Hasta ahora todos estos trastornos han sido ampliamente estudiados desde el punto de vista de su dinámica endopsíquica: aquí pueden considerarse como los diferentes aspectos de una red multipersonal de relaciones de la que depende en última instancia la enfermedad del individuo. [...] Hay razón para creer que incluso las reacciones aisladas, como los síntomas, tienen un aspecto interpersonal, y por lo tanto es probable que la experiencia obtenida en estos grupos sirva para aclarar mejor la dinámica psicopatológica individual.
S.H. Foulkes (1)
Introducción
Este trabajo se enmarca dentro de una línea de pensamiento que tiene como referente la obra de E. Pichon-Rivière. Pichon entendía el sufrimiento psíquico como resultado de la interacción grupal y de una deficiente relación entre el individuo y el medio en el que vive, y consideraba el grupo como área terapéutica sustitutiva y correctiva. Este sufrimiento podría ser reparado mediante el agrupamiento en torno a una tarea.
Las personas con psicosis graves suelen tener dificultades para interactuar con el mundo en el que viven. En los grupos terapéuticos con estos pacientes observamos grandes dificultades para la “consolidación grupal”. Utilizo el término cotidiano de “consolidación grupal” como equivalente a la afiliación y pertenencia, nociones estas utilizadas por Pichon-Rivière en su conceptualización sobre grupos.
Pichon-Rivière plantea, pues, la pertenencia como la capacidad de los integrantes de un grupo para identificarse entre sí y con la tarea, con el objetivo grupal. Considera estos dos planos como intrínsecamente unidos, pertenencia como lazo afectivo entre los integrantes, pero siempre vinculado a una tarea, según el axioma pichoniano: “No hay vínculo sin tarea, ni tarea sin vínculo” (2). El grado de pertenencia se evalúa según el grado de responsabilidad con que se asume la tarea.
En la definición de los vectores seguiremos la didáctica exposición de R. Klein en su reciente libro La evaluación de grupos (3). En este proceso de identificación diferenciamos dos niveles: uno más superficial, la afiliación, y otro más profundo y consolidado, la pertenencia. La afiliación es un primer grado de identificación que implica acercarse al otro y a la tarea, pero guardando cierta distancia, sin implicarse completamente en la tarea. Denominamos “pertenencia” a un segundo momento donde el grado de identificación es más profundo, se establece una mayor proximidad a la tarea y se pasa del “yo al nosotros”. Sartre dice que la serie se convierte en grupo justo en el momento en que se da la posibilidad de la interiorización recíproca, para lo cual una sensación de confianza básica es imprescindible. Para el tema que nos ocupa, el aspecto opuesto o complementario a estas conductas de afiliación-pertenencia es “la serialidad”, que se observa en aquellos momentos de un grupo en los cuales se produce un trabajo desligado del aspecto vincular, cuando el otro no es reconocido o pierde significación” (3).
Los comportamientos en relación con la consolidación grupal (afiliación-pertenencia) no pueden ser contemplados exclusivamente de modo individual, sino en sus diferentes contextos, como emergentes de diferentes ámbitos de la conducta vincular. Las personas con psicosis graves tienden a estructurar defensas rígidas contra los aspectos emocionales y afectivos que implica toda relación interpersonal, consecuencia de ello será la dificultad para la interacción grupal, aspecto este que se constituye en lo que se viene a llamar “el núcleo duro de las psicosis”. El paciente tiende a una vida retirada y de evitación de relaciones como modo predominante de combatir las angustias de fragmentación que le produce cualquier situación mínimamente frustrante y dolorosa.
R. Klein ha señalado que, a diferencia de los grupos de neuróticos, en los grupos de psicóticos podría considerarse como objetivo fundamental lograr la integración grupal: “Se da una divergencia en el trabajo psíquico a realizar respecto a la constitución grupal. Si en el grupo de neuróticos la ilusión grupal se forma muy rápidamente, siendo parte de la tarea producir su desilusión; la constitución del grupo como tal con pacientes psicóticos es casi la tarea misma del grupo” (4).
En este sentido, llegar a ser capaz de interactuar con el grupo que convive en el dispositivo, retejer el vínculo con los pares, nos parece una meta importante y necesaria para plantearse un trabajo orientado hacia la recuperación. Sabemos lo importantes que son los cambios en la relación que los pacientes tienen entre sí de cara a su restablecimiento, y cómo estos influyen en la autoestima, la calidad de vida, la sintomatología, la esperanza, los intereses, la motivación...
El vínculo contemplado desde una perspectiva ecológica implicará en cada polo del vínculo las diversas pertenencias grupales, institucionales y comunitarias. Son precisamente las dificultades para la interacción grupal, manifestadas con anterioridad en los grupos que atravesaron a lo largo de la vida, las que explican gran parte de la dificultad para vincularse al grupo terapéutico. Será importante detenerse en cómo ha sido el atravesamiento por los distintos grupos del ciclo vital (familia, escuela, amigos, trabajos...) desde las primeras aproximaciones al paciente. Como señala Rouchy: “Se ve aparecer (en el grupo) como repetición la red de vínculos que cada paciente ha interiorizado en el curso de su evolución, en el seno de sus diferentes grupos de pertenencia” (5). El grupo posibilita que emerjan, para su posterior exploración, los modelos de sí mismo y de los otros significativos, fundamentalmente, aunque no solo, con el grupo familiar. Señala H. Chaigneau, “Más modernas son las nociones según las cuales un enfermo psicótico, en particular un esquizofrénico, instituye donde está un modo relacional que tiende a reproducir el sistema familiar” (6).
