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Psychosocial Intervention

versão On-line ISSN 2173-4712versão impressa ISSN 1132-0559

Psychosocial Intervention vol.23 no.3 Madrid Dez. 2014

https://dx.doi.org/10.1016/j.psi.2014.05.001 

Mujeres delincuentes violentas

Violent female offenders

 

 

Ismael Loinaz

Grupo de Estudios Avanzados en Violenia (GEAV), Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológico, Facultad de Psicología, Universidad de Barcelona, España

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

La delincuencia violenta femenina es poco atendida en países hispanohablantes. La presente revisión resume los principales avances acumulados internacionalmente en la última década (2003-2013) sobre el estudio de la mujer como sujeto violento y/o delincuente. Se analizan la violencia contra la pareja (VCP) y sexual cometida por mujeres, la evaluación de la psicopatía y del riesgo de violencia, el tratamiento de estas agresoras y su reincidencia. Aunque la amplitud temática impide analizar exhaustivamente todos los delitos (no se incluye el maltrato infantil, por ejemplo), la revisión permite concluir que: existen sesgos jurídicos y policiales en el tratamiento de la mujer delincuente, las mujeres pueden cometer el mismo tipo de VCP y con motivaciones similares a los hombres, la violencia sexual es poco frecuente pero existen muchas limitaciones en su estudio, la predicción del riesgo de violencia inespecífica es factible con las herramientas disponibles, la psicopatía es menos prevalente en mujeres pero las diferencias con varones se reducen en población juvenil, el conocimiento sobre el tratamiento de estas agresoras es muy limitado y sin evidencias sobre su efectividad y las tasas de reincidencia son bajas (aunque la información disponible es escasa). Se discuten las principales implicaciones y líneas de interés.

Palabras clave: Delincuencia femenina. Riesgo de violencia. Psicopatía. Tratamiento. Reincidencia


ABSTRACT

Female violent offending is an understudied topic in Spanish-speaking countries. This review explores the major research findings accumulated internationally over the last decade (2003-2013) about women's violence and crimes. The focus of the review is the intimate partner violence (IPV) and sexual violence committed by females, the psychopathy and violence risk assessment, and the treatment and recidivism of these female offenders. Although the female offender topic is too wide to review all crime typologies (child physical abuse is not included, for example) the review indicates that: there are legal and police biases in the treatment of women offenders; women can commit the same IPV and share the motivations of male offenders; sexual violence has a low prevalence, but there are many limitations in this research topic; predicting the risk of non-specific violence is feasible with the available tools; psychopathy is less prevalent among adult female offenders, although there are fewer differences with male offenders among adolescent samples; research about treatments is very limited and there are not effectiveness evidences; and last, recidivism rates for violent crimes are very low (in cases where information is available). Main implications and research lines are discussed.

Keywords: Female crime. Violence risk. Psychopathy. Treatment. Recidivism


 

 

La existencia de diferencias entre hombres y mujeres está constatada en la investigación psicológica. Estas se acentúan si el objeto de estudio es la conducta delictiva y violenta, donde se aducen factores biológicos y socio-educativos. Los recientes movimientos igualitarios han conseguido sacar a la luz problemas que hasta hace un par de décadas quedaban recluidos en la intimidad del hogar. El máximo exponente ha sido la violencia contra la pareja (VCP) y, por extensión, la violencia familiar y sexual. Sin embargo, los sectores más radicales han sido partidarios de ciertas formas de discriminación positiva que han generado desigualdades en contextos jurídicos, en algunos casos muy cuestionables. El caso que nos ocupa en esta revisión está relacionado con la necesidad de prestar atención de forma igualitaria a cuestiones como las variables psicológicas, los factores de riesgo o las medidas de prevención e intervención específicas para el caso de mujeres delincuentes violentas.

Pese a que se pueden encontrar trabajos en español sobre la mujer delincuente desde la década de los ochenta (p. ej., Clemente-Díaz, 1986), la bibliografía disponible en el contexto hispanohablante es significativamente escasa en comparación con la atención prestada en el ámbito anglosajón y comparada con la disponible para la delincuencia masculina. Los trabajos disponibles son mayoritariamente teóricos y ponen de manifiesto las limitaciones del conocimiento disponible (Romero, 2003; Romero y Aguilera, 2002; Vizcaíno, 2010). La necesidad de prestar mayor atención a un problema psicosocial al alza ya se señalaba al analizar los primeros programas específicos para mujeres en prisión en España (Lorenzo, 2002). Sin embargo, el análisis empírico de factores de riesgo y motivaciones delictivas es anecdótico (Norza, González, Moscoso y González, 2012; Sobral, Luengo, Gómez-Fraguela, Romero y Villar, 2007) y solo recientemente se comienza a prestar atención a aspectos como la victimización masculina (Santos-Iglesias, Sierra y Vallejo-Medina, 2013). Esta limitación hace necesaria una revisión de la situación internacional y la propuesta de líneas de interés para el desarrollo de la materia en nuestro contexto.

La delincuencia es un ámbito muy heterogéneo y amplio. Por eso, aunque a lo largo del texto se utilice el concepto "delincuencia femenina", mayoritariamente analizaremos a la mujer que comete delitos violentos (en contraposición a delitos que no implican violencia, como los relacionados con drogas o los económicos) y en especial violencia de pareja y sexual. En concreto, la revisión se centra en los sesgos existentes sobre el tema, la magnitud de la delincuencia femenina, el análisis de la VCP y la violencia sexual cometidas por mujeres, la evaluación del riesgo de violencia y de la psicopatía en mujeres y, por último, el tratamiento y la reincidencia en estas muestras. La revisión pretende ofrecer una visión general y multidisciplinar sobre el estado de la investigación en estos ámbitos de la delincuencia femenina, ofreciendo algunas claves sobre aspectos a los que prestar mayor atención.

El trabajo ha seguido un proceso de revisión de las principales bases de artículos y manuales científicos, incluidas PsycINFO, Web of Science, Scopus, ProQuest, ScienceDirect, Psicodoc y Dialnet. La revisión se ha centrado en los trabajos publicados en la última década, limitando la búsqueda a los años 2003-2013. Los principales términos de búsqueda en inglés, y en su traducción al español, fueron combinaciones de female y offender, violence, intimate partner violence, sexual violence, crime, psychopathy, risk assessment, legal bias, treatment y recidivism para completar el marco temático del trabajo. También se recurrió a los principales referentes bibliográficos señalados en los trabajos revisados. La selección de los trabajos se realizó por su especificidad (adecuación y representatividad del trabajo para el tema analizado) o amplitud del contenido (revisiones y meta-análisis).

