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Clínica y Salud

versión On-line ISSN 2174-0550versión impresa ISSN 1130-5274

Clínica y Salud vol.19 no.3 Madrid ene./dic. 2008

 

ARTÍCULO

 

El dolor en los pacientes con artritis reumatoide: variables psicológicas relacionadas e intervención

Pain in patients with rheumatoid arthritis: psychological variables and interventions

 

 

Marta M. Redondo Delgado1

Leticia León Mateos1

Miguel Á. Pérez Nieto1

Juan A. Jover Jover2

Lydia Abasolo Alcázar2

1Universidad Camilo José Cela

2Hospital Clínico de Madrid

 

 

RESUMEN

El dolor es un síntoma principal en los pacientes con Artritis Reumatoide (AR), generalmente determinando su ajuste a la enfermedad y su calidad de vida global. Este artículo presenta una revisión y discusión sobre el dolor en pacientes con AR desde un enfoque psicológico basado en las investigaciones recientes. Se repasan los trabajos que han evaluado las emociones negativas en los pacientes con AR, aquellos que han explorado y explicado su papel sobre el dolor del enfermo, así como un compendio de las técnicas psicológicas más efectivas para el manejo del dolor. Las conclusiones muestran que el dolor es un problema central en los pacientes con AR. Las emociones negativas, que parecen estar presentes de forma más marcada en los pacientes con AR que en la población sana, son predictores significativos del dolor. Por otra parte, los estudios sugieren que el enfoque cognitivo-conductual es eficaz para los pacientes con AR en la mejora no sólo del dolor sino también en el ajuste psicológico a la enfermedad, mostrando un beneficio adicional para los pacientes con AR que reciben tales intervenciones como complemento del cuidado médico habitual. Para el futuro, el artículo sugiere la necesidad de realizar más estudios sobre los patrones de emocionalidad negativa y estrategias de afrontamiento es muestras españolas.

ABSTRACT

Pain is a key symptom in patients with rheumatoid arthritis (RA), usually determining the patient's adjustment to illness and his/her overall quality of life. Based on recent research, this article provides a review and discussion of RA pain from a psychological approach. Negative emotions and their relations to pain are assessed, and the most effective psychological techniques for pain management are described. It is concluded that pain is a key symptom in RA patients, being frequently predicted by negative emotions –which are more prevalent in RA patients than in the general population. Moreover, studies suggest that the cognitive-behavioural approach is effective in RA patients since it improves not only the pain but also the psychological fit to the disease, being an additional benefit for RA patients when this approach adds to the standard medical care. With a view to the future, this paper suggests the need of further studies with Spanish samples on negative emotions and coping skills patterns related to pain.

Palabras clave

Dolor, Artritis reumatoide, Variables psicológicas, Intervención.

Key words

Pain, Rheumatoid Arthritis, Psychological variables, Interventions.

 

 

Introducción

Este artículo está dedicado a la revisión del dolor en los pacientes con Artritis Reumatoide (AR), una patología que se inserta dentro de las llamadas enfermedades reumáticas, musculoesqueléticas (ME) o enfermedades del aparato locomotor. A la hora de explorar los aspectos psicológicos son muchas las investigaciones que han trabajado con muestras en las que se incluyen pacientes de este grupo de enfermedades musculoesqueléticas, pero de patologías diferentes. Sin embargo, aunque todas ellas tienen en común como desenlace el dolor, la merma o incluso la pérdida de la función física, se trata de un grupo de enfermedades demasiado amplio y heterogéneo en lo que se refiere a variables tan relevantes como la etiología, el curso, los síntomas asociados o el pronóstico (Candelas, 2004). Tanto es así, que cada vez más manuales de Psicología de la Salud recogen capítulos o apartados específicos sobre AR, además de los clásicos de dolor crónico (Nezu, Nezu y Geller, 2003).

La AR es una enfermedad crónica, sistémica y de carácter autoinmune, lo que supone ya una diferencia importante con otras patologías del grupo. El sistema inmune se altera y empieza a atacar al propio cuerpo y además, aunque la afectación principal está en las articulaciones, las alteraciones pueden aparecer también en los pulmones o el corazón. La etiología es desconocia y su curso totalmente impredecible, con períodos de calma que se alternan con otros de exacerbación, los llamados brotes, episodios de inflamación que pueden llegar a dejar secuelas en las articulaciones afectadas y en los que el dolor se intensifica (Fausett, 2004). Además, la AR afecta no solo a la calidad de vida del que la padece, por su naturaleza altamente discapacitante, sino también a su cantidad, ya que la esperanza de vida de estos pacientes se reduce entre cuatro y diez años (Guedes, Sumont-Fischer, Leichter-Nakache y Boissier, 1999).

