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Clínica y Salud

versão On-line ISSN 2174-0550versão impressa ISSN 1130-5274

Clínica y Salud vol.18 no.3 Madrid Jan./Dez. 2007

 

ARTÍCULOS

 

La personalidad y sus trastornos desde una perspectiva sistémica

Personality and personality disorders from a systemic approach

 

 

Juan Luis Linares1

1Profesor titular de Psiquatría de la Universidad Autónoma de Barcelona.

 

 

RESUMEN

La personalidad puede ser definida como la dimensión individual de la experiencia relacional acumulada, en diálogo entre pasado y presente y doblemente contextualizada por un substrato biológico y un marco cultural. La nutrición relacional es el motor que construye la personalidad, partiendo de una narrativa de la que se segrega la identidad, en estrecho contacto con la organización y la mitología de los sistemas de pertenencia y muy especialmente de la familia de origen. Las dos grandes dimensiones que definen la atmósfera relacional de ésta, la conyugalidad y la parentalidad, delimitan tres áreas de disfuncionalidad, a saber, las triangulaciones, las deprivaciones y las caotizaciones, en las que sientan sus bases los diversos trastornos de personalidad.

ABSTRACT

Personality may be defined as an individual dimension of relational experience, in a dialogue between past and present anchored in a double setting –the biological bases and the cultural frame. Relational nurturing is the drive for personality shaping, starting from an account that secretes identity in a tight contact with the organization and the mythology of membership systems –especially the family. The two main dimensions defining this relational setting are conjugality and parentality. In this crossroad, three dysfunctional areas show up: triangulations, privations and chaos –the foundations of personality disorders.

Palabras clave

Identidad, Narrativa, Organización, Mitología, Nutrición relacional, Conyugalidad, Parentalidad, Triangulaciones, Deprivaciones, Caotizaciones.

Key words

Identity, Narratives, Organization, Mythology, Relational nurturing, Conjugality, Parentality, Triangulations, Privation, Chaos.

 

 

Durante mucho tiempo, la sola formulación del título de este artículo habría podido parecer contradictoria y, en cualquier caso, resultaría inimaginable desde el territorio sistémico, que, empeñado en la exploración de lo relacional, se negaba a focalizar la personalidad, percibida como una peligrosa trampa intrapsíquica.

Superadas afortunadamente tales dicotomías, hoy no sólo es posible, sino doblemente tentador poner en contacto ambos conceptos, desde la seguridad de que el individuo y los sistemas relacionales son complementarios y no antitéticos. Una reflexión sobre la dimensión relacional de la personalidad constituye, desde este punto de vista, un primer paso imprescindible para explorar las bases relacionales de la psicopatología y una aportación a la tarea de dotar de coherencia ecológica a la mente humana.

 

Una definición de personalidad

Gold y Bacigalupe realizaron una minuciosa revisión de las teorías de la personalidad de naturaleza interpersonal y sistémica (Gold y Bacigalupe, 1998) y apenas pudieron encontrar otra cosa que la teoría interpersonal de Harry Stack Sullivan (Sullivan, 1953) como propuesta específica, inspiradora de muchos autores sistémicos. Entre sus muchos méritos teóricos figura el haber inventado el término de “sistema del self”, para denominar a una personalidad acuñada en la mirada de los otros. Pero Sullivan continuó ejerciendo su práctica terapéutica en una relación diádica con los pacientes, y los terapeutas familiares que le sucedieron se desinteresaron de la personalidad en tanto que concepto intrapsíquico.

¿Qué es la personalidad desde el punto de vista relacional? He aquí una posible definición: “la dimensión individual de la experiencia relacional acumulada, en diálogo entre pasado y presente, y encuadrada por un substrato biológico y por un contexto cultural.” Vale la pena examinar uno a uno sus ingredientes.

— Dimensión individual. Es necesario asumir que se trata de un concepto individual. En caso contrario, se seguiría pensando en pautas o patrones relacionales, pero no en personalidad.

— Experiencia relacional acumulada. Se trata de una reedición del viejo concepto batesoniano de cismogénesis, que, como es sabido, subrayó la idea, revolucionaria en su momento, de que las personas son moldeadas y definidas por la relación, más que lo contrario.

— Diálogo entre pasado y presente. Somos producto de una historia y, desde este punto de vista, el pasado en el que transcurrió la experiencia relacional, define la personalidad.

Pero la historia es contínuamente reescrita o reformulada en el presente, desde el cual es posible redefinir el pasado.

Un modelo dependiente mecánicamente del pasado es, por ejemplo, una presa hidráulica: tantos hectólitros perdió, tantos debe ganar para recuperar un determinado nivel. Pero la personalidad es un concepto comunicacional, más parecido a un modelo informático, en el que un simple clic en un icono llena inmediata y espectacularmente toda la pantalla con una nueva imagen. Por eso es también posible, desde el presente, inducir cambios espectaculares en el pasado, y por eso la tensión dialéctica entre pasado y presente es un elemento tan importante en la definición de la personalidad.

— Substrato biológico. El organismo humano, y muy especialmente el sistema nervioso central, son el hardware de la personalidad. La genética seguramente juega un papel importante en la transmisión de ciertas predisposiciones a desarrollar determinados rasgos de personalidad.