Sesgo jurídico y policial

La primera cuestión relevante al abordar la delincuencia femenina es la existencia de un sesgo a favor de la mujer en los contextos jurídicos y policiales. Es bien sabido que distintos factores extralegales influyen en un veredicto. Entre otros, destacan la publicidad previa del caso y el atractivo, la edad, la etnia o el sexo de los implicados. La investigación ha puesto en evidencia que los estereotipos influyen en la percepción de la mujer delincuente (Russell, 2013). Ser mujer tiene implicaciones como ser considerada menos culpable, de menor riesgo o menos responsable al achacarse la conducta a presiones externas y no a factores individuales (McKimmie y Masser, 2010). Asimismo, a igualdad de delito la condena suele ser más corta para ellas (Embry y Lyons, 2012; Jeffries, Fletcher y Newbold, 2003; Rodriguez, Curry y Lee, 2006) y son tres veces más propensas a ser consideradas inimputables (Breheney, Groscup y Galietta, 2007).

La imagen social y estereotípica de las mujeres (p. ej., más débiles, víctimas objetivo, más creíbles y maternales) también ha jugado en contra de la aceptación de su papel como agresoras (Embry y Lyons, 2012). Al efecto que se ha dado históricamente al tratar de forma diferente a la mujer delincuente se le ha denominado caballerosidad, aunque también se ha considerado sexismo benevolente, paternalismo o incluso patriarcado (Franklin y Fearn, 2008). En esencia, las mujeres que se ajustan al estereotipo son tratadas de forma benévola mientras que las que se distancian son castigadas de forma más grave (véase Moore y Padavic, 2010).

Las agresiones femeninas, por ejemplo en contextos de VCP o maltrato infantil, son vistas como una amenaza menor para la víctima y menos capaces de causar daño. A su vez, son consideradas delito con menos frecuencia y, en caso de serlo, son tratadas de forma más indulgente (White y Dutton, 2013). Este sesgo es común en la percepción social, pero también afecta directamente a la reacción de la justicia y los cuerpos policiales (Brown, 2004; Cormier y Woodworth, 2008; Storey y Strand, 2012). En especial en VCP, existe una asimetría de género en la respuesta judicial que se da ante este tipo de agresiones, se considera más a las mujeres víctimas que posibles agresoras (Kingsnorth y MacIntosh, 2007) y es menos probable que se condene a las mujeres arrestadas (Henning y Feder, 2005; Henning y Renauer, 2005).

Magnitud de la conducta delictiva en la mujer

Las cifras sobre delincuencia femenina permiten afirmar que la prevalencia general es baja y en la mayoría de los casos significativamente inferior a la masculina. En la tabla 1 se muestran algunos porcentajes de representación femenina en distintos indicadores de estadísticas delictivas.

En España, el Ministerio del Interior (2013) cifraba en un 7.6% (5.225) la proporción de mujeres presas en 2012. El incremento, próximo al 50% desde 1990, corresponde a la tendencia general para el total de reclusos (de 33.058 a 68.597). Las mujeres cumplen condena principalmente por delitos contra la salud pública (48%) y contra el patrimonio y el orden socioeconómico (29.8%). Por otro lado, el total de detenciones era del 12%, con un incrementado del 7.4% de 2011 a 2012 (un 9.8% para el caso de las menores).

Las estadísticas anglosajonas muestran cifras de detenciones y condenas superiores, entre un 17% y un 23% (Blanchette y Brown, 2006). En una estimación global, se calcula que las mujeres pueden suponer hasta el 25% de la población delincuente (Cortoni, Hanson y Coache, 2010). El análisis de las estadísticas oficiales en las últimas décadas en EE.UU. (p. ej., Chesney-Lind y Pasko, 2013) permite concluir que la delincuencia femenina se ha incrementado. Las detenciones habrían evolucionado de un 10% en 1965, a un 15.8% en 1980 y casi un 25% actualmente (Van Wormer, 2010). A su vez, las actuaciones judiciales por delitos violentos se han incrementado un 83% desde 1991 (Carson y Golinelli, 2013).

Así pues, los registros muestran un incremento del número de mujeres detenidas y/o condenadas, principalmente por delitos contra la propiedad. El cambio en el patrón delictivo no parece sugerir un incremento en la violencia, sino que más bien puede ser resultado de cambios socio-políticos y del endurecimiento de la ley (Schwartz, Steffensmeier y Feldmeyer, 2009).

Violencia contra la pareja y violencia sexual cometida por mujeres

Desde el punto de vista psicosocial los delitos más relevantes son los violentos, aquellos en los que se aplican técnicas de evaluación del riesgo y programas de intervención y prevención. A continuación analizaremos la violencia de pareja y la violencia sexual cometida por mujeres.

Violencia contra la pareja. Aunque negada por los sectores feministas más radicales (que la atribuyen a la reacción de la mujer frente a la opresión o violencia masculina), la VCP ejercida por mujeres es una realidad señalada desde los primeros estudios epidemiológicos. Murray Straus, en su amplia trayectoria de investigación, ha puesto de manifiesto cómo esta puede afectar también a hombres y ha contribuido a la aceptación de la violencia de la mujer contra el hombre como un problema social (Straus, 2012). Sin embargo, el estudio de la temática se ha visto afectado por presiones sociales y la adhesión a lo "políticamente correcto" (Dutton, Nicholls y Spidel, 2005).

Ejemplo de la controversia existente son las disputas encabezadas por Johnson y Dutton. El primero feminista partidario del denominado paradigma de género (p. ej., Johnson, 2010) y el segundo firme opositor (p. ej., Dutton, 2010, 2012). En Johnson (2011) podemos encontrar un resumen detallado de esta polémica en el que el autor da respuesta a las frecuentes críticas al paradigma feminista. En esencia matiza las afirmaciones radicales, señalando la posibilidad de que las mujeres cometan el denominado "terrorismo íntimo", del mismo modo en que indica que la violencia situacional es la forma de violencia más frecuente (violencia que no busca ni el sometimiento, ni el control de la víctima, no hay "opresión masculina" ni reacción a la misma), es bidireccional y tiene graves consecuencias para ambos miembros de la pareja.

