En la cima de la colina Brahma en Gaya, conviven las religiones. La tolerancia permite que en una misma cima existan un templo hinduista y una stupa budista.

Un poco más abajo, sentados a 440 escalones de altura pasamos largo rato hablando con los pujaris (hombres que realizan ofrendas a los dioses), nos da la hora de comer y presenciamos, con la satisfacción de que aprendemos a sobrevivir, como preparan sus alimentos, reflejo de como quizás los prepararon nuestros antepasados algún día.

El que parece más mayor de los cuatro acaba de coger una piedra en los alrededores, se descalza, con el agua que tiene embotellada se lava las manos, lava la piedra y también parte del escalón pétreo en donde deposita y va moliendo los ingredientes que porta en un papel de periódico. Experimentadas y curtidas manos que muelen primero piedra contra pimienta para ir añadiendo progresivamente, guindillas secas, ajo, semillas… La mezcla es tan picante que sólo de oler y observar a dos escalones de distancia se nos irritan los ojos. Una pasta amarilla y rojiza, “masala”, es el resultado que depositará en una hoja del árbol que nos da sombra, hoja que también previamente ha lavado y que por su dureza y forma ha de ser prima lejana de las hojas del magnolio. Con el canto de un recipiente metálico corta las patatas y las cebollas con la misma facilidad que otorgaría el cuchillo más afilado. Y mientras su compañero ha juntado ramas y calienta agua en una olla de barro con el resto de ingredientes, él recogerá más hojas y tallos secos que usará para ir hilvanando las hojas y fabricar platos sobre los que comer.

Necesidad básica de alimentación resuelta.

Nos invitan a comer, presente está la generosidad alegre y sincera del que comparte todo lo que tiene.

Gracias por la invitación, gracias por el aprendizaje.