INTRODUCCIÓN
La buena salud y el bienestar se erigen en uno de los ejes vertebradores de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible promulgada por Naciones Unidas en 2015. La consecución de este objetivo, sin embargo, tiene entre sus grandes desafíos reducir las elevadas cifras de enfermedades mentales y trastornos por consumo de sustancias que asolan en numerosas sociedades contemporáneas. Según estimaciones recientes, aproximadamente una de cada seis personas en el mundo (entre el 15 y el 20% de la población) padece al menos un trastorno mental o un trastorno por abuso de sustancias, encontrándose los trastornos de ansiedad (3.76% de la población mundial), depresión (3.44%), consumo de alcohol (1.4%) y otras drogas (e.g., tabaco, cannabis, cocaína) (0.94%) entre los más prevalentes (Global Burden of Disease, 2018).
Históricamente, las intervenciones en el ámbito de la salud mental han adoptado un enfoque reactivo, centrado en la enfermedad y en el déficit y, por ende, en el alivio y la reducción del malestar y del sufrimiento. En las últimas décadas, empero, estamos asistiendo a un progresivo cambio en el concepto de salud, en el que los aspectos vinculados al funcionamiento positivo óptimo gozan de una atención creciente. Este neófito planteamiento tiene su génesis con la proliferación de los Estados de Bienestar tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la salud empieza a ser conceptualizada más allá de la mera ausencia de enfermedad, esto es, como un recurso para favorecer la calidad de vida de las personas (Organización Mundial de la Salud, 1986). Sin embargo, no es hasta comienzos de este siglo cuando se produce un verdadero interés por el estudio científico del bienestar como garante de la salud de las personas.
Los estudios sobre bienestar se han organizado en torno a dos grandes tradiciones de investigación (Ryan y Deci, 2001): una relacionada fundamentalmente con el disfrute de una vida placentera (bienestar hedónico) y otra ligada al desarrollo del potencial humano (bienestar eudaimónico). Si bien existe evidencia de que ambos tipos de bienestar, hedónico y eudaimónico, previenen la aparición de estados psicopatológicos o, cuando menos, contribuyen a mitigar sus síntomas (Chakhssi et al., 2018; Kimiecik, 2016), en el presente artículo nos centraremos en el papel desempeñado por el bienestar eudaimónico y, específicamente, en una de sus dimensiones más representativas como exponente del funcionamiento positivo óptimo (Díaz et al., 2006), el crecimiento personal.
2. BIENESTAR EUDAIMÓNICO Y CRECIMIENTO PERSONAL
En su Ética a Nicómaco (Ross, 1925), Aristóteles señala que, de entre todos los bienes alcanzables por el ser humano, el fin supremo es lograr la virtud, la eudaimonia. La eudaimonia supone la consecución de la excelencia o la perfección en uno mismo (McDowell, 1980), de acuerdo con las capacidades y el potencial individual.
El crecimiento personal, por tanto, constituye una dimensión central dentro de la perspectiva eudaimonista del bienestar. Ryff (1989) define el crecimiento personal como el afán que experimenta el individuo por continuar creciendo y desarrollando al máximo todas sus potencialidades y capacidades, por ser inconformista con los logros obtenidos en el pasado, tratando de asumir nuevos desafíos personales que le permitan crecer como persona y alcanzar su plena autorrealización. Se trata, como señala Robitschek (1998), de un compromiso activo e intencional con el crecimiento psicológico de uno mismo, lo que conllevaría una implicación tanto cognitiva (e.g., “sé cómo modificar cosas que quiero cambiar en mi vida”) como conductual (e.g., “si quiero modificar algo en mi vida, inicio el proceso de cambio”) en pos del desarrollo intraindividual.
La investigación constata que el crecimiento personal se erige en un robusto predictor de la salud mental (Robitschek y Keyes, 2009; Ryff, 2017), por lo que en las siguientes páginas profundizaremos en el análisis de este constructo, realizando un breve recorrido histórico desde su operativización por parte de diferentes corrientes psicológicas, hasta abordar su relación con diversas variables psicológicas nucleares para la consecución de un funcionamiento positivo óptimo.