— Contexto cultural. La cultura enmarca y sobredetermina la personalidad, influyendo decisivamente en su definición (Falicov, 1998). No significa lo mismo ser extrovertido en un país nórdico que en el Caribe, o, incluso dentro del mismo país, serlo en la sierra o en la costa peruana. Las culturas desarrollan mitologías que priorizan unos rasgos de personalidad sobre otros, condicionando su adscripción al patrimonio psicológico de sus miembros.

 

El amor complejo como nutrición relacional

El más importante elemento de la experiencia relacional que se acumula para servir de base a la construcción de la personalidad individual es la vivencia subjetiva de ser amado. Desde que nace, el niño va procesando su relación con sus padres en términos de amor, pero se trata de un amor complejo, que no se parece mucho al amor romántico (esa sublime simplificación). El amor complejo con que se construye la personalidad es un proceso relacionalmente nutricio, que, lejos de consistir en un fenómeno puramente afectivo, posee ingredientes cognitivos, emocionales y pragmáticos. Hay, pues, un pensar, un sentir y un hacer amorosos.

Para construir una personalidad madura, el niño necesita percibirse reconocido como individuo independiente, dotado de necesidades propias que son distintas de las de sus padres. La falta de reconocimiento, o desconfirmación, es un fracaso de la nutrición relacional en el terreno cognitivo que puede comportar serios handicaps para la construcción de la personalidad. Igual ocurre, sin salir del componente cognitivo de la nutrición relacional, con la descalificación, que es un fracaso de la valoración de las cualidades personales por parte de figuras relevantes del entorno relacional.

Los padres pueden ser tiernos y cariñosos con sus hijos y manifestarse incapaces de reconocerlos o valorarlos adecuadamente. Pero también puede ocurrir lo contrario, siendo entonces el plano emocional el que registre el fracaso de las funciones parentales. Es el caso de los padres que son distantes, rechazantes u hostiles con sus hijos porque los perciben como obstáculos para su propia realización individual o como aliados del otro en una situación de disarmonía conyugal. Las carencias nutricias en la relación con un progenitor pueden ser compensadas por el otro, pero no siempre se producen o son suficientes tales compensaciones. Y, en cualquier caso, una personalidad madura no puede construirse sin los aportes emocionales de la nutrición relacional, que son el cariño y la ternura.

En cuanto a los componentes pragmáticos del amor complejo o nutrición relacional, se resumen principalmente, en lo referente al vínculo parento-filial, en la sociabilización, con su doble vertiente, protectora y normativa. Una buena acomodación del indivíduo con la sociedad es fundamental para la supervivencia y, en gran medida, es responsabilidad de los padres, exigiendo, para ser plenamente exitosa, un acoplamiento adecuado de protección y normatividad. Pero, eventualmente, una y otra pueden fracasar, tanto por defecto como por exceso. La personalidad del niño podrá, entonces, acusar las consecuencias negativas.

En base a este bagaje fundamental, el niño organiza su experiencia relacional en términos narrativos, es decir, construyendo historias que dotan de sentido a cuanto le acaece. Y algunas de estas historias son seleccionadas para constituir la identidad, en la cual el individuo se reconoce a sí mismo y sobre la que no acepta fácilmente transacciones. El contenido de la narrativa individual, tanto de la que es identitaria como de la que no lo es, así como la relación entre ambas, constituye la trama relacional de la personalidad. Es importante que la identidad sea sólida, ni escuálida ni hipertrófica, para que sirva de anclaje adecuado a una narrativa no identitaria que debe ser lo más rica y variada posible. Y ni qué decir tiene que la nutrición relacional, en tanto que amor complejo, constituye el motor que anima la construcción de toda la estructura.

 

Parentalidad y conyugalidad

Desde esta perspectiva, resulta obvia la importancia de la familia como crisol de la personalidad. Más allá de unos factores genéticos, sin duda existentes aunque difíciles de evaluar e imposibles de modificar, la familia es el principal vehículo de los condicionantes culturales y, además, el espacio donde se generan y desarrollan los estímulos relacionales más influyentes sobre la maduración individual (la nutrición relacional). No debería, pues, sorprender que se focalice a la familia a la hora de comprender algunos de los más importantes enigmas concernientes a la personalidad normal y patológica. Y, más aún, ha de tratarse de una focalización exigente en rigor conceptual y rica en matices, que no se limite a contemplar a la familia como un lugar donde se socializa a los niños enseñándolos a imitar conductas adaptadas. La ecuación compleja que es la nutrición relacional se compone, como hemos visto, de elementos múltiples y sutilísimos que dependen de la idiosincrasia de cada familia. Con todo, es posible extraer algunas leyes generales.

El entorno inmediato del niño, es decir, su familia de origen, está organizado por dos dimensiones relacionales de gran importancia, encarnadas generalmente por los padres. Se trata de la conyugalidad y la parentalidad (Linares, 1996), que representan sendas versiones de la nutrición relacional, entendida respectivamente como amor conyugal y amor parental.

La conyugalidad, en una pareja con vocación de familia, se fundamenta en una reciprocidad cognitiva, emocional y pragmática, mediante la cual ambos miembros negocian un acuerdo que implica un pensar amoroso (reconocimiento y valoración), un sentir amoroso (ternura y cariño) y un hacer amoroso (deseo y sexo, principalmente). Todo ello exige el intercambio, es decir, un ejercicio de dar y recibir de forma equilibrada, con un importante componente igualitario.

