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Revista Española de Enfermedades Digestivas

versión impresa ISSN 1130-0108

Rev. esp. enferm. dig. vol.99 no.9 Madrid sep. 2007

 

PUNTO DE VISTA

 

Manifestaciones hepatobiliares en la enfermedad inflamatoria intestinal

Hepatobiliary manifestations in inflammatory bowel disease

 

 

J. A. Solís Herruzo y P. Solís-Muñoz

Servicio de Gastroenterología y Hepatología. Hospital Universitario 12 de Octubre. Universidad Complutense. Madrid

Este estudio fue realizado en parte con las ayudas a la investigación 012/2004 y 080/2005 de la "Fundación Mutua Madrileña". Madrid.

Dirección para correspondencia

 

 

Introducción

Es frecuente que en los pacientes con enfermedad inflamatoria intestinal (EII) se observen cambios analíticos o clínicos que indican la existencia de una enfermedad hepatobiliar. La frecuencia de estos hallazgos oscila entre el 11 y 49% en la colitis ulcerosa (CU) y entre el 15 y el 30% en la enfermedad de Crohn (EC) (1-4). En algunos casos, estas alteraciones se observan desde el primer momento en que se estudia a los enfermos, otras surgen en el curso de la enfermedad. Las causas que provocan estos cambios son, sin duda, múltiples. En unos casos son claras complicaciones de la EII, en otros, la causa de las lesiones es desconocida, al igual que es desconocida la etiología de esta última enfermedad, pero probablemente se relacionan con la EII por compartir mecanismos patogénicos comunes. Por último, hay casos en los que las alteraciones hepáticas se deben a reacciones adversas a algunos de los fármacos que habitualmente se emplean en el tratamiento de estos enfermos. Entre los primeros figura la enfermedad grasa del hígado no alcohólica, la colelitiasis y la amiloidosis. Al segundo grupo pertenecería la colangitis esclerosante primaria, la hepatitis autoinmune y los granulomas hepáticos. En el tercer grupo de alteraciones hepáticas podemos incluir los casos de hepatitis o colestasis farmacológicas, los cuados de hiperplasia nodular regenerativa del hígado, de enfermedad veno-oclusiva o de hipertensión portal no cirrótica que pueden surgir en el curso del tratamiento de la EII, o también las reactivaciones infecciosas, concretamente de infecciones latentes por el virus de la hepatitis B.

 

Complicaciones hepatobiliares de la EII

Enfermedad grasa del hígado no alcohólica

En 1980, Ludwig y cols. (5) acuñaron el término de "esteatohepatitis no alcohólica" (EHNA) para designar a una enfermedad hepática que simula a la provocada por el alcohol pero que se encuentra en personas que no abusan de bebidas alcohólicas. Estas lesiones incluyen específicamente a la degeneración grasa e hidrópica de los hepatocitos, a la inflamación y, eventualmente, a la presencia de hialina de Mallory o de fibrosis centrolobulillar o pericelular. En la actualidad se considera que la EHNA forma parte de un amplio espectro de lesiones que incluye, además de la EHNA, al hígado graso no alcohólico, al hígado graso e inflamación y probablemente también a algunas cirrosis hepáticas criptogenéticas (6,7). Para designar a todo este espectro de lesiones se ha propuesto el término de "enfermedad grasa del hígado no alcohólica" (EGHNA). La trascendencia pronóstica de todas estas lesiones no es homogénea. Mientras que la esteatosis es una lesión estable que sólo en el 3% de los casos evoluciona a lesiones más graves, la EHNA conduce a la cirrosis en el 15 al 25% de los casos (6,8). Se trata de lesiones habitualmente asintomáticas o que provocan escasos síntomas (sensación de peso o tensión en hipocondrio derecho durante la flexión o torsión del tronco) y que son compatibles con la existencia de una analítica hepática normal (9,10).

La prevalencia de la EGHNA en la EII no es bien conocida, ya que se ha encontrado una variabilidad de frecuencias que oscila entre el 0 y el 80%. Tanta discrepancia sin duda se explica por la variedad de población explorada, los métodos utilizados para detectar estos cambios, la cuantía de grasa exigida para establecer el diagnóstico, el estado clínico de los pacientes con EII, el que se trate de CU o EC, etc. Basados en datos de autopsia, que evidentemente no son representativos de la población que nos interesa, su frecuencia es del 15% entre los pacientes con CU, muy superior al 1,4% hallado en autopsias no seleccionadas (11). Cuando se ha empleado la ultrasonografía para reconocer la presencia de grasa en el hígado de pacientes con EII, la frecuencia de este hallazgo fue del 39,5% en sujetos con EC y del 35,5% entre los que padecían una CU (12). Evidentemente, la detección de la EGHNA con este método tampoco es fiable, ya que con esta técnica -muy útil cuando la esteatosis compromete a más del 33% de los hepatocitos- detecta la grasa sólo cuando su cuantía es moderada o importante, motivo por el cual su especificidad es del 77% y su sensibilidad del 67% (13,14).

No se conoce con exactitud la patogenia del EGHNA en la EII. Se han considerado la ingesta abusiva no confesada de alcohol, el consumo de corticosteroides para controlar la enfermedad intestinal, la propia desnutrición y el paso de bacterias o de endotoxinas desde el intestino.

Aunque no disponemos de estudios específicamente diseñados para valorar el papel del abuso alcohólico, es muy improbable que las lesiones sean consecuencia de ello. Los pacientes suelen estar suficientemente concienciados y preocupados por su enfermedad como para que tan frecuentemente estén consumiendo de forma oculta tales cantidades de alcohol.

El papel de los corticoides no se puede excluir. Son fármacos que pueden provocar EGHNA (15,16) y cuyo empleo es frecuente en los pacientes con EII grave. Sin embargo, también se ha hallado en enfermos con EII que no tomaban corticosteroides. El mecanismo por el que los corticosteroides provocan el hígado graso probablemente sea por aumentar la llegada de ácidos grasos al hígado o por limitar la síntesis de proteínas implicadas en la exportación de triglicéridos.

La desnutrición es un factor muy relacionado con la degeneración grasa de los hepatocitos. Es conocido desde hace décadas que los niños malnutridos, con Kwashiorkor, presentan habitualmente hígado graso y fibrosis (17) y que ello puede revertir cuando aumenta la ingesta proteica (18). También esta lesión se puede reproducir en animales de experimentación cuando se les somete a una dieta pobre en proteínas (19). En estudios de autopsia, la frecuencia de esta lesión en pacientes fallecidos por diversas enfermedades debilitantes es casi similar a la hallada en pacientes fallecidos por CU (41 vs. 54%) (20). A pesar de ello, las lesiones que se encuentran en la EII y en otras situaciones de desnutrición proteico-calóricas no son iguales. Por ejemplo, en estas últimas lo habitual es encontrar que la grasa se distribuye predominantemente alrededor de los espacios porta, en contra de lo que ocurre en la EGHNA asociada a la EII y al abuso alcohólico. Los mecanismos por los que se almacenan los lípidos en los hepatocitos probablemente no sean únicos. Por un lado, se ha podido comprobar que durante la malnutrición proteico-calórica disminuye la síntesis de proteínas, especialmente de las lipoproteínas encargadas de la exportación a la sangre de los triglicéridos en forma de VLDL (21). Por ello, los triglicéridos quedan retenidos en los hepatocitos y provocan el hígado graso. A ello, probablemente se sume el que exista un aumento de la llegada de ácidos grasos libres al hígado como consecuencia de la lipólisis, preferentemente de la grasa abdominal, que se produce en las fases de adelgazamiento. Se ha comprobado que la grasa visceral es particularmente resistente a la acción de la insulina (22) y, en consecuencia, es hidrolizada con más facilidad. Además, el hígado, al ocupar un lugar estratégico en el curso de la sangre portal, recibe directamente los ácidos grasos libres liberados durante la lipólisis de la grasa abdominal. A pesar de que la patogenia de la EGHNA no está aclarada, se recomienda mejorar la situación de deficiencia nutricional proteico-calórica, ya que con esta medida se logra mejorar también las lesiones hepáticas.

