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Index de Enfermería
versión On-line ISSN 1699-5988versión impresa ISSN 1132-1296
Index Enferm vol.24 no.3 Granada jul./sep. 2015
https://dx.doi.org/10.4321/S1132-12962015000200012
MISCELÁNEA
DIARIO DE CAMPO
En torno al confinamiento terapéutico
Around the therapeutic confinement
Encarnación Laguna Sánchez
Hospital Comarcal d'Inca, Islas Baleares, España
encarlaguna@gmail.com
Cuando las unidades hospitalarias se cierran a toda posibilidad de comunicación con el exterior, cuando la relación terapéutica se condiciona a la información que proporcionan los monitores, cuando los protocolos determinan la muerte en soledad, siempre hay pacientes y familiares rebeldes que aprovechan cualquier resquicio para entablar relaciones concentradas y efímeras.
A las afueras de la pequeña ciudad y encima de una loma, habían construido el nuevo hospital, solo dos plantas, pero con todos los servicios, moderno y aséptico. Lo habían bautizado con nombre de río, el mismo que cruzaba por las viejas callejuelas y se alejaba por el puente romano. Era reciente su inauguración, por eso todavía no había leyendas de espíritus que vagaban por sus pasillos, ni de luces que se encendían o de timbres que sonaban, no había pasado suficiente tiempo. Pero ya en cada rincón había una pequeña historia o un gran drama.
La impecable unidad de Reanimación era un gran cuadrado, un santuario hermético, cuyos lados estaban ocupados por las habitaciones de los enfermos, ordenados según su patología y gravedad. En el centro del mismo, bandeaban a sus anchas los "dadores de salud", pulcramente uniformados de azul, con sus bolsillos repletos de bolígrafos multicolores, tijeras romas y cuadernitos para sus técnicas anotaciones. No se descuidaban ni un momento; sus enguantadas manos preparaban las complicadas prescripciones medicamentosas destinadas a mantener la vida de sus críticos pacientes, anotaban sus constantes vitales en los ordenadores, mientras sus miradas siempre estaban atentas a las acristaladas paredes de los muchos habitáculos.
En uno de ellos, en camisón y sin facultad para salir de él, estaba el abuelo. Por una claraboya del techo entraba la luz del mediodía, por eso sabía que pronto se abriría la puerta y entrarían los suyos. Por el gran pasillo que recorría los lados del cuadrado dos veces al día se abrían las puertas y las preocupadas familias podían reconfortar a sus enfermos, que sufrían el secuestro terapéutico por el bien de su salud. Era la recompensa por haber sido buenos pacientes: dejarse canalizar las venas sin rechistar, abrir el hueco de su nariz y su uretra a una sonda, permitir que unos electrodos captaran el movimiento de su debilitado corazón y que una lucecita en su pulgar percibiera el oxígeno que circulaba por su sangre.
Pero de los que más se acordaba el abuelo y a los que no podía ver, eran a sus nietos. Uno no tenía tres años, el otro no tenía seis meses. Habían venido desde muy lejos para estar con él. Pero su enfermedad terminal había estropeado la reunión familiar, confinándolo en esta habitación sin ventanas, lejos de los niños. Hoy era el último día que ellos estarían en la ciudad, pues por la tarde cogerían un avión hasta su casa. El abuelo lo sabía y esto le hacía estar aún más triste. El padre no podía resignarse a dejar al abuelo allí sin ver a los nietos. Unos minutos antes de la hora de la visita sentó al pequeño en el cochecito, subió detrás al mayor y se puso a recorrer, campo a través, la distancia que separaba la entrada principal de las ventanas que daban a la galería.
Los guardias de seguridad lo vieron enseguida: un padre con dos niños hacia la zona prohibida era una imagen demasiado vistosa, y rápidamente lo siguieron. Cuando llegaron allí el nieto mayor ya estaba encaramado a la ventana, al pequeño lo apretaba el padre junto a la cristalera. El abuelo, desnudo, con el camisón abierto por detrás, se había liberado de cables y se había escapado al pasillo. Todos sonreían. La escena era conmovedora y los vigilantes no pudieron decir nada, solo susurraron: sed rápidos, aquí no se puede estar. El padre se justificó diciendo que pronto se alejarían de la ciudad y el abuelo tenía que despedirse de sus nietos.
Por la noche los niños ya dormían en la cama de su ciudad con mar, cansados por el ajetreo del viaje; el abuelo recordaba la escena del día y, adormeciéndose, sonreía. Fue la última vez que el viejo vio a sus nietos. Y aunque no saliera más de esta morada, ya le habían concedido su deseo de moribundo. Ahora ya se podía ir en paz.
Al siguiente viaje ya no fueron los niños, ni el padre; se quedaron muy lejos esperando noticias. Solo la madre acudió. Precisó poco equipaje, aunque no sabía el tiempo que estaría allí, lo que no olvidó incluir en la maleta fue un traje negro. Ocho días estuvo en el hospital, pero muy pocas horas junto al abuelo. Los estrictos horarios de la tecnológica unidad de Reanimación así lo requerían: tubos y cables, bombas de infusión, monitores y respiradores, eran objetos muy preciados para que alguien ajeno los pudiera manipular y modificar sus ajustados parámetros. Personal altamente cualificado y rigurosamente instruido los vigilaba y custodiaba para que ningún incidente ocurriera, como vestales desinfectadas realizando su minuciosa ceremonia.
No obstante, durante esos preciados momentos y mediante ligeros parpadeos y movimientos de manos, el abuelo y la madre (padre e hija) se comunicaron. Ella pudo saber que él se había cansado de luchar y que les decía adiós.
El nieto mayor, el que se llamaba como el abuelo, esperaba ansioso la llegada de su tercer cumpleaños: una fiesta, amigos y regalos. Pero cuando llegó el momento nada de esto sucedió, pues su abuelo había decidido irse ese preciso día, dándole así el relevo de su vida.
Los expertos profesionales de la unidad realizaron los cuidados post morten, el servicio de funeraria compuso su cuerpo, vistiéndolo con su mejor indumentaria y toda la familia le dijo adiós.
La hija le abrió el bolsillo superior del traje, que había sido con el que se casó, y depositó en él un pequeño tesoro: la foto de sus nietos.