Heridas que no sangran
El viernes 5 de mayo de 2023 la Organización Mundial de la Salud puso fin a la situación de emergencia sanitaria por la pandemia del SARS-CoV-2. En el momento de escribirse estas líneas nos encontrábamos en lo que se vino a llamar "el final sociológico de la pandemia" (1). El matiz que implica este anuncio parece querer recordar el hecho de que todavía no se ha alcanzado el final epidemiológico de la misma. Aún hoy se suceden las variantes patógenas y persisten los contagios, si bien a una escala muy distinta que la que podía apreciarse tres años atrás. Tampoco se ha alcanzado el final clínico de la epidemia, en la medida en que todavía nos toca asistir a las consecuencias físicas y psicológicas que la COVID-19 produce en nuestros cuerpos.
Los profesionales sanitarios hemos estado particularmente expuestos a estas consecuencias: el miedo a contagiar a los seres queridos y a enfermar nosotros mismos. La incertidumbre e impotencia de los primeros meses, cuando poco se sabía acerca del patógeno y sus vías de transmisión. La sobrecarga laboral debida al repentino incremento de casos en un contexto de plantillas mermadas. La exposición a dosis poco habituales de muerte y sufrimiento. Las muchas y dolorosas pérdidas.
También ha comparecido una fuente de estrés en dilemas éticos para los que quizás no estábamos tan preparados. Pero no solo nos han hecho sufrir los dilemas, sino que han surgido diferentes dificultades en cuanto a las expectativas y encaje de la conducta propia con la ajena. Desencuentros en torno a lo correcto y lo inapropiado. Por ello hablaremos de los problemas en el ámbito moral.
Moral y ética
Se aprecia un creciente interés por el impacto en la esfera moral de los trabajadores sanitarios. No existe, sin embargo, una definición de consenso. Por este motivo encontramos reflexiones acerca del distrés o desasosiego moral ("moral distress"), daño o herida moral ("moral injury"), dolor moral o incluso trauma moral, en función de la procedencia académica y el enfoque de cada autor. De entre esta borrosidad conceptual quizás destaca como la más concreta la idea de daño moral, que es en la que nos centraremos.
Pero antes de adentrarnos en el daño moral es necesario que definamos otros conceptos de partida. Tradicionalmente se ha definido la moral como todo aquel código de conducta que rige el comportamiento de un grupo humano, señalando lo deseable y lo inapropiado por medio de sanciones y recompensas. Esta tendencia a crear códigos de conducta o morales (p. ej., moral cristiana, ethos científico, etc.) encontraría su arraigo en nuestra naturaleza de animales sociales, como veremos.
La ética, sin embargo, es un conocimiento de segundo orden. Siendo un producto netamente humano, consiste en la sistematización racional, el estudio de los códigos morales y la conducta moral. Como tal constituye una de las principales ramas de la filosofía.
En el ámbito de las profesiones sanitarias, la denominada "bioética" (2) constituye el campo de la reflexión acerca del correcto proceder por parte de las ciencias de la vida y la actividad clínica, que se concreta en sus correspondientes códigos deontológicos.
El paulatino cambio de la sociedad y sus valores exige una revisión activa de los preceptos éticos que lleven a un desarrollo continuo de los códigos de conducta. De lo contrario puede suceder que, como en el mito bíblico de la Torre de Babel, tendamos a una falsa idea de consenso tras la cual emerjan la confusión de lenguas, el malentendido y el desencuentro.
Mimbres protomorales
Los humanos, como todos los miembros del orden de los primates, somos animales sociales. Es difícil exagerar hasta qué punto es intensa nuestra vida social, tanto la externamente visible como la interna a nosotros mismos. Nacemos, crecemos y devenimos sujetos en el seno de grupos de iguales cuya integridad depende de un equilibrio siempre inestable entre cooperación y competición por los recursos. Este equilibrio se coordina por medio de una serie de dispositivos afectivos y conductuales que, en nuestros parientes filogenéticamente más cercanos, algunos etólogos han propuesto denominar "protomoral" (3). Sus mimbres principales serían la reciprocidad y la empatía.
La convivencia grupal, sumada a la capacidad de identificar individuos y recordar el histórico de interacciones con cada uno de ellos, tendría como resultado al transcurrir el tiempo un saldo relacional en cada díada de individuos. Así, el balance entre amenazas, agresiones, difamaciones, por un lado, y altruismo, señales de sumisión, actos de consuelo, intercambio de cotilleos, etc., por otro, da lugar a toda una serie de sentimientos morales o prosociales, como pueden ser la envidia, el rencor, la deuda, la culpa, la vergüenza, la afinidad o la gratitud.
Otro elemento fundamental para comprender el componente moral de nuestra vida social lo constituye nuestra tendencia a dividir a nuestros semejantes en dos categorías claras y a priori excluyentes: nosotros y ellos. O lo que es lo mismo: el endogrupo y el exogrupo. Se observa que los grupos humanos tienden a dividirse en función de cualquier diferencia, por leve o arbitraria que sea. Lo hacemos los individuos, a menudo sin darnos cuenta, como una forma de ordenar nuestra percepción del mundo. Cuando un grupo humano alcanza una masa crítica y un cierto grado de tensión, tiende a dividirse en facciones irreconciliables. Es el fenómeno que el antropólogo Gregory Bateson denominó "cismogénesis".
La relación entre diferentes grupos, como bien sabemos, tiende siempre a la competición, lo cual favorece indirectamente la cooperación con los miembros del endogrupo. Es decir, puede entenderse el desarrollo de la solidaridad y la cooperación humanas dentro de una sociedad como el subproducto de la competición implacable contra otros grupos.