El paso de bacterias o de sus productos desde la luz intestinal facilitado por el aumento de la permeabilidad de la mucosa es una opción patogénica que parece razonable. En pacientes con diverticulosis yeyunal y en los sometidos a derivación yeyuno-ileal, situaciones en las que con frecuencia se encuentra EGHNA, es frecuente el sobrecrecimiento bacteriano intestinal (23,24) y las lesiones de EGHNA pueden desaparecer o mejorar con los antibióticos. Las bacterias y las endotoxinas pueden actuar provocando una situación proinflamatoria que favorece la progresión del hígado graso a EHNA. En efecto, la endotoxina de la cubierta bacteriana (LPS) se fija a los receptores Toll-like (TLRs) de la superficie celular (25), lo que determina el reclutamiento del factor MyD88 (Myeloid differentiation factor 88), su unión a la región TIR (Toll/IL-1 Receptor) del TLR-4 y el desencadenamiento de una cadena de señales que llevan a la activación de diversos factores intracelulares, entre los que figura el NFkB (25-28). Este último activa la expresión de las citoquinas proinflamatoria (27), incluido el TNFa. Este factor juega sin duda un papel muy importante en la patogenia de la EHNA ya que aumenta la resistencia a la insulina, es en sí misma proinflamatoria, provoca estrés oxidativo y determina la generación de radicales peroxinitritos que inhiben la actividad mitocondrial (10,29). El hecho de que la resección quirúrgica de la zona de intestino afecta no beneficie a las lesiones del EGHNA hace dudar del papel patogénico del paso de bacterias o de sus toxinas al hígado (30).

Colelitiasis

Varios estudios han mostrado que la frecuencia de colelitiasis está aumentada en los pacientes con enfermedad de Crohn (EC) ileal o que han sido sometidos a resección ileal. En estos pacientes, la prevalencia de litiasis oscila entre el 13 y el 34% y parece que esta asociación es particularmente elevada si se trata de mujeres y de personas de edad avanzada (31). En el estudio ecográfico de Bargiggia y cols. (12), la frecuencia de la colelitiasis fue del 11% en los pacientes con EC, 7,5% en los que presentan colitis ulcerosa (CU) y 5,5% en los controles. A su vez, Kratzer y cols. hallaron que esas frecuencias eran de 13,5% en la EC y 4,6% en la CU. Entre los pacientes con EC y más de 51 años, la frecuencia de la litiasis biliar alcanzó el 37% (32). En España, la frecuencia de colelitiasis en pacientes con enfermedad de Crohn fue del 11%, inferior a la hallada en otras series (33). En un estudio reciente, Parente y cols. hallaron entre 634 pacientes con EII (429 con EC y 205 con CU) que la frecuencia de colelitiasis era de 14,35/1000 pacientes/año, lo cual era muy superior a lo hallado en pacientes con CU (7,48/1000/año) y en controles (7,75/1000/año) (34). Entre los factores de riesgo para que los pacientes con EC presentaran litiasis figuraba la localización íleo-colónica, la duración de la enfermedad, el haber presentado más de tres recurrencias, la resección de más de 30 cm de íleon, la necesidad de más de 3 hospitalizaciones, la alimentación parenteral total múltiple y la estancia hospitalaria prolongada (12,34-36). Este porcentaje es significativamente mayor al que se encuentra en la población general de los mismos países (11%) y en los pacientes con colitis ulcerosa (CU) o con la forma colítica de la EC (37). En algún estudio se ha sugerido que la litiasis biliar asociada a la EC es menos sintomática de lo habitual (12), pero esta característica está sin confirmar.

El mecanismo más probable por el que se forman estos cálculos sea porque en la EII se altera el círculo enterohepático de las sales biliares (38). Es bien sabido que estas son sintetizadas en el hígado a partir del colesterol y que la cuantía diaria de esta síntesis está adaptada a sus pérdidas intestinales con las heces (5%). Tras su vertido con la bilis al intestino y participar en la absorción de las grasas y vitaminas liposolubles, las sales biliares son absorbidas casi en su totalidad (98%) a nivel del íleon terminal. A través de la porta, son transportadas al hígado de donde vuelven a ser excretadas al intestino cerrando un círculo enterohepático. A su paso por el hígado regulan la síntesis de nuevas sales biliares adaptando esta cuantía a la de la pérdida con las heces. Cuando el íleon terminal está enfermo (EC) o se ha resecado, la reabsorción intestinal de sales biliares disminuye, su pérdida con las heces aumenta y su llegada al hígado por vía portal disminuye. Para evitar que la concentración de sales biliares en la bilis y en el intestino disminuya, el hígado responde aumentando la síntesis de nuevas sales biliares. Si la pérdida de estas supera a la capacidad compensadora del hígado, la concentración de sales biliares en la bilis disminuye. Las sales biliares juegan un papel importante en la solubilización del colesterol. La cantidad de colesterol que puede ser solubilizado en forma de micelas complejas está determinada por las concentraciones relativas de sales biliares y de lecitina. Las relaciones entre estos tres componentes de la bilis que permiten mantener en solución al colesterol fueron establecidas por Admirald y Small, en 1968, quienes idearon un sistema triangular de coordenadas que permite representar la composición lipídica de la bilis en un solo punto. En ese sistema de coordenadas pudieron definir un área micelar en el que las concentraciones de sales biliares y de fosfolípidos son suficientes para mantener disuelto el colesterol. Por fuera del área micelar, existe una amplia zona en la que el contenido en colesterol es excesivo para los fosfolípidos y sales biliares existentes en la bilis. En la mayoría de los sujetos con litiasis biliar de colesterol, el estudio de la composición lipídica de la bilis revela que el punto que la representa se sitúa por fuera del área micelar (39,40). En los pacientes con EC ileal o sometidos a resección de íleon, la bilis se encuentra saturada de colesterol, contiene cristales de colesterol y el tiempo de cristalización está acortado (41-43). La saturación de la bilis por colesterol se debe a la menor concentración de sales biliares en la bilis vesicular (44). Es posible que también intervengan otros mecanismos (45), algunos de ellos relacionados con la naturaleza de las sales biliares presentes en la bilis. Por ejemplo, un aumento de deoxicolato en la bilis contribuye a aumentar la secreción biliar de colesterol (46) y a disminuir la de sales biliares (47,48). Las bacterias presentes en el intestino delgado de los pacientes con EC poseen 7a deshidroxilasa que puede generar deoxicolato a partir de los colatos (49,50).

Los cálculos vesiculares de los pacientes con EC ileal, no sólo son de colesterol, sino también pigmentarios. La formación de estos cálculos se atribuye a que la bilis contiene una gran cantidad de bilirrubina (43). Ello se debería a que la llegada de gran cantidad de sales biliares al colon, no absorbidas en el intestino delgado, facilitaría la absorción de la bilirrubina no conjugada presente en el colon (51). Otros han atribuido la mayor absorción de bilirrubina no conjugada a una excesiva deconjugación bacteriana de la bilirrubina (43,52). Junto a una mayor eliminación biliar de bilirrubina, en la patogenia de los cálculos pigmentarios se debe considerar tanbién la hipoquinesia de la vesícula biliar (53). En los pacientes con enfermedad de Crohn se ha reconocido que existe un vaciamiento de la vesícula que puede contribuir al aumento de la frecuencia de la litiasis en esta enfermedad (54).

En los pacientes con EII y colangitis esclerosante primaria, es fácil que se formen cálculos dentro del árbol biliar. Habitualmente se trata de cálculos pigmentados y están estrechamente relacionados con la infección de las vías biliares (55).

Amiloidosis

Aunque raro, en las biopsias hepáticas de algunos pacientes con EII pueden encontrarse cambios histológicos de amiloidosis. El depósito de amiloide del tipo AA (56) se descubre en las paredes de los vasos portales y en el espacio de Disse, atrofiando las trabéculas hepáticas. Su asociación con la EII es conocida desde Moschkowitz y cols. (57) y Olsan y Sussman (58) y desde entonces se han publicado unos 100 casos, varios de ellos en España (59-61). Se trata por tanto de una complicación rara de la EII (62). La amiloidosis secundaria se asocia habitualmente con infecciones y procesos inflamatorios crónicos, tales como la artritis reumatoide y la tuberculosis (63,64). En una de las series más largas publicadas reunida por Wester y cols. (65) hallaron que la incidencia de esta complicación en Noruega era de 0,05/100.000 habitantes/año y que requiere para su aparición un tiempo medio de unos 15 años. Aunque se puede hallar en las dos variedades de EII (66), esta complicación se presenta casi exclusivamente en la EC (0,9%) y es tres veces más frecuente en el hombre. En la CU, la amiloidosis es rara (67) y su frecuencia es diez veces menor que en la EC (0,07%) (62,65,68,69). Es una complicación que se relaciona con la existencia de focos supurativos intestinales o extraintestinales (56,65) que determinan el aumento de la síntesis de la glicoproteína SAP (serum amyloid P), asociado con un defecto en su catabolismo (70,71). Entre los factores que contribuyen a estimular la síntesis de la SAP figuran las citoquinas proinflamatorias y en especial el TNFa.