El dolor adquiere en la AR un papel protagonista. Ha sido sin duda el síntoma más ampliamente estudiado y su reducción constituye el primer objetivo de todos los especialistas que trabajan en el campo, más allá lógicamente del control de la actividad de la enfermedad (Young, 1992). Por su propia naturaleza, el dolor se presenta como un síntoma incapacitante en sí mismo para el paciente con AR, y es considerado por muchos autores como la consecuencia más importante y de mayor impacto de la enfermedad (Keefe y Bonk, 1999). Así lo refieren también los propios pacientes que lo consideran más importante que cualquier incapacidad tanto psicológica (como la depresión o la ansiedad) como física (en la movilidad, actividades de la casa o de diario), a la hora de utilizar medicación y a la hora de juzgar su estado de salud y el estado de su enfermedad reumática (Kazis, Meenan y Anderson, 1983).

El peso que tiene el dolor en la AR se evidencia también si tenemos en cuenta los parámetros en los que se basan los reumatólogos para la evaluación y el seguimiento de la enfermedad. Estos parámetros, que fueron acordados en la conferencia OMERACT (Outcome Measures in Rheumatoid Arthritis Clinical Trials) celebrada en Maastricht en 1992 (OMERACT, 1993) y ratificados posteriormente por el American College of Rheumatology- ACR (Felson, 1993), la Organización Mundial de la Salud- OMS, la European Leagues Against Rheumatism- EULAR y la International Leagues Against Rheumatism- ILAR (Boers, Tugwell, Felson, Van Riel, Kirwan y Edmonds, 1994), son básicamente dos, y en ambos el dolor es una variable central: 1) el número de articulaciones dolorosas y el número de articulaciones tumefactas, calculado a partir de distintos índices, 2) el dolor global evaluado por el enfermo, medido normalmente a partir de una Escala Analógico Visual (EAV).

Justificada la importancia del dolor en la AR, el presente artículo persigue hacer una revisión de las variables psicológicas que parecen estar más relacionadas con la experiencia de dolor del paciente, y que más atención han recibido en la literatura, las llamadas emociones negativas (ansiedad, depresión e ira). Se repasarán los estudios que han evaluado su presencia en la población de pacientes con AR, así como aquellos que se han centrado en explorar el papel que juegan dichas emociones en el dolor del enfermo. Finalmente, se revisarán también las intervenciones psicológicas que se están llevando a cabo para el manejo del dolor en AR, con las oportunas sugerencias derivadas de los trabajos revisados en el primer punto.

 

Evaluación de las emociones negativas en la AR

Al revisar este punto nos encontramos con una importante limitación; hay muchos trabajos que han estudiado la depresión en pacientes con AR, pero muchos menos de ansiedad y apenas ninguno de ira. En muestras españolas esto es todavía más significativo, lo que nos lleva a comenzar resaltando la necesidad de llevar a cabo estudios que incluyan exclusivamente pacientes con AR, dadas las características diferenciales de esta enfermedad.

Las revisiones clásicas llevadas a cabo en el campo muestran consenso absoluto a la hora de señalar que la prevalencia de la depresión en pacientes con AR es considerablemente mayor a la de la población general, siendo muy similar a la de los pacientes con otras enfermedades médicas (Creed, 1990; Young, 1992). Estos datos son apoyados por un estudio de meta-análisis (Dickens, McGowan, Clark y Creed, 2002) en el que se revisaron los trabajos que compararon los niveles de depresión de las personas con AR con los niveles de depresión de la población general. De los 12 estudios encontrados se concluye que la depresión es más común en las personas con AR que en el conjunto de la población.

También en el caso de la ansiedad, los estudios de revisión coinciden en afirmar que los niveles de esta emoción son mayores en los pacientes con AR que en la población normal (Craig, 1994; Creed, 1990) y algunos trabajos apuntan que la incidencia de trastornos de ansiedad en esta población es más elevada que en la población general (Asmudson, Jacobson, Allerdirgs y Norton, 1996).