Esto tiene derivadas importantes. En primer lugar los límites de la moralidad siempre han coincidido con los del propio grupo. No esperamos recibir un trato moral por parte del grupo de "los otros"; y de igual manera, las conductas que consideraríamos muy reprobables en otros las permitimos entre los nuestros con indulgencia y no nos cuesta revestirlas de elaboradas justificaciones.
Los Derechos Humanos, una de las ficciones cumbre de nuestra cultura, con-cretan el noble deseo de extender los lazos de fraternidad más allá del endogrupo, intentando ampliar su amparo al conjunto de la humanidad.
Al mismo tiempo, lastran este impulso fraterno arraigadas tendencias que guardan parentesco entre sí: el asco, la xenofobia y el estigma sirven a esta desconfianza básica entre grupos humanos, como bien se pudo comprobar cuando se buscaban y encontraban culpables en las fases iniciales de la pandemia.
Llegar a ser sujetos morales
Para poder participar de esta vida social compleja, todo individuo humano debe aprender a identificar y emplear las señales de tipo moral. Sabemos gracias a los pioneros en el estudio del desarrollo u ontogenia moral (Piaget, Kohlberg) que desde el nacimiento vamos incorporando incesantemente información en torno a lo bueno y lo malo. Son los individuos adultos o maduros quienes introducen al infante, con su encéfalo en progresivo desarrollo biológico, en la trama cultural de su propio grupo. El lenguaje simbólico potencia y acelera este proceso compartido con los primates no humanos. De esta manera se van alcanzando los diferentes hitos del razonamiento moral: preconvencional, convencional, postconvencional… La conducta va pasando de estar gobernada por pulsiones primero, luego al cumplimiento de órdenes, para después planificarla en función de los resultados esperables (premios o castigos) y, finalmente, adecuar el propio comportamiento a lo socialmente apropiado en cualquier circunstancia.
Se puede decir que un sujeto alcanza una moral heterónoma cuando incorpora los valores predominantes de su cultura en un momento histórico determinado. Esto puede implicar también, dado el relevante papel que cumple el trabajo en nuestra constitución como sujetos, la incorporación de éticas profesionales si es que nos adscribimos a un determinado grupo profesional.
Pero, aunque no sea lo más común, es posible que los individuos vayamos más allá de la moral heterónoma. Esto implica el desarrollo de un criterio propio sobre la conducta apropiada o inapropiada. Hablaríamos de una moral autónoma, con capacidad de guiar la conducta no por mera presión social, sino al adecuarla de forma razonada a un contexto decisional concreto. Esto no necesariamente hace la vida más sencilla o agradable. No debemos perder de vista que para nosotros, nos guste o no, seguirá siendo igualmente importante encajar en algún grupo, por mucha razón que uno tenga.
En suma, al venir al mundo todo individuo recapitula la filogenia moral (el desarrollo de sistemas neurobiológicos con expresión conductual a lo largo de millones de años de historia evolutiva), la sociogenia moral (los propios valores vigentes en un grupo humano en un momento dado pero en paulatino cambio) y su propia ontogenia moral, el grado variable de desarrollo que podremos alcanzar en nuestros años de vida.
Moralidad polifónica
Esta triple determinación moral (filogenética, social e individual) nos condena a la mayoría de nosotros a experimentar una subjetividad contradictoria. Como reflejo de la historia evolutiva de nuestra especie habitan en nosotros diferentes subsistemas psicológicos (4), los cuales participan también de nuestra vida moral. Estos subsistemas persisten en nuestro acervo genético tras haber sido positivamente seleccionados en el proceso de selección natural, lo cual ocurre cuando los antepasados que contaban con dicho mecanismo sobrevivieron en mayor proporción que aquellos que no lo tenían.
Se ha especulado, por ejemplo, con la posibilidad de que la desaparición del Homo neanderthalensis frente al Homo sapiens pudo estar muy condicionada por la vida simbólica y religiosa más desarrollada de los segundos, lo cual habría favorecido la cohesión de grupos de mayor tamaño y capacidad de supervivencia. Otro ejemplo clásico es el de la emoción básica del asco, destinada a evitar infecciones e intoxicaciones alimentarias, pero que hemos llegado a extender a la propia la conducta humana, el incumplimiento de ritos culinarios o la simple existencia de otros grupos humanos.
Cada subsistema representa el poso de un reto para la supervivencia afrontado con éxito en el pasado. Su coexistencia da pie a que, en determinadas situaciones, diferentes subsistemas propongan cada uno su propia respuesta ante un mismo problema. Se trata esta de la raíz de gran parte de lo que consideramos dilemas morales.
Desde el punto de vista sociodinámico, si asumimos que el grupo es la estructura que articula al individuo con la sociedad en la que habita, diferentes grupos humanos sostienen matices morales que nos enriquecen y también complican la existencia, en la medida en que nuestras identidades se hacen múltiples.
Es por todo ello que, aunque nos sentimos superficialmente únicos, sólidos y enteros, la introspección serena nos dice otra cosa. Podemos afirmar que vivimos condicionados por una moralidad polifónica o, como dijo el poeta Walt Whitman: "Yo soy inmenso… y contengo multitudes".
Riesgo psicosocial
El daño moral ("moral injury") no se trata de un concepto de nuevo cuño, sino que cuenta al menos con dos procedencias: una de largo recorrido en el mundo jurídico, donde tradicionalmente refiere aquellos perjuicios sufridos a título individual que van más allá de lo material o patrimonial. Su segundo ámbito de aplicación ha tenido lugar en los servicios médicos para veteranos del ejército norteamericano. Entre los muchos estragos ocasionados por la guerra de Vietnam (1955-1975), se pudo observar en muchos de los excombatientes que una fuente no despreciable de su sufrimiento tenía que ver con el hecho de que se hubieran sentido forzados a actuar contra sus principios en contexto bélico.
