitución biológica del neonato. Concretamente, se sostiene en tres hechos:
-
La realidad natural del infante de esa edad; a saber: la prematuración específica con la que nace, que se descubre en la incoordinación motriz propia de esos primeros meses y la correspondiente necesidad de soportes materiales para mantenerse erguido, debido al inacabamiento anatómico del sistema piramidal que rige la motricidad. De dicha incapacidad proviene un malestar que ningún cuidado materno puede reparar.
Además, esa falla orgánica tan acusada, a la que los embriólogos denominan fetalización, distingue al niño del animal, que viene al mundo con un desarrollo biológico bastante más definitivo. Esto se debe a que el crecimiento del encéfalo en nuestra especie crea una importante desproporción entre la pelvis materna y la cabeza fetal, lo que hace que el parto se adelante y el bebé llegue al mundo en estado de inmadurez biológica.
-
En contraste con lo anterior, el sistema visual se halla lo suficientemente avanzado como para proceder al reconocimiento propio en el espejo, aun antes de lograr el control de los movimientos corporales.
Lacan va a otorgar un lugar preeminente al registro de lo escópico (visual) a pesar de formular años más tarde, en el Discurso de Roma, la primacía absoluta del lenguaje (6). Por lo tanto, el espejo resulta ser la manifestación tangible de esta preponderancia, tanto como para otorgarle un valor fundante en el ser humano.
-
Se suma que la imagen tiene una gran importancia en el mundo viviente, en tanto que es productora de efectos formativos sobre el organismo, y, sin embargo, los conceptos biológicos que se usaron para explicarlos eran inapropiados y no aportaban luz alguna, pues los reducían a la mera adaptación del ser vivo. Para ilustrar este fenómeno Lacan recurre a ejemplos tomados de la etología, refiriéndose específicamente a las identificaciones homeomórfica y heteromórfica:
-
– La primera de ellas tiene lugar entre individuos de la misma especie y puede conectarse con la cuestión del sentido de la belleza como formativa y erógena. Este es, por ejemplo, el caso de la maduración de la gónada de la paloma, que tiene como condición necesaria la visión de un congénere, sin que importe el sexo. Curiosamente, este mismo efecto puede conseguirse poniendo al alcance del animal el campo de reflexión de un espejo.
Análogamente, el paso de la forma solitaria a la gregaria del grillo peregrino se obtiene exponiéndolo, en cierto estadio de su desarrollo, a la acción exclusivamente visual de una imagen similar, con tal de que esté animada de movimientos de un estilo suficientemente cercano a los propios de su especie.
– La identificación heteromórfica se relaciona con seres de distinta especie y el ejemplo característico se halla en el mimetismo; se trata de cómo un animal se convierte en aquello que está cercano a él (p. ej., la sepia toma el color del fondo en el que se encuentra) y plantea el interesante problema de la significación del espacio para el organismo vivo (ver Figura 3).
-
El estadio del espejo, que se sustenta en la inmadurez biológica del infante y en los efectos relativos a la visión, designa un momento psíquico de la evolución humana en el que anticipa el dominio de su unidad corporal, mediante la percepción de su propia imagen reflejada y la correspondiente identificación con ella, formándose el yo, que, por ese modo tan particular de constituirse, se organiza sobre el propio desconocimiento. Al mismo tiempo, el stade du miroir tiene el carácter de ser fundante y su efecto resulta perdurable a lo largo de la vida futura del ser, marcando el modo en que se construyen y organizan las relaciones sociales.
No obstante lo dicho, hay un cambio de posicionamiento en Lacan, pues, si bien al principio considera al stade du miroir como una etapa que parece ubicarse en un momento específico del desarrollo infantil, con un principio y un final, más tarde lo entiende como una estructura permanente. De esta forma, le atribuye dos valores: a) uno histórico, que señala un punto del devenir, y b) otro estructural, que apunta a una organización particular ilustrativa de la naturaleza conflictiva de la relación dual. Con el paso del tiempo, la segunda versión va ganado terreno a la primera en el corpus lacaniano.
