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Index de Enfermería

versão On-line ISSN 1699-5988versão impressa ISSN 1132-1296

Index Enferm vol.17 no.2 Granada Abr./Jun. 2008

 

MISCELÁNEA

DIARIO DE CAMPO

 

¡Recen a mis dioses por mi hijo y por mi!

Pray to my god for my son and me!

 

 

M. Elisa de Castro Peraza

Diplomada en Enfermería. Licenciada en Antropología. Bloque Quirúrgico. Hospital Universitario de Canarias, Tenerife, España. mcperaza@terra.es

 

 


RESUMEN

Ndya es una joven senegalesa que llega a Canarias en cayuco. Presenta un aborto en curso. El objeto de este relato es describir algunas de sus connotaciones culturales más relevantes y el choque cultural que se produjo al llevarla a quirófano.


ABSTRACT

Ndya is a Senegalese woman. She arrives at the Canary Islands in a cayuco. She undergoes an abort. The aim of this relation is to describe some of her more relevant cultural connotations and the culture shock that we suffered when Ndya went to the operating room.


 

 

Posiblemente quede para siempre en mi memoria aquella guardia de verano. Comencé el turno un domingo, como cualquier otra guardia. Soy enfermera del bloque quirúrgico de un hospital de tercer nivel. Catorce amplios quirófanos aglutinan todas las especialidades de las que puede presumir un gran hospital. Técnica, sofisticación y conocimiento. Hegemonía de los que, enfundados en nuestro impecable uniforme verde, emulamos un ejército de seres al mando de la enfermedad, al mando del dolor.

Aquel era un caluroso domingo estival, un día despejado. En nuestros quirófanos, los fines de semana y los festivos queda un equipo de guardia para atender las urgencias. Como era de rutina revisamos el correcto funcionamiento y la dotación de los quirófanos. Después nos fuimos a tomar un café y a esperar lo que nos deparara el día.

Nos sonó el busca para avisarnos de que teníamos una urgencia. Una chica senegalesa que había llegado en cayuco entraba por urgencias con un aborto en curso. El problema de la inmigración ilegal se está convirtiendo en una cuestión preocupante en Canarias y en toda España. Por la situación geográfica de las islas los inmigrantes encuentran una vía de acceso para llegar a territorio español muy “fácil”. Son en su mayoría subsaharianos, de distintas edades, niños y adultos, hombres y mujeres. Deciden jugar en la ruleta de residir en el mundo desarrollado apostando la vida. Con hatillos llenos de ilusión y esperanza, con mucho miedo y con mucho que perder, incluso la propia existencia. No cabe duda de que es una aventura donde hay pocas oportunidades de ganar.

Mientras reflexionaba sobre el dolor, las ilusiones rotas y la injusticia social llegó nuestra paciente al bloque quirúrgico. Una mujer de 25 años, de raza negra, alta, delgada y de distinguido porte, aunque sin la piel de color ébano que yo esperaba encontrar. Tenía sin embargo unas manchas negras y duras distribuidas por la espalda, el pecho y las piernas. Esa fue la primera vez que vi a Ndya.

Estaba realmente asustada. Vino sola, con la única compañía de la policía. Tenía las manos en el vientre y los ojos muy abiertos, mirándolo todo y a todos. Era muy difícil entendernos con ella. No teníamos traductor y dependíamos de su escaso inglés y de su escaso francés. No obstante era muy fácil darse cuenta de que el idioma no era la principal barrera entre nosotros. Nuestra tranquilidad y asentamiento en un mundo de privilegios contrastaba con sus oscuras manos agarrando temblorosas, quizá protegiendo, su vientre. Esa misma oscuridad se veía en el abismo de sus ojos, negros y alerta como la noche.

La analítica estaba incompleta, aun no teníamos toda la bioquímica ni las pruebas de coagulación. Decidimos trasladarla a la sala de preanestesia hasta tener todos los valores. La acompañé y eso me permitió conocerla un poco más.

Con un hilo de voz y un rictus desconfiado me contó que se llamaba Ndya, pertenecía a la etnia wolof. Nunca pudo ir demasiado a la escuela, aunque a ella le hubiera gustado hacerlo. Allí aprendió a hablar inglés y francés, aunque casi no sabía escribirlos. A los diez años dejó los estudios, tenía que trabajar moliendo el grano. Era musulmana aunque conservaba algunas tradiciones y deidades propias de su etnia. Se sentía muy apegada a su madre a la que por tradición y por convicción respetaba y amaba. Su madre la aconsejaba, ayudaba y mimaba. La consideración de su madre era todo para ella. Estaba casada y compartía su marido con cuatro mujeres más. Esto era muchas veces fuente de problemas entre ellas y entre los hijos de ellas. Muchos de estos momentos los pasaba refugiada en su madre, ¡qué lejos estaba ahora su madre!

