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Archivos de la Sociedad Española de Oftalmología

versión impresa ISSN 0365-6691

Arch Soc Esp Oftalmol vol.80 no.10  oct. 2005

 

EDITORIAL


MEDITACIÓN EN EL MASNOU*. 
EL RESIDENTE HA VENIDO. NADIE SABE CÓMO HA SIDO

MEDITATION IN EL MASNOU*.
THE RESIDENT HAS COME. NOBODY KNOWS HOW IT WAS

SÁNCHEZ SALORIO M1

Lo primero que quiero decirles es que ocupar este lugar y esta ocasión significa para mí no sólo un honor sino también y sobre todo un importante desafío. Durante gran parte de mi vida el momento más ilusionante de cada año era aquel en el que los nuevos residentes llegaban al Servicio de Oftalmología. Desde los puntos más diversos de España llegaban a Santiago con el brío intacto de la juventud y eso hacia que la ilusión fuese otra vez posible, «La primavera ha venido, nadie sabe como ha sido», cantó con belleza y precisión Antonio Machado. Y si yo ahora titulo esta reflexión «el residente ha venido, nadie sabe cómo ha sido» es porque sigo creyendo que la llegada de los residentes significa para un servicio algo parecido a lo que la llegada de la primavera significa para los cerezos: la posibilidad de volver a renacer. Recuerdo que después de las presentaciones yo los invitaba a cenar y aprovechando los efectos del vino y de la nocturnidad intentaba «seducirlos». El objetivo de la seducción era siempre el mismo: intentar conseguir que se sintiesen importantes. Que asumiesen e interiorizasen la importancia de lo que estaba ocurriendo. Y lo que estaba ocurriendo era que habían dejado de ser alumnos para empezar a ser médicos.

Supongo que ahora comprenderán por qué este acto supone para mí un desafío muy especial: por diversas razones esa experiencia para mí tan gratificante desde hace cinco años me ha sido vedada y ahora, de repente, no sólo me ponen delante de todos aquellos que inician su residencia en oftalmología en toda España sino que además durante una hora me conceden el don y la libertad de la palabra. La palabra que después del gesto es el instrumento de seducción más importante del que dispone el ser humano.

Ya conocen pues el desafío y su objetivo: hacer que cada uno de ustedes a partir de hoy se sienta importante. A pesar del desentrenamiento —cinco años son ya mucho tiempo— voy a intentarlo. No tengo otro instrumento que la palabra. Voy a ver si soy capaz de «empreñarlos por los oídos».

El discurso debe comenzar por una reflexión sobre el significado de este mismo acto que estamos celebrando. Alcon lo organiza como bienvenida a todos aquellos que este año inician su residencia en oftalmología. Bienvenida se dice de aquella persona cuya llegada se acoge con agrado o con júbilo. Supongo que bastará el hecho de que este acto se celebre y la cordialidad que por todos sus entresijos se detecta para que todos ustedes perciban que su venida se recibe con agrado. ¡Bienvenidos sean pues todas y todos a la casa común de la Oftalmología!

Pero lo que a mí ahora más me importa es que este carácter evidente de bienvenida no oculte el significado del segundo término del enunciado: el de la iniciación. Porque no debemos olvidar que les damos la bienvenida precisamente porque inician algo. Y la reflexión tendrá que detenerse aunque sea brevemente en dos asuntos: en qué cosa sea eso de iniciar y en ese algo sobre el que ustedes ahora se inician. Lo primero que debemos tener claro es que iniciar no equivale simplemente a comenzar. Si ustedes se van al Diccionario de la RAE y buscan el verbo iniciar sólo en la tercera acepción encontraran: «comenzar una cosa». En la primera y por la tanto la más importante leerán: «admitir a uno a la participación de una ceremonia o cosa secreta; enterarle de ella, descubrírsela».

No me negarán que a la luz de esta definición el acto que estamos celebrando se vuelve mucho más problemático y, al menos para mí, mucho más interesante. Resulta que para que esto funcionase como una verdadera ceremonia iniciática tendría que andar por medio alguna cosa medio secreta y yo tendría que desvelarles a ustedes ese secreto.

Eso es precisamente lo que ahora vamos a intentar.

Antes que ninguna otra cosa una iniciación verdadera es siempre un rito de pasaje. El iniciado deja de ser una cosa para pasar a ser otra distinta. Y eso es lo que este acto celebra y simboliza: ustedes dejan de ser alumnos para pasar a ser profesionales. Al menos alevines, aprendices, de profesionales. Es el segundo gran rito de pasaje de la juventud. El primero fue el de la llegada a la universidad. Entrar en la universidad significa cambiar el vientre de la Madre por el vientre de la Tribu. Abandonar el cobijo natural de la familia por el más aleatorio de los compañeros y los profesores. La estancia en la universidad pudo ser más o menos feliz y fructífera pero al menos les aseguraba una cosa: el ritmo de su tiempo. Los cursos, las vacaciones, el plan de estudios, los exámenes constituían un entramado que ponía un ritmo a su vida. Les otorgaba además una valoración de lo que hacían y su comparación con lo que hacían los demás: esa es la función de las calificaciones. Pero todo eso les venía dado desde fuera.