Antes de continuar conviene precisar que, aunque se denomine estadio del espejo, no tiene por qué tratarse necesariamente de un verdadero espejo, pues, aun cuando este no se halle presente, el crío observa su conducta reflejada en los gestos del adulto o de otro niño. Tales manifestaciones posibilitan que la persona (o niño) que tiene enfrente funcione como una imagen especular, como un doble. Dicho de otra manera: el niño se mira en quienes están cerca de él.
Parece claro que el material que se presenta aquí tiene que ver con el narcisismo; de hecho, el mismo Freud había relacionado ambos elementos. Como antes se dijo, con el estadio del espejo Lacan se encarga de completar lo que definió como el periodo oscuro del narcisismo (4). Tendremos ocasión de comprobar cómo el narcisismo freudiano se encuentra encadenado al yo y cómo en el espejo se dan cita estos tres elementos: la imagen, el yo y el narcisismo.
Los fenómenos que se producen en el estadio del espejo
Dado que nos hemos referido antes al estadio del espejo como algo complejo, se requiere, como con cualquier otro fenómeno de esta envergadura, de un análisis, esto es, de la descomposición en aquellos elementos que lo integran y/o mediatizan. En su texto, Lacan (3) sigue este proceso a la perfección y es, precisamente, lo que vamos a hacer seguidamente:
1º) Uno de los sucesos que se producen es el reconocimiento por parte del niño de su propia imagen en el espejo, lo que puede comprobarse en la mímica tan viva que muestra durante la experiencia. Pero el reconocimiento no se agota en un mero control de la imagen una vez adquirida, como le ocurre al chimpancé que tiene una mayor inteligencia instrumental que el infante de su misma edad aunque sea por poco tiempo, sino que es bastante más complicado. Efectivamente, lo es porque tiene lugar el efecto de asumir los propios movimientos, en ese vaivén incesante que se da entre el protagonista y el complejo virtual, y sus gestos demuestran que esa asunción la experimenta de forma lúdica.
2º) El niño, que aún no tiene dominio de la marcha y ni siquiera de la postura en pie ante el espejo, suspendiéndose ante él como buenamente puede, consigue una imagen instantánea con la que logra superar todas esas trabas.
Esto le produce gran júbilo, al vencer con ella la impotencia motriz y la dependencia en la que se halla sumido debido a su condición biológica. Esta emoción de tonalidad agradable tiene su origen en el triunfo imaginario que supone anticipar un grado de coordinación muscular que aún no ha conseguido en la realidad. De ahí que Lacan adopte una visión ortopédica del espejo.
Al referirnos al retraso de la coordinación nerviosa asociado a la prematuridad del nacimiento, hablamos de una falta; pues bien, el secreto del magnus gaudium que el niño experimenta tiene que ver con la cobertura de esa falta.
3º) La imagen de la que estamos hablando es la matriz del yo, en su forma primordial o primitiva, aun antes de que el lenguaje (lo simbólico) realice su efecto constitutivo sobre el infans.
Ciertamente, en el espejo se adquiere la impresión de unidad mediante la percepción de la imagen que es reenviada desde aquel. Se adquiere entonces la unificación corporal que pone fin a la etapa anterior en la que prevalecía la vivencia de un cuerpo sin construir, vivido como algo disperso. Se trata de la experiencia del cuerpo fragmentado que ahora se separa drásticamente del reflejado, existiendo una diferencia sustancial entre el estado en que se encuentra el cuerpo realmente y cómo se observa en el complejo virtual producido.
El yo adquiere un carácter ilusorio porque cree poder recubrir la falta que había que superar y porque crea una unificación que no existe en realidad. Dicho de otra manera: el espejo consuma la victoria sobre la fragmentación, que presenta a los miembros disociados, y asegura la coordinación motriz. Esto explica por qué el reflejo alegra tanto al niño y hasta se puede decir que lo ama, pues en él encuentra un estado deseable, conformado por la unidad física, el dominio y la libertad motriz de las que obviamente carece. Por eso al yo puede considerársele una instancia de salvación que asegura, por medio de la imagen, las bases de la unidad de la persona.