En contraste, la parentalidad se apoya en una relación complementaria, es decir, desigual, en la que el dar y el recibir no pueden estar equilibrados. No hay duda de que los padres reciben una fuerte gratificación por la cría de sus hijos, pero la cadena es básicamente lineal, y, en beneficio de la especie, cada generación paga con la que le sigue la deuda que contrajo con la precedente. El amor parental comporta, al igual que el conyugal, elementos cognitivos que implican reconocimiento y valoración, y emocionales, que pasan por el cariño y la ternura. En cuanto a los componentes pragmáticos, las diferencias son radicales, puesto que el hacer amoroso parental consiste, fundamentalmente, en el ejercicio de la sociabilización. Ésta no es otra cosa que una preparación adecuada para integrarse en la sociedad, y se compone de dos integrantes de igual importancia: la normatividad, que debe garantizar el respeto de la sociedad por el indivíduo, y la protección, encargada de que ese respeto sea recíproco.

Dependiendo de que cumpla o no las condiciones del amor conyugal, la conyugalidad será armoniosa o disarmónica. Con todo, la armonía implica la capacidad de resolver razonablemente los conflictos conyugales, incluso mediante la separación y el divorcio, por lo que, a los efectos de su influencia sobre los hijos, se pueden considerar parejas conyugalmente armoniosas aquéllas que negocian adecuadamente, con independencia de su estado civil. Por otra parte, conyugalidad y parentalidad son variables relacionales independientes, aunque con un cierto grado de influencia recíproca. Por eso vale la pena considerar las posibilidades de una conservación o de un deterioro primarios de la parentalidad, previos a cualquier influencia que sobre ella pueda ejercer la conyugalidad.

Al igual que la personalidad individual se construye con identidad y narrativa, el sistema familiar se articula en términos de mitología y organización. La mitología familiar es el espacio donde convergen y del que brotan las narraciones individuales de los miembros del sistema. Constituye, por tanto un territorio de negociación narrativa, cuyo resultado son los mitos, en los que coexisten un clima emocional determinado, elementos cognitivos, que son los valores y las creencias, y elementos pragmáticos, que son los rituales. A su vez, la organización es el resultado del desarrollo evolutivo de las estructuras familiares a lo largo del ciclo vital, y en ella se distinguen aspectos tan importantes como la jerarquía, la cohesión y la adaptabilidad. Mitología y organización familiares se condicionan mutuamente, a la vez que brindan un marco relacional riquísimo para la construcción y el desarrollo de la personalidad de los miembros del sistema.

 

Disfunciones relacionales familiares

La combinación de las dos dimensiones relacionales descritas, conyugalidad y parentalidad, crea, según su predominio relativo, cuatro grandes modalidades posibles de familia de origen, como muestra la Figura nº 1. De ellas, la definida por la conyugalidad armoniosa y la parentalidad primariamente conservada es la que más posibilidades ofrece de aportar una nutrición relacional plenamente satisfactoria. En ella, los padres tienen una buena capacidad de resolver adecuadamente los conflictos que viven como pareja, a la vez que crían a sus hijos con una buena oferta amorosa a niveles cognitivo, emocional y pragmático.

Las familias con tendencias disfuncionales ocupan los restantes tres cuadrantes de la Figura nº 1, siempre en función del estado en que se hallen en ellas las citadas dimensiones relacionales, parentalidad y conyugalidad. Se distinguirán, así, familias trianguladoras, deprivadoras y caotizadoras.

Las familias trianguladoras son aquéllas en las que se combina una conyugalidad disarmónica con una parentalidad primariamente conservada. Los padres, razonablemente implicados de entrada en cubrir las necesidades nutricias de los hijos, pueden perder el rumbo ante la irrupción de serias dificultades para resolver sus propios conflictos conyugales. Y, eventualmente, recurren a los hijos con diversas propuestas de alianza, creándoles unos problemas que denotan el deterioro secundario de la parentalidad. Desde este punto de vista, y sin excluir otras posibles acepciones del término (Goldbeter, 1.999), definimos la triangulación como la implicación disfuncional de los hijos en la resolución de los problemas relacionales de los padres.

Cuando los padres no presentan dificultades relevantes en el plano conyugal, pero se muestran incompetentes primariamente en el ejercicio de la parentalidad, hablamos de deprivación, situación generadora de importantes carencias en la nutrición relacional de los hijos. Esta modalidad de familia suele atender las necesidades materiales de éstos, e incluso ofrecerles modelos positivos de sociabilización desde una adecuada o, incluso, eventualmente excesiva normatividad. Son padres formalmente bien adaptados, que no llaman la atención de los servicios sociales y que son bien valorados por los de salud mental, si bien fracasan a los niveles más profundos en los que sus propias necesidades nutricias priman sobre las de los hijos.