Ahora todas esas referencias y tutelas se van a ir desvaneciendo. Cada vez van a tener que tomar más decisiones por sí mismos. Y entre ellas la más importante: decidir qué tipo de persona quieren ser.

Llegados a este punto alguien puede objetar: yo ya he decidido lo que quiero ser, médico oftalmólogo. Pero resulta que hay tantas formas de ser médico y de ser oftalmólogo como las hay de ser persona. Y eso es lo que ahora tienen que decidir y además tienen que hacerlo por sí mismos.

Esa es la razón por la que cuando me pidieron una dedicatoria especial para el libro que hoy les regalan elegí la pregunta que hace más de veinticinco siglos Aristóteles formuló tan bellamente en la Ética a Nicómaco: «Busca el Arquero blanco para sus flechas ¿y no hemos de buscarlo nosotros para nuestras vidas?».

Ese es, pienso yo, el primer secreto que debo desvelarles en esta ceremonia de iniciación: la imperiosa necesidad que cada uno de ustedes tiene ya de elaborar un proyecto de vida personal. El dilema está claro: o se elige el rebaño —la cabeza baja, la lana contra la lana, la misma hierba para todos— o se inventa uno su propia vida.

Y eso es así porque la vida es una operación que se hace siempre hacia a delante y además no nos es dada ya hecha, hay que inventarla. Y esa invención, ese proyecto personal no puede demorarse indefinidamente. Ser joven significa poder ser todas las cosas pero no ser ninguna seriamente. De ahí viene su encanto pero también su despiste y su inseguridad. Sólo se es adulto cuando uno puede decir de sí mismo lo que en algún lugar dice con impresionante seguridad D. Quijote: «yo sé quién soy». Cuando uno ya sabe quién es ya no se puede ser más que uno mismo. ¡Qué le vamos a hacer! Por todo hay que pagar un precio y también hay que hacerlo para tener vida personal y enriquecedora. Eso es lo más importante que les quería decir: apuesten alto y fuerte. Elijan un proyecto de vida y de ser persona en el que uno pueda meter lo mejor que tiene dentro de sí mismo. Y también les diré otra cosa: vale la pena. No hay mayor regalo que una vida auténtica, aquélla en la que uno vive de acuerdo con su más íntima vocación.

Fuera de eso no hay más que el rebaño, la frivolidad... o el malhumor. En uno de los más penetrantes ensayos que jamás se hayan escrito sobre la vocación —el «Goethe desde dentro» de D. José Ortega y Gasset— se dice: «el malhumor insistente es un síntoma demasiado claro de que un hombre vive contra su vocación». De que no ha conseguido hacer cuajar el proyecto que le permita vivir de acuerdo consigo mismo. Desconfíen de quienes andan por ahí siempre y con todo cabreados. Volvamos al Arquero: el malhumor es siempre el resultado de una mala puntería.

Y ahora alguien podría preguntarme: ¿a qué viene esta especie de homilía? Nosotros hemos venido aquí para que alguien nos diga algo sobre la oftalmología no para que nos exhorte a ser benéficos, auténticos o bienhumorados.

Pues pienso que la homilía viene a cuento porque a partir de ahora la oftalmología va a ser el principal entramado sobre el que tiene que cuajar ese proyecto. La mayor parte de los actos de su vida van a ser actos profesionales. Ante esta situación caben dos opciones. Una es que por un lado transcurra la vida y por otro la profesión. Es la actitud del funcionario. La profesión se vive como un simple trabajo. Uno es médico y oftalmólogo el tiempo que dura la jornada laboral. Después se «desconecta». Es la opción más cómoda y más fácil pero también la menos creativa y enriquecedora. Pienso incluso que la incapacidad de incorporar la actividad profesional al arte de vivir es una causa importante de infelicidad. Y pienso también que tengo la obligación no sólo de decírselo sino también de darles algunas pistas para poder resolver tan nefasta dicotomía.

Y ahora vamos ya a entrar en el tema de la profesión.