4º) En este momento crucial se produce, además, una identificación. Ya vimos cómo, para Lacan, la identificación es por excelencia el fenómeno constituyente del yo, lejos de una independización respecto al ello de la que hablaron los postfreudianos (11). Cuando aborda esta forma particular de identificación, el psicoanalista francés la entiende como “la transformación que se produce en el sujeto cuando asume una imagen”.
“Asumir una imagen” implica reconocerse y, después, apropiarse de ella como si fuera uno mismo. Se trata de la identificación con una imago que es estructurante para el crío, pues va a producirse en él una transformación que le hace progresar en su estatus personal y conseguir una relación más estabilizada consigo mismo. Pero, al configurarse fuera de él, esa identificación resulta alienante; luego volveremos sobre este punto.
A la identificación especular se la denomina imaginaria (también primaria) y hay que diferenciarla claramente de la secundaria, que es posterior y tiene relación con la llegada del orden simbólico.
5º) Al recibir el niño la imagen especular con la que supera la impotencia motriz, configura el yo ideal, que se constituye sobre la promesa de síntesis y completitud futuras hacia las que tiende el yo, superando de este modo la falta inherente a la condición inicial. Esto se debe a que, para él, la imago es redentora del lamentable estado en el que se halla, al provocar la creación de una integración ficticia. Puede decirse que la imagen es bastante mejor que la propia realidad.
Conviene recordar que en Introducción al narcisismo (16) Freud presentó a la comunidad psicoanalítica el asunto de las instancias narcisistas, a las que denominó ideales, y definió dos en concreto: el yo ideal y el ideal del yo. Si bien las lecturas que se hicieron de sus textos confundieron ambos términos, hasta hacerlos sinónimos, Lacan tiene el mérito de volver a otorgarles un estatuto diferenciado. En este sentido, el yo ideal es la instancia imaginaria que se conforma a partir de la identificación primaria, a su vez matriz de las secundarias que están por llegar.
El hecho de que ocurran así las cosas sitúa al yo, incluso antes de su determinación social, en la línea de una ficción irreductible, independientemente de que sea sometido a síntesis dialécticas posteriores, más o menos exitosas, que procuran resolver discordias respecto a la propia realidad. Este punto es muy importante porque instaura en el fondo del sujeto humano una base de irrealidad, a pesar de la creencia adulta en la fidelidad absoluta al cogito.
En lo sucesivo, el yo ideal va a acompañar al yo como un intento de recobrar la omnipotencia primitiva. Tendrá que ver con la exigencia de perfección, pues empuja al yo a una imagen de grandeza sin fallas.
6º) Hemos visto que el cuerpo infantil muestra un gran protagonismo en el estadio del espejo, precisamente porque se van a poner en juego las denominadas por Lacan fantasías de fragmentación corporal. Significa esto que el niño percibe su propio cuerpo separado en elementos debido a la incoordinación motora a la que se ve sometido. La angustia provocada por esta sensación es tan deletérea que lo catapulta directamente a la identificación imaginaria.
En este proceso, el pequeño va a ser presa de la ilusión de una identidad espacial, con imágenes que se suceden desde el cuerpo vivido fragmentariamente hasta alcanzar la forma de totalidad, quiere decir, hasta contemplar su reflejo especular como un “todo”, consiguiendo la síntesis física tan anhelada y tranquilizadora.
Entonces, la imagen cumple la misión de velar la vivencia de fragmentación, que queda ocultada. Pero esta unidad imaginaria lograda puede verse amenazada por el miedo a la desintegración, que se manifiesta en forma de fantasías de división física, con muchas posibilidades en cuanto a su presentación: mutilación, desmembramiento, dislocación, evisceración, estallido, castración, laceración, etc., que acosan la imaginación humana y que, además, pueden aparecer en sueños angustiosos que recuerdan mucho a las pinturas del Bosco. En todos estos casos se pone en cuestión la ilusión integradora que constituye el yo.
7º) Lacan es muy explícito al indicar que la forma total del cuerpo se alcanza mediante una Gestalt. Este término alemán designa cómo la totalidad organizada tiene propiedades diferentes a las de sus componentes aislados. Cuando el psicoanalista francés se refiere a la Gestalt habla, sin duda, de un tipo de pauta organizada: la percepción visual de un miembro de la misma especie que se percibe como un todo unificado; se trata de una Gestalt porque produce un efecto que no puede generar ninguna de las partes constituyentes tomadas de modo independiente.