La lesión hepática provocada por la amiloidosis es en las fases tempranas muy inexpresiva. Cuando se encuentra más avanzada se manifiesta en forma de hepatomegalia o ascensos de la fosfatasa alcalina sin cambios en las tasas séricas de bilirrubina. A pesar, de su inexpresividad, en necesario diagnosticar y tratar esta complicación en fases tempranas, ya que si no se hace puede ser fatal. Este desenlace está ligado a la afectación renal causante primero de proteinuria, síndrome nefrótico y más tarde de insuficiencia renal. Para su control se ha propuesto, además de la eliminación de los focos supurativos, la resección del intestino comprometido (72,73), la administración de colchicina (61,74), el dimetilsulfóxido (75) y los anti-TNFa (76,77). La eficacia de todas estas medidas está por comprobar ya que en la mayoría de los casos se han empleado en casos aislados o grupos muy pequeños de casos. Como últimas opciones terapéuticas quedan la diálisis y el trasplante hepatorrenal.

 

Hepatopatías asociadas a la eii por mecanismos patogénicos mal conocidos, pero probablemente imunológicos

Colangitis esclerosante primaria (CEP)

Se trata de una enfermedad colestásica, provocada por la inflamación y fibrosis segmentaria del árbol biliar extra- y/o intrahepático (78), que puede evolucionar a cirrosis biliar secundaria con hipertensión portal e insuficiencia hepática. Aunque su etiología es desconocida, se supone que está mediada inmunológicamente y muy frecuentemente se asocia con la EII, preferentemente con la CU. Hasta la Introducción en la clínica de la colangiografía endoscópica retrógrada se creía que se trataba de una enfermedad rara. Desde entonces se ha visto que es una de las enfermedades colestásicas crónicas más frecuente en los adultos (79).

La frecuencia real de esta enfermedad es desconocida pero se estima que se presenta en el 2 al 8% de todas las CU (80,81) y en el 1 al 3,5% de las EC (82,83). Cuando aparece en pacientes con EC, lo habitual es que el colon se encuentre afecto (84). Por otro lado, en los países nórdicos de Europa y en los Estados Unidos, el 70-90% de las CEP se presentan en pacientes con EII (81,85). En algunas series de CEP procedentes del sur de Europa [España (86), Italia (87)], esta asociación se halló menos frecuentemente. En Japón, este hallazgo se hizo sólo en el 20% de los casos (88). Basados en estos datos y asumiendo que la prevalencia de la CU sea de 40 a 220/100.000 habitantes, la prevalencia de la CEP debería ser de 1 a 16/100.000 habitantes. Estudios procedentes del norte de Europa aportan prevalencias que están en este rango (7-9/100.000 habitantes) (89). En un estudio publacional reciente realizado en Canadá, se halló una incidencia de CEP de 0,92 casos/100.000 habitantes/año, similar a lo descrito en Europa (90,91). Mientras que en los adultos la enfermedad se presenta en 1,11/100.000/año, en los niños eso ocurre en el 0,23/100.000/año. La variedad de "conductos pequeños" la hallaron en el 0,15/100.000/año. Sorprendentemente, estos autores encontraron que el riesgo de la enfermedad era similar en la colitis ulcerosa (RR 212.4) y en la EC (RR 220.0). No se sabe cuál es la razón de esta alta frecuencia de EC en esta serie de pacientes con CEP; sin embargo, es posible que en ello intervenga el gran número de pacientes con EC existente en la región donde se realizó el estudio (92). Sin embargo, los datos obtenidos en estos estudios no son totalmente fiables, ya que la CEP puede existir aún siendo normales las enzimas de colestasis, pueden estar alteradas sin que exista CEP, hay CEP que no se asocian a la EII y es más frecuente en hombres.

Esta enfermedad puede afectar a personas de cualquier edad, pero lo más frecuente es que se presente en hombres menores de 45 años (60-75%). En las mujeres, se suele presentar más tarde. Se ha sugerido que el ser fumador pudiera proteger del desarrollo de una CEP (93), sin embargo, parece que ese aparente beneficio viene anulado por un aumento del riesgo de desarrollar un colangiocarcinoma (94).

En la CEP, el árbol biliar, tanto el intra- como el extrahepático, en especial el hepático común y la bifurcación biliar, presenta segmentos más o menos largos en los que sus paredes están engrosadas y la luz es de calibre reducido. Estos cambios se deben a que las paredes de estos conductos están engrosadas por capas de fibrosis infiltradas por células inflamatorias. Cuando son los pequeños conductos biliares intrahepáticos los que están afectados, hay una tendencia a su desaparición y a desarrollar un cuadro histológico de ductopenia (95). A esta variadad de la enfermedad, para algunos una enfermedad diferente, se le ha denominado CEP de "pequeños conductos". En ella, las vías biliares explorables colangiográficamente son normales. Las lesiones hepáticas que puede detectar la biopsia son muy variadas, pero las más características pertenecen a una de las siguientes: a) inflamación periductal; b) fibrosis periductal; c) proliferación de los conductos biliares; y d) pérdida de conductos biliares (96). A pesar de ello, el estudio histológico basado en la biopsia hepática es de escasa utilidad en el diagnóstico de la enfermedad, ya que todos esos cambios son muy inespecíficos. El más específico y característico es la fibrosis obliterativa no supurativa, pero su hallazgo en la biopsia hepática es raro (13,85%) (97). Algunos estudios revelan que esta lesión se encuentra principalmente cuando los afectados son los conductos de calibre mediano (98). Según que la fibrosis y la inflamación se limiten al espacio porta, comprometan al lobulillo periportal, originen septos o exista ya una cirrosis, algunos autores han propuesto unos estadios evolutivos que van desde el I al IV, respectivamente (99,96).

Los mecanismos por los que se producen estas lesiones son desconocidos, aunque se han emitido diversas hipótesis para explicarlas. Su alta asociación con la EII ha obligado a considerar que la afectación del colon debe intervenir en la patogenia de la CEP. En este sentido, Brooke y cols., en los años 1960s propusieron una hipótesis por la que las bacterias presentes en el colon o productos bacterianos de ellas pasarían a la circulación portal -favorecido por la permeabilidad de la mucosa colónica- y provocarían las lesiones hepáticas (100). Los antígenos bacterianos pueden inducir a las células de Kupffer a liberar quimoquinas y citoquinas proinflamatorias que atraen a monocitos, linfocitos, fibroblastos al lugar de la infección (101). Además, la fibrosis concéntrica peribiliar pudiera contribuir la atrofia del epitelio biliar. La colestasis, los tabiques fibrosos y la cirrosis serían todas consecuencias de las lesiones en el árbol biliar. A favor de esta propuesta están los resultados de algunos estudios antiguos en animales, en los que se inducían lesiones similares a las de la CEP mediante la inyección intravenosa de péptidos bacterianos o de diversas bacterias (102). En los explantes hepáticos por CEP es frecuente el hallazgo de cultivos bacterianos positivos en la bilis y en los conductos biliares, preferentemente de Streptococcus a-hemolyticus; sin embargo, es probable que este hallazgo se deba a que previamente se había realizado una colangiopancreatografía retrógrada endoscópica (103). Otras bacterias que han sido consideradas en la patogenia de la CEP son el Staphyloccus albus, los Helicobacter y las clamidias (104,105), pero hasta el momento no disponemos de resultados que lo confirmen. Lo mismo ocurre con la infección por el tipo 3 de Reovirus, que aunque experimentalmente puede producir lesiones parecidas a las de la CEP, no existe ninguna base que apoye su particpación en la enfermedad humana (106). Tampoco las lesiones biliares provocadas por el citomegalovirus son equiparables a las que se encuentran en la CEP humana (107). Hay algunos aspectos que no quedan aclarados por la intervención de las bacterias colónicas. Por ejemplo, la escasa relación de la CEP con la actividad de la enfermedad intestinal o su presentación tras años de haber sido practicada una colectomía por CU o que la enfermedad sea mucho más frecuente en la CU que en la colitis por EC (108). Por otro lado, estudios más recientes no han podido demostrar que en los pacientes con CEP exista un aumento de la permeabilidad intestinal y el sobrecrecimiento bacterianos se ha encontrado sólo en una minoría de casos (109). Finalmente, la CEP se presenta en el 25-30% de los casos en ausencia de EII (110).