Son precisamente estas múltiples pertenencias las que se actualizan en el vínculo, reproduciendo los modos relacionales anteriores. Si bien en otros trabajos he detallado la importancia de los ámbitos psicosocial, sociodinámico e institucional para la comprensión y la intervención de los fenómenos grupales, en este texto me gustaría subrayar cómo la problemática de la pertenencia grupal se ve atravesada por el ámbito comunitario de la asistencia; concretamente, en cómo los cambios legislativos, tendentes a la recuperación de la ciudadanía, nos empujan y permiten vivificar nuestras prácticas asistenciales. El respeto que imponen estas nuevas leyes, que se oponen al autoritarismo de las prácticas, posibilitan una apertura a la subjetividad de los pacientes y a la clínica y praxis institucional de acompañamiento de estas personas. Si bien, como advertía Rotelli, “no se puede cambiar con una ley un paradigma” (7); se trata, como concisamente afirmaba Eva Muñiz, de “poner el poder que tenemos al servicio de los cuidados sin pasar por encima de los derechos” (8).
Las dificultades para la consolidación grupal, en el caso de los pacientes diagnosticados de psicosis, están vinculadas tanto a las ansiedades que despierta la tarea terapéutica como a las ansiedades vinculadas al trato con los otros. Las intervenciones del terapeuta se sostendrán en esta visión binocular de la tarea. Con un objetivo didáctico, separaré ambos aspectos en el abordaje del problema.
La dificultad de estar juntos
Por una razón no solo expositiva, iniciaré el tema con la cuestión de “la consolidación grupal”, ya que la tarea principal del terapeuta será lograr que (también) el grupo de pacientes psicóticos se convierta progresivamente en una herramienta terapéutica.
Basándome en las experiencias grupales de pacientes psicóticos en los dispositivos de rehabilitación, tomo en consideración esta dificultad de estar juntos a través del análisis de la comunicación; esta, junto al aprendizaje, está presente en el desarrollo de cada uno de los vectores que hacen posible el proceso grupal. Es importante detallar cómo es la comunicación en el grupo, tomando en cuenta cómo contribuye a la patología o a la cura, y más en concreto cómo facilita o dificulta el arraigo grupal permitiendo compartir gradualmente lo que sienten en las interacciones.
En el grupo, no entendemos la comunicación en términos exclusivamente verbales y discursivos; toda comunicación es comunicación de escenas, de propuestas vinculares y de roles. Ya Ezriel (9) señalaba que cada uno de los miembros del grupo terapéutico con cada una de sus actuaciones o intervenciones estaba haciendo algo a los demás y al terapeuta y, por otra parte, que cada tema o situación planteada era una propuesta de trabajo.
Estos pacientes experimentan grandes dificultades para vincularse afectivamente y, a la vez, afrontar la separación en las relaciones cotidianas. Si este se encuentra emocionalmente próximo a otra persona, existe la amenaza de ser tragado, sepultado, o de experimentar la vivencia de dejar de existir, sintiendo una intensa ansiedad y un fuerte impulso de oposición a esa cercanía. Por otro lado, parecen incapaces de tolerar la ansiedad despertada por la separación o la pérdida. A diferencia de los pacientes depresivos, que reaccionan con depresión en respuesta a la pérdida y a la separación, en los psicóticos se produce una fragmentación psicótica más regresiva y desorganizada. El paciente presenta una gran dificultad para estar solo (diferente de estar aislado) y, paradójicamente, también para estar en compañía.
Estas dificultades condensan un relato, una narración, que necesitaría ser contextualizada, historiada y contada. Sin embargo, el conocimiento de lo que les sucede no es principalmente, al menos al inicio, exclusivamente a través de la narración, sino que se manifiesta mientras actúa y pone en escena su modo de vincularse.
Describiré a continuación las formas comunicativas que podemos observar y el carácter vincular (transferencial-contratransferencial) de estas.
* Concretización
Se da una comunicación pobre, en la que dominan los silencios o se habla generalmente de temas concretos: alimentos, encargos, recorridos, aquello que hacen, lo que tienen que realizar, pequeños relatos sobre su vida en un estilo minimalista...; son expresiones que no están vinculadas a lo emocional. Se advierte una simplificación de las situaciones, una devaluación de los significados, con una ausencia significativa de afectos; se trata de privilegiar la autoprotección. Los relatos suelen ser demasiado literales, el resultado son relaciones vacías con escaso compromiso emocional, tanto en lo que enuncian como en las respuestas. El clima es de retraimiento generalizado, en el grupo los pacientes se muestran cerrados y aislados en sí mismos (10).
* Fragmentariedad
Si algún miembro del grupo logra decir algo importante conectado con sus emociones, este relato suele quedar aislado, desconectado y sin respuesta alguna por los otros integrantes; se deja caer al vacío, pasando con frecuencia a comentarios banales sobre otros asuntos. Lo hablado resuena poco en los otros, se dan escasas respuestas, la comunicación se reduce mayormente a monólogos. Cuando hablan de temas inquietantes surgen comportamientos evitativos, cambios de tema, banalizaciones... Observamos interrupciones en la comunicación, cambios de tema, rápidos e inconexos, generando en la coordinación sensaciones de empobrecimiento, cansancio emocional y sentimientos de inutilidad.