Así las cosas, la criatura humana contempla su propio reflejo como una Gestalt y la síntesis de esa imagen genera la impresión de contraste con la falta de coordinación del cuerpo, experimentado como dividido en segmentos.
Hay que añadir que la unidad del cuerpo se esboza en un complejo virtual que, por razones ópticas, presenta dos características singulares: a) se produce en el exterior y b) muestra una simetría inversa. Tales particularidades del reconocimiento especular presentan para el niño, que ahora inicia la conquista de su identidad, un carácter enajenado en el que se perfila la ignorancia que en lo sucesivo va a mantener con respecto a sí mismo. Dicho de otra manera: al tiempo que se aliena en la imagen, ignora la misma alienación, con lo que el yo adopta la forma de un desconocimiento crónico.
8º) En los Escritos se emplea el término captación (captation) para referirse a la figura reflejada. Se trata de un neologismo francés acuñado inicialmente por Pichon y Codet, y empleado por Lacan a partir de 1948, especialmente en el texto que ahora estudiamos (3). Con él, se refiere al poder cautivante, seductor y de fascinación que la imagen produce, pero, al mismo tiempo, expresa la idea de una captura, que evoca el poder más siniestro de dicho reflejo.
Hasta aquí hemos visto el estadio del espejo como un fenómeno esencialmente “positivo”, en términos de logro de una identidad, júbilo, creación de una imago, superación de una minusvalía física, etc., pero ahora se revela justo lo contrario. En este sentido, el sujeto queda apresado en una fijación discapacitante, quiere decir que la figuración es de tal envergadura que queda coagulada (como si fuera una instantánea fotográfica), lo que explica la permanencia mental del yo y su destino enajenado; de ahí la naturaleza ambigua de su poder.
9º) El complejo virtual representa para el humano su semejante, el otro, y ahí se muestra una dialéctica particular (yo-otro) a la que se le impone un carácter de exterioridad, que inaugura una pauta de relaciones del yo con las situaciones socialmente elaboradas que se sucederán en el devenir histórico del individuo. Se reconoce al otro como origen del yo o, dicho de otra manera, no existe yo antes del otro. Aquí van a presentarse dos efectos que son dignos de mención: la agresividad y el transitivismo.
–En la relación con el otro (especular) se muestra una rivalidad originaria que toma la forma de una disyunción excluyente: “yo o el otro, pero no ambos al mismo tiempo”, y en ella se pone en juego la agresividad. Puede decirse que esta última es la forma de ganar su lugar e imponerse, bajo pena de ser aniquilado a su vez.
Esto se debe a que el otro sustrae algo de la identidad al niño, le arrebata la imagen en la que iba a reconocerse; se trata de una lógica de un solo lugar, una imagen para dos, de ahí la disputa. Miller (17) afirma que las identificaciones del espejo son “guerreras” pues no traen estabilidad ni paz. Al mismo tiempo, el reflejo, percibido como totalidad, contrasta con la falta de coordinación del cuerpo infantil, en cuyo caso la forma percibida parece amenazar al cuerpo con la desintegración. Por todo lo dicho, el alter ego es una imagen que a la vez atrae (lugar de identificación) y expulsa (rival amenazante).
A partir de entonces, la agresión va a formar parte de cualquier relación con el semejante, sea esta de carácter violento o afectuoso, y las amenazas agresivas, a su vez, poseen el tinte de fragmentar al otro para ocupar su lugar: “te parto la cara”, “te voy a quitar la cabeza”, “te voy a cortar los h…”. La agresividad se halla siempre latente y dispuesta a salir a pesar de existir sentimientos altruistas, samaritanos o filantrópicos. De ahí parte la ambivalencia hacia el semejante que va a empañar cualquier relación humana.
La identificación resuelve en parte la tensión agresiva, conduciendo a la sensación imaginaria de dominio, pero la definitiva conciliación va a partir de la aparición de lo simbólico. Estas interesantes apreciaciones sobre la agresividad serán matizadas por Lacan en su trabajo La agresividad en psicoanálisis, que tiene como fecha de salida el año 1948 (18).