Straus (2011) señala que quienes apoyan la hipótesis de la simetría lo hacen desde los estudios de prevalencia, mientras que quienes la niegan lo hacen teniendo en cuenta los efectos de la victimización. Por lo tanto, se trataría de un debate ente perpetración y efectos. La revisión de 30 años de investigación pone en evidencia algunas artimañas utilizadas y los factores que han influido en la negación de la simetría en VCP, entre los que destacan los sesgos en las muestras, la manipulación de los estudios (con citas selectivas y omisión de datos sobre agresión femenina), la financiación de investigaciones parciales (excluyendo la agresión a hombres) o la focalización en la violencia más grave (Straus, 2010).

Langhinrichsen-Rohling (2010) llega a la conclusión de que las mujeres se ven implicadas tanto como los hombres en casi todos los tipos de VCP y que existen tres tipos de parejas con violencia bidireccional: aquellas en las que ambos miembros ejercen violencia para controlar, aquellas en las que ambos miembros tienen dificultades en su regulación emocional y aquellas con respuestas violentas culturalmente aceptadas e iniciadas por mujeres. Por ello, la utilización de las tradicionales intervenciones para agresores con perspectiva de género puede ser ineficaz con estas parejas. La revisión de 48 estudios publicados desde 1990 sobre violencia física confirma que en todo tipo de muestras la proporción de violencia que puede ser categorizada como bidireccional asciende al 57.5% y la prevalencia de violencia unidireccional cometida por mujeres es dominante en muestras epidemiológicas, escolares y comunitarias (Langhinrichsen-Rohling, Misra, Selwyn y Rohling, 2012). La bidireccionalidad, por tanto, es el patrón de violencia más común, sugiriendo un rol de la mujer suficientemente relevante como para requerir mayor atención, algo señalado también por Straus (2012).

En la revisión de los últimos diez años sobre estudios de prevalencia las conclusiones van en el mismo sentido (Desmarais, Reeves, Nicholls, Telford y Fiebert, 2012a, 2012b). La victimización física está presente tanto en víctimas femeninas (23.1%) como en masculinas (19.3%), aunque con diferencias según el tipo de muestra y sin analizar los efectos de la misma (como lesiones o muerte). Respecto a la agresión, el autoinforme es algo mayor en mujeres (28.3%) que en hombres (21.6%), aunque los estudios difieren mucho en las prevalencias indicadas y la operacionalización de la violencia. Al margen de estos resultados sobre prevalencias y autoinformes, debemos tener presente que las estadísticas oficiales sobre delitos graves siguen estando representadas por agresores varones y víctimas femeninas.

Una duda constante en la investigación sobre VCP ejercida por mujeres es la referente a la defensa propia. Trabajos al respecto indican que un porcentaje elevado de las mujeres detenidas por estas agresiones podrían ser víctimas que utilizan la defensa propia, aunque se añade que como mínimo un 20% agrede por dominación y control (Hamberger, 2005). Ellas informan con mayor frecuencia haber sido víctimas de violencia por parte de sus parejas (Busch y Rosenberg, 2004) y en programas para agresoras afirman usar la violencia para escapar o evitar la agresión y defenderse o defender a sus hijos, no para conseguir poder o control (Miller y Meloy, 2006). Las mujeres están más implicadas en denuncias cruzadas, pero es imposible conocer la medida en que han agredido en defensa propia, aunque la esgriman con mayor frecuencia (Melton y Belknap, 2003), y existen grandes limitaciones a la hora de conceptualizar qué constituye o no defensa propia (Bair-Merritt et al., 2010).

Pese a afirmarse con frecuencia que el uso de la VCP por parte de las mujeres corresponde a una respuesta a la opresión y es una forma de defensa, la mayor parte de los estudios de revisión lo niegan o son incapaces de confirmarlo y se encuentra una gran heterogeneidad en el tipo de violencia y motivaciones para agredir (Desmarais et al., 2012b; Langhinrichsen-Rohling, McCullars y Misra, 2012). La ira relacionada con la búsqueda de atención de la pareja y la venganza son los principales argumentos en ellas (Bair-Merritt et al., 2010). Cuando las muestras son seleccionadas de la misma forma, las motivaciones para agredir son similares en ambos sexos (Langhinrichsen-Rohling, McCullars, et al., 2012). La mayor presencia de la motivación de poder/control en la agresión masculina solo se confirma parcialmente y el peso de la defensa propia, los celos y la ira como motivantes son más semejantes entre sexos de lo esperable (Shorey, Meltzer y Cornelius, 2010). Por tanto, en contra de las explicaciones sociopolíticas, la investigación ha demostrado que ellas también ejercen violencia unilateral y con motivaciones similares a las de agresores varones (Carney, Buttell y Dutton, 2007).

Hombres y mujeres detenidos por VCP también comparten características y factores de riesgo como una mayor prevalencia de agresiones por parte de sus padres, rasgos de personalidad límite y dificultades para la regulación emocional (Hughes, Stuart, Gordon y Moore, 2007). La alta prevalencia de trastornos de la personalidad del clúster B, especialmente el límite, ha sido confirmada en distintos trabajos (Clift y Dutton, 2011; Spidel, Greaves, Nicholls, Goldenson y Dutton, 2013). La gravedad de la violencia, así como la agresión a terceros y el uso de drogas en el momento del incidente violento también tienden a ser similares en ambos sexos (Busch y Rosenberg, 2004) y aspectos como la dominancia o los celos, el ajuste marital y los síntomas depresivos también son predictores de la violencia en ellas (O'Leary, Smith Slep y O'Leary, 2007). Entre condenados por VCP, ambos sexos muestran un estilo de respuesta socialmente deseable, atribuyen más culpa a la pareja de la que ellos asumen y tienden a negar el incidente o minimizar su gravedad (Henning, Jones y Holdford, 2005). Pese a los rasgos comunes, también existen diferencias. Ellos utilizan más amenazas y agresiones físicas, mientras que ellas utilizan más el lanzamiento o agresión con objetos, las armas o los mordiscos (Melton y Belknap, 2003). Las mujeres también presentan menor historial de VCP y otros delitos (Busch y Rosenberg, 2004).