Si la conyugalidad disarmónica coexiste con la parentalidad primariamente deteriorada, la situación relacional en que se produce la crianza de los hijos puede ser calificada de caótica. Se trata de familias con gravísimas carencias nutricias, que exponen a sus hijos a toda clase de riesgos, entre los cuales no son el menor los severos defectos en la sociabilización. Sin embargo, por ser tan evidentes sus carencias, estas familias pueden generar fácilmente recursos compensatorios, tanto externos como internos. Los externos vienen de la mano de intervenciones correctoras, terapéuticas o solidarias, ya sean espontáneas o profesionales, mientras que los internos son un efecto colateral de la conyugalidad disarmónica, que puede provocar reacciones parentales paradójicas en uno de los progenitores.

 

Los trastornos de la personalidad en la nosología psiquiátrica

Desde los primeros intentos de clasificar los trastornos mentales, se describieron cuadros caracterizados por conducta inadaptada, escasa productividad social y falta de conciencia moral. Emil Kraepelin, en la edición de 1915 de su famoso manual de psiquiatría, introdujo el término Personalidad Psicopática, que, acorde con las directrices imperantes en la Alemania de aquel tiempo, adquirió las connotaciones de ser una patología heredo- degenerativa de raices biológicas. Esa fue la concepción dominante mientras duró el liderazgo alemán de la psiquiatría, y el personaje que mejor la ilustraba era el delincuente inmoral o amoral, que acababa su vida en la cárcel o en el manicomio.

“M el vampiro de Dusseldorf”, la espléndida película de Fritz Lang, sirve de buen ejemplo. Un paidófilo asesino en serie tiene aterrorizada a la ciudad alemana, a la vez que preocupada al hampa, puesto que la policía, activada por sus crímenes, está interfiriendo seriamente en los negocios mafiosos de los malhechores habituales. Por eso éstos deciden dar caza al vampiro, al que, en una siniestra farsa de lo que luego sería la justicia nazi, procesan y condenan. La magistral interpretación de Peter Lorre muestra a la perfección la terrible paradoja del psicópata, a la vez víctima y verdugo.

Pero la derrota del nazismo hizo imposible mantener unas propuestas que estaban demasiado contaminadas de complicidad con los horrores de los campos de concentración. Además, Partridge había introducido en Estados Unidos el término Sociopatía, mucho más acorde con la ideología americana del New Deal, saturada de optimismo sociológico (Partridge, 1930). Por supuesto que el sueño americano también podía fracasar, pero cuando esto ocurría, en los barrios marginales de las grandes ciudades, el personaje emblemático era un gangster violento aunque razonablemente sociabilizado.

El Chicago de la Ley Seca en los años treinta del siglo veinte es un buen marco, también mimado por el cine, para estos inadaptados parasociales, los Al Capone y compañía, verdadera aristocracia de la sociopatía. Se codeaban con las autoridades corruptas en medio del lujo, mientras, solidarios con su clan, dirimían a tiro limpio sus diferencias con otras bandas y con la policía.<7p>

En los años 50, el movimiento americano de trabajo social desembarcó en el campo de la salud mental, encontrando que el término de sociopatía era aún demasiado médico para su gusto. El objeto característico de la intervención de los trabajadores sociales seguía siendo el mismo, es decir, la violencia, el abuso, la drogodependencia y, en definitiva, la marginación y la pobreza, pero, desde su epistemología, se propuso, como alternativa, el nuevo concepto de Familia Multiproblemática, que supuso un paso más en la sociologización del campo. Siempre se ha debatido, y se sigue haciendo en nuestros días, si la pobreza es un factor relevante en el deterioro de la salud mental (Costello, 2003).

En “Ladybird ladybird”, un bello film de Ken Loach, una pobre mujer que intenta salir del abismo junto con sus hijos, es acosada por los servicios sociales, que no creen en sus posibilidades de regeneración junto a un inmigrante que la ama, y continúan percibiéndola como caótica y potencialmente peligrosa para los menores.

Simultáneamente, el síndrome o trastorno borderline, que pronto se convertiría en Trastorno Límite de Personalidad, surgía con la intención de llenar el espacio existente entre psicosis y neurosis, que era, en cierto modo, el que ya ocupaba la antigua psicopatía. Sólo que, ahora, ésta renacía desprovista de contenidos geneticistas y con una clara voluntad de comprensión psicoanalítica.

El trastorno límite de personalidad es, aunque sea implícitamente, el diagnóstico más popular de la historia del cine, y si no ahí están las películas de los actores malditos, tipo James Dean o Marlon Brando, los rebeldes sin causa, las leyes de la calle, o los guiones inspirados en Tennessee Williams o Patricia Highsmith. Personajes torturados, empecinados en su autodestrucción antes de rendirse al mundo convencional o al autoritarismo paterno.

Con el paso de los años, el T.L.P. no ha cesado de distanciarse de su primer significado psicopatológico de trastorno limítrofe psico-neurótico, para asumir contenidos propios de la personalidad psicopática. Y, aún en la actualidad, amplios sectores de opinión lo siguen considerando incurable y se sorprenden cuando mejoran en el curso de un tratamiento (Gunderson, 2003).

 

Los trastornos de la personalidad en la psiquiatría actual

Y llegamos así al último paso significativo de la nosología psiquiátrica para clasificar los trastornos de personalidad. La American Psychiatric Association, en su serie de manuales diagnósticos y estadísticos de los trastornos mentales (los sucesivos DSM), acaba distinguiendo un Eje II, propio de los trastornos de la personalidad, distinto del Eje I, que corresponde a los trastornos clínicos.