–En las conexiones yo-otro, prefiguradas en este periodo del devenir, existe una cierta confusión entre lo que pertenece al niño (al yo) y lo que puede ubicarse en el reflejo especular (el otro). En lo sucesivo va a darse una falta de separación del yo con el semejante.
Este fenómeno, denominado transitivismo infantil por Charlotte Bühler (19) y luego retomado por Wallon (20), consiste en que los críos ubicados frente a sus pares en edad confunden gestos y actitudes entre sí (p. ej., ve caer a otro niño y llora; pega y dice que le han pegado). Esta falta de distancia frente al doble, forma parte de los fenómenos especulares referidos por Lacan en relación a la indistinción existente en el niño respecto a su imagen; ello implica no saber con certeza si el deseo es propio o ajeno.
No podemos olvidar que esta organización realizada en el exterior supone ser captado por una imagen que jamás podrá aferrar; de ahí se sigue que el sujeto nunca dejará de pedir cuentas a ese otro sobre el que posa su mirada y también que ulteriormente, en el establecimiento de los objetos de deseo, va a intervenir la mediatización del Otro (“deseo del deseo del Otro”).
10º) La imagen corporal es también una Gestalt que produce respuestas erógenas y el mito de Narciso dirige nuestros pensamientos por ese camino. Es más, este momento fundacional del devenir infantil puede hacerse corresponder con la carga libidinal de los primeros momentos del desarrollo y que Freud denominó narcisismo primario. Se trata de un fenómeno que tiene connotaciones importantes en la evolución posterior, al poder realizarse elecciones de objeto basadas en los propios rasgos.
Pero hay que tener en cuenta lo dicho antes: que subsiste también la agresión, lo que explica que el narcisismo puede pasar fácilmente del amor propio extremo al polo opuesto de la agresión suicida o también del amor a otro a la agresión correspondiente (18) (ver Figura 4).
Conclusiones
En las páginas anteriores se pretende dar a conocer el estadio del espejo que Lacan presentó en el congreso de la IPA de 1936, aunque en ese momento no interesó a nadie y, pese a ser una gran aportación para el psicoanálisis, pasó completamente desapercibida. Sin embargo, con ella intentaba responder a una serie de cuestionamientos de gran actualidad, como son: ¿por qué son tan poderosas las imágenes?, ¿cómo es posible que condicionen el devenir de una persona?
Bajo la influencia de Wallon, las aportaciones de Klein sobre las relaciones objetales tempranas y un soporte en la inmadurez biológica con la que nace la cría humana, Lacan se atreve a dar respuesta al periodo oscuro del narcisismo (4), sobre el que Freud guarda silencio. De esta manera, presenta el stade du miroir como un momento fundante del desarrollo, pero también como una organización permanente de la subjetividad. Un descubrimiento que debe mucho a Hegel, un autor que estaba proscrito en aquella época en Francia –a tanto llegaba que la universidad no aceptaba cursos sobre su filosofía–. Solo por la iniciativa de algunos pensadores, como Merleau-Ponty, Sartre o Hyppolite fue reconocido en el ámbito cultural francés (21). Bajo esta influencia se pudo rescatar el genio hegeliano y fue posible que sus sutiles apreciaciones pudieran enriquecer nuestra disciplina.
La complejidad con que se muestra el estadio del espejo se presiente en una serie de sucesos que tienen lugar durante el mismo y que abarcan desde el reconocimiento propio hasta la superación de la impotencia motriz en una imagen salvadora, convertida ahora en la matriz del yo, que por eso tiene un estatuto imaginario. Más que independizarse del ello, como afirmaban los teóricos de la Ego Psychology (11), esta instancia se organiza en relación a procesos de identificación, inscritos en el seno de lo irracional; de ahí que se desenvuelva en el campo de la ficción, justo lo contrario de lo que comúnmente suele creerse. En tal caso, el ego resulta ser un “mercado persa de identificaciones”, como dice Freud, que incluso pueden llegar a ser contradictorias entre sí. Además, las cualidades que el yo se atribuye (unidad, autodominio…) le otorgan un estatuto ilusorio, al tiempo que justifican su permanencia posterior.