Las agresoras de pareja también presentan un perfil heterogéneo (Langhinrichsen-Rohling, 2010; Spidel et al., 2013), aunque el estudio de las tipologías no está tan extendido como en los agresores. Babcock, Miller y Siard (2003) clasificaron 52 agresoras en dos grupos, las violentas en general y las limitadas a la pareja, comparables a los subtipos masculinos (véase Loinaz, 2014). En las primeras, por ejemplo, se señalaba la motivación de control, la instrumentalidad de la agresión, la variedad de situaciones violentas y una mayor gravedad de la VCP. En muestra psiquiátrica (Walsh et al., 2010) se ha identificado la presencia de agresoras violentas en general/antisociales (18%), borderline/disfóricas (43%) y limitadas a la familia/baja psicopatología (39%), siguiendo la propuesta del modelo tipológico más avalado, el de Holtzworth-Munroe y Stuart (1994). También se ha confirmado la presencia de la denominada personalidad abusiva en estudiantes universitarias con violencia en el noviazgo, un rasgo equiparable al subtipo disfórico/bordeline, con relaciones entre trastornos psicológicos y violencia comparables a los hombres agresores (Clift y Dutton, 2011).

Las consecuencias de la VCP femenina parecen ser igualmente negativas para las víctimas (Carney et al., 2007). Las principales, en hombres maltratados, son las lesiones físicas y los sentimientos de ira, vergüenza y miedo (Hines y Douglas, 2009). En hombres que solicitan ayuda el perfil de maltrato es similar al denominado "terrorismo íntimo" en mujeres: elevada cifra de daños, agresiones frecuentes y menor prevalencia de reciprocidad (Hines y Douglas, 2010b). Los motivos para permanecer en la relación también son similares en las víctimas masculinas (los hijos y la necesidad económica, por ejemplo) y cuando piden ayuda muchas veces son ignorados (Hines y Douglas, 2010a).

Violencia sexual. Al margen de cuestiones como el propio concepto de violación (que implica penetración según las definiciones oficiales, incluida la de la Organización Mundial de la Salud) y creencias populares como la necesidad del uso de la fuerza, el necesario papel activo del hombre y la menor gravedad de las conductas femeninas, la investigación ha demostrado que las mujeres cometen agresiones sexuales (Fisher y Pina, 2013; Gannon y Cortoni, 2010; Sleath y Bull, 2010). En países anglosajones, la prevalencia de agresoras sexuales en registros oficiales y en encuestas de victimización se estima entre el 4% y el 5% (Cortoni y Gannon, 2011). En España, el porcentaje de mujeres detenidas por delitos contra la libertad sexual era del 6% (346) en 2012 (Ministerio del Interior, 2013). Al margen de que estas cifras reflejen una menor implicación femenina en delitos sexuales, las cifras oficiales también pueden estar minusvalorando la magnitud real del problema, dejando a muchas víctimas sin protección (Logan, 2008), en especial a menores.

Las variables relacionadas con la violencia sexual en mujeres son similares a las descritas en varones: abuso de sustancias, cogniciones y creencias vinculadas al delito, habilidades interpersonales problemáticas, activación sexual desviada (parafilia), dificultades en la regulación emocional (incluida la dependencia y la baja autoestima), sintomatología traumática y trastornos de la personalidad (Cortoni y Gannon, 2011; Ford y Cortoni, 2008; Logan, 2008). Sin embargo, ellas presentan más problemas psicológicos y no cometen sus agresiones con tanta frecuencia bajo los efectos de las drogas (Freeman y Sandler, 2008). Las parafilias no son un motivador tan prevalente como en ellos (Logan, 2008), aunque la mayoría de las abusadoras de niños presentan creencias en apoyo del abuso (Gannon, Hoare, Rose y Parrett, 2012) y cogniciones justificadoras y mantenedoras de su conducta, en especial las que actúan solas (Gannon y Alleyne, 2013).

Un factor recurrente en agresoras sexuales es la victimización previa, especialmente física o sexual y ocurrida en la infancia (Cortoni y Gannon, 2011; Ford, 2010). La victimización sexual puede afectar hasta al 80% (Turner, Miller y Henderson, 2008). Estas experiencias influyen mediante la susceptibilidad al desarrollo de problemas de salud mental, la exposición a modelos relacionales y roles de cuidadores deficientes (cuando el abuso es del entorno cercano) o el desarrollo de guiones o expectativas sobre roles sexuales inadecuados (Logan, 2008). La victimización no solo está asociada con una mayor prevalencia de alteraciones psicopatológicas (como el trastorno límite de la personalidad) sino que su frecuencia y duración influyen en la implicación en abusos sexuales frente a la violencia interpersonal (Christopher, Lutz-Zois y Reinhardt, 2007). De hecho, son la principal diferencia entre las delincuentes sexuales y las de otro tipo (Strickland, 2008). Su presencia es tan prevalente que se recomienda su atención en los tratamientos (Turner et al., 2008). Junto a los abusos en la infancia, es más típico de las mujeres la presencia de algún compañero de agresión varón, por dependencia o por coerción (Cortoni y Gannon, 2011; Ford, 2010; Muskens, Bogaerts, van Casteren y Labrijn, 2011; Vandiver, 2006). Las que son coautoras tienen más víctimas y agreden con más frecuencia (Wijkman, Bijleveld y Hendriks, 2010).

Las mujeres que agreden sexualmente también han sido organizadas tipológicamente. La bibliografía señala como principales referentes las propuestas de Mathews, Matthews y Speltz (1991) y de Vandiver y Kercher (2004). En la tabla 2 se presentan las clasificaciones propuestas desde 2003. Principalmente reflejan distintos perfiles o modos de actuación, siendo común la distinción de agresiones homosexuales, la predilección por menores o adolescentes, o los perfiles de mayor riesgo con cronicidad delictiva o conducta antisocial.

Respecto a las víctimas, las mujeres agreden principalmente a conocidos (con frecuencia en el desarrollo de responsabilidades de cuidadora o dentro del contexto familiar) y a víctimas más jóvenes que los varones (Peter, 2009; Vandiver y Kercher, 2004). Aunque existe información contradictoria (Logan, 2008), se afirma que la agresión homosexual es más frecuente en ellas (Peter, 2009). Por último, la investigación indica que cuando son comparados agresores y agresoras de menores no se dan diferencias entre el tipo y la gravedad de los abusos cometidos ni en las consecuencias para las víctimas (Saradjian, 2010; Tsopelas, Tsetsou, Ntounas y Douzenis, 2012).