También se ha sugerido que pudiera existir una susceptibilidad genética para la enfermedad. Si existe, desde luego no depende de un solo gen ni se hereda de forma mendeliana (111). A pesar de esto, se han encontrado diversas particularidades en las moléculas HLA que están asociadas a la CEP. En efecto, las moléculas de clase II (DR-, DQ-, DP) se expresan de forma aberrante en el epitelio biliar en esta enfermedad y la frecuencia del HLA-B8, DR3 (DRB1*0301) (112) y del DR6 (113) está elevada en estos enfermos. Por el contrario, el HLA-D4 es menos frecuente en la CEP y se ha sugerido que este antígeno pudiera comportarse como molécula protectora frente a esta enfermedad (114). Otros, por el contrario, lo han relacionado con una enfermedad más agresiva y con el desarrollo de un colangiocarcinoma (115). También relacionados con una mala evolución se han encontrado a los haplotipos heterocigóticos DRB1*03-DQA1*0501-DQB1*02 (115). Otras moléculas asociadas a la CEP son el alelo MICA*008, una molécula que actúa como ligando de las células γ#948; y "natural killer" (116,117), las mutaciones G308A del TNFa (118), la R279Q de la metaloproteinasa-9 y la K469E del ICAM-1 (intracellular adhesion molecule) (119), el CCR5-D32 (chemokine receptor 5) (120), el CTLA-4 (cytotoxic T-lymphocyte-4) (121), el alelo 5A de la estromelisina (122). Los estudios realizados no han mostrado que existan alteraciones asociadas a la CEP en el caso del gen Nod2, Fas (TNFRSF6), IL-1β, IL-1RN, IL-10, entre otros.

Lo más probable es que la CEP se desarrolle por un mecanismo autoinmune. Así lo sugiere el que sea frecuente la hipergammaglobulinemia, la elevación de la IgM, la presencia de autoanticuerpos no órgano específicos, la activación del complemento, los inmunocomplejos circulantes, la expresión aberrante de antígenos HLA en el epitelio biliar, las tasas elevadas de TNFa (123). En los infiltrados portales de la CEP hay un marcado predominio de los linfocitos T, tanto de CD4 como CD8. Estos infiltrados poseen receptores del tipo ab, los cuales juegan un papel predominante en el reconocimiento de los péptidos HLA. En estos enfermos se ha encontrado muy aumentada la expresión de la región Vβ3 de esos receptores. Por ello se ha sugerido que en estos pacientes pueda existir un antígeno específico que induce la producción de células T con este receptor (124). Se ha indicado que las células del epitelio biliar pudieran actuar como dianas frente a las que va dirigida la respuesta inmune celular. De hecho, estas células expresan de forma aberrante las moléculas HLA de clase II (125), citoquinas e ICAMs. Además, existen autoanticuerpos contra estas células. A pesar de estas evidencias, no es probable que estas células puedan actuar como presentadoras de antígenos, ya que por sí solas no pueden activar a los linfocitos (126).

Un problema que ha intrigado a los investigadores es la escasa relación temporal existente entre la enfermedad intestinal y la hepática incluido el desarrollo de la CEP años después de haberse practicado una colectomía. Por ello, algunos han sugerido que los linfocitos T generados en el intestino durante la fase inflamatoria actúen como linfocitos de memoria que permanecen en la circulación entero-portal y que pueden responsabilizarse de la inflamación hepática cuando reciben el estímulo adecuado (127,128). En relación con ello, en el endotelio intestinal de la EII se ha encontrado un marcado aumento de la expresión de VAP-1, que es una molécula particular del endotelio hepático. Igualmente, MAdCAM-1, que es una molécula propia del endotelio intestinal, se ha encontrado también en el endotelio portal en la CEP. A esta molécula se pueden fijar, linfocitos que expresen a4β7 (129,128). Ambas moléculas, VAP-1 y MAdCAM-1, permitirían la recirculación de linfocitos de memoria entre el hígado y el intestino (129). La fijación de los linfocitos al MAdCAM-1 es favorecida por la quimoquina CCL21, perteneciente al tejido linfoide, pero que en la CEP se encuentra muy aumentada en los espacios porta y puede participar en el reclutamiento de linfocitos. Otra proteína intestinal que se ha hallado en el endotelio de los vasos portales de la CEP es la CCL25. En los infiltrados hepáticos de esta enfermedad se han encontrado muchos linfocitos (CCR9+) capaces de unirse a la proteína endotelial CCL25. Por ello, los CCL25 intervendrían en el reclutamiento hepático de linfocitos CCR9+ por su adhesión a la proteína endotelial MAdCAM-1 (129). Aunque es aún mucho lo que falta por conocer sobre la patogenia de esta enfermedad se podía proponer que en determinados individuos con una características genéticas concretas, relacionadas con el sistema HLA y con otros genes, se produciría una agresión inmunológica contra los conductos biliares favorecida por la existencia de antígenos bacterianos con similitud con antígenos epiteliales expresados anormalmente por moléculas HLA. Los linfocitos circulantes enterohepáticos serían reclutados en la zona y se responsabilizarían de la inflamación y de las lesiones (130).

La ausencia de EII y con ello de sintomatología intestinal determina que el diagnóstico de CEP se realice más tardíamente, cuando la enfermedad se encuentra ya en un estadio avanzado e incluso cirrótico. Por ello, en estos casos, las primeras manifestaciones de CEP frecuentemente son la ictericia, la astenia y el prurito. En los últimos años, no obstante, se han publicado casos de CEP cuya presentación fue en forma de fracaso hepático agudo, por lo que la identificación de la causa de este accidente puede ser difícil (131). Por el contrario, cuando existe EII, es frecuente que se llegue al diagnóstico cuando la enfermedad hepática se encuentra en fase subclínica y las únicas manifestaciones son de índole analítica, en concreto, existen alteraciones de las pruebas hepáticas. A pesar de ello, las características de la CEP son similares tanto si está presente la EII como si esta falta.

Aunque la CEP se asocia muy frecuentemente con la CU, no están claras las relaciones temporales entre las dos enfermedades. Lo habitual es que se trate de pacientes diagnosticados de EII que con el tiempo desarrollan cambios de CEP; sin embargo, lo contrario también es posible (132,133). La interpretación patogénica de estas relaciones se complica cuando sabemos que el tratamiento de la EII, incluida la colectomía, no previene la aparición de una CEP ni influye sobre la evolución de esta (132). Ni el trasplante hepático por CEP previene la aparición de la EII (134) ni reduce el riesgo de cáncer de colon (135). La EII asociada a CEP tiene algunas características que han justificado que se hable de un fenotipo característico de la EII asociada a la CEP (136). En efecto, no es nada raro que se trate de una EII, en concreto una CU, poco activa, leve, frecuentemente asintomática (137), que se diagnostica por colonoscopia en el curso de la evaluación de la colangitis. Se menciona también que la afectación inflamatoria suele (95%) comprometer a la totalidad de colon, por lo que puede acompañarse de una ileítis de reflujo. La colitis distal es poco frecuente en los pacientes CEP (5%) (138). Incluso, se ha referido que el recto puede estar respetado en hasta el 23% de las pacientes con CEP y CU (139). Tras la cirugía, tampoco es raro que se desarrolle una "puchitis" y, finalmente, existe un riesgo especialmente alto para desarrollar un cáncer de colon.

Como se ha mencionado más arriba, hasta la mitad de los enfermos con CEP asociada a la EII se diagnostican en fase asintomática. Habitualmente por el hallazgo de alteraciones analíticas hepáticas que llevan a la realización de una colangiografía retrógrada endoscópica. El que los pacientes permanezcan asintomáticos no es una garantía de que la enfermedad hepática sea incipiente o esté poco avanzada, ya que como ocurre en las hepatopatías graves de otras etiologías, hasta el 20% de las CEP asintomáticas se encuentran en fase cirrótica cuando se diagnostican (89). Los síntomas, si existen, suelen consistir en inapetencia, naúseas, astenia, pérdida de peso, fiebre, molestias abdominales inespecíficas, prurito e ictericia (79). Por el contrario, no suelen existir en el momento del diagnóstico episodios de colangitis bacterianas a no ser que hayan sido sometidos a intervención quirúrgica (140). La exploración física suele mostrar los cambios habituales en las hepatopatías colestásicas crónicas (hepatomegalia, esplenomegalia, hiperpigmentación cutánea, xantelasmas, ictericia, etc.), si bien es cierto que puede ser normal en aproximadamente el 50% de los casos.