Son formas de expresión que, aun a costa de intensos sentimientos de soledad, se comprenden por el temor a que la presencia de extraños despierte el “retorno de los objetos malos”. Estos comportamientos surgen como consecuencia de expectativas y distorsiones de encuentros interpersonales procedentes del pasado. Son frecuentes las historias familiares cargadas con comentarios y afectos impregnados de desaprobación y crítica. Los traumas interpersonales, experimentados en el pasado, los conduce a ser muy cautos; los pacientes temen exponerse de nuevo, ya que sus necesidades y deseos, de nuevo, pueden quedar frustrados e ignorados.
Todos estos comportamientos manifiestan la profunda angustia que experimenta el paciente y sus temores a exponerse a experiencias emocionales demasiado intensas. Parece que el paciente se deja caer lentamente en un proceso de vaciamiento, la alternativa se presenta demasiado angustiante y peligrosa.
Rigidez
El funcionamiento del grupo tiende a ser ritualista y repetitivo, lo que les garantiza tener un escaso contacto entre ellos e impedir la emergencia de sentimientos de rivalidad, hostilidad; de ese modo, se garantizan un mínimo de alimento emocional. En una acertada descripción, Armando Bauleo (11) denomina a este modelo de participación “técnica del banquillo”. Un tipo de funcionamiento que puede constituirse como una norma implícita asumida por el grupo.
Indiferencia hacia el vínculo / Adhesividad
Las ausencias, retrasos, abandonos, y la pasividad, falta de compromiso e indiferencia hacia los comportamientos de los otros o de uno mismo son constantes, como se señaló anteriormente. En ocasiones, la dificultad para tener en cuenta a los semejantes llega al punto de no conocer o no recordar el nombre de los compañeros, a pesar de haberse reunido en numerosas sesiones.
No se puede explicar exclusivamente en términos de indiferencia hacia el vínculo la asistencia irregular, la escasa participación, el escaso contacto emocional y el clima de obligatoriedad, estas lecturas solo dan una idea parcial de estos comportamientos. Considero que, más bien, parecen trasmitir un tipo de vínculo que se ha denominado “relación terapéutica mínima” (12). Cuando hablan en el grupo, no lo hacen tanto para comunicar su mundo interno, sino para tener un contacto con el otro que los asegure, aunque sea “mínimamente”; es decir, para no sentir que se les ha dejado completamente solos. Les cuesta el encuentro y también la separación. Por un lado, no pueden separarse; por otro, ante la propuesta y decisión de incluirse y permanecer en el grupo, quieren tener el dominio y controlar el contacto, en su intensidad y duración. Estas actitudes tan ambivalentes nos indican que el paciente teme entrar en una dependencia extrema y revivir la dependencia patológica que lo hizo enfermar.
Las dificultades comunicativas y vinculares descritas expresan una identidad vulnerable y susceptible de fragmentación en situaciones de tensión emocional, y este temor los lleva a protegerse y replegarse frente a los estímulos externos, un repliegue de características autísticas. Compartimos la idea: “El paciente difícil no puede asociar libremente, su actividad mental es utilizada para disociar y controlar sus estados penosos, que condensan experiencias traumáticas en forma de núcleos indiscriminados” (13).
Sin olvidar la tarea: el difícil trayecto de comprensión del sufrimiento
Desde la Concepción Operativa de Grupos (COG), pensamos los obstáculos en relación con la tarea como lo explícito para lo cual el grupo se ha reunido, o respecto a la formación del propio grupo en tanto instrumento para la resolución de la tarea: los vínculos interpersonales presentan dificultades y no hacen que la situación de interacción sea facilitadora para la tarea.
Desde la COG se plantea una lectura privilegiada del proceso grupal, contemplando la transferencia grupal en relación con la tarea propuesta: “El abordaje de los procesos transferenciales que tiñen la interacción grupal deberá tener en cuenta la relación básica grupo-tarea” (14).
Las distorsiones comunicativas, las transferencias centrales, laterales y grupa-les expuestas en el apartado anterior se dan dentro de un determinado encuadre terapéutico. Conviene aquí recordar, en aras al planteamiento de Pichon, algunas puntualizaciones sobre el encuadre.
El encuadre terapéutico comporta un sentido que sobrepasa su valor personal para el sujeto. El elemento de significación más global del encuadre terapéutico, inscrito en el cuerpo social, concierne a los motivos del encuentro del terapeuta y del paciente; un encuentro de cierto sufrimiento en el paciente y de voluntad de remediarlo en el terapeuta.
Esto vale para todo encuadre instituido. Los pacientes dan sentido y reaccionan afectivamente al encuadre propuesto, y es por relación a él que observamos la movilización de sus defensas esquizoides como obstáculos comunicativos (15).
El significado profundo de la integración en un encuadre terapéutico implica aceptar que se sufre una limitación, una carencia, aceptar la pérdida de la capacidad para resolver sin ayuda los propios conflictos, pero también aceptar la renuncia a un modo cotidiano de funcionamiento al que se está acostumbrado.