3. EL CONCEPTO DE CRECIMIENTO PERSONAL EN LA PSICOLOGÍA MODERNA
El afán por seguir creciendo y desarrollando al máximo todas nuestras potencialidades individuales hasta lograr la excelencia, que Aristóteles y, por extensión, el enfoque eudaimonista, señalan como fin supremo del ser humano ha adquirido una notable repercusión en la Psicología moderna de la mano de la corriente humanista, las teorías del desarrollo adulto y el enfoque sociológico (Figura 1).
3.1. El crecimiento personal en la Psicología humanista
Diversos autores adscritos a la Psicología humanista han hecho aportaciones de consideración al concepto de crecimiento personal. Para Maslow (1968), el ser humano está biológicamente provisto de tendencias que le impulsan de forma natural hacia un desarrollo constante y a la superación personal (autoactualización). El proceso de crecimiento personal se llevaría a cabo una vez que el individuo tiene satisfechas sus necesidades más básicas (i.e., necesidades fisiológicas) y, por consiguiente, enfoca todas sus capacidades hacia su pleno desarrollo individual. Rogers (1961) comparte con Maslow la idea de que el crecimiento personal constituye una necesidad central presente en todos los individuos. La tendencia a la autoactualización, afirma Rogers, es inherente al ser humano.
Para Jung (2003), las personas deben someterse a un proceso de individuación, en función del cual lograrán la plena consciencia de quiénes son realmente. La individuación, por tanto, constituye un proceso básico de maduración personal, de autoconocimiento, con el fin de lograr llegar a ser uno mismo. Por su parte, Frankl (1962) considera que, más que la búsqueda de sí mismo, el individuo persigue fundamentalmente encontrar un significado a su vida. Así, el ser humano alcanza la autotrascendencia, la plenitud, cuando es completamente consciente de su relación con el mundo que le rodea y, fruto de ello, logra hallar un propósito a su existencia más allá de sí mismo.
3.2. Contribuciones de otras corrientes psicológicas a la comprensión del crecimiento personal
Al margen de los planteamientos humanistas, otros desarrollos teóricos como los de Erikson, Bühler, Neugarten o Vaillant, encuadrados en las teorías sobre el desarrollo adulto, sostienen –en la línea de la perspectiva suscrita por Maslow y Rogers– que durante la adultez existe una tendencia natural hacia el crecimiento personal, determinado por el desarrollo de la madurez personal y la sabiduría experiencial (Ryff, 1982). Desde esta perspectiva, madurez y bienestar irían de la mano, erigiéndose ambos en las dos facetas de lo que King (2001) denomina la “buena vida”.
En contraposición a esta perspectiva, los enfoques sociológicos (Levinson, 1986; Pearlin, 1982) defienden que la vida adulta no conduce necesariamente a una mayor madurez. Será el modo de afrontar los retos vitales el que determinará si el individuo experimenta un avance, un estancamiento o un retroceso en su crecimiento personal. De esta manera, no todas las personas lograrían desarrollar al máximo sus capacidades y potencialidades individuales. Al contrario, la posibilidad de que las personas sean capaces de superar sus propios estándares autorreferidos y perfeccionarse como individuos se verá condicionada tanto por factores internos como socio-ambientales. A esta corriente se adscribirían planteamientos como el de Bauer y McAdams (2010). Para estos investigadores, el crecimiento eudaimónico se alcanzará solo si el individuo logra un equilibrio entre su crecimiento intelectual y socioemocional.
Los individuos que se orientan hacia su desarrollo personal intelectual conceden gran importancia a incrementar su autoconocimiento (o el conocimiento de otras personas sobre sí mismas), si bien no necesariamente buscan sentir en profundidad estas experiencias. Esto último sí es relevante para quienes se orientan hacia el crecimiento personal socioemocional, en la medida en que su prioridad es el fortalecimiento y la profundización de los sentimientos y emociones que subyacen a sus propias vidas psicosociales (e.g., sentirse plenamente vivos, cultivar relaciones personales significativas, contribuir al desarrollo de la sociedad y de las nuevas generaciones, etc.). La comprensión de las mismas, sin embargo, sería secundaria.
A su vez, ambas tipologías de crecimiento personal (intelectual y socioemocional) pueden expresarse en un plano intra e interpersonal. De acuerdo con McAdams et al. (1996), el crecimiento intrapersonal se experimenta cuando el individuo percibe una elevada capacidad para influir en su entorno, logra resultados importantes para él mismo y alcanza un nivel óptimo de autogestión. Por su parte, el crecimiento interpersonal vendría determinado por el grado en que el individuo ve satisfechas sus necesidades de amistad y de amor; de relación con diferentes grupos de su entorno, con la sociedad en general, con la humanidad y/o con la divinidad; y está en disposición de ayudar y cuidar a otras personas. Estos cuatro aspectos del crecimiento personal (intelectual, socioemocional, intrapersonal e interpersonal) serían susceptibles de combinarse de forma ortogonal, conformando una matriz 2x2 (Tabla 1).