No fue hasta los años ochenta del siglo xx que se introdujo la idea del desasosiego y daño moral como un factor de riesgo presente en el contexto laboral civil, en concreto, en las profesiones sanitarias. El impulsor de esta idea y su posterior estudio fue el filósofo y bioeticista Andrew Jameton, fallecido en noviembre de 2022. En su libro de 1984 Nursing Practice: the Ethical Issues (5), definió el desasosiego moral ("moral distress") como el "dolor o angustia cuando se conoce la acción éticamente correcta a realizar pero existen limitaciones reales o percibidas que le impiden al profesional llevarla a cabo".
Profundizaremos en sus implicaciones, pero vale apuntar desde ya que la noción de daño moral parece una cuestión netamente atravesada por el poder y su organización jerárquica. Se trata de algo evidente al reflexionar sobre la experiencia de los soldados quebrantando sus principios tras cumplir las órdenes de la cadena de mando. Algo menos evidente es el hecho de que, cuando se ha estudiado en el ámbito sanitario, el daño moral tiende a emerger como una resultante de la interacción de médicos y enfermeras en torno a la tarea, pero también de los propios facultativos en su relación con la institución.
La idea de daño moral recibió un espaldarazo aún más reciente, en torno al 2018, antes de la irrupción de la pandemia del SARS-CoV-2. Por aquel entonces ya existía una creciente preocupación por el que probablemente sea el fenómeno ocupacional más extendido y dañino para los sistemas sanitarios de todo el mundo: el desgaste profesional o Burnout.
Dos estadounidenses, la urgencióloga y luego psiquiatra Wendy Dean y el cirujano Simon Talbot, publicaron un influyente artículo cuyo título ("Physicians Aren't Burning Out. They're Suffering from Moral Injury") exponía con elocuencia su tesis principal. Entendían que el profundo malestar que muchos profesionales sentían hacia su labor se relacionaba con el hecho de sentirse incapaces de proveer los cuidados apropiados a sus pacientes en un contexto específicamente diseñado para ello, el sanitario (6). Es decir, ponían el foco en el contexto laboral dañino, y no tanto en una supuesta falla o quiebra de los recursos psicológicos del profesional desencantado.
Al hablar de desasosiego o daño moral es importante aclarar que no estamos empleando terminología propia del campo de la psicopatología. Los fenómenos psicológicos que entendemos patológicos son aquellos que se encuentran desvinculados de su contexto en el plano temporal, en cuanto a intensidad o bien por la alteración de su finalidad o propósito adaptativos. El dolor moral, sin embargo, lo comprende toda una gama de sentimientos displacenteros que sí serían congruentes con su contexto: temporalmente reactivos, proporcionados en intensidad y con una finalidad prosocial, la de ajustar o recomponer los vínculos de tipo social.
Esto significa que no todo sufrimiento es patológico, y de hecho la mayoría no lo es. Por tanto, cabría abordar el desasosiego, dolor o daño moral dentro del estudio de la psicología normal y, al estudiar la relación de mujeres y hombres con el trabajo, enmarcarlo dentro de la categoría de los riesgos psicosociales, no de los trastornos. No es el objetivo de estas reflexiones contribuir a agravar el problema del crecimiento imparable de las categorías diagnósticas.
Tener en cuenta el desasosiego moral en el ámbito laboral implicaría asumir que, además del estrés, la sobrecarga laboral, los conflictos interpersonales, las situaciones de acoso y violencia o los incidentes relacionados con la seguridad del paciente, existe una gama de situaciones potencialmente dañinas para los trabajadores que tienen que ver con las dificultades recurrentes, sistémicas o intencionales, para hacer lo correcto.
Su relación con el desgaste profesional
El desasosiego moral, aunque sea sutil y pueda pasar inicialmente inadvertido para la propia persona que lo va sufriendo, tiene un efecto corrosivo sobre su bienestar psicológico (7). Cuando nos sentimos impedidos para el correcto proceder o bien forzados a una conducta impropia, se desvirtúa la acción, se desliga del propósito que puso en marcha nuestros actos.
Cuando esto sucede de forma reiterada podemos sentir que nos fallamos a nosotros mismos y a los demás. No es raro que afloren la culpa y la vergüenza, que tendamos a cuestionar nuestra propia competencia y nos sintamos peores profesionales. A menudo nos distanciaremos del grupo de trabajo o bien les proyectaremos las partes indeseables de nosotros mismos cuya presencia nos cueste más reconocer y tolerar.
Puede agrietarse, hacerse más contradictorio, el relato que elaboramos sobre nosotros mismos como profesionales y, en la medida en que sea importante para nosotros el trabajo, puede llegar a ponerse en tela de juicio un elemento tan importante en el ámbito sanitario como suele ser la identidad profesional.
Es de justicia recordar que el daño moral no ha aparecido con la pandemia del SARS-CoV-2, sino que ya estaba presente como una de las principales fuentes de desgaste profesional, y como tal se venía estudiando. Nos desgastamos al trabar contacto reiterado con individuos sufrientes, de cuyas emociones displacenteras nos empapamos progresivamente en virtud de nuestra naturaleza de animales sociales con capacidad empática (8). Pero, por otro lado, habitamos un mundo verbal que nos permite viajar en el tiempo y generar expectativas sobre cómo nos comportaremos y sobre cómo lo harán los demás. La realidad material satisfará o frustrará dichas expectativas. Por medio de la memoria también seremos capaces de revisitar los hechos acontecidos y darles una valencia emocional y, esto es la clave, una categoría moral, ingrediente inevitable de nuestra vida en grupo. Aquí radica el desgaste profesional por la vía del desasosiego moral.