La intención es buena, puesto que sin duda se trata de flexibilizar el diagnóstico, admitiendo la posibilidad de múltiples variantes dentro de cada entidad clínica, en función da la personalidad subyacente. Sin embargo, en la práctica, se introduce una dicotomía profunda entre síntomas clínicos y personalidad, que no tienen que guardar relación mútua. Como veremos más adelante, esta separación no tiene ninguna justificación desde el punto de vista psico-relacional, que, de forma natural, impone una continuidad entre las distintas manifestaciones psicológicas, normales y patológicas.

El Eje II del DSM-IV-TR (American Psychiatric Association, 2000) distingue tres grupos de Trastornos de la Personalidad:

— Grupo A: Trastorno Paranoide, Trastorno Esquizoide y Trastorno Esquizotípico de Personalidad.

— Grupo B: Trastorno Antisocial, Trastorno Límite, Trastono Histriónico y Trastorno Narcisista de Personalidad.

— Grupo C: Trastorno por Evitación, Trastorno por Dependencia y Trastorno Obsesivo- Compulsivo de la Personalidad.

Resulta evidente que, con alguna pequeña modificación (paso del Trastorno Histriónico del Grupo B al Grupo C), los tres grupos resultan superponibles a las tres grandes áreas de la psiquiatría clásica: Psicosis (Grupo A), Psicopatías (Grupo B) y Neurosis (Grupo C). Pero, para lo que aquí interesa, vale también reparar en las características específicas del grupo B.

Por una parte, el panorama se enriquece notablemente con la inclusión de tres modalidades distintas y complementarias: un patrón de desprecio y violación de los derechos de los demás (el Trastorno Antisocial), un patrón de inestabilidad impulsiva en las relaciones interpersonales (el Trastorno Límite) y un patrón de grandiosidad, necesidad de admiración y falta de empatía (el Trastorno Narcisista).

Por otra parte, desaparece casi totalmente la dimensión social de los trastornos de la personalidad, antaño representada por las sociopatías y, de forma extrema, por las familias multiproblemáticas. Para encontrar sus restos en el DSM-IV, hay que excavar en la letra pequeña del Eje I, donde, bajo el epígrafe Otros problemas que pueden ser objeto de atención clínica, aparecen fenómenos como: problemas de relación (paterno-filiales, conyugales, entre hermanos), problemas relacionados con el abuso o la negligencia (abuso físico, abuso sexual, negligencia de la infancia), comportamiento antisocial en la niñez o la adolescencia, así como en la edad adulta, etc. En definitiva, una verdadera desintegración y dispersión de los aspectos más sociales de los trastornos de la personalidad, que, en la práctica, impiden su manejo diagnóstico por parte de los clínicos.

 

Los trastornos de la vinculación social

Todas las denominaciones utilizadas por la psiquiatría para hacer referencia a los trastornos de la conducta con déficit de adaptación social y supuestamente centrados en estructuras patológicas de la personalidad, han sido propuestas desde perspectivas parciales y sesgadas, carentes de una visión integrada del ser humano. Así ocurre con la psicopatía biologicista, con la sociopatía y la familia multiproblemática sociologistas y, desde luego, con los trastornos de la personalidad del DSM-IV, artificialmente separados del resto de manifestaciones psicopatológicas.

En coherencia con la definición de personalidad propuesta aquí desde una perspectiva relacional, el trastorno de personalidad subyace necesariamente a toda manifestación psicopatológica estructurada, puesto que no hay saltos de continuidad en el psiquismo. Distinguiremos, pues, cuatro grandes áreas psicopatológicas, dotadas todas ellas de un espacio de personalidad problemática específica, y argumentaremos a favor de la existencia de unas ciertas peculiaridades relacionales subyacentes, también específicas. Se trata de las tres grandes categorías de la psiquiatría clásica, a las que se vendría a añadir una cuarta correspondiente a las depresiones, desgajadas del campo psicótico:

1. Trastornos Neuróticos: recuperan la antigua denominación, agrupando los diversos trastornos con el denominador común de la ansiedad, incluida la distimia.

2. Trastornos Psicóticos: coinciden, a grandes rasgos, con el correspondiente capítulo del DSM-IV, estructurados en torno a las esquizofrenias y las psicosis delirantes.

3. Trastornos Depresivos: corresponden al espacio de la antigua psicosis maniaco-depresiva, incorporando su separación del tronco psicótico propuesta por el DSM-IV, y reconociendo el mucho mayor peso específico de lo depresivo respecto de lo maníaco.

4. Trastornos de la Vinculación Social: herederos de la antigua psicopatía, y definidos como trastornos de la conducta con déficit de adaptación social, impulsividad y destructividad.

 

Algunas hipótesis relacionales para los trastornos de la personalidad

Reflexionando sobre las disfunciones relacionales más importantes que se puedan producir bajo el signo de la triangulación, la deprivación y la caotización (Figura nº 1), es posible describir algunas correspondencias con las áreas psicopatológicas que se acaban de referir y, en consecuencia, con las personalidades problemáticas específicas subyacentes (los llamados trastornos de la personalidad). La Figura nº 2 muestra un posible esquema ubicatorio de tales correspondencias.

