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Archivos de la Sociedad Española de Oftalmología

versión impresa ISSN 0365-6691

Arch Soc Esp Oftalmol vol.78 no.1  ene. 2003

 

SECCIÓN HISTÓRICA


CIEN AÑOS DE ANAFILAXIA Y ALERGIA

LEOZ G1

 

A comienzos del siglo XX, los sueros, elementos fundamentales en las vacunas, son objeto de investigación sistemática. Dos médicos franceses, Charles Richet y Pierre Portier, estudian los efectos de diversos sueros animales. En 1902 descubren el siguiente fenómeno: cuando a un perro se le inyecta una dosis de suero de anguila, no manifiesta reacción inicial alguna. Pero la inyección de una nueva dosis, incluso más débil, veinte días más tarde, le produce problemas mortales... Richet y Portier denominan a este fenómeno anafilaxia.

Ambos médicos postulan que la sustancia responsable de la reacción o anafilactógeno debe ser tóxica para producir la reacción patológica descubierta. De acuerdo con su teoría, la primera inyección suprime algunas defensas del organismo que, por tanto, se hace vulnerable a la segunda. Pero estudios ulteriores indican que la explicación es falsa; en realidad, sucede lo contrario: el organismo no reacciona ante la primera inyección porque no tiene defensas, que son los anticuerpos específicos del anafilactógeno. Pero, desde el momento que éste invade el organismo, células especializadas en la defensa inmunitaria «aprenden» a identificar al agresor. Ante la segunda inyección, se producen anticuerpos en masa; tienen lugar, en la superficie de ciertas células, reacciones de enfrentamiento anticuerpo-antígeno que desencadenan la liberación de diversas sustancias químicas en la sangre, como la histamina, la serotonina y la bradiquinina; estas sustancias modifican todo el equilibrio fisiológico y causan un «choque anafiláctico», los síntomas más frecuentes de esta reacción son picores, manchas rojas, una caída brutal de la presión arterial, dificultades respiratorias y la muerte, a menos que se inyecte adrenalina con la mayor brevedad posible.

A pesar de lo erróneo de su interpretación, Richet y Portier tienen el inmenso mérito de haber iniciado una disciplina médica esencial, la inmunología.

A partir de 1903, el fisiólogo francés Arthus aporta un dato fundamental para la comprensión de las reacciones orgánicas a una sustancia extraña: la reacción anafiláctica no guarda relación con la toxicidad de la sustancia inyectada. En 1906, el alemán Clemens von Pirquet descubre y estudia la reacción cutánea a la tuberculina y acuña un nuevo término: alergia, que define las reacciones de tipo anafiláctico a sustancias no tóxicas. En 1910, los americanos John Auer y Paul Lewis constatan que la mayor lesión que sufre un animal en el choque anafiláctico es el espasmo bronquial y sugieren que quizás el asma bronquial se deba a una reacción alérgica.

Hasta 1950, sin embargo, se mantiene la confusión entre anafilaxia y alergia. Pero desde entonces, los estudios clínicos definen las diferencias. La alergia tiene un sentido más restringido y sólo designa la hipersensibilidad a ciertas sustancias; se debe a una sensibilización previa o a una intolerancia inmediata. Se constata que en ciertos tipos de alergias, llamadas de los tejidos orgánicos y locales, no circulan anticuerpos, a diferencia de lo que sucede en los demás tipos y en la anafilaxia. Ésta se define por la producción de anticuerpos dirigidos contra grupos de sustancias definidas, sobre todo venenos y sustancias tóxicas, animales y vegetales, antibióticos y, a veces, ciertas toxinas marinas.

La anafilaxia es rara en el hombre, en tanto que la alergia es mucho más frecuente. En los años sesenta se establece que puede haber factores psicológicos en la alergia, lo cual no es el caso en la anafilaxia.

Casi medio siglo después del descubrimiento de Richet y Portier, se manifiesta lo acertado de la intuición de ambos médicos, aunque no de su teoría: la anafilaxia está causada fundamentalmente por sustancias tóxicas. Tres cuartos de siglo después se pone de relieve asimismo que las fronteras entre anafilaxia y alergia son más imprecisas de lo que se suponía. Así, se admite que la agudeza de la reacción es uno de los criterios esenciales en la distinción entre una y otra; el choque anafiláctico es brutal e incluso mortal si no se trata inmediatamente al enfermo, en tanto que la reacción alérgica sólo parece mortal cuando provoca una insuficiencia respiratoria aguda, esencialmente en los casos de asma. Y, lo que es muy importante, parece que el choque anafiláctico tiene lugar sobre todo cuando el alergeno entra directamente en la sangre, como en el caso de una inyección. Pero tanto en un caso como en el otro el remedio sigue siendo el mismo: la inyección de adrenalina, seguida o no de antihistamínicos y esteroides.

El descubrimiento de la anafilaxia y la alergia no sólo ha permitido comprender y tratar numerosas patologías en otro tiempo desconcertantes, sino también comprender mejor otras que se creía conocer. Así, se ha visto que el reumatismo presenta un componente inmunológico, consecutivo a una infección. Al principio, las defensas inmunitarias atacan los gérmenes patógenos y los vencen; pero después, con frecuencia, esas mismas defensas, desajustadas, atacan los tejidos que se supone deben proteger, como los cartílagos articulares, y aparece lo que denominamos una enfermedad autoinmune.

Además, la inmunología, fundada por los descubridores de la anafilaxia y la alergia, ha hecho posible los trasplantes mediante la selección de órganos del mismo grupo inmunológico HLA. Por último, la perspectiva histórica permite comprender que el descubrimiento por Landsteiner de los grupos sanguíneos efectuado casi al mismo tiempo que los de anafilaxia y alergia se inscribe dentro del mismo esfuerzo científico: la búsqueda de los mecanismos mediante los cuales el organismo protege su identidad contra las agresiones externas.


1 Doctor en Medicina. Madrid

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