El hecho de que los profesionales sanitarios seamos agentes con conciencia moral (es decir, con capacidad para discriminar entre lo bueno y lo malo, o más bien, una cierta compulsión a asignar estas categorías a la conducta intencional, y más si es ajena) hace, por tanto, que estemos todos expuestos, inevitablemente, a un cierto grado normal de distrés o desasosiego moral.
Un estudio multicéntrico de finales de 2019 que evaluó por medio de escalas validadas el nivel de desasosiego moral y el clima ético de diferentes Unidades de Cuidados Intensivos españolas (N=1065), llegó a la conclusión de que el 57 % de las enfermeras y el 43 % de las intensivistas presentaban niveles considerables de desasosiego moral, y que estos correlacionaban con el deseo de abandonar su puesto de trabajo (9).
En el contexto de las UCI, por ejemplificar, se entendían como situaciones generadoras de desasosiego moral aquellas en las que un profesional se ve involucrado en un encarnizamiento terapéutico, cuando se le dan falsas esperanzas a un paciente o sus familiares, cuando percibe que no dispone de los medios materiales necesarios para cumplir la labor asignada, cuando se ve enfrentado a una labor asistencial que supera el nivel de conocimientos o habilidades (muy frecuentemente en sustituciones de compañeros, o al poco de incorporarse a un nuevo puesto de trabajo), etc.
Si bien, en términos generales, los profesionales asumen la existencia de limitaciones materiales y un cierto grado de arbitrariedad en las decisiones así como su articulación jerárquica, lo cierto es que ante situaciones muy reiteradas en el tiempo, sistemáticas o bien palmariamente visibles, algunos profesionales pueden sentir un grado de frustración tal que los aboque al daño moral.
En estos casos el desgaste profesional, el rechazo hacia la tarea y el progresivo desencanto, actuarían a modo defensivo. El cinismo o la fría indiferencia hacia los demás pueden entenderse mejor como el último estadio de un proceso escalonado (desasosiego moral, daño moral, desgaste profesional) en el que las decepciones con respecto a la propia conducta y la ajena han ido conduciendo a una adaptación pasiva que no impide trabajar, pero sí hacerlo de la forma plena (algunos dirán humanizada) por la que la mayoría de las personas escogemos nuestra profesión.
Desafíos morales de la pandemia
La crisis sanitaria debido a la irrupción del SARS-CoV-2 supuso desde su inicio la aparición y agravamiento de toda una serie de retos que podemos en-tender como factores de desasosiego o distrés moral (10). A la lógica escasez de recursos debida a la gran incidencia de casos de COVID-19 le siguió inmediatamente la irrupción de un desafío ético de primer orden (11): los profesionales sanitarios estamos entrenados para tomar decisiones clínicas basándonos en el mejor interés de los individuos. Sin embargo, el contexto de la pandemia obligó a muchos profesionales de "primera línea" (servicios de emergencias, servicios de urgencias, unidades de cuidados intensivos, plantas de hospitalización) a trabajar bajo un marco diferente al habitual: el del interés poblacional, propio del campo de la salud pública.
La irrupción de este marco ético de la salud pública, no excluyente pero en ocasiones contrapuesto a la tradicional ética del cuidado, se concretó por ejemplo en la priorización de determinados perfiles de pacientes a la hora de asignar medios técnicos y materiales (respiradores artificiales, camas de UCI). Esto conllevó para muchos de estos profesionales sanitarios tomar decisiones muy dolorosas, por cuanto en un contexto de funcionamiento convencional del sistema sanitario no habrían tenido que denegar auxilio o tratamiento a muchas de estas personas (12).
En otras ocasiones prevalecía como un factor de distrés moral el verse obligado por las circunstancias a exponer a familiares y allegados al riesgo de contagio, especialmente en aquellos trabajadores con personas mayores a cargo. En este sentido pudieron ser medidas de gran alivio las medidas de alojamiento (principalmente hoteles) puestas en marcha de forma gratuita para acoger profesionales sanitarios que, voluntariamente, prefiriesen evitar la convivencia estrecha, reduciendo así dicho riesgo de contagio.
El riesgo de infectarse uno mismo y padecer la COVID-19 fue, además, un factor de desasosiego moral muy relevante para muchas personas, especialmente durante las etapas de la pandemia en que la provisión de medios físicos de protección resultó más problemática, o en aquellas situaciones en las que los propios servicios de salud laboral pudieron resultar desbordados por la tarea, lo cual en ocasiones fue interpretado por algunos trabajadores como un desamparo más o menos evitable.
También han sido elementos generadores de dolor moral, principalmente en forma de sentimientos de culpa, el alejamiento involuntario del trabajo tras haber enfermado o por encontrarse en situación de gran vulnerabilidad infectocontagiosa en momentos en los que se sentían impelidos hacia la tarea. Este es un riesgo que se ha mantenido activo bien avanzada la pandemia, por cuanto a menudo los médicos de familia se muestran reacios a iniciar una baja que estaría indicada debido el malestar que les generaría agravar la situación de sobrecarga laboral de sus compañeros en caso de faltar ellos. La conciencia de la desatención de otras patologías diferentes a la COVID-19 (enfermedades crónicas, procesos oncológicos, trastornos mentales graves) debido al colapso y distorsión del normal funcionamiento del sistema sanitario generó así mismo malestar a este nivel.
Por último cabría añadir al listado de situaciones moralmente desasosegantes el desagrado vivido por numerosos profesionales sanitarios al atender (obligados consciente o inconscientemente por el carácter supuestamente universal de la asistencia sanitaria en nuestro medio, pero también por la propia deontología de las profesiones sanitarias) a determinados individuos que podríamos denominar "transgresores morales", entendidos como aquellas personas que reconocían o defendían conductas imprudentes en términos de protección infectocontagiosa, encontrando este hecho su mayor expresión en los así denominados "negacionistas".