Sin embargo y a pesar de este acuerdo entre las investigaciones revisadas, se encuentran datos de prevalencia tremendamente dispares. Probablemente esta dispariedad tenga que ver con algunas limitaciones de los trabajos que a continuación señalaremos. Cuando revisamos la evaluación que se ha hecho de la depresión y la ansiedad en los pacientes con AR nos encontramos que han sido evaluadas no tanto como emociones, sino más como patologías. En la mayor parte de los casos se han tomado instrumentos específicos para la evaluación de síntomas depresivos o de ansiedad, o escalas de depresión y ansiedad de instrumentos que medían variables más generales, como la personalidad, estableciendo a partir de ahí puntos de corte. Tras evaluar a un grupo más o menos representativo de pacientes con AR y en función del número de pacientes que sobrepasaban el punto de corte establecido, se concluye que ese tanto por ciento de pacientes con AR presentan ansiedad o depresión, estimando así la prevalencia de ambas en la población general de pacientes con AR en ese porcentaje. Pero desde el punto de vista clínico esto no es muy correcto, ya que no se sabe a qué trastorno se están refiriendo, si es que se corresponde con alguno. Son muy pocos los trabajos en los que se han empleado instrumentos de evaluación que permiten llegar a diagósticos según criterios estandarizados, en los que sí se puede por tanto hablar de prevalencia de determinados trastornos. Los trabajos que sí lo han hecho (sólo en el caso de la depresión) muestran índices de prevalencia sensiblemente más bajos que los del resto de los estudios (Frank, Beck, Parker, Kashani, Elliott, Haut, Smith, Atwood, Brownlee-Duffeck, Kay, 1988; McWilliams, Cox y Enns, 2003). Según señalaban los propios autores, es probable que los estudios que evaluan la depresión sin seguir criterios estandarizados hayan sobreestimado su presencia en pacientes con AR, o tal vez al emplear criterios estandarizados se demostraba que, mientras que los síntomas de depresión son comunes en la AR, los trastornos depresivos como tal son mucho menos frecuentes. Es decir, evaluando la depresión como patología se deja sin explorar un porcentaje importante de pacientes que presentan seguramente altos niveles de estas emociones, sin llegar a cumplir criterios para el diagnóstico de un trastorno.

Un camino que se ha seguido para superar este problema es el empleo de un grupo control de pacientes sanos con el que poder comparar los resultados de los pacientes con AR en las variables tristeza y ansiedad. En los últimos años algunas investigaciones han empleado estos diseños, encontrando efectivamente que los niveles de ansiedad y depresión son significativamente mayores en los pacientes con AR que en los sujetos sin la enfermedad (Hill, Gill, Taylor, Daly, Dal Grande y Adams, 2007; Isik, Koca, Ozturk y Mermi, 2007; Shih, Hootman, Strine, Chapman y Brady, 2006). En el 2008 ha sido publicado un potente trabajo en el que se evaluaban trastornos de ansiedad y del estado de ánimo en pacientes con AR, comparándolos con pacientes sanos, en 17 países de diferentes regiones del mundo. Los resultados muestran una mayor prevalencia de estos trastornos en los pacientes con AR que en los sujetos sin la enfermedad (He, Zhang, Lin, Bruffaerts, Posada-Villa, Angenneyer, Levinson, de Girolamo, Udaet al., 2008).

También referido a los instrumentos para evaluar la depresión y la ansiedad en pacientes con AR se ha alertado sobre la existencia de otro problema metodológico que, de no ser controlado, puede estar sesgando los resultados de algunas investigaciones. Existen muchos síntomas propios de la depresión, como la fatiga, los problemas de sueño, o incluso los dolores musculares y articulares, y otros de la ansiedad, como la tensión muscular o la activación autonómica, que son a la vez manifestaciones típicas de la AR. Según algunos autores, el solapamiento entre síntomas puede elevar falsamente la evaluación de la depresión y la ansiedad, y sobrestimar su prevalencia en la población de pacientes con AR. Este problema parece estar presente tanto si se utilizan entrevistas clínicas estandarizadas para la evaluación, como si se usan cuestionarios estandarizados. Para dar solución a este problema algunos autores sugieren la posibilidad de eliminar de las escalas que evalúan la tristeza/depresión y la ansiedad aquellos items que recogen síntomas típicos de la AR (como por ejemplo el dolor muscular o articular) (Larsen, Taylor y Asmundson, 1997; McCracken, Gross, Aikens y Carnrike, 1996).

Para cerrar este punto de la evaluación nos parece interesante señalar que todos los trabajos revisados arrojan datos de medidas totales de la ansiedad y la tristeza. Si lo que nos interesa es la evaluación de estas emociones en profundidad para poder guiar mejor las intervención que llevemos a cabo con esta población quizá sería interesante el empleo de instrumentos que permiten además la evaluación del perfil de expresión de las emocinoes en el triple sistema de respuestas.

Algunos de los problemas señalados se trataron de solventar en una investigación que llevamos a cabo en la que se evaluaron los niveles de emocionalidad negativa (ansiedad, depresión e ira) en una muestra de 106 pacientes con AR, comparándolos con una muestra de 81 participantes sanos. Ambas muestras fueron evaluadas mediante instrumentos que aportan medidas sobre el triple sistema de respuestas, en el caso de la ansiedad y la tristeza, y las distinas formas de expresión y control en el caso de la ira. Además, las escalas fisiológicas de las pruebas que evaluaban la ansiedad y la tristeza fueron corregidas a partir de la eliminación de los items que un comité de expertos (reumatólogos y psicólogos) juzgó podían solaparse con los síntomas de la enfermedad. Tras realizar una prueba "t" de diferencia de medias, los resultados mostraron que los pacientes con AR puntuaban significativamente por encima que la población sana sin dolor en todas las escalas de ansiedad y depresión, con niveles de significación que alcanzan una p=0.000 en las medidas totales y en las escalas cognitiva, fisiológica (también la corregida) motora, tendencia suicida, ansiedad de evaluación y ansiedad ante situaciones de la vida cotidiana (Redondo, 2005).