4. EL CRECIMIENTO PERSONAL EN EL MARCO DE LAS INTERVENCIONES EN PSICOLOGÍA POSITIVA
Tomando como referencia las aportaciones efectuadas por la corriente humanista, así como por las teorías del desarrollo adulto y los enfoques sociológicos, pero, fundamentalmente, al abrigo de la noción de bienestar eudaimónico, el concepto de crecimiento personal constituye en la actualidad uno de los pilares de la denominada Psicología positiva. La Psicología positiva, centrada en comprender los factores que favorecen el florecimiento humano y analizar su contribución a la salud de las personas (Seligman, 2011), ha adquirido un notable interés en los últimos años como campo de intervención eficaz en la prevención y mejora de diversos trastornos mentales, tanto en población clínica como no clínica. Entre ellos se encuentran la depresión, la ansiedad o el consumo abusivo de sustancias adictivas (Bolier et al., 2013; Rashid, 2015; Schotanus-Dijkstra, 2018).
Las intervenciones en Psicología positiva se basan en la potenciación de un amplio y heterogéneo volumen de recursos psicológicos personales, muchos de los cuales contribuyen de manera significativa a la experimentación, por parte del individuo, de un alto grado de crecimiento personal. Algunos de estos recursos, ampliamente considerados en los programas de intervención, serían la autodeterminación, el estado de flujo, el mindfulness, la compasión y el capital psicológico. A continuación, profundizaremos en el análisis de estas variables.
4.1. Autodeterminación
La teoría de la autodeterminación (Ryan y Deci, 2017) postula que el ser humano tiene la necesidad de implicarse en actividades que posibiliten el pleno desarrollo de sus capacidades y potencialidades individuales hasta lograr la autorrealización. Esta teoría defiende la existencia de tres necesidades psicológicas innatas y universales que conducen al logro de nuestro crecimiento personal: la relación social, la competencia y la autonomía. Toda conducta dirigida a la satisfacción de estas tres necesidades sería intrínsecamente motivante y, por ende, plenamente autodeterminada, en la medida en que es libremente escogida, sin interferencias ni influencias externas.
Asimismo, este tipo de conductas constituyen un factor de protección frente a los problemas de salud mental (Dreison et al., 2018; Taylor et al., 2016), tal y como muestra el Modelo de cambio conductual relacionado con la salud (Ryan et al., 2008) (Figura 2). De acuerdo con este modelo, las intervenciones que promueven (a) un clima de apoyo hacia la adopción de conductas autónomas (i.e., aquellas conductas que se realizan porque son en sí mismas importantes o valiosas para la persona, y no por presiones sociales, búsqueda de recompensas extrínsecas o evitación de consecuencias aversivas), así como (b) la búsqueda de aspiraciones vitales intrínsecas (i.e., lograr un crecimiento personal) favorecen la satisfacción de las necesidades de autonomía, competencia y relación. A su vez, estas tres necesidades satisfechas se relacionarían con una mejor salud mental (e.g., menos tendencia a la depresión, a la somatización, a la ansiedad, mayor calidad de vida percibida).
El modelo representado en la Figura 2 refleja la estrecha relación existente entre la motivación intrínseca y el crecimiento personal, tal y como han corroborado empíricamente diversos estudios. Por ejemplo, Carver y Baird (1998) demostraron que la orientación a metas basada en la motivación intrínseca se halla positivamente asociada a la autorrealización, mientras que las metas sostenidas en consonancia con estilos motivacionales extrínsecos correlacionan negativamente con ella. Desde esta consideración, la motivación o interés intrínseco se erigiría en uno de los factores que contribuirían en mayor medida al proceso de búsqueda y desarrollo del potencial humano (Schwartz y Waterman, 2006), siendo esta búsqueda su principal objetivo (Vitterso y Soholt, 2011). En este sentido, Waterman et al. (2008) señalan que las actividades intrínsecamente motivantes son aquellas que se realizan, no solo por el placer que proporcionan, sino también por la sensación de autorrealización que experimenta el individuo al llevarlas a cabo. En concreto, las actividades que se realizan por motivación intrínseca reúnen una serie de características que las vinculan a la experimentación de altos niveles de crecimiento personal:
Relación de equilibrio entre desafío y habilidad/capacidad.