Los resultados de la analítica hepática representan en muchos pacientes con EII la señal de alarma que establece la sospecha de que pueda estar asociada una CEP. Las transaminasas suelen ser normales o estar sólo ligeramente elevadas. Los cambios son fundamentalmente colestásicos. Es decir, consisten en elevaciones de la fosfatasa alcalina, en ocasiones muy marcadas. No obstante, también se han referido numerosos casos de CEP (10%), incluso avanzadas, en los que las tasas en sangre de esa enzima permanecían normales (141).

Al igual que ocurre en otras enfermedades en cuya patogenia están implicados los mecanismos autoinmunes es muy frecuente el hallazgo de anticuerpos no órgano específicos. Los más característicos son los anticuerpos pANCA (anti-neutrophil cytoplasmic antibodies) atípicos con patrón perinuclear, los cuales se encuentran en hasta el 88% de todos los pacientes con CEP. Aunque característicos no son específicos de esta enfermedad, ya que también se encuentran en la CU (60-70%) y en la EC (5-25%) sin CEP, en la hepatitis autoinmune (50-96%), en la cirrosis biliar primaria (5%), en algunas angeítis y en la granulomatosis de Wegener (cANCA) (142). La identidad molecular del antígeno frente al que están dirigidos los autoanticuerpos de la CEP no ha sido aún desvelada, pero se sabe que se trata de una proteína de 50 kDa de peso molecular presente en la membrana nuclear de los neutrófilos, por lo que la denominación de pANCA no sería apropiada. Se ha propuesto como denominación alternativa la de pANNA (peripheral antineutrophil nuclear antibody) (143). Son anticuerpos que en general no guardan relación con la actividad de la CEP y que persisten tras el trasplante hepático o tras la colectomía (142). Además de estos anticuerpos, en la CEP se han descrito otros muchos. Este es el caso de los ANA (antinuclear antibodies) (20-67%), ASM (anti-smooth muscle antibodies) (13-20%), AMA (antimitocondrial antibodies) (< 10%), anticardiolipina (65%) (144). En general, los títulos de estos autoanticuerpos son más bajos que los que se encuentran en la hepatitis autoinmunes. En la EII, en especial en la EC, se pueden encontrar los ASCAs (Anti-Saccharomyces Cerevisiae antibodies), pero estos anticuerpos también se pueden hallar en enfermedades hepáticas autoinmunes incluida la CEP (145).

El diagnóstico de la CEP se basa fundamentalmente en la demostración de la presencia de estrechamientos segmentarios de la luz biliar separados por zonas donde la luz es normal o está dilatada. Habitualmente, los estrechamientos son cortos, pero pueden ser largos y confluir con los vecinos. Lo habitual es que tanto el árbol extrahepático como el intrahepático estén comprometidos; sin embargo, hay casos en los que se afecta uno de esos dos territorios (146,147). Ni la vesícula biliar (15%) ni los conductos pancreáticos se salvan de su afectación en la CEP (78). Para el reconocimiento de estas lesiones, la técnica de referencia, la que aporta mejores imágenes, es la colangiopancreatografía retrógrada endoscópica (CPRE) (99). La colangiografía transhepática percutánea (CTP) es otra opción, en especial si el árbol biliar intrahepático está dilatado. En los últimos años se está introduciendo cada vez más la resonancia nuclear magnética (RNM) en la valoración de la enfermedad. Esta prueba, sin ser cruenta, aporta imágenes de buena calidad, algo inferiores a las conseguidas con la CPRE, pero con la ventaja de que puede reconocer la presencia de masas hepáticas (colangiocarcinoma), hipertensión portal, ascitis, hepatomegalia, etc. (148,149). La sensibilidad y especificidad de la RNM en el diagnóstico de CEP es del 85 y 98%, respectivamente. Cuando la enfermedad se limita a los pequeños conductos biliares (CEP de pequeños conductos), todas estas técnicas suelen ser normales, por lo que la sospecha de CEP (colestasis en presencia de CU) sólo puede confirmarse mediante biopsia hepática (150). Sin embargo, considerando el carácter segmentario de las lesiones, esta última también puede ser normal (151).

La historia natural de la CEP es muy variable, pero en general se trata de una enfermedad progresiva y fluctuante que puede prolongarse unos 12 años a partir de su diagnóstico. Cuando el diagnóstico se realiza en fase asintomática, la duración de la enfermedad se prolonga, a veces hasta más de 21 años (99,152,153). Los embarazos no modifican la historia natural de la CEP, pero contribuyen a que aumente de forma muy marcado el prurito (154). La CEP de prequeños ductos tiene un curso más benigno, de mejor pronóstico, con menos tendencia a afectar a las grandes vías biliares y a complicarse con un colangiocarcinoma, por lo que algunos han sugerido que pudiera tratarse de una enfermedad diferente (4,155,156). Por el contrario, cuando los pacientes muestran signos de colestasis su supervivencia es más corta como corresponde a que la enfermedad se encuentra en fase más avanzada. Se han identificado varias fases. La primera o preclínica, en la que los pacientes tienen lesiones histológicas y colangiográficas de CEP en ausencia de cambios analíticos de colestasis. Puede haber síntomas inespecíficos o molestias abdominales que se explican retrospectivamente cuando con el paso del tiempo aparecen los signos de colestasis. Aunque la enfermedad permanezca subclínica, ello no significa que las lesiones sean leves o incipientes, ya que en ocasiones, la enfermedad está muy evolucionada (141). En la segunda fase, los pacientes presentan cambios analíticos de colestasis, en concreto, elevación de la fosfatasa alcalina. También estos enfermos se encuentran asintomáticos, aunque la biopsia hepática puede demostrar que las lesiones están avanzadas e, incluso, que hay una cirrosis hepática (89,146). La duración de este estadio puede ser larga, de hasta 7 años (157). En la tercera fase o sintomática, los pacientes aquejan los síntomas que hemos referido más arriba (ictericia, coluria, prurito, astenia, colangitis, etc.) y en la exploración es hallazgo habitual la hepatoesplenomegalia y la ictericia. En el 50% de estos pacientes, la histología muestra que ya existe una cirrosis hepática (89). Finalmente, en la fase cuarta de la enfermedad o fase terminal, los pacientes presentan las complicaciones propias de la cirrosis descompensada (ascitis, hipertensión portal, encefalopatía, hemorragia digestiva por varices esofágicas, síndrome hepatorrenal, etc.). A la rápida instauración de este cuadro puede contribuir el desarrollo de un colangiocarcinoma (158). Con el fin de predecir el pronóstico de los pacientes con CEP se han propuesto varios modelos que consideran la edad, la bilirrubina sérica, la hemoglobina y el estadio histológico (índice de la Clínica Mayo). En el índice propuesto por el King's Collage se valora la presencia de hepatomegalia, esplenomegalia, la tasa de fosfatasa alcalina y el estadio histológico (159). En un nuevo índice de la Clínica Mayo se prescinde de los resultados de la biopsia hepática y de la hemoglobina y se consideran en su lugar las tasas de albúmina, de AST y el antecedente de hemorragia digestiva (160).

La historia natural de esta enfermedad puede verse modificada en cualquier momento por diversas complicaciones graves, tales como la colangitis bacteriana, el colangiocarcinoma y el cáncer de colon.

Las colangitis bacterianas son provocadas principalmente por E. coli, Klebsiella y Enterococcus faecalis. Suelen complicar a las manipulaciones de las vías biliares y requieren la administración temprana de antibióticos, antes de que la infección se extienda y origine sepsis o abscesos (161). En algunas ocasiones se ha descrito su evolución a abscesos hepáticos (162).

Sin duda la complicación más grave que pueden presentar los pacientes con CEP es el colangiocarcinoma. La frecuencia con la que se encuentra este tumor oscila alrededor del 30% en las series de autopsia y de trasplante hepático por CEP (3,163,164). Su aparición no tiene relación con la gravedad de la enfermedad hepática. En realidad, en muchas ocasiones se halla en estadios no avanzados de CEP. Se ha mencionado que el tabaco pudiera actuar como un factor de riesgo, pero se trata de una relación que aún no ha sido confirmada. El colangiocarcinoma es un tumor que frecuentemente es difícil de detectar antes del trasplante hepático. La CPRE, ultrasonografía, tomografía computerizada, la citología biliar y los marcadores tumorales séricos tienen escaso valor diagnóstico tanto para detectar la CEP como para diferenciarla de otras enfermedades. Cuando se combinan todas estas técnicas, se puede lograr el diagnóstico en más del 80% de los casos (165). En algún estudio se ha tenido mucho éxito en el reconocimiento de este tumor mediante la tomografía de positrones, pero son resultados que tienen que ser corroborados por otros estudios (166). Una vez reconocido el tumor, la supervivencia del enfermo no se extiende más de 6 meses, ya que en la mayoría de los casos ya existen metástasis y el trasplante hepático no mejora la supervivencia (167). El diagnóstico de colangiocarcinoma es un criterio de exclusión para trasplante hepático, puesto que la inmensa mayoría de estos tumores recidivan tras el trasplante.