Los Trastornos Neuróticos se sitúan plenamente dentro del espacio de las triangulaciones (Fig. nº 2, “1”). En efecto, desde la metáfora edípica que inspiró la teoría psicoanalítica de las neurosis, éstas están asociadas a una situación relacional definida por una alianza con un progenitor y una relación conflictiva con el otro. Es evidente que la disarmonía conyugal subyacente en la pareja parental, junto con un interés primario por los hijos que hace de ellos aliados apetecibles, constituye el caldo de cultivo adecuado para el desarrollo de estas triangulaciones, que llamaremos manipulatorias. Los síntomas neuróticos pueden anidar en los entresijos de estas relaciones trianguladas, que admiten numerosas fórmulas y combinaciones. Pero, además, aquí se ubicarán trastornos de la personalidad del grupo C, definidos preferentemente por la ansiedad, como el de evitación y el obsesivo-compulsivo, así como, eventualmente, el histriónico, correspondiente al grupo B.

Los Trastornos Psicóticos (Fig. nº 2, “2”) pueden ser entendidos, desde el punto de vista relacional, como un resultado de la desconfirmación, fenómeno comunicacional consistente en la experiencia subjetiva de la negación de la propia existencia por parte de figuras relevantes de las que se depende. Aunque la desconfirmación se produce con las máximas frecuencia e intensidad en situaciones de triangulación, también puede darse en las de deprivación y caotización. Similar distribución seguirán los trastornos de la personalidad del grupo A, a saber, el esquizoide, el esquizotímico y el esquizotípico.

Los Trastornos Depresivos responden a una pauta relacional presidida fundamentalmente por la exigencia y la falta de valoración o descalificación, que tiende a producirse con frecuencia en el espacio de las deprivaciones (Fig. nº 2, “3”). Se trata, sobre todo, de la llamada depresión mayor, que se acompaña en su ubicación relacional del trastorno depresivo de personalidad (anunciado por la A.P.A. como de inminente inclusión en un futuro D.S.M. V) y, eventualmente, del trastorno de la personalidad por dependencia, correspondiente al grupo C. La prolongación del área depresiva hacia el espacio de las caotizaciones (Fig. nº 2, “4”) corresponde al trastorno bipolar, que, aún teniendo en común con la depresión mayor el substrato de descalificación, suele mostrar, a diferencia de aquélla, una conyugalidad disarmónica.

En cuanto a los Trastornos de la Vinculación Social, que constituyen el tema central de este artículo, aparecen distribuidos entre los tres espacios relacionales disfuncionales (Fig. nº 2, “5”). Aplicando la lógica del DSM-IV, se trataría de trastornos de la personalidad en estado casi puro, sin otra mezcla de manifestaciones clínicas inscribibles en el Eje I que aquellos otros problemas que pueden ser objeto de atención clínica a que se hizo referencia más arriba. Sin embargo, se incluirán en este apartado las principales variantes de inadaptación social que, a lo largo de la historia de la psiquiatría, han sido tipificadas y descritas como trastornos psicopatológicos. Se distinguirán así tres grandes grupos:

1.- Sociopatías. Trastornos de la vinculación social caracterizados fundamentalmente por su relación con la pobreza y otros factores sociales desestabilizantes, como la inmigración de riesgo. Existe una amplia coincidencia con las familias multiproblemáticas, tratándose de personas que desarrollan una cierta parasociabilidad no exenta de habilidades relacionales. Tienden a depender de los servicios sociales y a conectarse con iguales, con el peligro de caer en redes marginales y mafiosas.

2.- Trastornos Límite. Trastornos de la vinculación social caracterizados fundamentalmente por la tendencia a la impulsividad y al aislamiento, como resultado del fracaso en el establecimiento de relaciones sociales estables. Son personas inadaptadas laboralmente, con una gran inestabilidad relacional, que pueden desarrollar múltiples y cambiantes síntomas de las constelaciones neurótica, psicótica y depresiva.

A falta de ulteriores investigaciones que permitan su eventual desgajamiento, se incluirán en este grupo los trastornos narcisistas, caracterizados por una conducta grandiosa y arrogante y una tendencia a envidiar y explotar a los demás. Por el momento carecemos de datos para describir sus bases relacionales, y tenemos la impresión de que no son muy distintas de las que asignamos a los trastornos límite.

3.- Trastornos Antisociales. Trastornos de la vinculación social caracterizados fundamentalmente por la tendencia a la agresividad y la destructividad, con marcados rasgos impulsivos y carencia de normatividad y sentido moral. Es en este grupo donde pueden manifestarse más fácilmente conductas delictivas graves, aunque existen importantes vías de paso con sociopatías y trastornos límites.

 

Hipótesis relacionales específicas para los trastornos de la vinculación social: 1. Las sociopatías

En la Fig. nº 2, “5”, se observan distintas áreas que se distribuyen por los tres espacios de disfuncionalidad relacional, correspondientes a las triangulaciones, las deprivaciones y las caotizaciones.