Percepción de que las propias actividades, por sí mismas, promueven el desarrollo del máximo potencial individual.
Disposición a invertir mucho esfuerzo en el autoperfeccionamiento.
Creencia de que esas actividades son realmente importantes para uno mismo.
4.2. Estado de flujo
Las actividades intrínsecamente motivantes han sido conceptualizadas también en términos de autotélicas o autorreforzantes, dado que el individuo alcanza un grado de implicación máxima durante la realización de las mismas. Esta completa absorción, en la que el individuo se involucra hasta el extremo de olvidarse del tiempo, la fatiga o cualquier otro aspecto ajeno a la propia actividad, es lo que Csikszentmihalyi (1990) ha denominado flujo o experiencia óptima.
Si bien motivación intrínseca y estado de flujo se hallan íntimamente relacionadas, la vinculación entre ambas es desigual, por cuanto una persona intrínsecamente motivada mostrará siempre un gran interés, pero solo en ocasiones alcanzará el estado de flujo (Deci y Ryan, 1985). Este último, a su vez, constituye una experiencia mucho más intensa (Waterman et al., 2003). De acuerdo con ello, Sansone y Harackiewicz (1996) han caracterizado el estado de flujo como arquetipo del interés intrínseco.
El flujo no constituye un estado estático y momentáneo, sino dinámico, en la medida en que la satisfacción se experimenta durante la realización de la actividad, no solo al final de la misma (Salanova et al., 2005). Diversos rasgos permiten identificar la experiencia de flujo (Csikszentmihalyi, 1990):
Existencia de metas claras y con gran significación personal.
Implicación en actividades que conlleven un equilibrio entre un alto desafío y un alto nivel de capacidad.
La atención se focaliza plenamente en lo que se está haciendo.
El individuo experimenta una sensación de control sobre sus propias acciones y sobre su entorno inmediato.
Completa ausencia de preocupación en relación a un posible fracaso.
Percepción distorsionada de la duración del tiempo (habitualmente, referida a una sensación de que el tiempo pasa más rápido de lo normal).
La implicación en actividades que nos permiten experimentar un estado de flujo no solo constituye un factor de protección frente a la adversidad y la patología (Nakamura y Csikszentmihalyi, 2009), sino también una vía para el crecimiento personal (Bonaiuto et al. 2016; Csikszentmihalyi, 1990; Seligman, 2002). Ahora bien, Waterman y colaboradores (Waterman et al., 2008; Waterman et al., 2003) señalan que existe una relación asimétrica entre experiencia de flujo y crecimiento personal, de tal manera que aquella se experimenta con más frecuencia. La principal diferencia entre ambos constructos radica en que el estado de flujo se vincula a la realización de una determinada actividad, pero únicamente se experimenta con respecto a dicha tarea. Por su parte, el crecimiento personal constituye una experiencia de desarrollo individual y autoexpresión mucho más amplia y a largo plazo, resultado de la implicación en actividades intrínsecamente motivantes. En dichas actividades, el individuo puede alcanzar el estado de flujo, pero este no es condición suficiente para que la persona perciba que sus capacidades y potencialidades individuales alcanzan su máximo desarrollo. No obstante, cuantas más actividades cotidianas lleven a experimentar un estado de flujo, mayor número de momentos vitales con alta significación personal percibirá el individuo (Nakamura y Csikszentmihalyi, 2009), lo que contribuirá notablemente a su crecimiento personal.
4.3. Mindfulness
Inspirado en los principios de la meditación budista, el mindfulness es en la actualidad un recurso terapéutico ampliamente utilizado en la psicología occidental. Durante las últimas décadas, las técnicas de mindfulness han evidenciado su eficacia en multitud de programas de mejora del bienestar psicológico (Brown y Ryan, 2003; Burke, 2010), así como en tratamientos psicopatológicos para contrarrestar la ansiedad (Kabat-Zinn, 2003), la depresión (Romero et al., 2020) o el estrés (Martín-Asuero y García-Banda, 2010). Su uso se ha extendido por todo el mundo y se ha ampliado también a otros ámbitos como el laboral (Goilean et al., 2020) o el educativo (García Campayo y Demarzo, 2015).