Los pacientes con CU y CEP tienen cinco veces más riesgo de desarrollar un cáncer de colon que los que sólo tienen CU. En efecto, mientras en los primeros, este riesgo es del 10, 30 y 50% a los 10, 20 y 30 años, respectivamente, en los pacientes con CU sin CEP el riesgo se queda en 2, 5 y 10%, respectivamente (168). Este riesgo persiste tras el trasplante hepático (169), pero disminuye en los que están tomando ácido ursodesoxicólico (UDC) (170,171). También en estos casos, la aparición del tumor va precedida de cambios displásicos en la mucosa colónica, por ello es recomendable la vigilancia endoscópica y biópsica.

Pericolangitis

Aunque se trata de un término muy utilizado en otros tiempos (172,173), en los últimos años se ha propuesto su abandono. Con este término se ha intentado denominar a un conjunto de cambios histológicos que frecuentemente se encuentran en las biopsias de los enfermos con EII y que incluyen la ampliación de los espacios porta por edema e infiltración por linfocitos, células plasmáticas, macrófagos, polimorfonucleares y eosinófilos que no sólo rodean a los conductillos biliares, sino que también comprometen a las arteriales y vénulas portales y que incluso se extienden por el lobulillo (172). Aunque estos infiltrados tienen tendencia a su distribución peribiliar, en la mayoría de las ocasiones, el epitelio biliar permanece intacto (174). Sólo en algunas series se ha descrito la existencia de lesiones evidentes en ese epitelio (172). La generalización del empleo de la CPRE en el estudio de las enfermedades colestásicas crónicas del hígado ha permitido reconocer que en la mayoría de las ocasiones bajo la denominación de pericolangitis se ocultaba una CEP, unas veces de grandes conductos intra- y/o extrahepáticos (175,176), pero en ocasiones también de pequeños conductos (96,177,178). Considerando que la biopsia hepática pocas veces es útil para diagnosticar la CEP, no debe extrañar que en esta última enfermedad puedan encontrase cambios en los espacios porta que son inespecíficos. En algunos casos diagnosticados como pericolangitis, el estudio de la vía biliar no descubre cambios sugerentes de CEP, en estos casos, la supuesta pericolangitis se debe interpretar como cambios inflamatorios portales reactivos inespecíficos secundarios a la enfermedad inflamatoria abdominal (179) o bien como CEP de pequeños conductos.

Hepatitis autoinmune

No se conoce con seguridad cuál es la frecuencia real de la hepatitis autoinmune en los pacientes con EII. En algunos casos, los estudios publicados no pudieron excluir adecuadamente la presencia de una CEP, en otros no se descartó que la enfermedad hepática hubiera sido causada por infecciones virales. Además, la exclusión de lesiones colangiográficas de CEP no significa que la hepatopatía sea realmente una hepatitis autoinmune (HAI), ya que la CEP puede comprometer exclusivamente a los pequeños conductos biliares intrahepáticos (CEP de pequeños conductos) y, por ello, ser normal la colangiopan-creatografía endoscópica retrógrada (CPRE). En otros tiempos, cuando la CEP era poco conocida, fue habitual que esta enfermedad fuera tomada por una HAI, incluso cuando se contaba con una biopsia para su filiación (180). El cuadro clínico, analítico y serológico puede indicar que lo que en realidad es una CEP parezca una HAI. Las transaminasas pueden estar muy elevadas, por encima de lo que lo hacen las enzimas de colestasis y los autoanticuerpos no órgano específicos (ANA, AML, pANCA) pueden ser positivos en la CEP, al igual que lo están en la HAI (181). La posibilidad de confusión entre ambas enfermedades viene avalada por varios estudios que han aplicado a los pacientes con diagnóstico seguro de CEP, basado en la CPRE, los criterios internacionales para el diagnóstico de la HAI. En uno de ellos, se encontró que el 2% de estos enfermos reunían criterios de diagnóstico definitivo de HAI y otro 33% de diagnóstico probable (182,183). Cuando se aplicaron a los pacientes con CEP los criterios revisados de diagnóstico de HAI, se encontró que el 1,4% tendían una HAI y que en otro 6% era probable que también existiera esta asociación (184). Por tanto, con independencia de que ambas enfermedades puedan ser difíciles de diferenciar en ausencia de una CPRE, ambas pueden coincidir en un mismo paciente. En el estudio de Kaplan y cols. esta asociación la encuentran en el 10% de todos los casos de CEP (92). Esta posibilidad se debe considerar en todo enfermo con EII, principalmente CU, y CEP que presente tasas especialmente altas de transaminasas, hipergammaglobulinemia, particularmente de la IgG, y biopsia que indique la existencia de una hepatitis periportal.

Al igual que en la CEP, la HAI se presenta casi exclusivamente en la CU, unas veces antes, otras al mismo tiempo y otras después de que se hubiera diagnosticado la enfermedad intestinal. Hasta ahora no se ha descrito la HAI en ninguna de las series publicadas sobre la EC, aunque sí en casos muy aislados (185). También en la HAI asociada a la CU es frecuente la presencia de otras enfermedades inmunológicas, por ejemplo, enfermedades tiroideas, articulares, púrpura trombocitopénica, pericarditis, glomerulonefritis, etc. Tampoco es raro que en el momento del diagnóstico se detecten cambios relacionados con enfermedad hepática avanzada (ascitis, edemas, arañas vasculares, esplenomegalia, etc.) y que las transaminasas, la bilirrubina y la gammaglobulina estén elevadas. Aunque es habitual que sean positivos los ANA, AML y los pANCA, ello también es posible en los pacientes con CU sin enfermedad hepática (144).

No hay experiencias basadas en estudios controlados, aleatorizados, realizados en grupos suficientemente amplios de enfermos, sin embargo, los más fiables por incluir mayor número de pacientes indican que la HAI asociada a la CU responde adecuadamente a la inmunosupresión con corticoides y azatioprina (139). Previamente se habían publicado algunos estudios que incluían pocos enfermos que sugerían que esta enfermedad hepática no respondían bien a esa medicación (186).

Granulomas

En un 4 al 8% de los pacientes con EII, tanto con EC como CU, se pueden encontrar granulomas en las biopsias hepáticas (187-189). Habitualmente son hallazgos inesperados ya que no originan manifestaciones clínicas. Eventualmente existe algún aumento de la fosfatasa alcalina sin que vaya acompañada de hiperbilirrubinemia. Se trata habitualmente de granulomas no caseificados, ocasionalmente con células multinucleadas, que se sitúan tanto en el espacio porta como en los lobulillos (189). No se conocen las causas de estos granulomas, pero se han considerado el efecto de algunos fármacos, por ejemplo, de la sulfasalacina (190,191) e infecciones, aunque lo más probable es que sean reacciones de hipersensibildad tardía a alérgenos no identificados (192).

 

Lesiones hepáticas provocadas por reacciones adversas a los medicamentos empleados en el tratamiento de la EII

En algunos pacientes con EII pueden aparecer alteraciones, generalmente analíticas, que indican la existencia de una enfermedad hepática asociada. En la mayoría de las ocasiones, si no existían antes de empezar el tratamiento, estos cambios se relacionan muy probablemente con la toma de fármacos.

Sulfasalacina

Es bien sabido que forma parte importante desde hace décadas del arsenal terapéutico disponible para el tratamiento de la EII y de la artritis reumatoide. Aunque su tolerancia es habitualmente buena, en ocasiones, puede provocar reacciones adversas graves e incluso mortales en las que el hígado está muy comprometido. Se han descritos casos bien documentados de colestasis o de granulomatosis hepática (193,194) y de hepatitis agudas, a veces graves y mortales (195,196). Estos cuadros hepatíticos recuerdan a los que pueden aparecer en el curso del tratamiento con sulfonamidas (197). Surgen tras 2 a 8 semanas del inicio del tratamiento y se acompañan de manifestaciones extrahepáticas, de características alérgicas, tales como las artralgias, urticaria, fiebre, adenopatías, eosinofilia, linfocitosis, linfocitos atípicos y afectación renal (193). También se ha descrito su acompañamiento por edema facial, conjuntivitis, afectación pulmonar, trombopenia y encefalopatía (196,198). Se considera que todo ello es expresión de una reacción inmune idiosincrásica frente, muy probablemente, al componente sulfopiridina de la sulfasalacina. El carácter inmunológico de la reacción viene avalado, además de por la sintomatología (199,200), por la presencia de inmunocomplejos circulantes, por el descenso del complemento y por la presencia en sangre de linfocitos T activados (201). Aunque la sulfapiridina sea la principal responsable de estas reacciones adversas, estas se han observado también en enfermos tratados con mesalacina (196,199,200,202), olsalacina o con otros preparados de 5-aminosalicilatos (201).