Es precisamente frente al reconocimiento de este significado donde el paciente psicótico encuentra muchas dificultades. El sentido psíquico, afectivo, de sus tribulaciones no suele estar presente; estas adquirirán un sentido realmente psíquico por la comprensión del intenso sufrimiento y de la fragilidad presente, con la consiguiente reacción defensiva frente al mundo que los rodea.
Los pacientes no saben, en muchas ocasiones, para qué vienen; y al preguntarles, los argumentos que utilizan tienen, la mayoría de las veces, un carácter forzado, convencional, aprendido, parecen transmitir los deseos u órdenes de los otros. Incluso después de largo tiempo en el grupo, parece que desconocen qué están haciendo allí. A menudo recurren a su diagnóstico, pero este parece encubrir más que revelar su padecimiento. A pesar de su carácter estigmatizante, los tranquiliza y protege de enfrentarse a aquello desconocido que les aterroriza. Al fin y al cabo, el diagnóstico es algo que otros dijeron de ellos.
Es importante cuando se trabaja con este tipo de pacientes y la comunicación es escasa que los profesionales se pregunten, cada cierto tiempo, acerca de las necesidades y expectativas que el paciente trae. La pertenencia a un grupo terapéutico es una experiencia muy angustiosa para ellos, significa enfrentarse a la necesidad de recibir ayuda para una situación que no comprenden.
Es difícil empezar a tomar conciencia de los aspectos desconocidos de sí mismos que les generan problemas y pérdidas en su vida cotidiana. Y también es doloroso ponerse en contacto con la existencia de lo psicótico (lo irracional) en su funcionamiento mental, cosa que, por otro lado, sigue teniendo consecuencias traumáticas en su vida.
Hablar de sí mismos, de las dificultades para su recuperación, es una empresa compleja y de larga duración que implica ponerse en contacto emocional con las pérdidas y limitaciones que padecen en su vida. Se trata de comprender la realidad y tolerar las frustraciones inherentes a su relación con el mundo, lo que exige experimentar sentimientos de desamparo frente a las pérdidas y las separaciones. Sabemos que el paciente psicótico tolera poco la frustración, que el contacto con las emociones es vivido como una amenaza, como un peligro, y que sus defensas están construidas alrededor de la evitación de dichos sentimientos.
Compartimos la idea del autor: “Este tipo de pacientes teme entregarse a la experiencia terapéutica, y a compartir emociones y vivencias, porque temen un desborde emocional que los puede llevar a desintegrarse o violentarse” (16). Las relaciones sociales se anclan en el temor, estableciéndose una espiral viciosa entre el aislamiento relacional y la visión negativa de sí mismo.
Cuando la persona empieza a percibir, vagamente, las restricciones y quebrantos significativos en su vida, se desata la utilización de mecanismos de defensa primitivos como la negación, la escisión, la identificación proyectiva, la omnipotencia, etc. Estos mecanismos tienen la finalidad de evitar los sentimientos: debilidad, impotencia, anhelo, desamparo, humillación, vergüenza y fracaso; por ello son “depositados” en el terapeuta o en los integrantes del grupo. Las defensas se manifestarán como obstáculos comunicativos, como describimos previamente. Hay que respetar estas defensas mientras el paciente tenga necesidad de ellas, y focalizar al mismo tiempo lo esencial del trabajo terapéutico sobre aquello que subyace a este comportamiento defensivo —la herida narcisista que representa para él la experiencia del propio fracaso psíquico—, y tratar de ir logrando su integración progresiva (17).
En este contexto son muy interesantes algunos conceptos, señalamos dos: la diferenciación entre la parte no psicótica (sana) y la psicótica de Bion (18) o la distinción entre “virtualidad sana” y “presencia enloquecedora” de García Badaracco (19). Ambas se revelan útiles a la hora de contemplar cómo los pacientes psicóticos intentan confrontarse con la realidad, con sus limitaciones y pérdidas.
A modo de ilustración relataré una viñeta clínica de un paciente al que atendía en un grupo terapéutico. Se trataba de una persona que en diversas situaciones de ansiedad había acudido espontáneamente a solicitar ayuda, consejo e incluso inter-namiento. La evolución había sido positiva, hasta el punto de plantearse la inserción en un Centro Especial de Empleo. En el grupo comentaba: “Es muy triste que una persona de 31 años termine limpiando... Debo tener ídolos, locura, creerme el centro del mundo para poder soportar eso. Si no me hundo”. Sin interrupción, mostrándome su enfado, me acusa de que quizás le esté tomando el pelo o haciéndole malas jugadas porque viene al tratamiento y se pone a hablar de cosas tristes, y termina afirmando: “Yo no tengo preocupaciones”. Se observa que frente a los pensamientos de las carencias y limitaciones que le provocan displacer, trata de evitarlo, pero con ello también impide e inhibe su capacidad de pensar y vivir emotivamente la situación.
La pertenencia grupal refuerza la base segura a partir de la cual el paciente puede explorar y reorganizar su visión cognitiva y afectiva de sí mismo y de los demás. Se da una realimentación continua y mutua entre la pertenencia grupal y la capacidad para explorar el propio sufrimiento, la propia mente. Por el contrario, se dará una espiral viciosa entre retraimiento social y anulación psíquica.