La medicina es una profesión. Una profesión es una actividad, una ocupación en la que los que la ejercen son los que deciden sobre sus contenidos. Sobre lo que es bueno y lo que es malo. Sobre lo que debe hacerse y lo que debe evitarse. Eso quiere decir que tiene unos valores que le son propios. Los médicos no son expertos, son profesionales. Hasta la mitad del siglo XX la medicina fue el prototipo de la gran profesión. Y eso fue así porque al prestigio de las profesiones eruditas que se enseñaban en la universidad —tal como ocurría con los juristas o con los clérigos— incorporó el poder y la eficacia que son propias de la ciencia moderna. Desde que hace siglo y medio Pasteur descubrió que una enfermedad muy grave, el carbunco, era producida por un bacilo, la enfermedad dejó de verse como un cuadro clínico para entenderse como un proceso. Como una secuencia de causas y efectos. Algo a lo que podía aplicarse el método científico. El médico se apropió del poder y de la eficacia de la ciencia moderna pero no se transformó en un simple científico. Y eso sucedió así porque el paciente no es un cobaya ni un conglomerado de moléculas. Es una persona cuya biografía es amenazada por el aguijón de la enfermedad. O entienden, asumen e interiorizan eso o nunca serán médicos verdaderos. La medicina, la clínica, es una actividad orientada hacia los demás (no se olviden que la palabra clínica viene directamente de Kline (cama, lecho del paciente). De ese encuentro con el paciente —y no de ningún otro lado— es de donde nacen los valores y la autoridad propios de la profesión. Valga un ejemplo: si los valores de la racionalidad científica o económica ahora tan en alza fuesen los predominantes de la medicina no tendría mucho sentido tratar enfermedades que sabemos incurables. A pesar de todos los avances de la ciencia y de todos los condicionamientos de la gestión todavía hoy sigue vigente la regla de oro enunciada en 1880 por Bernard y Gubler: «curar a veces, aliviar muchas veces, consolar siempre».

Perdonen ustedes si esto les sigue sonando a homilía o a chorrada más propia del juramento hipocrático que de la deslumbrante tecnología que caracteriza a nuestra época pero a mí me han traído aquí para que desde la experiencia que dan más de cincuenta años de ejercicio médico les transmita un mensaje. Y ese mensaje consiste en recordarles que toda la actividad médica tiene que centrarse antes que en ninguna otra cosa en el paciente. Lo primero que tiene que saber un médico es conectar con los sentimientos y preocupaciones del paciente; meterse dentro de su piel. Y para eso hay que hablar, ser afable (afable es aquel que tiene «fabla», que habla). Por eso cuando lleguen al hospital al que han sido destinados cuando les enseñen con legítimo orgullo las maravillas tecnológicas de que dispone el Servicio pregunten ustedes por las dos sillas que se necesitan para que el paciente y el médico puedan hablar a solas. Hace muchos años Ernst Schweninger, un gran clínico berlinés, escribió que el médico y su paciente deberían encontrarse «como en una isla desierta». Esta isla ya no existe, quizás no existió nunca. Pero debe mantenerse como una referencia ideal: como expresión de que la relación del médico con su paciente debe establecerse directamente sin intermediarios que la condicionen o instancias ajenas que la desvirtúen.

Y ahora llegamos a la oftalmología. Ustedes están aquí porque van a ser oftalmólogos: especialistas en oftalmología. Y aquí nos salta al paso una especie de paradoja. Por un lado no puede negarse que entre gente que a sí misma se considera culta la condición de especialista tiene una connotación peyorativa. La «barbarie de los especialistas» es un tópico al que se recurre con frecuencia. Algunos de ustedes conocerán la boutade de Bernard Shaw: «especialista es aquel que cada vez sabe más sobre menos así que llegará un momento que llegue a saber todo sobre nada». Ciertamente no sería difícil retorcer el cuello a la sentencia diciendo «generalista es aquel que cada vez sabe más sobre menos así que llegará a no saber nada de todo». Pero no vamos a hacerlo. Vamos a dejarlo así reconociendo que hay formas y tipos de especialización que suponen una limitación del horizonte mental de quienes las ejercen. Pronto veremos que no es ese el caso de la oftalmología.

La segunda cara de la cuestión es que al margen de estas descalificaciones más o menos ingeniosas el viento de la Historia empuja cada vez con más fuerza hacia la especialización. En la época que nos ha tocado vivir la legitimación social se basa antes que en ninguna otra cosa en la eficacia. Y en cuestiones complejas la eficacia exige la división del trabajo y la especialización. Y en el caso de la medicina ese viento está ya en la calle: cuando se siente enferma la gente quiere ser vista y tratada por especialistas. En el caso de ustedes el dilema ya no va a estar entre cuánto ser médicos u oftalmólogos sino entre cuánto ser oftalmólogos o retinólogos, estrabólogos o glaucomatólogos. Esa es una cuestión grave e importante pero en la que no podemos detenernos.