Pese a que no existe un acuerdo unánime en torno a la definición de este constructo, en general el mindfulness es caracterizado como un estado de la mente humana caracterizado por la atención y conciencia plena, a través del cual el individuo se centra de forma activa y reflexiva en la realidad presente, aceptándola sin pretensión de juzgarla, controlarla o modificarla (Kabat-Zinn, 2003; Shapiro et al., 2016).
El mindfulness ha sido definido también en términos de una capacidad autorregulatoria (Brown y Ryan, 2003), de una habilidad de aceptación (Linehan, 1994), o en términos de control atencional (Teasdale et al., 1995). El mindfulness, por consiguiente, genera autoconocimiento, es decir, facilita la discriminación de nuestro propio comportamiento. También implica observar nuestros eventos privados sin juzgarlos ni juzgarnos a nosotros mismos, aceptándolos como son, abandonando la lucha y el control, manteniendo una actitud serena y atenta.
Baer et al. (2006) señalan los siguientes elementos clave del mindfulness:
Actuar con atención. A diferencia de nuestra tendencia natural a tener la mente divagando, esto es, saltando de un pensamiento a otro de forma inconsciente, mindfulness implica prestar atención momento a momento, pero de una manera relajada, sin una vigilancia estresante.
Observar en el momento presente. Se pretende “observar” nuestros propios pensamientos y emociones tal y como suceden, sin buscar su control. El objetivo no es modificar, reprimir o reemplazar un pensamiento que no nos gusta. Se busca desidentificarnos con ellos, tomándolos como simples experiencias.
Describir: Los pensamientos y sensaciones de los que estamos siendo conscientes se describen tal y como son experimentados, tanto de una forma verbal como no verbal.
Aceptar sin juzgar. Se acepta la experiencia de forma radical, sin valorarla ni etiquetarla. Lo positivo o negativo, lo perfecto o lo imperfecto, en sus diversos grados, son aceptados como experiencias naturales.
No reactividad. Generalmente, tendemos a reaccionar de forma inmediata y precipitada a los estímulos, lo que en muchas ocasiones produce una sensación de arrepentimiento ante la respuesta dada. Mindfulness posibilita que el individuo genere un espacio entre los estímulos (internos y externos) y las respuestas proporcionadas (internas y externas), proporcionado un tiempo adicional para pensar cuál es la respuesta más adecuada.
Diversos trabajos han evidenciado que mantenerse centrados en el “aquí y el ahora” constituye una importante vía para el crecimiento personal (Brown y Ryan, 2003; Chang et al., 2015; Iani et al., 2017). De hecho, la búsqueda de la autoliberación con el objetivo de lograr un crecimiento personal constituye una de las principales razones de las personas para practicar la meditación con mindfulness (Pepping et al., 2016; Shapiro, 1994). En efecto, durante la práctica formal del mindfulness, el individuo pasa del “modo hacer” al “modo ser” (Segal et al., 2002). En el “modo hacer”, nuestros esfuerzos se enfocan hacia la consecución de una determinada meta, para lo cual tratamos de reducir la brecha existente entre nuestra realidad presente y el cómo nos gustaría que fuesen las cosas. Por tanto, si nuestros esfuerzos se orientan hacia el logro de resultados, con toda probabilidad nuestras preocupaciones se centrarán fundamentalmente en resolver cuestiones tales como “¿soy capaz?” o “¿qué ocurrirá si no soy capaz?”, generando estados de ansiedad ante el temor a un posible fracaso. En cambio, en el “modo ser” se acepta la realidad presente tal y como es, desarrollando un estado de atención plena sobre cada una de las experiencias vividas en cada momento. Desaparece, de esta manera, cualquier posible conflicto entre los estados deseados y los reales. Al contrario, nuestro interés se centra en el proceso, en el “¿cómo puedo hacerlo?”, esto es, la atención se dirige plenamente a la definición de los pasos necesarios para conseguirlo.
Asimismo, las personas que se sienten autorrealizadas muestran algunas características consideradas también como elementos clave en el mindfulness (Ellis, 2004): disfrutan de las acciones como fines o placeres en sí mismos, son plenamente conscientes de los sentimientos propios sin tratar de reprimirlos, manifiestan una alta autoaceptación, toleran las dificultades y son flexibles y abiertos al cambio.