La capacidad para encontrar, dentro de sí o en causas externas, la fuente de frustración o de malestar y la instrumentación para aceptar las limitaciones y las partes sanas está limitada en estos pacientes, pero, a pesar de ello, sí pueden alcanzar una redefinición de sí mismos y construir aspectos positivos en su identidad. La identificación en el grupo juega un papel fundamental en la redefinición de sí mismos y constituye otro punto de partida para perseguir y alcanzar nuevas metas vitales.
Sobre contratransferencia, actitudes terapeuticas y algunos “consejos prácticos”
Sabemos del angustiante vacío de significado de un paciente psicótico, que evoca en las personas próximas un sentido de inutilidad, desequilibrio, incertidumbre y confusión, y que autoriza, con frecuencia, a cosificar y evitarle. A continuación, antes de centrarme en aspectos más técnicos en relación con la situación grupal, quiero subrayar la importancia de las actitudes clínico-asistenciales previas en el abordaje de las psicosis en el espacio grupal.
Son cuestiones a dilucidar cuánto hay de contratransferencias (personales e institucionales) y cuánto de contraidentificaciones proyectivas, entendida en los términos de Grinberg (20).
Es imprescindible, para que se dé un clima favorecedor de la pertenencia grupal y de cualquier proceso de crecimiento personal y de cambio, que se cree una cultura de respeto y de valorización personal. Se trata de promover miradas que los reconozcan como personas y que combatan los estereotipos defensivos. Sabemos que en los ambientes sin empatía, atención y constancia no pueden desarrollarse estados mentales apropiados a la vida de relación. D. Stern (21), en su célebre artículo “Mecanismos no interpretativos en la terapia psicoanalítica”, describía la necesidad de “momentos de encuentro”. En estos momentos se da una relación empática recíproca que permite al enfermo sentirse acompañado y comprendido, lo que posibilita la disminución de las actividades defensivas y la exploración de su mundo interno. Son momentos de vivencia común que hacen sentirse al paciente “una persona”, y no “una cosa” para el otro (22). Esta actitud básica permite promover la reciprocidad entre los pacientes y seguir creciendo a través de las diferentes experiencias y lazos con los otros.
Las intervenciones orientadas a la recuperación solo son posibles si son capaces de generar relaciones de reconocimiento en las que el otro es valorado como un sujeto, al que se le considera la capacidad de experimentar, pensar, sentir, imaginar, actuar, y el derecho de exponer opiniones, tener argumentos y criterios que se respetan y se consideran valiosos. Esta actitud de reconocimiento como interlocutor válido es imprescindible para lograr su compromiso y la pertenencia grupal. Ser capaz de transmitirles, y de hacerles partícipes, que lo poco o lo mucho que puedan decir o hacer, incluso el no decir y no hacer, tiene importancia para los demás. Es decir, se trata de que la vivencia del compartir pueda ir transformándose en la necesidad de compartir. Linares lo resume muy acertadamente: “Sentir y pensar que somos importantes para alguien, que lo que hacemos tiene un valor y un especial interés para aquellos que amamos es, sin duda alguna, el hilo de nutrición primordial que forja nuestra personalidad madura y sana” (23).
El factor evolutivo central, que posibilita la aparición y el despliegue de la subjetividad, es la capacidad de reconocimiento del otro como sujeto. La conducta de reconocimiento, descrita por Linares (23) como reconfirmación (validar amorosamente su existencia), implica trabajar desde la “virtualidad sana potencial” para que el paciente pueda experimentar que tratamos de rescatar su subjetividad, atascada por los procesos psicóticos.
El espacio grupal se constituye, a la vez, como interlocutor que apela a la responsabilidad, como lugar en el que se los valora y se los reconoce, en el que se valoran y reconocen entre sí. La actitud constante de reconfirmación de la persona afectada por psicosis progresivamente refuerza la vivencia de sí mismo y reduce los sentimientos negativos, las ansiedades y los temores hacia los otros. Es preciso tener en mente que una de las finalidades esenciales para el paciente es recuperar el sentimiento de ser una persona activa en el mundo; y ello le permitirá explorar otras dificultades.
Se trata de indagar en los modos de interacción y comunicación, y decidir los modos de intervención que siempre tengan en cuenta su vulnerabilidad. Los pacientes muy gradualmente serán capaces de incluirse en esta nueva experiencia que supone la situación grupal. Consideramos que la conciencia y la capacidad del clínico para usar los propios sentimientos (contratransferencia) son vitales para comprender las comunicaciones en el ámbito del setting terapéutico. El clínico experimenta diferentes sentimientos, entre ellos: frustración, descorazonamiento, rabia, que son espejo de los estados interiores de los pacientes. La inducción de sentimientos es un método de comunicar los propios estados emocionales. Como dicen Correale y Nicoletti: “Es de gran ayuda considerar el hecho de que detrás de tales sentimientos vividos por los profesionales están siempre presentes análogos estados de ánimo y sensaciones que el paciente vive en primera persona” (24).
Estas formas comunicativas hacen experimentar múltiples, contradictorias e intensas emociones a los terapeutas. El deseo de constituir un grupo, que permita a los pacientes hablar de sus padecimientos, se ve continuamente sometido a embates desmoralizantes. Este pasaje se ve sometido a intensos vaivenes, por ello los terapeutas pueden pasar muy rápidamente de la ilusión a la desilusión y decepción, y viceversa.