Glucocorticoides

La hepatoxicidad de estos fármacos es escasa y se limita a la generación de un hígado graso y, en ocasiones, incluso de una EHNA. Es bien conocido que la administración de dosis superiores a 10 ó 20 mg/día de corticoides puede provocar hígado graso, probablemente por aumentar la llegada de ácidos grasos al hígado (15). Su trascendencia clínica es mínima, en la mayoría de los casos pasa desapercibida, pero explica la presencia de una hepatomegalia en el curso de enfermedades que requieren para su tratamiento la administración de glucocorticoides. En animales de experimentación y en humanos se ha observado que la administración prolongada de glucocorticoides puede provocar la degeneración hidrópica de los hepatocitos, esteatosis, necrosis focales e hialina alcohólica (203). A pesar de su habitual intrascendencia, hay observaciones publicadas de embolias grasas sistémicas en el curso del tratamiento con corticoides e incluso durante la fase de retirada (204).

Azatioprina

En el curso del tratamiento con este inmunosupresor se han descrito diversas reacciones adversas que comprometen al hígado. Sin embargo, se ha dudado de que estas lesiones hepáticas sean realmente provocadas por este fármaco y no dependientes de la enfermedad que obligó a su uso. No obstante, estudios realizados en animales de experimentación han demostrado que la azatioprina es hepatotóxica y que las lesiones se relacionan con la dosis del fármaco y se pueden reproducir con él (205). En estos animales se observan focos centrolobulillares de necrosis y trombosis de la vena central del lobulillo. Probablemente, la lesión provocada por la azatioprina sea inicialmente vascular, concretamente endotelial (206). Secundarias a ella serían las restantes lesiones que se pueden encontrar en estos casos. La necrosis hepatocitaria en el área 3 del lobulillo sería de naturaleza isquémica sin descartar que el fármaco también sea tóxico para los hepatocitos (207). La dilatación de los sinusoides (207) y la peliosis hepática (208) asociada al fármaco serían consecuencia de la lesión en el endotelio. La hiperplasia nodular regenerativa del hígado (HNR) (209), los cuadros de hipertensión portal (esclerosis hepatoportal) (206) o de Budd-Chiari (210) serían también expresión de las lesiones endoteliales provocadas por la azatioprina. Por ello, muy probablemente todas estas lesiones forman parte de un espectro de alteraciones que se relacionan entre sí (207). De hecho, estudios biópsicos seriados realizados en el curso del tratamiento con azatioprina han mostrado la evolución de las lesiones desde dilatación sinusoidal hasta enfermedad venooclusiva o desde peliosis hepática hasta hipertensión portal no cirrótica (206,211). Por ello, se recomienda que los enfermos tratados con azatioprina, en especial si son hombres, sean sometidos a controles clínico-analíticos que permitan reconocer las lesiones en sus fases más iniciales y, tras ello, en caso de necesidad la supresión del frármaco.

Las reacciones hepáticas adversas debidas a la azatioprina son raras, ya que aparecen en menos del 0,1% de los enfermos sometidos a este tratamiento. Sin embargo, en pacientes con EII se han encontrado signos de hepatotoxicidad en hasta el 10% de los tratados con tiopurinas, en especial cuando al mismo tiempo tomaban corticoides (212). Se desconoce el porqué sólo unos pocos de los tratados con este fármaco presentan esta intolerancia. Lo más frecuente es que se trate de hombres que han sido sometidos a trasplante renal y reciben la azatioprina por este motivo (206,210,211,213). El momento a lo largo del tratamiento en el que aparecen las lesiones es muy variable, oscilando entre dos semanas y dos años para los cuadros hepatíticos y los tres meses y los nueve años para las lesiones vasculares (214). También son muy variables los cuadros clínicos que originan estas reacciones adversas. En unas ocasiones pueden simular una enfermedad hepática aguda con náuseas, vómitos, molestias en hipocondrio derecho, coluria, ictericia, hepatomegalia dolorosa y eventualmente encefalopatía y ascitis (207). Otras veces lo que domina es el cuadro de colestasis (207), unas veces simple, sin necrosis celulares, pero otras con elevación de las transaminasas (215) o puramente biliares por lesiones de los conductos biliares (216). Por último, las manifestaciones pueden corresponder a las dependientes de la hipertensión portal (217). Con la azatioprina, al igual que con otros agentes inmunosupresores y con los modernos tratamientos biológicos, se puede esperar una reactivación de infecciones latentes, en especial la provocada con por el virus de la hepatitis B (VHB) (218).

Mercaptopurina

Es una tiopurina análoga a algunas purinas naturales que deriva de la azotiopurina y que es empleada en el tratamiento de las leucemias y ocasionalmente en el de la EII. Su hepatotoxicidad es superior a la de la azatioprina, se presenta en el 6 al 40% de los pacientes que la reciben (219) y se debe contar con ella cuando la dosis empleada supere los 2,5 mg/kg (220,221). Lesiones similares a las descritas en el hombre se pueden reproducir en el animal de experimentación (222). Estos datos, así como la ausencia de cambios clínicos o analíticos de respuesta inmunoalérgica hacen sugerir que se trata de una hepatoticidad intrínseca del fármaco o de alguno de sus derivados; sin embargo, en contra de lo que suele ocurrir en estos casos, el tiempo de latencia, antes de que aparezcan las lesiones, suele ser largo, de dos a tres meses de tratamiento. Las lesiones hepáticas causadas por la 6-mercaptopurina oscilan entre la colestasis simple, sin signos de necrosis o inflamación, y la necrosis hepatocelular (219). Lo más frecuente es que se trate de una hepatitis colestásica. En contra de lo que ocurre con la azatioprina, las lesiones vasculares, aunque posibles (223), son raras. Se han descrito casos de necrosis hepáticas graves y fatales, pero en muchas ocasiones fue difícil asegurar que tal evolución fatal se relacionase con el fármaco y no con la enfermedad que obligó a su empleo. No obstante, se aconseja retirar la medicación cuando se observen cambios en la analítica hepática (220). Parece que la existencia de una hepatopatía previa, la combinación de esta medicación con otros fármacos y el tratarse un adulto (223) aumentan las posibilidades de intolerancia a la 6-mercaptopurina (224). Las manifestaciones clínicas de esta reacción adversa a la 6-mercaptopurina son las que corresponden a las lesiones que suelen se encontrar, es decir, cuadros de hepatitis o de colestasis. Para prevenir que aparezcan reacciones adversas hepáticas graves se recomienda evitar las dosis superiores a los 2,5 mg/kg y que durante el tratamiento se controlen con frecuencia las tasas en sangre de las transaminasas y de la fosfatasa alcalina y que se retire la medicación en los casos en que se produzcan cambios de importancia.