Las sociopatías se sitúan de pleno en el espacio de las caotizaciones (Fig. nº 2, “6”), definido por una conyugalidad disarmónica y una parentalidad primariamente deteriorada. Se trata, en efecto, de familias que, desde muy pronto, a menudo desde la constitución de la pareja fundacional, fracasan tanto en el plano conyugal, sumiéndose en un mar de desavenencias y desencuentros, como en el parental, incurriendo en negligencias masivas para con los niños. Ambos rasgos pueden aparecer de la mano de circunstancias vitales críticas y novedosas, pero es más frecuente que se transmitan intergeneracionalmente, promovidos por la cultura de la pobreza y del desarraigo social en que estas familias se suelen hallar hundidas.

Los padres, a menudo desde muy jóvenes, se pelean continuamente, protagonizando episodios de notable violencia que les conduce a abandonarse y separarse, tantas veces como a reconciliarse y volverse a juntar. La fidelidad no es una cualidad muy relevante en ese contexto, por lo que no resulta extraño que se establezcan relaciones esporádicas con terceras personas, a veces en un clima de franca promiscuidad, ni que, en los abandonos resultantes, proliferen las familias monoparentales. Si la violencia puede ser expresión de la frustración conyugal, vehiculizada por la impulsividad y las tendencias actuadoras, el sexo se convierte en una seudo-solución, encargada de crear la ficción de un vínculo sólido, en realidad inexistente. Por eso estas parejas comunican una impresión de apasionamiento tormentoso, contradictorio y desconcertante, capaz de confundir a observadores ingenuos.

En semejante atmósfera, tan explosiva como caótica, los niños vienen al mundo con el sello de estar abandonados a su destino. La condición prolífica de estas familias desorienta a los servicios sociales, que tienden a atribuirla a la pura irresponsabilidad, siendo así que su sentido es más complejo. Irresponsables, sí, si por tal se entiende carentes de la capacidad reflexiva que permita anticipar las necesidades de los niños y garantizar su satisfacción, pero también aferrados desesperadamente a una parentalidad prolífica, físicamente pujante, en contraste con su deterioro relacional. De nuevo aquí se asiste a una atribución de significado simbólico, que quiere ver en los vínculos parentales el arraigo transgeneracional de que tan dramáticamente se carece. Por eso, paradójicamente, y no sólo por ganas de fastidiar, estas familias reaccionan con fiereza cuando se ven amenazadas con la pérdida de los hijos.

Pero, mientras tanto, no hay duda de que éstos pueden correr una suerte incierta, al albur de una caoticidad que, a veces, manifiesta poseer leyes crueles. Mal vestidos, mal alimentados y con escasa higiene personal, llaman la atención en el colegio por su impuntualidad y absentismo, o por ser portadores de estigmas de violencia física. Los vecinos denuncian el abandono, cuando no son motivo de una trágica noticia de accidente doméstico, con el trasfondo relacional de las peleas de los padres, las visitas intempestivas de amantes no menos violentos y el contínuo abuso de alcohol y otras drogas. Y no puede extrañar que todo ello tenga efectos sobre la personalidad de los niños, que, cuando menos, se desarrollará con una sociabilización defectuosa, tanto en la vertiente normativa como en la protectora.

Pero las familias caóticas tienen una cualidad muy importante: su capacidad, también paradójica, de generar recursos relacionales en lo que, de entrada, parece un terreno nutricionalmente yermo. Estos recursos proceden, indistintamente, del interior o del exterior del sistema, y pueden ser entendidos como reacciones ecológicas ante la profunda carencia estructural, exhibida provocadoramente a los cuatro vientos. Cuando más honda es la sima que separa a los progenitores y más sumidos están éstos en dinámicas destructivas, uno de ellos puede reaccionar tomando el timón familiar y salvando a los niños del naufragio. Además, en cualquier momento, la familia extensa puede intervenir sacando fuerzas de flaqueza para suministrar una ayuda modesta pero oportuna. Por no hablar de otros agentes externos, tanto espontáneos como profesionales, que son incitados a intervenir para hacer frente a las carencias de todo tipo que la situación evidencia. Estas intervenciones pueden resultar contraproducentes si se realizan exclusivamente desde perspectivas controladoras, represoras o sustitutorias, pero, muy a menudo, suponen aportes de nutrición relacional que resultan preciosos para la maduración de la personalidad de los niños.

He ahí una de las razones de que, aún siendo estas familias relacionalmente caóticas un vivero de sociopatía, no todos sus miembros sigan ese sendero. Las restantes razones son atribuibles a la complejidad y a la incertidumbre.

 

Los trastornos límite

La ubicación de los Trastornos Límite en el esquema de las disfuncionalidades relacionales básicas en la familia de origen (Fig. nº 2, “7”) muestra dos variantes posibles, una en el espacio de las triangulaciones y otra en el de las deprivaciones. Tal es también, por el momento, la hipótesis concerniente al Trastorno Narcisista, incluyendo el Narcisismo Maligno (Kernberg, 1984 ).