Esto habría supuesto un fenómeno social interpretable como una colisión entre comunidades morales, como se desarrollará más adelante.
Impedimentos
Si hemos dicho que el daño moral tiene lugar cuando existen limitaciones reales o percibidas que impiden el curso de acción correcto, cabría preguntarse por la naturaleza de estas limitaciones. ¿Qué nos impide hacer lo correcto?
El obstáculo puede tratarse de una catástrofe natural, como una epidemia, un terremoto o la devastación de unas inundaciones. En dichos casos las personas tendemos a encajar las carestías e imposiciones desde una cierta resignación. Esto nos permite ser algo más indulgentes con nosotros y los demás a la hora de emitir juicios de valor.
Sin embargo, aquellos obstáculos o limitaciones que más nos afectan desde el punto de vista moral son aquellos que consideramos fruto de la acción intencional de alguien. En ocasiones esta intención puede ser detectada sin dejar mucho margen para la duda, cuando en el seno de una relación de poder alguien da una orden, es decir, impone o prohíbe un curso de acción, ya sea por vías persuasivas o coercitivas.
Otras veces la situación puede no ser tan clara. Muchos obstáculos lo son de tipo material: la inadecuación de los espacios físicos para la tarea, la falta de Equipos de Protección Individual (EPI) durante los primeros meses de la pandemia, la entrega de mascarillas defectuosas, la incapacidad para organizar una distribución equitativa de vacunas entre los países del mundo, serían algunos ejemplos.
Incluso cuando no faltan medios materiales la propia organización del trabajo puede impedir nuestra capacidad de hacer lo correcto. Un reparto ineficiente de las tareas, la indefinición de la tarea en sí o la falta de priorización pueden dar paso al desasosiego moral si, sistemáticamente, los profesionales se sienten constreñidos a la hora de hacer lo que deben hacer. Un ejemplo claro sería la frecuente queja por parte de los médicos de familia y comunidades, anegados en labores burocráticas que entorpecen su labor como especialistas de una rama compleja y fundamental de la medicina.
Un obstáculo especialmente sutil y difícil de detectar lo podríamos definir como epistémico. El modo en que extraemos y generamos información relevante a partir de nuestra experiencia resulta de vital importancia en el ámbito sanitario. Como agentes intervinientes en calidad de profesionales, será nuestra propia formación académica la que nos permita interpretar los hechos clínicos en juego de una manera u otra, o valga decir, de una manera y no de otra.
Todo modelo de comprensión del mundo excluye otras posibles miradas. En ocasiones la formación académica puede estar impidiendo, con sus propios conceptos, adecuarnos a lo que sería correcto en un momento determinado. Podemos ser víctimas colaterales (13) de lo que se ha denominado "injusticia epistémica" (14) al pasar por alto testimonios que podrían ser válidos y provechosos en favor de nuestros pacientes.
Sujetos a nuestro propio marco conceptual de referencia, este tipo de limitación epistémica nos expondría a desencuentros que pueden tomar cuerpo en la violencia obstétrica percibida por muchas parturientas, la infraestimación de deter-minadas patologías en virtud de sesgos de género, raza, etc., o la tendencia a la medicalización y psicologización de situaciones y problemáticas que escapan al ámbito de la asistencia sanitaria, por poner algunos ejemplos.
Responsabilidad de quién
Decíamos que generan mayor desasosiego moral aquellas trabas para hacer lo correcto que percibimos como fruto de la acción deliberada de alguien. Nos duele mucho más lo intencional que lo accidental y azaroso. Pero a menudo no está claro quién o hasta qué punto es alguien responsable de obstáculos y limitaciones tan estructurales como puedan ser las de tipo organizativo y epistémico, por ejemplo. A pesar de ello existe en nosotros una tendencia persistente a la atribución de intencionalidad en todas las situaciones que nos afectan, incluso cuando tienen lugar sin la intercesión humana o sin planificación de ningún tipo.
A esto se le denomina "sesgo teleológico" (15), la construcción de explicaciones que anudan causas y efectos en función de una supuesta finalidad u objetivo. Esto nos suele llevar a pensar que en lo que ocurre se encuentra involucrado al menos un agente intencional. Se trata de uno de los mecanismos cognitivos tras la aparición, por ejemplo, de las abundantes "teorías de la conspiración" ante cualquier acontecimiento a gran escala, como la misma pandemia, sin ir más lejos.
Esta forma de pensar funciona en nosotros por defecto, y su preeminencia tiene que ver con la gran relevancia que han tenido en nuestra historia evolutiva la detección e interpretación de señales intencionales para nuestra vida social en grupos. Pero dicho sesgo, por mucho que pueda resultar perfectamente apropiado en determinados escenarios, nos puede llevar a sobreinterpretar o errar en la comprensión de fenómenos complejos propios de sociedades contemporáneas como la nuestra, donde abundan los problemas enrevesados ("wicked problems"). Principalmente deja de lado todo lo que hemos ido aprendiendo de forma fatigosa y contraintuitiva acerca del azar, lo imprevisible (16) y nuestro grado de desconocimiento acerca de las cosas que desconocemos.
El hecho es que el trabajo de los sanitarios, como ha ocurrido en la mayoría de ámbitos de nuestra sociedad, se ha ido complejizando conforme sus profesionales transitaban de una práctica liberal a la colaboración en equipos en el seno de instituciones. Esto ocurría conforme se multiplicaban los conocimientos propios de las ciencias de la salud, llevando a que estas se subdividieran en campos, especialidades y disciplinas, fragmentando la comprensión y el abordaje de la tarea (17).