La ausencia de trabajos que han estudiado la ira en la población de pacientes con AR es todavía más marcada que en el caso de la ansiedad. Las investigaciones revisadas muestran consenso a la hora de afirmar que los pacientes con dolor crónico en general presentan niveles más altos de ira que la población sin dolor (Brown, Robinson, Riley y Gremillion, 1996; Fernandez y Turk, 1995; Gaskin, Greene, Robinson, y Geisser 1992; Okifujy, Turk y Curran, 1999). Además de estudiar medidas generales de rasgo, muchos de estos estudios se han centrado en la evaluación de los estilos de expresión de esta emoción, poniendo de manifiesto que la expresión de ira hacia dentro (ira interna) es mayor entre los individuos con dolor crónico que en la población normal sana (Feuerstein, 1986; Franz, Paul, Bautz, Choroba e Hildebrandt, 1986; Hatch, Schoenfeld, Boutros, Seleshi, Moore y Cyr-Provost, 1991). En el caso de nuestro estudio, se encontraron puntuaciones significativamente mayores en los pacientes con AR que en la población sin dolor en una de las escalas de rasgo (la de temperamento) y en las escalas de expresión de ira interna y externa, y puntuaciones significativamente menores en las de escalas de control de ira (tanto interno como externo), así como en el índice de expresión de ira.

 

El papel de las emociones negativas en el dolor del paciente con AR

Asumido ya que los pacientes con AR presentan mayores niveles de emocionalidad negativa que la población sin dolor, aun cuando son necesarios más estudios que superen las limitaciones señaladas, resulta lógica la necesidad de intervenir en este punto que está restando la calidad de vida del paciente. Pero convendría además revisar si estas emociones juegan algún papel en el dolor que sufre el enfermo de AR.

Depresión y dolor

Se ha encontrado un buen número de trabajos que han tomando como variable dependiente el dolor y estudiado a partir de ahí los factores que predicen o explican su aparición, refiriéndose a la depresión como uno de estos factores, a través de análisis de varianza o de regresión. Con este diseño, se ha observado que la depresión predice el dolor y la discapacidad en los pacientes con AR (Dobkin, Filipski, Looper, Schieir y Baron, 2008; Feldman, Schaffer-Neitz y Downey, 1999; Katz y Yelin, 1993; Smith y Zautra, 2008). Es más, algunos estudios apuntan que aunque existen relaciones significativas entre distintas medidas de la actividad de la enfermedad (velocidad de sedimentación globular-VSG y el número de articulaciones afectadas) y los niveles de dolor, el predictor más fuerte del dolor no son estas variables médicas, es decir el estado en la actividad de la enfermedad, sino las medidas de depresión.

A la hora de explicar los motivos por los que la depresión puede predecir o explicar la presencia de mayores niveles de dolor, se ha argumentado que la sintomatología depresiva parece producir una disminución en el umbral de dolor (Silvestrini, 1986) y en la tolerancia al dolor (Sternbach, 1982), así como una amplificación somatosensorial (Barsky y Wyshak, 1990). Algunos trabajos señalan que la mayor preocupación de los depresivos por su cuerpo, unida a las interpretaciones negativas de las sensaciones fisiológicas detectadas, activaría los receptores nocioceptivos (Fields, 1991).

Ansiedad y dolor

En lo que se refiere a la ansiedad, un buen número de los estudios se han centrado en la evaluación de la llamada ansiedad o miedo al dolor, que se ha convertido en un constructo esencial en los modelos cognitivo- conductuales que explican el dolor, evaluada normalmente empleando la Pain Anxiety Simptoms Scale-PASS (McCracken, Zayfert y Gross, 1992). Mediante el empleo de este instrumento, las investigaciones muestran que elevados niveles de ansiedad al dolor mantenidos en el tiempo, van a predisponer a una mayor intensidad de dolor. De este modo, los pacientes que experimentan ansiedad al dolor refieren un dolor más pronunciado, experiencias más prolongadas de dolor y mayor evitación de las situaciones de dolor, que aquellos pacientes que sufren dolor pero sus niveles de ansiedad son menores (Gaskin et al., 1992; McCracken et al., 1996).