Las conductas de rechazo (ausencias, silencios, aburrimiento, escasa participación, falta de compromiso) movilizan en la coordinación, en ocasiones, una excesiva y abrumadora responsabilidad de que el grupo se mantenga con vida, que se acompaña, con frecuencia, de temores a la desaparición y a la ruptura grupal (25).
Los sentimientos contratransferenciales experimentados pueden estimular muy contradictoriamente la ambivalencia del terapeuta y llevarlo a fluctuar entre dos posiciones:
El terapeuta puede actuar con intervenciones poco discriminadas, no dejando espacio a que el paciente pueda experimentar e intentar afrontar el doloroso pasaje del aprendizaje de la experiencia, contribuyendo paradójicamente a la autodescalificación psicótica. Hay que tener cuidado con la seducción narcisista de la que habla Sassolas (17). No hay que intervenir rápidamente, ya que no posibilita que se hagan responsables del clima creado en el grupo, ni de las oportunidades para intentar cambiarlo. Es preciso darles tiempo para que puedan tolerar la angustia y para que el paciente pueda encontrar o experimentar algún modo de afrontarla y elaborarla; este es un paso necesario para la recuperación de la autoestima, y poder apropiarse de la vida.
El terapeuta puede mantenerse ausente a las demandas de los pacientes y asumir un rol pasivo, retirado, marginal, en una suerte de identificación con los pacientes. Como añade Hochmann (26) esta situación se acompaña del sentimiento de “no poder conservar en nosotros nada que sea bueno y creador, de no tener nada valioso que ofrecerles”. Curiosamente, este estado emocional se asemeja al modo en que los pacientes se experimentan a sí mismos. Patricia Deegan (27) describe el estado emocional después del episodio psicótico como de endurecimiento del corazón, una condición en la que es mejor no desear nada, y así evitar el fracaso. En otras ocasiones, ante el escaso compromiso, la irritación que experimenta el terapeuta le puede llevar a mantener los silencios como represalia, bajo el pretexto de no favorecer la dependencia.
Si los sentimientos contratransferenciales son contenidos y elaborados se podrán implementar una serie de intervenciones, un saber hacer (handling) con las situaciones que favorecen la pertenencia grupal y que, a modo de “consejos prácticos”, detallaré. Si los terapeutas pueden soportar los propios afectos y utilizarlos, podrán ayudar a los integrantes a vivir los suyos. Esta es la mejor herramienta de comunicación para ayudar a los pacientes a acercarse a sus emociones, a su vida psíquica.
Dice Chazan (28): “El terapeuta debe poder permitir, esperando sin interferir, y sin atacar, aquellas comunicaciones que hacen los miembros del grupo, con el objetivo de encontrar un plano de relación con menor nivel de ansiedad y, de ese modo, lograr una interacción”. El terapeuta ha de hacerse cargo de los sentimientos de desesperanza y de impotencia e intervenir en las dificultades que emergen en los pacientes al establecer contacto entre ellos y con él. Como señalábamos, ha de evitar en lo posible identificarse con las defensas esquizoides, el repliegue en sí mismo y las reacciones defensivas, ya sean el enojo o el intervencionismo exagerado.
El terapeuta ha de respetar la narración de aquellos acontecimientos de su vida, más o menos significativos, que se atreven a poner en común. Este respeto permite revalorizar esas experiencias, además de posibilitar la emergencia de esbozos de posibilidad del conflicto. Y también el surgimiento de recuerdos y hechos de su historia personal y de su enfermedad. Estos cambios le permitirán reapropiarse de su historia y acercarse a los impedimentos y pérdidas que la enfermedad provoca.
Se puede describir la actitud del coordinador en esta situación como asumiendo el rol de “integrante curioso”, como un participante del grupo que busca comprender en profundidad aquello de lo que se habla, lo dicho por cada uno, las dudas que se generan ante los dichos particulares, la incomprensibilidad de algunos relatos, los pedidos de aclaración, las preguntas sobre lo que los demás opinan y sienten con los relatos expresados. Todo esto no implica que el terapeuta asuma un protagonismo central en el grupo, considero que su intervención estimula ciertas identificaciones entre los integrantes, lo que posibilita que ellos también sientan curiosidad por lo que cada uno cuenta de su vida.
Coincidiendo con Herrera y Paredes: “Nuestra posición como terapeutas en el grupo, en estas primeras y largas etapas, consiste en ejercer un papel de yo auxiliar; escuchamos, preguntamos, contestamos algunas preguntas, no privilegiamos la interpretación ni el señalamiento individual, intentamos ligar ciertos elementos del discurso grupal y devolverlo al grupo. Es frecuente que parezca que no hay conexión entre lo que dicen los pacientes, pero nuestro intento es descubrir cierta continuidad en el discurso grupal, proponiendo los nexos que faltan” (29).
Cuando predomina en el grupo la concretización y la fragmentariedad, las sesiones se convierten en aburridas y oscuras. Y provocan en la coordinación dos vivencias: la primera, la sensación de estar inmerso en un cúmulo de discursos fragmentarios, y sin posibilidad de lograr un mínimo de orden o sentido, al estar privados de un sentido comunicativo mínimamente comprensible; y la segunda, el temor a abordarlas, al intuir el dolor subyacente.