Las relaciones entre los agentes involucrados se fueron volviendo paulatinamente más densas e interdependientes. Esto abrió la puerta a avances técnicos y logros sin precedentes, pero ha tenido como una de sus consecuencias la paulatina pérdida de la autonomía desde el punto de vista del profesional individual. A esto se le habría sumado la introducción de modelos de gestión de las organizaciones de tipo gerencial, en los que predominan la evaluación cuantitativa (indicadores de actividad) y de corte económico (eficiencia) frente a otros indicadores de tipo clínico o basados en valores subjetivos más propios del profesionalismo sanitario tradicional.
Podemos afirmar que desde hace varias décadas desempeñamos nuestra labor en organizaciones sanitarias que cumplen la definición de sistema complejo (18). Donde los profesionales somos uno entre tantos elementos que se relacionan entre sí dando lugar a dinámicas no lineales. Dinámicas de las que emergen propiedades no deducibles a partir de los elementos que conforman el sistema. Propiedades emergentes cuyas consecuencias se retroalimentan en bucles difíciles de regular una vez iniciados y en los que se vuelve tarea casi imposible prever todas las consecuencias de los mismos.
Todo esto nos pone en serios aprietos a la hora de, simplemente, tratar de comprender lo que está ocurriendo en el sistema en un momento determinado, o las repercusiones que tendrá esta o aquella actuación. No es que trabajemos en entornos que se opongan (al menos explícitamente) a la rendición de cuentas, sino que la causalidad de los acontecimientos se ha ido haciendo más opaca, lo cual a veces ha resultado conveniente para determinados intereses. Al mismo tiempo, la aportación individual a la cadena causal se ha fragmentado en una miríada de pequeñas microdecisiones agregadas que difícilmente generan sensación de control sobre el producto final. Esto alimenta riesgos estructurales como la iatrogenia sistémica (19) o el envilecimiento (20) (deshumanización) de las instituciones sanitarias.
Ante toda esta complejidad nuestro funcionamiento cognitivo hace lo que mejor se le da: busca patrones entre la información disponible (a menudo escasa y poco representativa) para construir con ellos explicaciones en forma de relatos lineales (causas que dan lugar a consecuencias) que se encuentran repletos de intencionalidad (sesgo teleológico). De lo absurdo e inaprensible obtenemos la materia prima de nuestros relatos.
Y esto lo hacemos aunque por el camino establezcamos frecuentes asociaciones espurias, atribuyendo un excesivo poder causal a determinados individuos o grupos. Todo esto sirve al propósito de reducir nuestra angustia ante el sinsentido del mundo, actuando como mecanismo de defensa, automático e inadvertido.
Por supuesto, sí que existen personas que toman decisiones y ejercen el poder aún dentro de esos sistemas complejos. Se trata de algo innegable y sería un uso perverso del paradigma complejo el pretenderse desvinculado de las consecuencias de los propios actos. Simplemente se hace muy difícil seguir la cadena causal y medir el grado de responsabilidad de los implicados. Esto hace, especialmente cuando nos sentimos perjudicados, que construyamos la idea de "alguien" o un "ellos" demasiado difusa y sospechosamente homogénea, ya sea que nos quejemos de "los de arriba", "los del turno de mañana", "la gerencia" o "los políticos".
Lo mismo sucede con los propios usuarios del sistema sanitario, quienes, frustrados por su funcionamiento y la incapacidad para descifrar sus mecanismos, tienden antes a depositar su malestar en los profesionales que los atienden y no tanto en quienes detentan un mayor grado de responsabilidad en la gestión y organización de la tarea.
Podemos afirmar, por tanto, que los entornos laborales complejos como el sanitario constituyen un escenario de riesgo aumentado debido al clima de confusión moral y opacidad en torno a la causalidad y procedencia tanto de nuestras limitaciones respecto al adecuado proceder como de las diferentes transgresiones morales de las que podemos ser tanto testigos como receptores directos.
Se podría objetar contra la idea del daño moral que, dado que las personas somos a menudo contradictorias y, por tanto, el obstáculo para el correcto proceder puede residir en nosotros mismos en la forma de un conflicto intrapsíquico, somos en última instancia los causantes de nuestro propio daño moral autoinfligido. Todos contamos con una cuota de poder y un margen para la acción. Estarían siempre en nuestra mano la resistencia, la oposición o el abandono.
Sin embargo, aceptar esta premisa sin tener en cuenta los múltiples condicionamientos para nuestra conducta a los que nos enfrentamos en cada momento, así como la centralidad del trabajo, no solo en la vida psíquica de los sujetos contemporáneos sino para su propia supervivencia material, supondría aceptar un marco falaz, injustificadamente exigente con los sujetos por mucho que resultase esto perfectamente compatible con la cultura meritocrática e individualista predominante y el pertinaz sentido de agencia que alimenta nuestra tranquilizadora ilusión de control.
El impacto ampliado de la pandemia
Hasta ahora nos hemos ceñido a la definición más aceptada de daño moral, que es la que reconoce el sufrimiento de sentirse impedido para obrar bien uno mismo.
Pero si hemos dicho que somos animales sociales ávidos de evaluar la conducta, sería razonable ampliar nuestra comprensión del desasosiego o distrés moral. No todo dolor moral queda acotado en el marco de nuestra propia conducta.
Una definición ampliada de distrés o desasosiego moral podría razonablemente incluir cualquier sentimiento relacionado con el hecho de percibirse perjudicado por una transgresión moral, proceda de quien proceda.