Para explicar el por qué de esta relación son muchos los autores que han recurrido a los mecanismos atencionales como variables mediadoras. La ansiedad al dolor lleva a los pacientes a estar más alerta hacia cualquier síntoma físico que pueda estar relacionado con problemas de salud, es decir les lleva a un estado de hipervigilancia hacia el dolor o hacia cualquier estímulo doloroso (McCracken, Faber y Janeck, 1998; Peters, Vlaeyen y Cuneen, 2002). La presencia de hipervigilancia ha sido probada en pacientes con fibromialgia y en pacientes con AR, de forma que los sujetos con estas dos patologías médicas parecen ser significativamente más sensibles a un ruido aversivo y a la estimulación somática que los controles sanos (Ferguson y Ahles, 1998; McDermid, Rollman y McCain, 1996). Pero no sólo están más hipervigilantes, sino que además interpretan erróneamente los síntomas físicos que perciben, que son con frecuencia magnificados e interpretados de forma catastrofista y amenazante, lo que parece aumentar la percepción en la intensidad del dolor, y se han relacionado con un peor ajuste conductual a la enfermedad (Asmundson, Kuperos y Norton, 1997; Crombez, Eccleston, Baeyens y Eelen, 1998; Edwards, Bingham, Bathon y Haythornthwaite, 2006; Vlaeyen y Linton, 2000).

Otra de las hipótesis que se ha planteado para explicar las relaciones entre ansiedad y dolor se centra en los cambios fisiológicos que se asocian a la ansiedad, como los responsables del desarrollo y el mantenimiento del dolor en algunas patologías musculoesqueléticas. Para sustentar esta idea, se ha argumentado que la ansiedad libera catecolaminas, sensibiliza periféricamente o estimula los nociceptores, lo que puede aumentar los niveles de dolor (Janssen, Arntz, y Bouts, 1998). También como respuestas somática característica de la ansiedad encontramos el aumento de la tensión muscular, que parece traer consigo aumentos en los niveles de dolor, al menos en los trastornos reumatológicos o musculoesqueléticos. Además, los estudios llevados a cabo han demostrado que esta tensión muscular no es de carácter difuso, sino que parece localizarse en la musculatura específica del trastorno, provocando por tanto un agravamiento del mismo (Burns, Johnson, Devine, Mahoney y Pawl, 1998; Flor, Birbaumer, Schugens y Lutzenberg, 1992).

Ira y dolor

Finalmente, en lo que se refiere a las relaciones entre la ira y el dolor los trabajos muestran que tanto la expresión interna como externa de la ira parecen aumentar la percepción de dolor (Gelkopf, 1997; Okifujy et al., 1999; Quartara y Burns, 2007; Schmidt, 1999). Las explicaciones que se han planteado para dar cuenta de esta relación sugieren, que la experiencia de ira (independientemente de cómo se exprese) está asociada a determinados cambios fisiológicos, como el aumento de la tensión muscular, que van a traer consigo aumentos en los niveles de dolor (Burns, Wiegner, Derleth, Kiselica y Pawl, 1997; Flor y Turk, 1989). En este sentido, algunos estudios han explorado el papel de la ira en la alteración del funcionamiento de los opiáceos endógenos, encontrando que los sujetos que muestran mayores puntuaciones en ira externa presentan menores niveles de analgesia por opiáceos en una tarea de dolor inducido en laboratorio (Bruehl, Burns, Chung, Ward y Johnson, 2002).

En el caso de la expresión de ira externa, los estudios hablan de problemas en las relaciones interpersonales de los sujetos con dolor en su entorno más próximo, contra el que probablemente expresen su ira, que parecen relacionarse con aumentos en los niveles de dolor (Lane y Hobfoll, 1992). Además la ira puede convertirse en un obstáculo en el tratamiento del paciente con dolor crónico (Burns et al., 1998; Fernández y Turk, 1995).

 

La Intervención psicológica en el dolor pacientes con AR

A lo largo de las páginas anteriores se ha encontrado suficiente fundamentación para justificar una intervención psicológica en los pacientes con AR. Dicha intervención va a tener como uno de los objetivos prioritarios que el paciente sea capaz de manejar su experiencia del dolor, en algunos casos de forma directa, a través del aprendizaje de determinadas técnicas, y en otros de un modo indirecto, a partir del manejo de otras variables psicológicas como las emociones negativas, que como ya se ha comentado ejercen un efecto claro sobre el dolor.