4.4. Compasión
La compasión ha adquirido una gran atención en la última década como complemento al mindfulness. De hecho, en la tradición budista, mindfulness y compasión son consideradas las dos alas del pájaro de la sabiduría, siendo ambas, por tanto, imprescindibles para poder volar, de ahí que se suelan practicar de forma conjunta aprovechando sus respectivas aportaciones específicas (García Campayo y Demarzo, 2015) (Tabla 2).
Desde la perspectiva psicológica, la compasión hace referencia a la sensibilidad hacia el sufrimiento propio y ajeno, unido al deseo de ayudar a evitar dicho sufrimiento (Gilbert, 2015). Así pues, las terapias centradas en la compasión parten de la tesis de que el dolor es consustancial al ser humano (e.g., el fallecimiento de un ser querido, una enfermedad, una ruptura amorosa) y, como tal, es inevitable. Pero, por lo común, este dolor primario suele acompañarse de un sufrimiento secundario (Young, 2005), que deviene cuando nos resistimos a aceptar el dolor, cuando nos culpabilizamos a nosotros mismos o a otras personas por la situación y cuando anticipamos el futuro (e.g., pensar que nadie nos va a volver a querer, que lo hemos perdido todo, que no teníamos que haber hecho esto o dicho esto otro). El sufrimiento secundario sería el principal responsable de nuestro malestar, pues mantiene vivo el dolor en nuestra mente, y es evitable (García Campayo y De marzo, 2015), por lo que es el centro de atención de las terapias centradas en la compasión.
Uno de los modelos conceptual y empíricamente más aceptados sobre compasión es el que ha desarrollado Neff (2003). De acuerdo con este modelo, tres cualidades definirían a las personas compasivas:
Autoamabilidad, entendida como propensión a tratarse bien a uno mismo, con afecto y comprensión, en vez de autocriticarse o autoculpabilizarse recurrentemente por los errores.
Humanidad compartida, asumiendo que el dolor y el malestar son parte de la vida y, como tales, inherentes al ser humano, en la medida en que todos somos imperfectos y vulnerables. Lo contrario nos llevaría a aislarnos, pensando que nuestra situación y nuestro sufrimiento son únicos.
Atención y conciencia plena, atributo que alude a la capacidad para detectar el sufrimiento en nosotros y en los demás, sin pretender juzgarlo, negarlo o huir de él. Según Neff, el mindfulness ayudaría a la persona a no sobreidentificarse con el sufrimiento, quedándose atrapada por este.
La compasión no solo se revela como un recurso psicológico eficaz para prevenir y reducir el afecto negativo, la depresión, el estrés y la ansiedad (Muris et al., 2016; Pauley and McPherson, 2010; Trompetter et al., 2017). También constituye un predictor significativo del funcionamiento psicológico positivo (Neff et al., 2018; Sun et al., 2016). En este sentido, uno de los principales beneficios de la compasión es que promueve en el individuo el afán por lograr su crecimiento personal (Aranha et al., 2019; Neff et al., 2007). Lejos de llevar a la autocomplacencia y a la autoindulgencia, la compasión propicia una autoevaluación más realista (Leary et al., 2007), lo que conduce a una mayor aceptación y disposición a asumir los errores cometidos, y a enfocarse hacia la automejora y la búsqueda de la mejor versión de uno mismo (Breines y Chen, 2012; Zhang y Chen, 2016).
4.5. Funcionamiento positivo óptimo en el ámbito organizacional: capital psicológico
El interés científico por el funcionamiento positivo óptimo ha trascendido el ámbito clínico, alcanzando también gran relevancia en otros ámbitos como el organizacional. En este sentido, en las últimas dos décadas se observa una atención creciente hacia el estudio y aplicación de los recursos, capacidades y potencialidades humanas que contribuyen a lograr un funcionamiento más adaptativo e incrementar el bienestar del trabajador en el seno de la organización (Luthans, 2002). Se pretende, en definitiva, identificar aquellas variables psicológicas que puedan constituir recursos laborales eficaces para facilitar la consecución de los objetivos organizacionales; reducir las demandas y presiones laborales que puedan entrañar un coste importante para la salud física y psicológica del trabajador; y estimular su crecimiento personal (Demerouti et al., 2001).