En el contexto de la pandemia hemos podido tener noticia de múltiples situaciones catalogables como daño moral, tan solo aparentemente diferentes en función del agente transgresor. Como se ha dicho, podemos contravenir la conducta correcta en primera persona, como cuando un profesional se ve obligado a limitar el esfuerzo terapéutico ante un paciente tratable. Pero también podemos sentirnos moralmente dañados por los compañeros de equipo, como cuando se cuestionan las adaptaciones de puesto de trabajo de los demás o se reprocha el ejercicio de derechos laborales como son las vacaciones o las reducciones de jornada. Puede ser la institución la que transgreda si sentimos que llegado el momento de pedir ayuda no proporciona amparo, si nadie da un paso al frente cuando surgen los enfrentamientos con la población. Y por supuesto la transgresión puede proceder de los propios usuarios, si rechazan medidas que los protegerían a ellos y a los demás, o si dañan la relación terapéutica mostrándose hostiles y amenazantes.
Los sentimientos asociados a cada uno de estos escenarios pueden presentarse con diferentes matices en función de si somos agentes, testigos o víctimas de la transgresión moral. En el primer caso predominarán la culpa, la impotencia y un posible envilecimiento. En el caso de los testigos seguramente convivan la impotencia, el miedo y la rabia. Para las víctimas serán comunes los sentimientos de humillación, rabia y, por último, tristeza.
Como afirma el bioeticista Diego Gracia, en todo acto clínico conviven hechos y valores (21). Nuestra capacidad de enjuiciar desde el punto de vista moral nos acompaña en todos los ámbitos de nuestra vida, incluido el laboral. Por tanto es de esperar que el riesgo del desasosiego moral esté presente en nuestro día a día como sanitarios. Más aún si trabajamos en organizaciones complejas, escenarios de elevado riesgo moral por el clima de confusión reinante acerca de la causalidad de los hechos y nuestra tendencia a la personalización.
Esto nos permite entender por qué nos duelen tanto las relaciones, también en el trabajo. Los hechos relacionales constituyen los focos de conflicto que tienden a movilizar más demandas de atención en salud mental (22), ya sea que el desencuentro se explicite desde el primer momento o se encuentre encubierto tras hechos aparentemente más impersonales, como una coartada legítima.
Solo una visión ampliada en torno a nuestra interpretación moral de la conducta nos permitirá disponer de herramientas conceptuales a la altura de varios retos sociales surgidos como consecuencia del impacto de la pandemia a nivel poblacional.
Uno de estos retos sería la exacerbación de los procesos de polarización o cismogénesis grupal en función de diferentes marcadores identitarios: sanitarios (autopercibidos como responsables y empáticos) enfrentados a la población general (a menudo estereotipada como hedonista e irresponsable). Llevado a varios grados más de intensidad en el proceso de diferenciar el "ellos" del "nosotros", estarían las más hostiles atribuciones de "negacionistas" y "covidiotas". Pero también hemos visto crecer las fricciones y divisiones entre diferentes especialidades (anestesiólogos e intensivistas), entre niveles asistenciales (atención primaria frente a atención hospitalaria) y entre categorías profesionales.
Tras estos movimientos grupales y sus escaladas simétricas cabe preguntarse qué parte de superioridad moral ha querido arrogarse cada uno. Cuánto de emblema o señal para los nuestros hay en lo que decimos o hacemos. Hasta qué punto conductas formalmente incompatibles arraigan en una búsqueda compartida por sentir que mantenemos el control de nuestras vidas cuando las circunstancias se vuelven impredecibles.
Así mismo, toda la tensión emocional que no nos quiebra tiende a ser metabolizada por medio de mecanismos de defensa que modulan nuestra forma de percibir los hechos, que nos predisponen hacia ciertas vías de actuación. Puede ser tentador sentirse agraviado por un otro poderoso, pero acabar desplazando la hostilidad en aquellos que lo tendrán más difícil para defenderse. Solo de esta manera puede comprenderse el enfado de tantos trabajadores hacia sus servicios de salud laboral, la creciente hostilidad de la ciudadanía hacia quien trata de ayudarles, o la expulsión más o menos justificada, la persistencia poco comprensible de ciertas múltiples barreras físicas o administrativas erigidas en unos centros sanitarios que venían ya de encontrarse largamente masificados.
Tener en cuenta la esfera moral y valorativa de los hechos, de las conductas, nos permitirá percatarnos de fenómenos de amplio alcance. Los valores de la sociedad, como las placas tectónicas, se desplazan imperceptiblemente pero sin descanso. Las sociedades no pierden sus valores ni los destruyen, aunque así se pueda percibir por parte de muchas personas a medida que cumplen años. Simplemente dejan de reconocerse en los nuevos valores o se aferran a un orden de prioridades propio del momento histórico en que devinieron agentes morales (23). El suelo se ha ido moviendo bajo sus pies, y de pronto se sienten incapaces de reconocer el continente que habitan, llevando a un desacople moral que dificulta el diálogo y la comprensión entre generaciones y grupos humanos institucionalizados.
Finalmente nos servirá toda esta comprensión de nuestra naturaleza social, moralmente sensible, para poner nombre a la quiebra de la reciprocidad. El amargo sentimiento de descubrir que para la institución a menudo somos números. Que la entrega profesional y empática se da por supuesta, y que en todo caso cabe ser reconocida por los individuos concretos con los que trabamos relación. Que no se puede tener una relación igualitaria si las instituciones carecen de mecanismos y ritos permeables a las necesidades de sus trabajadores si operan de forma tan implacable como deshumanizada.
Qué hacer
Al poco de iniciarse la pandemia del SARS-CoV-2, en marzo de 2020, The Hastings Center publicó un marco ético de actuación para las instituciones sanitarias (24). Establecían tres deberes éticos por parte de los responsables sanitarios en respuesta a la crisis: el deber de planificar, el deber de proteger y el deber de guiar.