Evaluación del riesgo de violencia

Se afirma que los profesionales de la salud mental infravaloran el riesgo futuro influidos por sesgos sobre la menor prevalencia de violencia femenina en la sociedad en conjunto (pese a que en contextos psiquiátricos las diferencias respecto a hombres sean inexistentes) y por una desproporcionada menor visibilidad de la violencia femenina al ocurrir mayoritariamente en el ámbito familiar (Skeem et al., 2005). La revisión de Garcia-Mansilla, Rosenfeld y Nicholls (2009) indica que con el juicio clínico la predicción es mala por la tendencia de los profesionales a subestimar el potencial violento de las mujeres. Aunque con discrepancias entre estudios, las guías de juicio estructurado no muestran una capacidad predictiva mucho peor en mujeres y la información disponible sobre herramientas actuariales es insuficiente para sacar conclusiones.

La mayoría de investigaciones han analizado la eficacia de la predicción y la validez de la segunda versión de la HCR-20 -Historical, Clinical, Risk Management-20- (Webster, Douglas, Eaves y Hart, 1997), la herramienta para la evaluación del riesgo de violencia inespecífica más utilizada a nivel mundial. Hasta la fecha, el estudio más amplio es el de Garcia-Mansilla, Rosenfeld y Cruise (2011), quienes compararon la validez predictiva en 827 pacientes psiquiátricos (de los cuales 350 eran mujeres). Los resultados indicaron que la herramienta era algo mejor para predecir la violencia futura en hombres, pero sin diferencias estadísticamente significativas. Nicholls, Ogloff y Douglas (2004) también encontraron valores similares en la predicción de la reincidencia violenta en ambos sexos. Sin embargo, de Vogel y de Ruiter (2005) señalaron que la predicción es semejante usando niveles de riesgo que incluyen el juicio del profesional (bajo, medio y alto) pero peor en mujeres para la puntuación total (puntuación continua 0-40). El resultado de un trabajo europeo reciente también encontró una baja capacidad predictiva de la HCR-20, posiblemente debido a la baja reincidencia en delitos violentos (Eisenbarth, Osterheider, Nedopil y Stadtland, 2012). El meta-análisis de trabajos con un instrumento actuarial, cuyo foco es el tratamiento de los delincuentes según su nivel de riesgo, el LSI-R -Level of Service Inventory-Revised- (Andrews y Bonta, 1995), también permite concluir que la predicción de la reincidencia en hombres y mujeres es prácticamente igual (Smith, Cullen y Latessa, 2009), aunque puedan existir diferencias entre los factores de riesgo que predicen la reincidencia en cada sexo (Manchak, Skeem, Douglas y Siranosian, 2009). La predicción del riesgo en delincuentes juveniles parece ser igualmente efectiva en chicos y chicas, dándose más diferencias en la toma de decisiones profesionales y el trato que se da a los casos que en la capacidad predictiva de las herramientas (Schwalbe, 2008).

Respecto al riesgo de otros tipos de violencia, por un lado se señala que la baja cifra de delincuentes sexuales ha dificultado el desarrollo de estudios en la materia, obteniéndose muchos falsos positivos y no recomendándose la utilización de herramientas actuariales (Vess, 2011), que fundamentan la decisión en ecuaciones matemáticas derivadas de aplicaciones en muestras concretas. En agresoras de pareja, la investigación sobre evaluación del riesgo es muy deficitaria (véase Nicholls, Pritchard, Reeves y Hilterman, 2013), aunque se señala que estas pueden compartir con los varones los principales factores de riesgo utilizados en las herramientas para la evaluación del riesgo de VCP (Simmons, Lehmann y Cobb, 2008; Storey y Strand, 2012).

Debido a las discrepancias existentes se ha desarrollado el FAM - Female Additional Manual- (de Vogel, de Vries-Robbé, van Kalmthout y Place, 2012), la única guía adaptada específicamente al caso de las mujeres. Se trata de un manual con una serie de pautas e ítems adicionales a la HCR-20, derivadas de la investigación con mujeres en psiquiátricos forenses de Holanda. Incluye los mismos ítems que la versión general, evitando ignorar posibles factores relevantes (de Vogel y de Vries-Robbé, 2013), junto a 5 instrucciones adicionales para ítems históricos y 9 factores de riesgo específicos para mujeres. Los resultados sobre su uso son aún limitados por la novedad de la propuesta, pero abren el camino al estudio de variables diferenciadoras.

Psicopatía en mujeres

Muchas guías de evaluación del riesgo incluyen entre sus ítems el diagnóstico de la psicopatía, a través de la PCL-R -Psychopathy Checklist-Revised- (Hare, 2003) o sus derivados. Por ello, otra cuestión prioritaria ha sido valorar si las variables definitorias del constructo son igualmente aplicables a las mujeres. Las investigaciones al respecto señalan que algunos ítems en mujeres son poco relevantes y las prevalencias y puntuaciones medias son inferiores a las masculinas, algo que podría deberse a la aplicabilidad del constructo (de Vogel y de Ruiter, 2005; Warren et al., 2003; Weizmann-Henelius, Viemerö y Eronen, 2004). La capacidad de la variable para predecir la conducta violenta también resulta peor para ellas (Warren et al., 2005). Respecto al contenido de la PCL-R, los ítems del factor 1 (interpersonal/afectivo) son menos prominentes y los del factor 2 (desviación social) menos explicativos de la conducta delincuente de la mujer adulta (Kennealy, Hicks y Patrick, 2007).

A partir de la revisión de Nicholls, Ogloff, Brink y Spidel (2005) se puede calcular una prevalencia de psicopatía (PCL-R 30) en el contexto penitenciario del 18.3%. En contextos psiquiátrico-forenses la prevalencia calculable (con la PCL-R) va en la misma dirección, un 10.5%. En la tabla 3 se presentan algunas cifras sobre el diagnóstico en mujeres adultas, incluyendo los principales estudios posteriores a la revisión de Nicholls et al. (2005). A su vez, se describen estudios con muestras de menores utilizando la PCL: YV -Psychopathy Checklist: Youth Version- (Forth, Kosson y Hare, 2003), concluyéndose que el perfil de la delincuente adolescente es más similar al masculino (algo confirmado también en las estadísticas oficiales, con mayor representación femenina entre menores infractores; ver tabla 1).

Logan y Weizmann-Henelius (2012) han revisado el estado actual del conocimiento sobre psicopatía femenina concluyendo que: 1) la validez de la PCL-R en la predicción de la violencia es equívoca, 2) el mejor ajuste en mujeres se da con las propuestas de facetas (la antisocial es menos relevante en ellas), 3) a nivel dimensional las diferencias con varones no son significativas y la menor prevalencia categórica puede deberse a distintas formas de manifestar el constructo (el tipo de agresión es menos visible y menos detectable al darse en el entorno familiar) y 4) la expresión de la psicopatía en mujeres está más relacionada con el apego, la dominación y lo emotivo.