Las instancias ideales (yo ideal) se generan en este momento, pues en la imagen obtenida se depura toda impotencia, creando un deseado estado de superación en el que las trabas resultan inexistentes. Las molestias del cuerpo se eliminan en esa imagen impoluta de sí que llena al niño de gozo. Se trata de una preunificación, pero resulta engañosa al no reflejar nada del cuerpo tal como realmente se experimenta. A partir de entonces, el yo ideal va a acompañar al yo como una exigencia de perfección imposible de cumplir pero anhelada.
En este contexto tienen lugar operaciones entre el yo y el otro, su reflejo, donde se instala la tensión agresiva que en lo sucesivo marcará las relaciones sociales, las cuales se teñirán de sentimientos contrapuestos. Para Lacan existe un salvajismo primordial feroz que contraría las ingenuas ideas de Rousseau sobre la “bondad natural” del hombre, que la sociedad acaba corrompiendo. En cambio, parece más cierta la postura del homo homini lupus sostenida por Hobbes (22), quien dejó escrito que el egoísmo y la agresividad resultan básicas en el comportamiento humano, aunque la sociedad procura corregirlos favoreciendo la convivencia. Modernamente, estas mismas ideas han sido defendidas con gran entusiasmo, tanto por el antropólogo Marvin Harris (23) como por el sociobiólogo Edward Osborne Wilson (24,25), quienes han señalado con acierto que los humanos somos el mayor peligro para la vida y supervivencia como especie.
De lo dicho se sigue que el hombre no nace bueno porque se organiza como un ser desdoblado, es decir, que se encuentra apresado en la tensión propia de la relación imaginaria. Se trata de la ferocidad nativa del niño, que desea la desaparición del otro a toda costa.
Lacan y Dolto fueron inseparables y hubo un fructuoso intercambio teórico entre ellos, pero al principio no estaban de acuerdo, ya que el primero se refería más al aspecto estructurante del espejo, mientras la segunda consideraba sobre todo la dimensión de conmoción o choque. Finalmente, ambos tenían razón en esta postura inicial, pues el espejo puede entenderse en términos de adquisición, como un tiempo de organización privilegiado en el advenimiento subjetivo. Pero la solución especular no es definitiva y deja cabos sin atar; estos se refieren a tres hechos singulares:
El humano queda prisionero por el brillo de las imágenes (captación), debido al escalón existente entre la experiencia de incapacidad y la imponente figura que el espejo le devuelve, que, por supuesto, es preferible. De ahí en adelante el sujeto caerá presa de las apariencias, una dimensión que tendrá una gran trascendencia en sus relaciones interpersonales.
La alienación se muestra al encontrarse el yo demasiado comprometido con la exterioridad y se revela en lo difícil que resulta independizarse de los demás; la consecuencia es tener que considerar al Otro y pedirle explicaciones para saber cómo actuar.
La tensión agresiva generada, a partir de entonces, teñirá las relaciones tomando la forma de ambivalencia. El reflejo es apaciguador, tranquiliza porque lleva a una síntesis que permite controlar la angustia desintegradora, pero, al mismo tiempo, es rival y con ello surge la agresividad. Esta aparece como un modo de ganar el lugar al otro e imponérsele, bajo pena de ser aniquilado. Véanse los ecos hegelianos de esta formidable propuesta, que son los contenidos en la dialéctica del amo y el esclavo (10), expuesta admirablemente por Alexandre Kojève en sus seminarios (26). Así las cosas, la agresividad se halla siempre latente y dispuesta a aparecer en los contactos humanos.
Para finalizar podemos preguntarnos ¿qué hay antes del estadio del espejo? Lacan responde diciendo que existe una “inorganización subjetiva”, un desorden que marca el reino de lo parcial fragmentado. Entonces, el reflejo especular pone fin al caos anterior y, desde esta experiencia singular, las cosas nunca volverán a ser como antes. Que así sea recuerda mucho a lo que se refería Heráclito de Éfeso, apellidado “el oscuro”, cuando afirmaba que “la discordia es anterior a la armonía”.