Con esta finalidad, Luthans et al. (2007) propusieron el constructo capital psicológico como exponente paradigmático de la conducta organizacional positiva. El término capital psicológico alude a un estado de desarrollo psicológico positivo caracterizado por:
Confiar en la capacidad propia para esforzarse y tener éxito en tareas que entrañen un desafío (autoeficacia).
Perseverar en los objetivos y, cuando sea necesario, reorientarlos para alcanzar el éxito (esperanza).
Hacer atribuciones positivas respecto al rendimiento presente y futuro (optimismo).
Resistir y recuperarse de las adversidades para lograr el éxito (resiliencia).
Se trata de un recurso psicológico eminentemente plástico y, como tal, puede ser potenciado y desarrollado (Luthans y Youssef-Morgan, 2017). De hecho, el capital psicológico resulta adaptativo, no solo desde el punto de vista productivo, favoreciendo el compromiso del trabajador con la organización, su rendimiento y su satisfacción laboral (Datu et al., 2018; Djorouva et al., 2019; Newman et al., 2014), sino también para su salud mental. Así, por un lado, numerosos trabajos han encontrado una relación negativa significativa entre el capital psicológico y la depresión, la ansiedad, el estrés, el burnout o el abuso de sustancias (Krasikova et al., 2015; Rahimnia et al., 2013; Rehman et al., 2017). Por otro lado, el capital psicológico se erige en un predictor del bienestar psicológico (Baron et al., 2016; Hernández-Varas y García-Silgo, 2021), contribuyendo significativamente al crecimiento personal del individuo (Culbertson et al., 2010; Manzano-García y Ayala, 2017).
Los cuatro componentes del capital psicológico (autoeficacia, esperanza, optimismo y resiliencia) no solo ejercen una acción sinérgica en su relación con el crecimiento personal, sino que, de forma individual, también parecen contribuir a su consecución, tal y como se expone en los siguientes apartados.
4.5.1. Autoeficacia
La autoeficacia desempeña un papel central dentro de la teoría socio-cognitiva propuesta por Bandura (1997). Este constructo hace referencia a la creencia del individuo en relación a su competencia para ejecutar una tarea, alcanzar una meta o superar un determinado obstáculo con éxito, siendo uno de los determinantes más importantes de la motivación y de la conducta humana. Cuanta más confianza muestre el individuo en su propia competencia ante una determinada situación, mayores serán las probabilidades de que intente afrontarla y se esfuerce y persista por superar las dificultades surgidas. Dada su influencia sobre los procesos cognitivos, afectivos y motivacionales (Schunk y DiBenedetto, 2020), un abundante cuerpo de trabajos ha destacado el papel de la autoeficacia como promotora y protectora de la salud y del bienestar de las personas (Chenoweth et al., 2017; Schönfeld et al., 2016). En este sentido, la autoeficacia favorecería la iniciativa del individuo por potenciar su crecimiento personal (Luszczynska et al., 2005; Ogunyemi y Mabekoje, 2007).
4.5.2. Esperanza
De acuerdo con Snyder (2000), la esperanza constituye un estado motivacional positivo definido por la combinación de un elevado nivel de energía orientada a la consecución de un objetivo concreto (agency) y la capacidad para planificar las rutas que llevan a lograrlo (pathways). En otras palabras, la esperanza requiere que el individuo confíe en que los objetivos pretendidos sean asequibles, así como en su capacidad para planificar las estrategias adecuadas para alcanzarlos. De esta forma, las personas que tienden a percibir su día a día con esperanza suelen albergar expectativas generalizadas de éxito (Luthans y Jensen, 2002) y son más proclives a la búsqueda de su crecimiento personal (Meyers et al., 2015; Tong et al., 2010).
4.5.3. Optimismo
El optimismo ha sido conceptualizado desde dos planteamientos complementarios. Uno, más circunscrito a una situación específica y otro, centrado en una percepción más generalizada de los eventos vitales. En consonancia con la primera perspectiva, Seligman (1998) define el optimismo como un estilo o una tendencia a explicar los acontecimientos positivos que nos ocurren aludiendo a factores internos, estables y generalizados (e.g., la inteligencia, la capacidad) y los acontecimientos negativos en términos de factores externos, inestables y específicos (e.g., mala suerte, un mal día). Este estilo se opondría al pesimismo, caracterizado por juzgar los acontecimientos positivos atribuyéndolos a causas externas, inestables y específicas (e.g., la suerte, la ayuda de otra persona) y los acontecimientos negativos con base en factores internos, estables y generalizados (e.g., torpeza, falta de capacidad). Desde una perspectiva más global, el optimismo ha sido definido también como la expectativa generalizada respecto a que el futuro deparará resultados exitosos (Carver y Scheier, 2001), en contraposición a la visión pesimista, cuya expectativa respecto a los eventos futuros tiende a la negatividad.