Tioguanina

La 6-tioguanina es realmente el derivado activo de la azatioprina y de la 6-mercaptopurina. La azatioprina se transforma en el hígado en 6 mercaptopurina y esta en metilmercaptopurina o en 6-tioguaninas. Mientras que las 6-tioguaninas son los derivados que actúan como agente terapéuticos y pueden provocar depresión medular, la metil-mercaptopurina es considerada como la responsable de los efectos hepatotóxicos de la 6-mercaptopurina. Por ser la 6-tioguanina el principio activo de las tiopurinas y por haber sido considerados raros sus efectos hepatotóxicos se sugirió que este fármaco pudiera ser idóneo en el tratamiento de la EII (225), principalmente cuando la 6-mercaptopurina o la azatioprina no sean toleradas o no se observe la respuesta esperada (226). La eficacia de este fármaco y la escasez de las reacciones adversas hepáticas fueron inicialmente confirmadas por varios estudios clínicos (225-227). Sin embargo, estos catabolitos de las tipurinas pueden producir también importantes efectos adversos en el hígado, en especial en los pacientes con EII (228,229). En general se trata de las mismas complicaciones que se han observado con la azatioprina, es decir, efectos vasculares que incluyen la HNR (230) y la enfermedad veno-oclusiva (231). En el estudio de Dubinsky y cols. (228), la HNR se encontró en el 45% de los pacientes con EII que presentaron alteraciones analíticas hepáticas. La frecuencia de este hallazgo llevó a estos autores a rechazar este tratamiento en los pacientes con EII. En un estudio posterior que incluía a 45 pacientes tratados con 6-tioguanina (40-80 mg/d) durante más de 8 semanas, se comprobó la alta frecuencia de la HNR en estos pacientes y se mostró que la imagen de la resonancia nuclear podía ser de gran ayuda en el reconocimiento no invasivo de esta lesión (232). Estos efectos no han sido confirmados por otros autores cuando utilizaron dosis bajas de la 6-tioguanina (0,3 mg/kg/día) durante tiempos prolongados (233,234). Por ello, aún no se puede rechazar definitivamente el empleo de la 6-tioguanina en el tratamiento de los enfermos con EII. Un grupo europeo de expertos reunidos para definir la línea de actuación más acertada en relación con el empleo de este fármaco consideró que se pueden utilizar dosis bajas de 6-tioguanina en el mantenimiento de la remisión de la EII cuando otros tratamientos hayan fracasado o no se toleren (5-ASA; AZA/6-MP; MTX; infliximab) o la cirugía no sea apropiada. No obstante, debido al riesgo de desarrollo de HNR, los pacientes han de ser sometidos a un riguroso control (235).

Metotrexato

Es un antagonista del ácido fólico que es empleado desde hace décadas en el tratamiento de las leucemias, de algunos tumores sólidos, de la artritis reumatoide y de la psoriasis. Además, contamos con varios estudios controlados realizados en pacientes con EC que han mostrado que el metotrexato, administrado intramuscularmente en inyección semanal de 25 mg o por vía oral en dosis de 15 mg/semana, es eficaz en la inducción de la remisión de la enfermedad y en el mantenimiento de la respuesta (236). Está aún por demostrar la eficacia de este fármaco en la inducción de la remisión de la CU y en el mantenimiento de la respuesta.

Los efectos adversos de este tratamiento pueden ser numerosos (gastrointestinales, cutáneos, medulares, respiratorios, alopecia, etc.), pero lo más preocupante es la posible aparición de fibrosis hepática grave e incluso de una cirrosis en un número importante de casos. La mayoría de los datos disponibles sobre esta hepatotoxicidad proceden de estudios realizados en pacientes con psoriasis o con artritis reumatoide. En los pacientes con psoriasis tratados con metotraxato, un meta-análisis estableció que el riesgo de fibrosis hepática era del 7% (237) y en los pacientes con artritis reumatoide del 1% (238). Entre los factores que favorecen la aparición de este efecto figura el consumo de alcohol (> 15 g etanol/día) (237), la obesidad, la diabetes (239), la edad, la mala función renal, el padecimiento de una enfermedad hepática previa, la toma de una dosis total acumulada mayor de 1.500 mg (240) y la administración diaria, en lugar de semanal, del fármaco. Se ha indicado que por cada gramo de metotrexato consumido aumenta el riesgo de progresión de la fibrosis del 6,7% y que tras la toma de un total de 3 g el porcentaje de pacientes con fibrosis se eleva al 20% (237). Aunque sin duda el metotrexato puede provocar ese efecto secundario (240), su responsabilidad exclusiva en los cambios histológicos no siempre es segura, ya que muchos de los enfermos con fibrosis eran al mismo tiempo bebedores, obesos, diabéticos, estaban tomando vitamina A o estaban expuestos a arsenicales (241), situaciones, todas ellas, que pueden provocar por sí solas fibrosis. Además, algunos estudios que han incluido la biopsia previa a la administración del metotrexato han mostrado que no es nada raro que exista fibrosis antes de iniciar el tratamiento (239). No es seguro que la administración de pequeñas dosis de metotrexato (7,5-15 mg) provoquen fibrosis hepática (242).

La fibrosis provocada por el metotrexato se inicia en los espacios porta y desde ellos se extiende por el espacio periportal hasta formar puentes fibrosos y tardíamente cirrosis (243). Esta fibrosis progresiva no suele ir acompañada de necrosis hepatocelular ni de inflamación. Aunque la fibrosis puede ser progresiva en los pacientes con psoriasis, hay estudios que demuestran que las pequeñas dosis de metotrexato administradas durante años pueden no progresar o incluso regresar en ausencia de alcohol (241). Las lesiones pueden cursar de forma totalmente asintomática y sin cambios analíticos por lo que se han buscado marcadores que nos permitan reconocer la aparición de fibrosis en fases tempranas. Con este fin se ha propuesto la determinación de las tasas en sangre del péptido aminoterminal del colágeno III (244). Es también probable que el empleo de las eslastografía hepática mediante FibroScan permita también reconocer la aparición de este efecto secundario del tratamiento.

Ciclosporina

Hay pocas dudas de que la ciclosporina es útil en los pacientes con EC (245) o en aquellos que presentan una CU grave, refractaria a los esteroides (246). Cuando se emplea durante tiempos prolongados puede originar diversas reacciones adversas, principalmente renales, neurológicas e infecciones, pero también hepáticas. Se trata de alteraciones analíticas frecuentes, que aparecen en 50-60% de los casos, que no suelen tener expresión clínica y que desaparecen o mejoran cuando se retira el fármaco o se reduce la dosis. Las manifestaciones hepáticas de su intolerancia suelen ser analíticas y se limitan a aumentos leves de las tasas séricas de la bilirrubina, sales biliares y de la fosfatasa alcalina, lo que sugiere que son provocados por fenómenos de colestasis. Probablemente se trate de fenómenos de toxicidad directa, ya que se pueden reproducir en el animal de experimentación (247).

Tratamientos biológicos

Durante los últimos años estamos asistiendo a la aparición de numerosos fármacos diseñados para intervenir sobre las vías biológicas implicadas en la aparición de las lesiones existentes en la EII (248). Entre ellos destaca el infliximab, fue el primero en comercializarse y por ello es con el que contamos con más experiencia. Se trata de un anticuerpo monoclonal dirigido contra el TNFa que tiene capacidad para neutralizar los efectos biológicos de este último. Diversos estudios controlados han demostrado su eficacia en el tratamiento de los pacientes con EC (249-251), en especial fistulizante (252). Por ello, en la actualidad se considera indicado en la inducción y mantenimiento de las remisiones, en el cierre de las fístulas y en el ahorro de corticoides. Su empleo en la CU es más controvertido. Aunque hay experiencias no controladas que indican su eficacia en estos enfermos (253), estudios más recientes, controlados, lo ponen en duda (254). Los efectos secundarios de este tratamiento se relacionan principalmente con las reacciones inmediatas a la infusión del fármaco, las reacciones de hipersensibilidad tardía, la aparición de autoanticuerpos, los cuadros lupoides, linfomas y la reactivación de infecciones latentes (250,255,256). En relación con esto último, figuran las repetidas comunicaciones de pacientes portadores del virus de la hepatitis B que sufrieron una reactivación de su infección latente (257). En algunos de estos casos, el brote hepatítico fue tan grave (257-260) que incluso en algún caso provocó la muerte del enfermo (257). Por esta razón, además de solicitar una radiografía de tórax y la prueba del Mantoux antes de iniciar el tratamiento (261,262), se debe buscar la presencia del virus de la hepatitis B. Esta práctica es recomendada también en pacientes que van a ser sometidos a quimioterapia. Si se quiere prevenir la reactivación viral, se debe indicar la toma profiláctica de lamivudina siempre que HBsAg sea positivo (257,258,263,264). Esta recomendación es extensible a cualquier otro de los tratamiento biológicos que se están introduciendo en el arsenal terapéutico de la EII. Observaciones excepcionales han mostrado que incluso estas medidas pueden ser insuficientes, ya que la activación del virus de la hepatitis B puede ocurrir aún en ausencia del HBsAg y en presencia de tasas protectoras de anti-HBs. En efecto, durante el tratamiento con etanercep hemos podido comprobar el descenso progresivamente de los títulos de estos anticuerpos, hasta su negativización, a la vez que reaparecía el HBsAg, se elevaba la carga del VHB y se produjo un brote intenso hepatítico (248).

 

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Dirección para correspondencia:
José A Solís Herruzo.
Servicio de Gastroenterología y Hepatología.
Hospital Universitario 12 de Octubre.
Avda. de Córdoba, s/n.
28041 Madrid.
e-mail: jsolis.hdoc@salud.madrid.org

Recibido: 14-08-07.
Aceptado: 20-08-07.

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