Programas de tratamiento

Agresoras de pareja. Hasta la fecha, el tratamiento de agresoras de pareja es una asignatura pendiente en los manuales sobre tratamiento de delincuentes o agresores (p. ej., Bowen, 2011; Craig, Dixon y Gannon, 2013). En la práctica, existen muy pocos programas para agresoras de pareja y están diseñados asumiendo que presentan las mismas necesidades que ellos (Dowd, Leisring y Rosenbaum, 2005). Dowd y Leisring (2008) proponen como módulos de tratamiento los siguientes: planes de seguridad y habilidades de gestión de conflictos, habilidades emocionales (especialmente de gestión de la ira), habilidades relacionales y habilidades para la gestión del estrés. Además, señalan la posibilidad de intervenir sobre problemas toxicológicos, sintomatología traumática o trastornos del estado de ánimo. Se recomienda la evaluación del riesgo, la presencia de dos terapeutas en intervenciones grupales (dos mujeres o uno de cada sexo) y una extensión de 20 sesiones (de 90 minutos). Buttell, Powers y Wong (2012) describen un programa de tratamiento de 26 semanas centrado en la gestión de la ira y el desarrollo de habilidades, organizado en tres fases: a) orientación y entrevista de ingreso (dos sesiones), b) 20 sesiones psicoeducativas y c) terapia grupal centrada en el fin del programa (cuatro sesiones). Los grupos están formados por 15 agresoras, con una sesión por semana de aproximadamente 2 horas. Todos ellos son aspectos similares a los propuestos para agresores varones.

Al igual que en los hombres (Carbajosa y Boira, 2013; Lila, Oliver, Galiana y Gracia, 2013), el desempleo, el bajo nivel educativo, el historial delictivo o de violencia y el consumo de drogas están relacionados con los abandonos terapéuticos (Buttell et al., 2012). Acudir por orden judicial (Dowd et al., 2005) o disponer de servicios de apoyo y supervisión adecuados (Buttell et al., 2012) incrementan la probabilidad de finalización. La presencia de maltrato en la infancia o en la edad adulta por parte de una pareja son objetivos frecuentes en el tratamiento, por lo que debe abordarse el papel de la mujer como víctima y como agresor (Dowd y Leisring, 2008).

Al margen de lo señalado, existen pocos trabajos sobre la eficacia de las intervenciones con estas agresoras (Carney et al., 2007). Los cambios positivos encontrados en algunos estudios sugieren que lo abordado en programas para hombres puede ser útil en el tratamiento de mujeres (Carney y Buttell, 2004), aunque la falta de grupos de control impide confirmar si los cambios se deben a la intervención (Carney y Buttell, 2006). Por tanto, no queda claro si los programas diseñados para agresores masculinos son efectivos en ellas (Buttell et al., 2012) y la falta de investigación sobre los resultados de la intervención hace que se apliquen programas con los conocimientos disponibles y los módulos habituales en hombres (Dowd y Leisring, 2008). El análisis y meta-análisis de la eficacia de estas intervenciones, al igual que se hace en agresores varones (Arias, Arce y Vilariño, 2013), es una asignatura pendiente.

Agresoras sexuales. La investigación sobre el tratamiento de agresoras sexuales también es limitada debido al pequeño tamaño de las muestras (Ford y Cortoni, 2008). Tampoco existen tratamientos estandarizados y se parte de los disponibles para hombres, algo que puede afectar a la eficacia (Gannon y Rose, 2008). Los objetivos de intervención coinciden con los descritos para hombres: cogniciones mantenedoras de la agresión, desviación sexual, empatía, relaciones sociales, habilidades de afrontamiento y trastornos mentales (Ford, 2010). Sin embargo, se ensalza la evaluación del contexto en el que se produce la agresión y las motivaciones que llevan al abuso, pues se dan diferencias (como la presencia de victimización) que requieren la adecuación de los programas (Beech, Parrett, Ward y Fisher, 2009).

Cortoni y Gannon (2011) señalan como objetivos: 1) el desarrollo de la asertividad y habilidades relacionales (para hacer frente a la frecuente coautoría/coerción masculina), 2) los problemas relacionales (resultado de abusos en la infancia, violencia de pareja o dependencia masculina), 3) cogniciones (como la negación, minimización o justificación) y 4) la activación sexual desviada (muy relacionado con la reincidencia). Desarrollar la empatía con la víctima, fomentar la intimidad adecuada con adultos, promover la regulación emocional y prevenir recaídas abordando objetivos de futuro también forman parte de los objetivos en el tratamiento de abusadoras de niños (Gannon y Rose, 2008).

Una de las experiencias con más tradición en el tratamiento de agresoras sexuales es la de Canadá (véase Ford y Cortoni, 2008; Gannon y Rose, 2008). El programa incluye cuatro fases. Al comienzo se centra en la autogestión (comprender la conducta delictiva y las circunstancias que llevan a la agresión), las fantasías y los pensamientos distorsionados, la sexualidad e intimidad, la empatía y la conciencia de la víctima. La segunda fase incluye la vinculación con otros programas dedicados a habilidades cognitivas, traumas, abuso de sustancias, gestión emocional, integración laboral o habilidades parentales. La tercera fase se dedica al mantenimiento de las habilidades adquiridas y la prevención de recaídas. Por último, la cuarta fase cubre el seguimiento en la comunidad y cuestiones como la gestión del riesgo e identificación de situaciones de riesgo.

Pese a que las cogniciones relacionadas con la agresión sexual son un objetivo habitual de los tratamientos, se señala que es necesario analizar el contexto en el que se produce la agresión para comprender los procesos mantenedores de la conducta delictiva (Gannon y Alleyne, 2013), así como los procesos de interpretación de conductas de las víctimas y la comprensión de las necesidades que se busca satisfacer con el delito (Ford y Cortoni, 2008).

Reincidencia en mujeres

Muchas variables relacionadas con la reincidencia femenina son similares a las descritas en varones: una menor edad en la comisión del delito o primera detención, problemas toxicológicos (Stuart y Brice-Baker, 2004), presencia de trastornos como los de la personalidad (Putkonen, Komulainen, Virkkunen, Eronen y Lönnqvist, 2003), una menor educación y un mayor historial delictivo (Huebner, De-Jong y Cobbina, 2010).