Los trabajos que han revisado las intervenciones psicológicas llevadas a cabo en los pacientes con AR señalan como las técnicas más empleadas las terapias cognitivoconductuales dirigidas al manejo del dolor (Dixon, Keefe, Scipio, Perri y Abernethy, 2007; Chambless, Babich y Crits-Christoph, 1995; Young, 1992). En estos trabajos se muestra como dichas terapias consiguen reducciones en los niveles de dolor de los pacientes, por encima de los grupos control empleados. Pero además, en algunos de ellos se consiguen también incrementos en la funcionalidad de los pacientes (Appleabaum, blanchard, Hicking y Alfonso, 1988), reducciones significativas en los recuentos articulares, que es una variable indicadora de la actividad de la enfermedad Bradley, Young, Anderson, Turner, Agudelo, McDaniel, Pisko, Semble y Morgan, 1987; O'Leary, Shoor, Lorig y Holman, 1988), o por lo menos enlentecimientos en el progreso o avance de la misma (Leibing, Pfingsten, Bartmann, Rueger y Schuessler, 1999). Esta demostrada eficacia ha hecho que el Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos (NIH, 1996) haya reconocido la terapia cognitivo-conductual como un tratamiento eficaz para el dolor en AR.

La terapia cognitivo-conductual está sujeta básicamente a una orientación teórico-científica, que limita el tipo de intervención a una serie de técnicas, pero que no define protocolos específicos. La estructura que es fácil encontrar en muchos de los trabajos vistos hasta el momento, encaja con la llevada a cabo en los estudios de Keefe y Van Horn (1993) o el de Paker, Iverson, Smarr, Stucky-Roop (1993) que estructuran la intervención en una o dos horas de duración por cinco o diez semanas, impartiendo las sesiones psicólogos, y en ocasiones, otros profesionales entrenados. En estos programas se pone especial énfasis en el aprendizaje de nuevas técnicas dirigidas al control y al manejo del dolor, que se convierte en el verdadero objetivo de la intervención. Para ello, se desarrollan sesiones puramente informativas o educacionales sobre el dolor y su naturaleza; además se realiza entrenamiento en relajación y también se ponen en práctica técnicas cognitivas, como por ejemplo la reestructuración, y técnicas conductuales como la planificación de actividades y objetivos; previniendo también las recaídas. Aunque este puede ser un programa típico de intervención, actualmente podemos encontrar también trabajos que se apoyan en instrumentos como el video a la hora de evaluar conductas asociadas al dolor y que presentan resultados interesantes (Romano, Jensen, Turner, Good y Hops, 2000). Los trabajos más novedosos incluyen también la aplicación de la Terapia cognitivo-conductual mediante programas de Internet, que facilita la administración a aquellos pacientes con dificultades para asistir de forma regular a un programa, logrando mejoras significativas del dolor en los pacientes con AR (Lorig, Ritter, Laurent, Plant, 2008).

Dentro de las intervenciones llevadas a cabo en pacientes con AR encontramos también los llamados "programas de automanejo de la artritis" -ASMC- (Lorig, Lubeck, Kraines, Seleznich y Holman, 1985). Se trata de programas de carácter educativo que sin embargo incluyen instrucciones en relajación y toma de decisiones. Es más, en desarrollos posteriores se sugiere la inclusión de elementos cognitivo- conductuales (Lorig, Chastain, Ung, Shoor y Holman, 1989), ya que aunque los programas educativos pueden resultar beneficiosos (Daltroy y Liang, 1991; Donovan, 1991), algunos trabajos presentan dudas sobre su efectividad, al menos, en relación con el dolor (Riesman, Taal, Brus, 1997), y es que, probablemente, muchas de las aportaciones de los programas educativos en AR pueden incluirse en programas de intervención cognitivo-conductual.

También la hipnosis se ha empleado para el manejo del dolor en los pacientes con AR, aunque con mucha menor frecuencia. Desde que en 1964 Stein presentara los datos de un estudio de caso único en el que se empleó con éxito esta técnica para la reducción del dolor en una paciente con AR, otros trabajos han corroborado su eficacia con muestras más amplias de pacientes con AR (Domangue, Margolis, Licherman y Kaki, 1985; Gay, Philippot y Luminet, 2002; Horton- Hausknecht, Mitzdorf y Melchart, 2000).