Las triangulaciones surgen cuando una parentalidad primariamente conservada se ve deteriorada secundariamente por el impacto de una conyugalidad disarmónica, lo cual facilita que los hijos se vean invitados a participar, con escasas posibilidades de resistirse, en los juegos relacionales disfuncionales de los padres. Como ya hemos visto, existen diversas modalidades de triangulación, entre las cuales las manipulatorias se relacionan con los fenómenos neuróticos y las desconfirmadoras con los psicóticos. En este contexto, podemos llamar triangulación equívoca a una situación relacional en la que los padres, muy separados entre sí, descuidan la crianza del hijo en la interesada creencia de que es el otro el que se encarga de ella. Cada uno cumple con sus funciones a regañadientes, sin disimular demasiado su cansancio y su contrariedad, sintiendo que lo que se ve obligado a hacer es el injusto resultado de la inhibición del otro. En una variante, el niño dispone de un progenitor muy cercano, casi fusional, que no admite la menor vacilación en la incondicionalidad de la relación, mientras que el otro aprovecha la ocasión para alejarse inflexiblemente. A la larga, cuando el ciclo vital impone dinámicas autonomizadoras, el primero acaba distanciándose a su vez. También puede ocurrir que el progenitor aliado sea frío y poco nutricio, mientras que el antagónico sea más cálido e intenso, pero rígido y autoritario. Ninguno de los dos ofrece, en cualquier caso, un agarradero sólido para vincularse.

En el espacio de las deprivaciones se desarrollan dinámicas relacionales definidas por una parentalidad primariamente deteriorada y una conyugalidad armoniosa, generalmente bajo el signo de la complementariedad. Los padres, bien avenidos entre sí, se muestran incapaces de atender a las necesidades nutricias del hijo, al que perciben como molesto y lleno de defectos. Si predomina la exigencia y la escasa valoración de sus esfuerzos, es probable que el resultado se encamine por la vía de la depresión mayor, pero si lo que destaca es una actitud de rechazo, mezclada con una pseudo-hiperprotección que apunta más a sacudirse la fastidiosa presencia demandante del hijo que a satisfacer sus necesidades, se estarán sentando las bases para el desarrollo de un trastorno límite. En ambos casos se ve profundamente afectada la nutrición relacional del niño, bajo una superficie de exquisito respeto por las apariencias de adecuación social. Pero, si en el primero se produce una hipersociabilidad normativa, que convierte al depresivo en esclavo de la honorabilidad de la fachada, en el segundo la normatividad social fracasa, y con ella la capacidad de construir vínculos estables.

 

El trastorno antisocial

La Fig. nº 2, “8” muestra a los Trastornos Antisociales situados a caballo entre el espacio de las deprivaciones y el de las caotizaciones. Y es que, en efecto, en ambos pueden darse las circunstancias para unas pautas de conducta antisocial que suponen una profunda desnutrición relacional teñida por el fracaso más rotundo de la normatividad.

La raiz deprivada del trastorno antisocial puede activarse cuando, en el contexto relacional del trastorno límite deprivado, el rechazo del hijo se hace tan evidente que domina sobre cualquier conato sociabilizador. En cuanto a la raiz caótica, puede ser operativa cuando las duras condiciones de la sociopatía no se ven atemperadas por recursos compensatorios internos o externos. En ambas circunstancias, se sientan las bases para el desarrollo de conductas que implican el desprecio y la violación de los derechos de los demás, que se convierten en objetos de satisfacción inmediata de los deseos y caprichos propios. Verdaderos depredadores humanos, los sujetos así criados ilustran mejor que otros la máxima de que el mal existe, y no es otra cosa que la ausencia de amor.

 

Consideraciones finales

Todo cuanto queda expuesto concerniente a los trastornos de la personalidad se apoya en una investigación clínica sobre las bases relacionales de la psicopatología, que se viene desarrollando desde hace años y que ha dado ya algunos frutos relevantes en los campos de los trastornos depresivos (depresiones mayores y distimias) (Linares y Campo, 2000) y de las psicosis (Linares, Castelló y Colilles, 2001). En la actualidad está en marcha el programa correspondiente a los trastornos de la personalidad, que se desarrollará durante los próximos años.

Los trastornos de la personalidad no constituyen un territorio independiente en el campo de la psicopatología ni son superponibles de forma arbitraria o aleatoria a las restantes manifestaciones sintomáticas. Por el contrario, existe un continuum coherente en la mente humana, que hace que una personalidad específica esté necesariamente presente en cualquier fenómeno psíquico, normal o patológico.

Los cuatro grandes espacios de la psicopatología, neurosis, psicosis, depresiones y trastornos de la vinculación social, poseen, en consecuencia, sus respectivas dimensiones de personalidad problemática, que, a su vez, se corresponden con otras tantas áreas de disfuncionalidad relacional. De entre los cuatro, los trastornos de la vinculación social, herederos de las antiguas personalidades psicopáticas, son los que conforman el objeto preferente de reflexión de estas páginas, dividiéndose a su vez en tres grupos dotados de sustratos relacionales diferentes en las familias de origen: las sociopatías (caotizaciones), los trastornos límite (triangulaciones y deprivaciones) y los trastornos antisociales (deprivaciones y caotizaciones).

La delincuencia y el crimen, máximas y extremas expresiones de los trastornos de la vinculación social, pueden ser alcanzados desde cualquiera de sus variantes, pero también desde la normalidad relacional y desde la ausencia de psicopatología, dependiendo de las circunstancias individuales, familiares y sociales concurrentes (Lykken, 1995).

Como, igualmente, la infinita capacidad del ecosistema de generar recursos relacionalmente nutricios, puede convertir en resilientes a los sujetos marcados por las circunstancias más adversas, salvándolos de incurrir en éstas y en otras patologías.

 

Referencias

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