No solo se consideraba fundamental tratar de proveer recursos materiales o adecuar las guías de actuación a la disponibilidad de los mismos. Se hacía también hincapié en la necesidad de contar con directrices claras en caso de conflictos o dudas de tipo ético. Así mismo, se recomendaba habilitar espacios y dispositivos de apoyo para los profesionales ante situaciones de especial dificultad.
De igual forma, en un contexto de previsible riesgo de daño moral, la Asociación Americana de Psiquiatría proponía un marco de prevención e intervención sobre el mismo (7). Animaba a nombrar y reconocer el problema del desasosiego moral, a proporcionar un adecuado soporte decisional desde las instituciones (consultoría ética), así como fomentar la cohesión y el apoyo interpares dentro de los equipos sanitarios como las vías de prevención más eficaces.
En cuanto a las medidas de intervención en los casos en que el daño moral se hubiera ya ocasionado, se proponía no solo crear un entorno propicio a la discusión abierta de las situaciones vividas, sino que animaban a la adopción de medidas sistémicas para dar respuesta a las mismas. Algunas de las medidas propuestas consistirían en la creación de sistemas anonimizados de notificación de situaciones de riesgo o desasosiego moral, la posibilidad de designar referentes de bienestar (Chief Wellness Officer o CWO) y, quizás la más relevante de todas, velar por la congruencia entre las declaraciones de la institución y su concreción por la vía de los hechos. Que la propia institución diera ejemplo de integridad moral.
Algunos autores han señalado la oportunidad de trascender las circunstancias concretas de esta crisis sanitaria para abrir los ojos ante las diferentes facetas de nuestra vulnerabilidad compartida (25).
No solo hemos redescubierto que podemos enfermar y encontrarnos con la muerte de forma inesperada y masiva. También la crisis sanitaria desencadenada por la COVID-19 habría hecho patente para los profesionales sanitarios lo parcial de nuestros saberes, la inestabilidad de nuestros puntos de vista y, en suma, nuestra vulnerabilidad moral en un contexto de múltiples influencias contrapuestas.
Así mismo cabe reconocer que esta vulnerabilidad moral no se trata de un asunto meramente individual. Existen entornos que posibilitan la deliberación y entornos que la imposibilitan, y la falta de recursos materiales, temporales y el excedente de sufrimiento han llevado a que predominen los segundos.
Debe existir por tanto, en la línea de lo expuesto anteriormente, un compromiso de corresponsabilidad por parte de las instituciones sanitarias, por cuanto son las responsables de cuidar de los entornos que capacitan para la deliberación de los riesgos morales. Les corresponde el deber de no abandonar a sus profesionales en la lesiva soledad de los callejones dilemáticos y el heroísmo virtuoso.
Todavía hay tiempo
Transcurridos ya varios años desde el inicio de la pandemia, gran parte del desasosiego moral ha sido ya metabolizado. El que persiste lo hace en forma de daño moral, como tantas otras heridas que no sangran pero tampoco terminan de sanar.
Los retos a los que se enfrentan nuestros sistemas sanitarios en relación con dicho daño moral son fundamentalmente el desgaste profesional, la represalia y la deserción. No se trata de amenazas menores, por mucho que sus consecuencias las viviremos de forma diferida y causalmente desligada, emergentes claros de las dinámicas complejas que aquí hemos apenas bosquejado.
Nos encontramos por tanto a las puertas de un resentimiento duradero, pero también a tiempo de una posible reconciliación. Pero caeremos en el error si esperamos que el simple paso del tiempo todo lo cure, pasando página como si pudiéramos volver a trabajar como antes de la pandemia, como si pudiéramos viajar atrás en el tiempo y ser los que éramos. Este no reconocimiento del daño sería una versión perversa de la tan mentada resiliencia. Pretender volver al estado previo, exigir el rendimiento de antaño, pero ahora más dañados y solos.
Será tarea imprescindible y compartida entre todos los agentes involucrados en la tarea sanitaria la de participar en procesos de reconciliación. No será sencillo, puesto que la de la reconciliación quizás sea una de esas habilidades humanas que ha ido quedando más olvidada a medida que las relaciones se volvían más superficiales y se prescindía de sus costosos ritos (26).
Se harán necesarios verdaderos procesos de verdad, justicia y reparación (27). El primer requisito será la disposición activa para la escucha por parte de quienes hayan podido generar las situaciones de desasosiego moral, ya sea por los medios directos de las relaciones de poder visibles, bien por la vía indirecta de la (des)organización de la tarea.
Aquellos que se hayan sentido dañados, así mismo, deberán estar dispuestos a examinar en qué medida ellos han podido ejercer su propia cuota de poder y trabarse en situaciones similares para otras personas. Hablar de lo importante no es fácil, sino que es una tarea en sí misma que se va consumando conforme la llevamos a cabo y reflexionamos sobre nuestra relación con la misma, bajo la coordinación adecuada.
Una práctica clínica consciente del riesgo moral requerirá, en suma, de la creación de mecanismos que nos permitan estar al corriente de los cambios incesantes fuera de las instituciones sanitarias. La inclusión de usuarios (pacientes y familiares) en los diseños de estrategias asistenciales y en la evaluación de resultados nos permitirá no perder el equilibrio ante la tectónica de valores.
Por otro lado, necesitaremos disponer de herramientas conceptuales y dispositivos para analizar la influencia que tienen los mecanismos de defensa en nuestras culturas sanitarias. De esta manera estaremos más capacitados para desprendernos de sus aspectos más vestigiales o lesivos.
Por último, haremos bien en incorporar en nuestro funcionamiento habitual los espacios en los que se valoren los cursos de acción óptimos para cada situación clínica, configurando las condiciones para crear y preservar entornos capacitantes a la hora de aprender y desarrollar la actitud deliberativa.