Pero más allá del entrenamiento en técnicas dirigidas directamente al manejo del dolor, las terapias cognitivo-conductuales implementadas en pacientes con AR deberían incluir el manejo de las emociones negativas como objetivos definidos y operativizables, dada la probada relación de estas variables con el dolor, además de la merma que su presencia supone para la calidad de vida de los pacientes. Sin embargo y a pesar de su relevancia, las terapias cognitivo-conductuales empleadas con pacientes con AR no suelen incluir el entrenamiento de forma directa en el manejo de la afectividad negativa (la depresión, la ansiedad y la ira). Sí se encuentran algunas intervenciones que no pueden ajustares al marco de la terapia cognitivo-conductual, pero que se han centrado por completo o parcialmente en el manejo de emociones. Así, Kelley, Lumley y Leisen (1997), presentan un trabajo centrado en la revelación emocional de acontecimientos estresantes, con resultados que plantean serias dudas sobre la eficacia de la intervención, al menos en relación al dolor. Un trabajo reciente muestra como terapias eficaces para el manejo del dolor en pacientes con AR las técnicas cognitivo- conductuales y la técnica Mindfulness Based Stress Reduction (MBSR), pero señala que aquellos pacientes con mayores niveles de depresión se benefician más de esta última, que está más centrada en la autorregulación emocional (Zautra, Davis, Reich, Tennen, Irwin, Nicasio, Finan, Kratz y Parrish, 2008). Por su parte, Kowarsky y Glazier (1997), en una intervención básicamente educativa, focalizan algunas de las sesiones del programa en el miedo, la ira y la depresión, obteniendo resultados positivos si se comparan con el asesoramiento individual del paciente.

Unido al manejo de las emociones negativas, también algunas intervenciones con pacientes con AR están centrándose en el entrenamiento en correctas estrategias de afrontamiento. La revisiones publicadas en el campo (Jensen, Turner, Romano y Karoly, 1992; Redondo, Cano-Vindel y Pérez Nieto, 2001; Rodríguez Parra, Esteve y López, 2002; Jensen, Turner, Romano y Karoly (1992) muestran que las estrategias de afrontamiento pasivas, centradas en la emoción, evitativas y cognitivas correlacionan con mayores niveles de dolor, mientras que las estrategias de afrontamiento activas, centradas en el problema, dirigidas al dolor y conductuales están relacionadas con menores niveles de dolor. Con estos datos, las intervenciones psicológicas que han trabajado el aumento de las estrategias de afrontamiento más adaptativas, han demostrado significativas reducciones en la incapacidad tanto física como psicológica de los pacientes con AR, así como en sus niveles de dolor (Keefe, Caldwell, Williams, Gil, Mitchell, Robertson, Martínez, Nunley, Beckham, Crisson y Helms, 1990).

En definitiva, de estos datos se deriva la necesidad de ampliar los objetivos de los programas cognitivo- conductuales dirigidos a los pacientes con AR. Las técnicas pueden ser las mismas, pero han de dirigirse no solo al manejo del dolor sino también de las emociones negativas y los estilos de afrontamiento.

Por otro lado, se han encontrado estudios que han revelado que los factores cognitivo-conductuales disfuncionales que predicen un empeoramiento a largo plazo de la enfermedad se establecen durante los primeros años de la enfermedad (Evers, Kraaimaat, Geenen, Bijlsma, 1997; Evers, Kraaimaat, Geenen, Bijlsma, 1998; Smith, Wallston, Dwyer, Dowdy, 1997). Los análisis retrospectivos de estudios con terapias cognitivo-conductuales sugieren mayor efectividad en pacientes con AR de inicio más reciente, indicando cambios más favorables en los primeros 7 años de la enfermedad (Kraaimaat, Brons, Geenen, Bijlsma, 1995; Sinclair y Wallston, 2001). Los últimos avances en la investigación sobre dolor crónico sugieren que la efectividad de la terapia cognitivo conductual puede ser optimizada cuando se aplica de forma temprana, incluso adaptada a los pacientes con riesgo de desarrollarlo. Para probar si esto se cumplía también en AR, Evers, Kraaimaat, van Riel y de Jong (2002) realizaron un ensayo randomizado seleccionando a pacientes con una duración de la enfermedad menor de 8 años, encontrando una mejoría de la función física del paciente, incluyendo el dolor.

Para concluir, algunos trabajos enfatizan también sobre la importancia de un programa específico para AR logra mejores resultados que un global para el dolor crónico, y que cada enfermedad debe tratarse de manera específica con el fin de optimizar el resultado de éstos programas (Lorig, Ritter, Plant, 2005).

 

Conclusiones

Aunque la AR es una enfermedad compleja en cuanto a su sintomatología y su evolución, el dolor es sin duda uno de los elementos centrales, tanto para el paciente como para todos los especialistas que trabajan en el campo, y su manejo se convierte en uno de los objetivos primordiales de unos y otros. Los tratamientos farmacológicos no siempre son efectivos en este punto, lo que ha motivado la búsqueda de otras variables que expliquen el dolor del paciente que sufre AR. Entre estas variables, las llamadas emociones negativas han tomado un papel protagonista.