Ustedes van a ser médicos de los ojos. Así es como lo dice la gente iletrada y yo sigo creyendo que es la mejor definición que pueda darse de un oftalmólogo. Porque la oftalmología es una especialidad pero lo es en el sentido de la definición de Latamendi: «una especialidad es la aplicación de la medicina entera a un orden particular de casos practicos». La especialidad nació como consecuencia de la necesaria división del trabajo y del conocimiento. La complejidad de la estructura y de las funciones del aparato visual y de la patología que lo altera desde hace ahora un siglo exigió que hubiese médicos que se dedicasen en exclusiva a su estudio y tratamiento. Pero no es una especialidad basada en una técnica y orientada a aportar información a otra persona que es la que decide el acto médico tal como ocurre con los radiólogos o los analistas. El ejercicio de la oftalmología abarca todos los aspectos y responsabilidades del acto médico. Incluso la especialidad no les obliga a elegir entre las dos grandes maneras de ejercer el acto médico: la clínica y la cirugía.

La exploración y el diagnóstico de muchas enfermedades oculares —y muy particularmente las que asientan en el interior del globo ocular— obligan a una cautelosa interpretación de lo que se ve. El proceso mental propio del diagnóstico diferencial hace que el oftalmólogo deba actuar en ese ámbito con los métodos y costumbres de un internista. Pero la cirugía lo introduce en el ámbito que es propio de los hombres de acción. El de aquellos que transforman la realidad con sus propias manos.

Queda pues bien claro que la oftalmología va a ofrecerles a ustedes una importante posibilidad de realización personal como médicos, como internistas y como cirujanos.

Pero, ya para terminar, a mí me gustaría detenerme unos momentos en otro tipo de realización personal: aquella que depende de cómo se entienda y se viva la especialidad. Porque puede ser entendida y vivida como un trabajo. Como un negocio (Nec otium, negación del ocio). Trabajo de cuyo ejercicio se recibe justa y necesaria remuneración. La oftalmología así entendida consiste en un repertorio de soluciones. Uno aplica las soluciones que encontraron otros. Es el mundo de los protocolos de actuación y de lo políticamente correcto. En el interés y en el horizonte mental sólo aparece lo que ya está solucionado. Es una actitud absolutamente legítima y eficaz pero bastante limitante. La repetición de actos siempre idénticos a sí mismos es difícil que no conduzca a la rutina. El trabajo es un medio valioso e importante de realización personal pero quizás convenga recordar desde donde nos llega la palabra: del latín Tripalium, un instrumento de tortura formado por tres palos que al principio se utilizó para torturar a los reos y después para aguijonear los bueyes para que ... trabajasen.

Pero la oftalmología también puede ser entendida y vivida como un repertorio de problemas todavía no resueltos. Como un movimiento continuo (la medicina es siempre, como se dice en el fantástico título de von Siebek Medizim in Bewegung, movimiento constante) que se desarrolla en el confín entre lo conocido y lo desconocido.

Y lo que ocurre en ese horizonte es justamente lo que mantiene la mente abierta y viva la curiosidad. Ya nos lo dijo San Buenaventura: el hombre es «bestia cupidissima rerum novarum», animal deseosísimo de cosas nuevas. Y ese deseo es el fundamento más auténtico de la búsqueda de lo desconocido. El motor de la investigación. No le tengan miedo a las grandes palabras: atrévanse a intentarlo. Vale la pena. Porque la investigación no sólo es una forma particular de la determinación básica del hombre hacia el conocimiento sino que también es la más divertida. Hay muchas formas de llegar al conocimiento. El erudito adquiere el conocimiento de lo ya sabido siguiendo el modelo de la esponja: por absorción. El modelo del investigador es más azaroso y creativo. Se asemeja al del cazador que con escopeta y perro sale al monte venteando por donde puede saltar la liebre o levantar el vuelo la perdiz (El perro optimiza la búsqueda y aporta información: es el «software». La escopeta y la pólvora aseguran los resultados: son el «hardware»). Esto no quiere decir claro está que deban ustedes transformarse en investigadores profesionales. Lo que quiere decir es que sólo integrando los métodos y actitudes de la investigación en su formación estarán preparados para la recepción y la crítica de la novedad. La excelencia en medicina es siempre el resultado de una cross-fertilization, de una fecundación cruzada. Aquella que sólo se produce entreverando los valores y costumbres propios de la asistencia con los que son propios de la investigación.

Y ahora ya saben hacia qué blanco debe el Arquero lanzar sus flechas: hacia un proyecto de vida basado en la excelencia.

Muchas gracias a todos.


1 Doctor en Medicina. 
E-mail: ingo@corevia.com
*: Palabras pronunciadas por el autor en el acto organizado por el Instituto Alcon en El Masnou como Bienvenida a los residentes de Oftalmología.

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