Su relato se interrumpió por un momento. La noté triste y le estreché la mano. No sé si este gesto tiene algún significado en la cultura senegalesa pero creo que comprendió mi cercanía. Hubo un minuto, quizá dos, de denso silencio. Yo la miraba y ella a mí como si las dos quisiéramos escudriñar los entresijos de nuestras mentes y de nuestras formas de vida, tan dispares como el miedo y el valor. Deseé que siguiera hablando. Para mí, como enfermera, era una gran oportunidad de caminar por terrenos por los que sólo había andado en la teoría. Me vino a la cabeza Leininger y la enfermería transcultural. ¿Cómo debía actuar? ¿Qué ayuda y qué tipo de cuidados precisaba Ndya en aquellos momentos? Aun hoy no lo sé.

Salió de su mutismo y continuó desgranando el relato de su vida. Desde que dejó el colegio la habían puesto a trabajar, lo que era una práctica habitual en su país. Trabajaba moliendo el mijo y el sorgo, que eran su principal fuente alimenticia, con unos palos alargados y muy duros de manejar. Molían el grano golpeándolo una y otra vez, en monocorde cadencia, una y otra vez. Mientras tanto hablaban de sus cosas, cosas de mujeres que aun seguían siendo casi niñas: de sus maridos, de su trabajo, de su piel blanqueada y de sus hijos; virtudes todas éstas suficientes para que una joven senegalesa se considerase rica. Por tradición los hijos eran bienvenidos y cuando eran pequeños parecían apéndices unidos a sus madres, hasta tal punto que las mujeres trabajaban con sus hijos colgados a la espalda atados a ellas con una especie de pañuelo. Las otras mujeres lo hacían así, pero no ella. No había sido capaz de dar a luz ningún hijo. En dos años sólo había logrado concebir un bebé pero había tenido un aborto. Cuando lo perdió se sintió vacía, yerma. A su tristeza se unió un cierto desprecio hacia ella por parte de sus compañeras. ¡Una mujer que no puede tener hijos no es una mujer! O tenía un bebé o sería repudiada.

Sólo se sentía querida y segura hablando con su madre. La madre rezaba a los dioses por su hija, por sus nietos nonatos, por la vergüenza, por la marginación entre su propia gente, por escapar del dolor que sólo una madre puede sentir y entender. Su hija, buscando la aceptación de los demás, intentó estar más guapa. Se decoloró la piel con khessal (crema de corticoides e hidroquinona en una proporción muy alta, de uso muy extendido en algunos países africanos para decolorar la piel) sin saber a lo que se arriesgaba. Sus compañeras y ella sabían que los hombres senegaleses preferían las mujeres más blancas. Desde entonces el brillante color ébano de su piel se circunscribió a una serie de manchas negras y endurecidas que, ofensivas, le recordaban a ella y al mundo que con la raza que se nace se muere, que hay cosas inmutables. Desde entonces tenía la piel manchada, débil y mate, pero más clara de lo que le correspondía según el lugar que la había visto nacer.

Esforzándose en ser aceptada se ofrecía siempre para algunas tareas sociales de la comunidad. Así cuando nacía algún niño ella hacía de grío. Grío era la persona encargada de difundir la noticia del nuevo nacimiento y el consiguiente bautismo una semana más tarde. En su papel de grío, se pasaba una semana avisando a todas las mujeres para que preparasen, a modo de regalo, una pequeña aportación económica para la nueva madre. Esto se hacía con cada madre, cerrándose así un círculo de apoyo social en el que sólo algunas no tenían cabida. Algunas como ella con el vientre estéril y árido como el desierto.

Aun con todo ello no lograba que la aceptaran mucho mejor. Entonces se empezó a fraguar la idea en su cabeza. Emigraría a España, desde Senegal y hacia Canarias. Comenzaría una nueva vida; sí, sería una nueva vida.

Se dirigió al puerto para hablar con gente y enterarse de cómo se hacía aquello. En el puerto la convencieron de que todo sería fácil. Tenerife comenzó a perfilarse en su mente como un paraíso dorado, poderoso y libre. Muchos otros lo habían logrado y ahora vivían en España vendiendo CDs, ropas y bolsos falsificados. Sólo necesitaba tiempo para establecerse en España y buscar los contactos adecuados. Su consigna era: “si te cogen no digas de donde eres, así no te podrán repatriar”. Le pidieron un dinero, unos 600 euros que eran toda una fortuna para ella, con los que pagaría su parte en la compra de la embarcación, el motor, la gasolina, la brújula, la comida y los cabos.

Días más tarde volvió al puerto con el dinero reunido céntimo a céntimo y con un nudo en el estómago. Un sabor metálico en su boca y el miedo apretando su garganta le impidieron pronunciar una sola palabra. Pagó y se fue, como quien huye. Todo estaba decidido, o eso parecía.

Unos días más tarde una inesperada alegría salió al paso de su desesperanzada vida. Nunca olvidará aquella tórrida mañana de junio. ¡Estaba embarazada! Sí, em-ba-ra-za-da. Estaba contentísima. Por fin parecía que todo saldría bien. Se volvía a sentir aceptada como una mujer más, una mujer completa. Salía a trabajar con mil ilusiones renovadas. “Esta vez todo saldrá bien”, le decía a su madre, ”lo sé ¿será niño o niña? Si es niña se llamará Mbole como tu mamá, mi querida mamᔠ(es curioso como mamá se dice igual en todos los idiomas).Trabajaba con fuerza, con ahínco. Mucho había que trabajar. Pronto nacería y ella quería tenerlo todo preparado para aquel anhelado momento. “Mi hijo. Mi hijo.”