De la revisión de los estudios que han explorado las emociones negativas en los pacientes con AR, lo primero que se concluye es la necesidad de trabajos que tomen exclusivamente muestras de pacientes con AR, dadas las peculiaridades de esta patología, sobre todo en el estudio de la ira. Esta ausencia de estudios es todavía más marcada si buscamos muestras españolas. Además, se han señalado otras limitaciones que marcan resultados dispares en los niveles de emocionalidad negativa de los pacientes con AR, y que tienen que ver con: la evaluación de la ansiedad y la depresión como trastornos y no como emociones, lo que deja fuera a un importante número de sujetos que padecen altos niveles de emocionalidad negativa pero no llegan a cumplir criterios para el diagnóstico de un trastorno; el empleo de instrumentos generales, que no permiten llegar a un diagnóstico a partir de criterios estandarizados, a partir de los cuales se establecen puntos de corte y se arrojan datos de prevalencia de trastornos clínicos; la ausencia de grupos control con los que comparar la muestra de pacientes con AR; o el empleo de instrumentos cuya escala fisiológica contiene items que se solapan con algunos síntomas de la enfermedad. Más allá de estas limitaciones, existe consenso en afirmar que los pacientes con AR presentan mayores niveles de depresión, ansiedad e ira que la población normal (Creed, 1990; Dickens et al., 2002).

Pero la presencia de emociones negativas, además de restar la calidad de vida del paciente, predice de forma significativa mayores niveles de dolor (Dobkin, Filipski, Looper, Schieir y Baron, 2008; Feldman, Schaffer-Neitz y Downey, 1999; Gaskin et al., 1992; Gelkopf, 1997; Katz y Yelin, 1993; McCracken et al., 1996; Okifujy et al., 1999; Quartara y Burns, 2007; Schmidt, 1999; Smith y Zautra, 2008).

Para explicar esta relación se ha apelado en primer lugar a los cambios fisiológicos que cursan asociados a las emociones negativas. La sintomatología depresiva parece producir una disminución en el umbral de dolor (Silvestrini, 1986) y en la tolerancia al dolor (Sternbach, 1982), así como una amplificación somatosensorial (Barsky y Wyshak, 1990). Por su parte, entre las respuestas somática características de la ansiedad y la ira encontramos el aumento de la tensión muscular, que trae consigo aumentos en los niveles de dolor, al menos en los trastornos reumatológicos o musculoesqueléticos. Además, esta tensión muscular no es de carácter difuso, sino que parece localizarse en la musculatura específica del trastorno, provocando por tanto un agravamiento del mismo (Burns, Johnson, Devine, Mahoney y Pawl, 1998; Flor, Birbaumer, Schugens y Lutzenberg, 1992). De igual modo, la ansiedad libera catecolaminas, sensibiliza periféricamente o estimula los nociceptores, lo que puede aumentar los niveles de dolor (Janssen, Arntz, y Bouts, 1998), y la ira (en este caso su expresión externa) se relaciona con menores niveles de analgesia por opiáceos, en una tarea de dolor inducido en laboratorio (Bruehl, Burns, Chung, Ward y Johnson, 2002).

También se ha apelado a variables cognitivas para explicar la relación entre las emociones negativas y el dolor. La tendencia a la hipervigilancia que aparece tanto en la depresión como en la ansiedad, lleva a los sujetos a atender de forma marcada a su dolor. Pero además, los sujetos con ansiedad y depresión suelen hacer interpretaciones amenazantes y catastrofistas de las sensaciones fisiológicas detectadas. Todo ello se traduce en un aumento de la experiencia de dolor (Asmundson, Kuperos y Norton, 1997; Crombez, Eccleston, Baeyens y Eelen, 1998; Edwards, Bingham, Bathon y Haythornthwaite, 2006; Fields, 1991; McCracken, Faber y Janeck, 1998; Peters, Vlaeyen y Cuneen, 2002). En lo que se refiere a la ira, en este caso a su expresión externa, y además de los cambios fisiológicos ya mencionados, los estudios hablan de problemas en las relaciones interpersonales de los sujetos, que se relacionan con aumentos en los niveles de dolor (Lane y Hobfoll, 1992).

Respecto a la intervención psicológica para el manejo del dolor en los pacientes con AR, la mayor parte de los tratamientos de eficacia probada son de tipo cognitivo-conductual, y con un esquema similar que conjuga sesiones educacionales sobre el dolor y su naturaleza, entrenamiento en relajación, técnicas cognitivas como por ejemplo la reestructuración, y técnicas conductuales como la planificación de actividades y objetivos. Además deberían incluir el manejo de las emociones negativas y de correctas estrategias de afrontamiento como objetivos definidos y operativizables, y aplicarse de forma temprana para conseguir la mayor efectividad. También se ha demostrado que la eficacia de las intervenciones es mayor si está diseñada específicamente para AR en lugar de para dolor crónico en general y que las intervenciones aplicadas de forma indirecta, por ejemplo, vía Internet se muestran eficaces en pacientes que no pueden recibirla de manera presencial.

 

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