Tenemos en cuenta el consejo de Searles: “Aguardar hasta que los fragmentos se integren de manera más acabada, y los referentes se vuelvan más claros e inequívocos para nosotros, antes de responder...” (30). Frente al discurso fragmentado o concreto que a veces se produce en el grupo, nos ha resultado siempre muy útil, a partir de los diversos discursos de los integrantes, el proceso de identificación de un tema, en general, relacionado con la tarea. Los procesos de vinculación se favorecen si se identifica un tema común en las asociaciones del paciente. Sabemos que uno de los recursos defensivos habituales del esquizofrénico es imponer su sentido inconexo en los relatos del otro; por ello, cuando se logra identificar un tema común, el grupo se unifica, y por momentos se tiene la impresión de que se han constituido como grupo. Si bien esto suele durar poco, con el paso del tiempo es como si estas experiencias fueran dejando restos sobre los que constituir un espíritu de grupo.
Otra intervención útil consiste en realizar resúmenes de lo hablado en el grupo vinculados a algún componente afectivo común a todos los integrantes, con la interpelación a los integrantes sobre esta construcción (avecinamiento emocional del paciente al grupo). Se trata de hablar de las vivencias compartidas, apoyándose en la expresión de los afectos y emociones que las acompañan. La función de estas intervenciones es ir construyendo un espacio común, al mismo tiempo que facilitar a los pacientes la identificación de los propios sentimientos, con el objetivo de integrar y comprender el significado de esa experiencia emocional.
Otra intervención es el desafío amistoso de los roles fijos, estereotipados en el grupo. Un ejemplo: un paciente de un grupo, al que le cuesta hablar de sí mismo, en repetidos momentos donde el resto de los integrantes hablaban de sus experiencias de ingresos hospitalarios, siempre intervenía hablando de la experiencia de otros pacientes ingresados con él, nunca de su experiencia. Al señalar el coordinador dicha forma de intervenir puede preguntarse sobre ella. Este desafío, generalmente al menos en los primeros periodos, solo puede ser realizado por la coordinación, porque ha de ser realizado con la suficiente empatía, flexibilidad y a veces humor, ya que los pacientes sienten mucho temor.
Los integrantes a pesar de darse cuenta de estas estereotipias temen poder afrontarlas por temor a dañar o a generar un dolor y reacciones insoportables. Estos roles fijos pueden ser contemplados en ocasiones como emergentes de actitudes grupales de las que un miembro se hace portavoz.
Quisiera señalar un problema significativo, la gestión de las ausencias y retrasos. La insistencia en la puntualidad y en la asistencia regular debe tener en cuenta su vulnerabilidad; con frecuencia es la forma de mantener una distancia tolerable, frente a los deseos de pertenencia (31). El comportamiento del terapeuta no debe caer en un laissez faire a la hora de señalar estas faltas al encuadre, ni plantear estas ausencias y retrasos como si no tuvieran importancia y efectos en la tarea y en los demás integrantes. Tanto las ausencias como los retrasos dificultan el clima grupal, y de lo que se trata es de lograr un funcionamiento más satisfactorio para todos y para cada uno de ellos. De todos modos, con frecuencia es difícil saber cuánto debe insistir el terapeuta para convocarlos y retenerlos.
En estas circunstancias conviene recordar el acuerdo previo del encuadre, si bien dejando autonomía en su cumplimiento, lo cual es un modo de devolver al paciente la responsabilidad sobre los acuerdos a los que se comprometió, y de las consecuencias que tienen para él y los otros la decisión de no cumplirlos. Recuerda J.M. Ribé que “las ausencias fluctuantes de los participantes son valoradas como una forma de autorregulación emocional de los propios integrantes. Ante intensas vivencias grupales se puede requerir una cierta descompresión para seguir encarándolas en adelante” (32).
Me parece importante en las sesiones grupales insistir cada tanto en la importancia del modo de estar en el grupo. Es preciso apelar a su responsabilidad y preguntar cómo puede cada uno contribuir al bienestar colectivo, cómo se puede generar un clima de mayor colaboración, diálogo, bienestar y satisfacción. Se trata de lograr la sensación de obtener algo positivo de la pertenencia al grupo, un bienestar que contrarreste algo de la soledad del psicótico. Un elemento indispensable para el funcionamiento del grupo y lograr la participación de los pacientes es poner el énfasis sobre las potenciales virtualidades sanas.
Para concluir: el grupo terapéutico como instrumento de la necesaria clínica de la intimidad en la psicosis
Para concluir, querría señalar un aspecto institucional que traba los procesos de recuperación. En algunos servicios de rehabilitación, las intervenciones terapéuticas grupales se ven cuestionadas, dándose así una colusión entre las dificultades de pertenencia de los pacientes a los grupos terapéuticos y el contexto institucional asistencial. Es un modelo asistencial sustentado en una ideología que desprecia lo “psicológico”, que justifica la asistencia biomédica y la idea, en el mejor de los casos, de una reinserción social y laboral rápida e indiscriminada; en algunos casos incluso bajo el paraguas cómplice de posturas falsamente antipsiquiátricas. En algunas circunstancias, este desprecio a lo psicológico va asociado a una alergia a lo grupal, a lo colectivo en cualquiera de sus manifestaciones, cualesquiera que sean sus actores, pacientes, profesionales...