Se sentía pletórica de energía, rebosante de vida. Moliendo grano de sol a sol pasaban los días y ayudaban a hacer más llevadera la espera. Era un duro trabajo para una mujer embarazada pero allí era así. Nada pasaba por ello y nadie se cuestionaba nada, simplemente era así. Golpeaba el palo con firme y acompasada decisión hasta el momento en el que no lo pudo golpear más. Una pesada losa, gris como su suerte, la hizo caer hasta el fondo de la nada, se encontró una pequeña mancha de sangre, aunque quisiera ignorarlo, ella ya sabía lo que era.

Habló con su madre, buscaba cariño y consejo. No podía perder al bebé. Qué sería de ella si lo perdía. Sería como firmar un pacto con el olvido, sólo el ostracismo tendría un lugar en su futuro. Decidieron que lo mejor era venir a España. Madre e hija lloraron juntas un mismo dolor. No deseaban separarse pero sabían que era el único camino en el que aun le quedaba algo por andar. Su madre sentía en su corazón, con ese dolor de madre agudo e insoportable, que iba a perder a su hija. Quedarse en Senegal y perder el bebé supondría la muerte en vida. Viajar tan lejos y en esas condiciones supondría quizá la muerte, aunque quizá hubiera algo de esperanza para su hija si decidía partir. El barco que había arreglado zarpaba esa misma noche.

Y partió. Partió llevando como equipaje el dolor de una separación, el miedo por su hijo y la incertidumbre por su vida. El viaje duró ocho días. Partieron 200 senegaleses, hombres, mujeres y niños. Viajaban hacinados en una pequeña embarcación. Tuvieron la mar en calma pero aun así murieron 10 personas, los ecos de una cansina oración de sus exhaustos compatriotas escoltaron el final de aquellas vidas cuya sepultura fue el profundo y oscuro océano.

Llegaron a tocar la costa canaria de Los Cristianos, en Tenerife, pero allí les esperaba la Guardia Civil que había sido alertada de la llegada por unos marineros que habían visto el cayuco casi hundido del enorme peso que llevaba. Los habían descubierto.

Los remolcaron hasta tierra para prestarles ayuda humanitaria. Recuerda la humillación de ser tratada como una convicta, las personas que los atendían llevaban mascarilla y ropajes especiales, había mucha policía. Ella se sentía muy mal, muy débil. Cuando trató de bajar del cayuco sus piernas no le respondieron y cayó. Cayó en una oscuridad, estéril y fría como el invierno. La siguiente vez que sus ojos se abrieron era trasladada en una ambulancia hacia el hospital, el mismo hospital donde yo me encontraba de guardia.

Llegaron los resultados de su analítica. Una hemoglobina de 7 nos hizo pensar que había perdido bastante sangre. Era un aborto claro y urgente, no debíamos esperar más. La pasamos a quirófano.

Para cualquier mujer ser madre es un sentimiento primitivo, un sentimiento ancestral y muy fuerte en el que la mente tiene que ceder paso al corazón que se antepone con fuerza a la razón. Para esta mujer ser madre era además su motivo, su porqué. Mi educación occidental no me permitía entenderlo, el choque cultural era evidente. En el primer mundo muchas mujeres deciden no ser madres por diversos motivos, forma parte de la voluntad de la persona y eso es normal. No se es menos mujer por ello. Qué difícil debía de ser para ella pasar este trance tan lejos de su casa y de quien la pudiera entender.

Mientras estaba absorta en estos pensamientos me di cuenta que Ndya lloraba. No sabía muy bien qué decirle ni cómo ayudarla. Nuestros parámetros culturales eran tan distintos como el color de nuestra piel. Le comenté que no se preocupara, que estaba totalmente segura en nuestro hospital y en nuestro quirófano. Que saldría muy bien de ésta, que se repondría porque ella era una mujer joven y fuerte. Creí que le ayudaría saber que se encontraba protegida por nuestro hegemónico modelo de salud, infalible, tecnificado; templo donde se devuelve salud y vida. Noté que no me escuchaba, ella sólo quería saber qué iba a pasar con su hijo. No confiaba en nosotros ni en nuestra medicina, no tenía demasiadas ilusiones en las que confiar. Triste me di cuenta de que nada ni nadie, y tampoco nuestro espectacular despliegue de salud y medios, le devolverían la vida a su bebé. Así pues decidí callarme y respetar su dolor desde mi silencio, sintiéndome algo incómoda, algo inútil.

Poco a poco empezaron a hacer efecto los fármacos anestésicos que le estábamos administrando, mientras se dormía miró hacia nosotros y dijo: “¡recen a mis dioses por mi hijo y por mí! Yo no podré hacerlo. Si mi hijo muere yo quiero morir ¡Recen a mis dioses por mi hijo y por mí!”.

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