Se indica que, aunque las variables emocionales tienen mayor peso en ellas, existe una neutralidad en los factores de riesgo (van der Knaap, Alberda, Oosterveld y Born, 2012). Rettinger y Andrews (2010) encontraron que variables específicas para las mujeres (como la responsabilidad parental o la historia de victimización) no incrementan la validez de las predicciones. Por el contrario, Reisig, Holtfreter y Morash (2006) evidenciaron que la capacidad predictiva de las variables depende del contexto en el que la mujer desarrolla el delito: para las que lo hacen en un contexto similar al masculino, y cuya delincuencia no sigue patrones femeninos, la predicción es similar, mientras que aquellas provenientes de contextos marginales y con patrones femeninos son mal clasificadas.

La investigación también ha puesto de manifiesto que, comparadas con hombres de igual procedencia, las mujeres reinciden menos, especialmente en delitos violentos (hombres 43%, mujeres 13%) (de Vogel y de Ruiter, 2005). En un seguimiento medio de ocho años, Eisenbarth et al. (2012) encontraron que el 31% de las mujeres reincidió, el 26% lo hizo en delitos no violentos y el 5% en violentos. Especialmente prolífero ha sido el estudio de la reincidencia en delitos sexuales, donde ha quedado constatado que es mucho más probable que se reincida en un delito no sexual. La reincidencia sexual es muy poco frecuente; entre el 1% y el 3% (Cortoni et al., 2010). Sandler y Freeman (2009), con una muestra de 1.466 delincuentes sexuales femeninas, señalaban la menor reincidencia de las mujeres para todos los delitos. En el meta-análisis de Cortoni et al. (2010), se describía un 9% de reincidencia en delito violento (incluido el sexual) frente al 23.5% en cualquier tipo de delito. Con un seguimiento medio de cinco años, el 3% de las mujeres frente al 14% de los hombres pueden cometer un nuevo delito sexual, el 6% frente al 25% un delito violento y el 24% frente al 37% cualquier delito (Hanson y Morton-Bourgon, 2004, citado en Cortoni et al., 2010). Algo menos abultadas serían las diferencias en el estudio de Freeman y Sandler (2008): reincidencia no sexual 28.97% vs. 21.28% y sexual 5.38% vs. 1.54%.

En definitiva, con más o menos diferencias respecto a los hombres, la reincidencia en el delito sexual femenino es muy baja. Sin embargo, también se ha encontrado que la cifra varía según la implicación en el delito, con un 1.2% para las que agreden ellas mismas y un 12.6% para las condenadas por delitos de prostitución (Sandler y Freeman, 2009). El criterio de referencia también influye (Bader, Welsh y Scalora 2010), alcanzando un 28% si se suman cargos por un nuevo delito sexual (17%) y cualquier tipo de conducta sexual con menores merecedora de atención de las autoridades (11%). La conclusión es que la nueva detención o condena de las mujeres puede no ser el mejor criterio para medir la reincidencia. Las reincidentes en delitos sexuales presentan mayor número de condenas previas y, al igual que los varones, no limitarían su actividad delictiva al delito sexual (41% no limitadas entre las reincidentes, frente al 13% entre las no reincidentes) (Sandler y Freeman, 2009).

Conclusiones

El presente trabajo de revisión ha buscado centrar el foco de atención en la delincuencia y violencia femenina, tratando de destacar aquellas áreas que merecen especial atención. Para ello, se han recopilado los principales resultados publicados en los últimos diez años sobre el papel de la mujer delincuente, en especial sobre dos tipos de delitos violentos: la violencia contra la pareja y la violencia sexual.

Además, se han abordado dos temáticas relacionadas como son la evaluación del riesgo y la psicopatía, junto a las recomendaciones terapéuticas para este tipo de agresoras y los factores relacionados con la reincidencia.

Antes de abordar las principales conclusiones e implicaciones prácticas, conviene tener en cuenta algunas limitaciones del trabajo. En primer lugar, se ha abordado una temática muy amplia, analizando en profundidad dos tipos de violencia de especial relevancia social. Pese a ello, el ámbito de estudio excede los límites de este trabajo de revisión, por lo que resultará necesario abarcar las distintas temáticas de forma más minuciosa e individualizada en futuros estudios (por ejemplo, diferenciando entre delincuentes adultos y adolescentes, valorando la implicación femenina en distintas modalidades delictivas, describiendo los trastornos mentales mediadores -como el síndrome de Munchausen por poderes-, analizando el tipo de delito en función del tipo de víctima o ahondando en los tratamientos para distintas casuísticas). Asimismo, hay temas que no han sido tratados, el más importante de los cuales sería el maltrato físico infantil. Estas limitaciones, junto a las líneas de interés que a continuación mencionaremos, hacen que este tema sea un ámbito por desarrollar.

Respecto a las principales conclusiones, en primer lugar hemos analizado cómo la mujer es tratada de forma distinta en contextos judiciales y policiales (McKimmie y Masser, 2010), algo que puede afectar a las cifras oficiales señaladas. Precisamente, la eliminación de algunos de estos sesgos y la ampliación de la persecución delictiva podrían explicar el incremento de mujeres condenadas (Schwartz et al., 2009). Pese a ello, la mujer sigue siendo una minoría en la mayoría de los indicadores delictivos.

En el ámbito de la violencia de pareja, la revisión ha puesto de manifiesto que sectores académicos y profesionales se encuentran divididos por la controversia existente entre partidarios y detractores del denominado paradigma de género. Al margen de las polémicas, los resultados confirman la implicación de la mujer en VCP en relaciones con violencia bidireccional y simétrica (Johnson, 2011; Langhinrichsen-Rohling, 2010; Straus, 2012), así como en el papel de agresor único (Langhinrichsen-Rohling, Misra, et al., 2012). La motivación para agredir coincide en muchos casos con la de los hombres (Bair-Merritt et al., 2010), aunque la principal diferencia se encontraría en la proporción de mujeres que se ven implicadas en los tipos de violencia más graves y en que a igual agresión las consecuencias son peores para las víctimas femeninas (aunque las masculinas puedan llegar a tener las mismas secuelas) (Hines y Douglas, 2009). La investigación sobre este tipo de agresoras es aún escasa y se desconoce, por ejemplo, su reincidencia o las cifras oficiales de agresoras de pareja. Estos resultados señalan la necesidad de atender a la VCP cometida por mujeres, más aún cuando se afirma que puede ser un factor de riesgo para ser agredidas por la pareja. Una mejor detección de este tipo de agresoras en distintos contextos (policiales, sanitarios o sociales) permitiría un conocimiento más adecuado de la casuística y una descripción de cifras y perfiles más útil desde el punto de vista de la intervención psicosocial. El debate entre prevalencia y consecuencias sigue vigente, al margen de lo cual se debe tener en cuenta que la violencia más grave (la que termina en muerte por ejemplo) sigue estando representada por víctimas femeninas. Esto no implica, sin embargo, que no se deba prestar mayor atención al papel de la mujer como agresora y el del hombre como posible víctima. Por ello, se debe seguir profundizando en los factores de riesgo relacionados con este tipo de violencia y en la mejor forma de prevenirla.