En contraposición a estos planteamientos, consideramos fundamental que en el tratamiento de la psicosis se realice una “clínica de la intimidad con los pacientes psicóticos”. El sentimiento de pertenencia, la sensación de ser parte de algo o de pertenecer a alguien, constituye un sentimiento fundamental del ser humano, una necesidad de base. Los pacientes raramente expresan directamente el propio anhelo de relación estrecha, duradera y afectiva, si bien podemos presuponer una búsqueda persistente, una búsqueda que podríamos rastrear en las fantasías de tratamiento. Como señalaba Sassolas (33), “aceptando compartir la intensidad de lo vivido, los terapeutas autentifican su existencia y le dan legitimidad”; estas fantasías y anhelos han de ser descubiertos, y eso solo es posible a través de la proximidad psíquica con los otros.
El desarrollo de los sentimientos de pertenencia comporta un efecto extremadamente reconfortante sobre la mente humana. Posibilita el comenzar a interesarse en lo que acontece en la propia cabeza y en la de otros, y también a entrar en comunicación con uno mismo, una comunicación que siempre pasa a través de los otros. Dicho de otro modo, se aprehende a ser un observador de la propia vida psíquica.
La necesaria vecindad, emocionalmente costosa, entre pacientes y terapeutas tiene un papel esencial en el tratamiento de las psicosis. Solo a partir de una relación y comunicación profunda, y aceptando compartir la intimidad de las vivencias, se puede establecer la confianza y el crecimiento emocional. Si dejamos de preguntarnos por el sentido, por las dificultades y posibilidades, por las vivencias y la interpretación que el paciente da de su vida, observaremos cómo, poco a poco, se reproduce la lógica manicomial.
En este proceso, la empatía no es suficiente, solo constituye la mitad del camino. Esta clínica de la intimidad implica necesariamente tener en cuenta la subjetividad de los profesionales en el trabajo asistencial, lo que supone también el desplazamiento del observado al observador. Es decir, centrar la atención en las ansiedades de los cuidadores, en la contratransferencia. Por tanto, es fundamental que la relación asistencial se base en lo que J. Furtos (34) denomina “una ética del encuentro en vulnerabilidad compartida”. Una ética en la que el profesional ha de reconocer su propia vulnerabilidad, esta es constitutiva de los seres humanos, de todas las vidas humanas, y no solamente de aquellas especialmente marcadas por el sello de la debilidad. Siempre tenemos y tendremos necesidad del otro para sobrevivir.
El grupo terapéutico se configura como un espacio donde experimentar y vivir esa proximidad. Constituye un espacio transicional donde el sujeto puede recomponer su capacidad de relación, generalmente perturbada por la concepción que muchos pacientes tienen de las relaciones interpersonales y de los mecanismos de evitación, dependencia y grandiosidad que, con frecuencia, utilizan como modo de adaptación a la realidad. Referente a la “proximidad”, es muy importante que los pacientes puedan cada uno desarrollarla a su propio ritmo.
El contexto grupal adquiere las características de un cuidador fiable o de una figura de cuidado múltiple, al cumplir con las condiciones de cotidianeidad, repetición constante y regular en el tiempo. Al interés y la actitud del profesional, que promueve las esperanzas y expectativas de mejoría, se unen las intervenciones de la pluralidad de participantes que suministran respuestas diversas a los aspectos de dependencia del paciente. En los grupos terapéuticos, la horizontalidad promueve autonomía, responsabilidad y roles más activos en el tratamiento. Estas condiciones favorecen la instauración de vínculos seguros en el grupo, vínculos que son capaces de ir al encuentro de las necesidades de apego del paciente y generar una atmósfera positiva de base, que se ha definido como “el espíritu de grupo”.
A partir de las vivencias de hacer cosas en común y de cooperar con los otros, el grupo posibilita el reconocimiento paulatino de los otros integrantes; al principio, como fuentes de apoyo y ayuda, y, progresivamente, como agentes terapéuticos. Como subraya Rosa Gómez Esteban: “El grupo terapéutico es un espacio de socialización, también de su delirio, espacio de apoyo y colaboración que les permitirá tener un lugar, y la posibilidad de adquirir una identidad en relación a otros” (35).
Establecer una dependencia emocional compartida, experimentar la compañía del otro como algo necesario, permite explorar las experiencias dolorosas sin sentirse desbordados por ellas. Se aprende que es posible preocuparse por uno mismo en compañía de los otros y, al exponer las propias zonas vulnerables y ser aceptado, adquirir una autoestima realista.
El grupo terapéutico se instituye en una experiencia que remite en última instancia a un tipo de dimensión relacional originaria, contradictoria, que se coloca entre la continuidad y la separación; es decir, entre la necesidad de mantener ese vínculo muy fuerte con una figura protectora (el espacio grupal) y, al mismo tiempo, la posibilidad de aceptar que este vínculo tenga dimensiones conflictivas.
Para estos pacientes, enfrentarse al diálogo que se establece en el grupo, en un clima de reconocimiento y respetando los ritmos, puede representar un objetivo factible, y un paso importante en el progreso terapéutico. En términos de aprendizaje, podríamos resumirlo en un “aprendizaje de la alteridad”. En el límite, si interpretamos correctamente la diferenciación nombrada por R. Klein entre los grupos de neuróticos y de psicóticos, podríamos respaldar que lograr la pertenencia grupal sería la tarea de los grupos de psicóticos (4).