Si bien el componente de optimismo que forma parte del capital psicológico toma en consideración los dos enfoques anteriormente descritos (Luthans y Youssef-Morgan, 2017), parece que las personas que poseen esta característica son ciertamente flexibles y realistas en sus valoraciones (Snyder, 2000), de tal modo que son capaces de juzgar con objetividad si una determinada situación, sea de éxito o de fracaso, es atribuible a factores internos o externos.
Las características inherentes al optimismo –expectativas futuras positivas, flexibilidad y adaptabilidad– hacen de este recurso psicológico un predictor significativo de la salud mental, actuando como factor de protección frente al estrés (Puig et al., 2021) y la depresión (Alarcon et al., 2013) y favoreciendo la experimentación de un alto crecimiento personal en diferentes poblaciones (Augusto-Landa et al., 2011; Segovia et al., 2015).
4.5.4. Resiliencia
Equiparándolo a ciertos materiales capaces de soportar colisiones sin consecuencias, el término resiliencia ha sido adoptado en nuestros días en la Psicología para hacer referencia a aquellos individuos que, ante situaciones denodadamente negativas como una guerra, una catástrofe natural, una enfermedad grave e incluso experiencias como la pérdida de empleo o una ruptura amorosa, no solo resisten su impacto, sino que logran una adaptación positiva. La capacidad resiliente, como nos expone Lemay (2000), entraña, pues, mucho más que resistir el golpe. Se trata de metamorfosearlo, en tanto que el individuo saca lo mejor de sí mismo, incluso aun no siendo inicialmente consciente de sus propios recursos personales, y aprende a convivir con el sufrimiento de manera constructiva, desarrollando nuevas capacidades de adaptación. Supone la habilidad de prosperar, madurar y mejorar las competencias en condiciones adversas (Gordon, 1996).
Es precisamente esa capacidad de transformación, crecimiento y mejora la que vincula la resiliencia al crecimiento personal, de tal manera que el individuo se vuelve más fuerte y exitoso ante la adversidad (Masten, 2001), evaluando la misma como una oportunidad para desarrollar las potencialidades individuales (Malaguti, 2005). Desde esta consideración, la resiliencia se erige en un poderoso recurso psicológico para favorecer el funcionamiento positivo óptimo de las personas (Di Fabio y Pelazzeschi, 2015; Seaton y Beaumont, 2015).
CONCLUSIONES
Los Objetivos de Desarrollo Sostenible tienen entre sus prioridades la salud y el bienestar de los seres humanos. En consonancia con esta ambiciosa meta, el planteamiento del presente trabajo se adscribe a la prometedora línea de investigaciones que reivindican el rol protector del crecimiento personal, conceptualizado como afán por llegar a ser lo mejor de uno mismo, en la salud mental. A la luz de los planteamientos de la Psicología positiva, sucintamente expuestos a lo largo de este artículo, el desarrollo de las potencialidades y capacidades humanas parece jugar un papel relevante tanto en la prevención y recuperación de condiciones y patologías altamente prevalentes en la actualidad, como la depresión, la ansiedad o el abuso de sustancias con potencial adictivo, como en la promoción del bienestar individual. En este sentido, recursos como la autodeterminación, el estado de flujo, el mindfulness, la compasión y el capital psicológico han demostrado ampliamente su eficacia a la hora de contribuir a la consecución de un funcionamiento positivo óptimo en diferentes poblaciones y grupos etarios.
La promoción del crecimiento personal de los seres humanos, como máximo exponente del bienestar eudaimónico, se convierte, así pues, en un objetivo social y políticamente deseable, con especial prioridad en aquellos colectivos y contextos más vulnerables. Desde esta consideración, el diseño y aplicación de intervenciones basadas en Psicología positiva, bien desde un prisma preventivo-educativo, bien desde un enfoque clínico-rehabilitador, se erigen en una herramienta altamente adaptativa para garantizar una vida saludable y promover el bienestar universal.