Se ha comprobado que el conocimiento sobre agresoras sexuales se fundamenta en muestras muy pequeñas y asunciones teóricas pendientes de validación empírica, como pueden ser los contenidos a abordar en los tratamientos (Cortoni y Gannon, 2013; Ford y Cortoni, 2008). Pese a ello, se sabe más sobre el abordaje y evolución en el tiempo de estas agresores que sobre las agresoras de pareja, con una reincidencia en el mismo delito significativamente baja. Sin embargo, lo más reseñable es la posibilidad de que las mujeres cometan agresiones sexuales graves (Wijkman et al., 2010) y la posibilidad de agredir a hombres adultos, aunque con menos frecuencia que a menores (Fisher y Pina, 2013). Una gran limitación en esta temática es la poca especificidad de los trabajos respecto a los diferentes tipos de agresoras según la víctima, en concreto la diferenciación entre el abuso de menores y de adultos, algo bien establecido en la investigación con agresores varones y muy difuso en las referencias sobre mujeres.

Las metodologías y las herramientas para la predicción del riesgo de violencia han sido desarrolladas en muestras masculinas y, por ello, existen dudas sobre su aplicabilidad en mujeres (Eisenbarth et al., 2012). Aunque las opiniones profesionales parecen ser peores a la hora de valorar el riesgo de las mujeres, los estudios tienden a encontrar diferencias no significativas en la capacidad predictiva de las herramientas de juicio estructurado (Coid et al., 2009; Garcia-Mansilla et al., 2009, 2011). Pese a ello, y para cubrir posibles limitaciones, se ha comenzado a proponer guías complementarias para mujeres, como el FAM (de Vogel y de Vries, 2013; de Vogel et al., 2012). La utilidad de los procedimientos en la evaluación de agresoras de pareja y sexuales es un tema al que habrá que prestar mayor atención en futuros trabajos, pues los datos disponibles son escasos. Esta limitación en la investigación tiene consecuencias directas para la práctica (por ejemplo en contextos policiales), dejando a los profesionales indefensos frente a cosos que se salen de lo común (denuncias masculinas o detenciones femeninas) y, en último lugar, implicando un mayor riesgo para las víctimas.

Respecto a la psicopatía, la investigación pone de manifiesto diferencias en la expresión y prevalencia del constructo. Comparadas con los hombres, las mujeres tienden a puntuar menos en las distintas escalas y la prevalencia del trastorno es menor (Nicholls et al., 2005), aunque, como hemos visto, las diferencias respecto a los varones se reducen en muestras juveniles. Al margen de que el volumen de investigación haya aumentado en los últimos años, aún es necesario confirmar si las diferencias encontradas (menor prevalencia, menor capacidad predictiva, etc.) son la expresión de diferencias entre sexos en la incidencia del trastorno (como puede ocurrir con cualquier otro síndrome clínico) o si realmente es necesario modificar las variables definitorias del constructo psicopatía para su evaluación en mujeres.

En relación al tratamiento, la ausencia de marcos teóricos y empíricos adecuados hace que los programas diseñados para hombres se apliquen de forma indistinta, en especial en la violencia sexual (Cortoni y Gannon, 2013; Dowd et al., 2005; Gannon y Rose, 2008). Respecto a la violencia de pareja, los estudios sobre el tratamiento de agresoras son muy limitados y aún se deben afrontar retos como el tratamiento conjunto de parejas en las que ambos miembros son violentos (Stith y McCollum, 2011), algo que merece un análisis riguroso por sus implicaciones prácticas. A este respecto, Straus (2011) concluye que si el objetivo es la prevención, el predominio de mutualidad y simetría debe hacer que los esfuerzos se centren en ambos sexos, atendiendo a ambos miembros agresores.

Por todo lo dicho, y como principales líneas de interés para el contexto hispanohablante, se deberá promover el estudio de distintos tipos de violencia femenina y perfiles de agresora (principalmente en las distintas formas de violencia familiar y en muestras juveniles). Resulta imprescindible mejorar los sistemas de evaluación de la mujer delincuente (con especial atención a las necesidades terapéuticas y el riesgo de reincidencia) y elaborar marcos teóricos y empíricos referentes al tratamiento de las mujeres, adaptando los programas a las necesidades detectadas. También se necesita conocer con mayor detalle las diferencias culturales en distintas modalidades delictivas (porcentajes de implicación según el contexto sociocultural) y la comparación específica de hombres y mujeres delincuentes en nuestro contexto. La claridad en las cifras oficiales y estudios de prevalencia (o encuestas) es imprescindible para poder conocer mejor la magnitud del problema al que se debe hacer frente.

En definitiva, necesitamos entender mejor el proceso a través del cual una mujer termina cometiendo delitos, del tipo que sean, para poder describir las necesidades terapéuticas y abordarlas con intervenciones específicas. La evaluación adecuada del riesgo y las necesidades puede permitir asignar a las mujeres a la medida menos restrictiva y comprender mejor su violencia (Rettinger y Andrews, 2010). En palabras de Cortoni y Gannon (2011, p. 48) "es difícil justificar el tratamiento de algo en mujeres por el simple hecho de que sepamos que existe en hombres". Las manifestaciones delictivas difieren entre hombres y mujeres y requieren enfoques específicos.

 

Conflicto de intereses

El autor de este artículo declara que no tiene ningún conflicto de intereses.

 

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Dirección para correspondencia:
e-mail: ismael.loinaz@gmail.com

Manuscrito recibido: 17/11/2013
Aceptado: 02/06/2014

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