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Gerokomos
versión impresa ISSN 1134-928X
Gerokomos vol.19 no.2 Barcelona jun. 2008
COMUNICACIONES
La vejez, patrimonio inmaterial de la humanidad
Elderly, an inmaterial world heritage
Bienvenida del Carmen Rodríguez de Vera
Profesora Titular de Enfermería Geriátrica y Gerontológica. Directora del Programa Universitario de Mayores Peritia et Doctrina, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.
Dirección para correspondencia
RESUMEN
La vejez es una realidad que suele ser rechazada por los que aún no han llegado a ella y, a menudo, mal vivida por los propios ancianos. En nuestra época, se ha puesto de manifiesto una recuperación por el interés que el anciano despierta. Interés por su estudio y análisis pero no por su aprovechamiento vital como había sucedido secularmente a lo largo de la historia. En la actualidad, de revisión y de reivindicación constantes de diversos y múltiples patrimonios mundiales, es necesario apostar por el reconocimiento que la vejez debe tener como patrimonio inmaterial de la humanidad.
Palabras clave: Vejez, patrimonio, inmaterial, humanidad.
SUMMARY
Old age is often refused by those who are still young or adults, and usually, when people become old, they do not know how to make the most of this period of life and do not live it as well as they could. Nowadays, there has been a dramatic increase in the interest shown towards the elderly. This interest is related to the study and the analysis of the elderly, but not with its progress as it used to be through the history. At the moment, various and numerous World Heritages are being revised and claimed. That is the reason why it is necessary to go for the acknowledgement that old age should received as immaterial World Heritage.
Key words: Old age, immaterial, world heritage.
Introducción
Si nos atenemos a los términos que configuran el título de este trabajo, nos encontramos situados frente a una trilogía como símbolo indeleble de nuestra sociedad y de nuestra cultura. No en balde, el cristianismo acoge al hombre nuevo no como contradicción del hombre viejo, sino como superador de una situación protohistórica, como muy bien recoge San Pablo1 (1), en la que se derrumba el concepto excluyente de ciudadanía, de la que disfrutaba el apóstol, que si bien afectaba a todos los individuos, se cebaba de una forma extraordinaria con los ancianos.
Siguiendo el orden terminológico que eslabona esta aportación, tenemos que reconocer que nuestra civilización cristiana añade a los "patrimonios materiales", forjados a lo largo de la vida de los individuos y de los pueblos y naciones, los necesarios e imprescindibles "patrimonios morales" que sustentan y dan razón de ser al concepto de humanidad, no entendida como el mero conjunto numérico de personas sino, más bien, aferrándonos a la acepción del humanismo como actitud vital basada en una concepción integradora de los valores humanos. Valores humanos que, en no pocas ocasiones del pasado y en muchas del presente, hemos pervertido, precisamente, otorgándoles exclusivamente un valor de cuantificación numérica, en un afán por reducir todo al supremo y sacralizado concepto de lo democráticamente aceptable o, lo que resulta más ignominioso, de lo "políticamente correcto", haciendo abstracción del derecho natural, tan consustancial a la condición humana y, por supuesto, nada apegado a los intereses de individuos o grupos que se erigen en supuestos defensores de aquéllos.
La vejez, patrimonio inmaterial de la humanidad
Una vez planteada la posición de partida respecto a los términos y conceptos que delimitan este artículo, iremos desgranando algunas reflexiones respecto a cada uno de los elementos que conforman el trípode en el que se asienta nuestra aportación. El título de la misma no es casual. El anciano lo es, no sólo por una exigencia cronobiológica, sino también como requisito inherente a la sedimentación madurativa de las ideas y de las experiencias vitales que conforman su periplo personal pero, lo que es más trascendente desde una perspectiva social y no suficientemente reconocido, su implementación en las políticas desarrolladas por los países occidentales con el tan cacareado "estado de bienestar" (2), todo para el anciano pero sin el anciano, que nos parece retrotraernos a experiencias del antiguo régimen.
Un poco de historia
A pesar de que la vejez sigue siendo un fenómeno esencialmente biológico, la longevidad humana no ha variado sustancialmente desde la aparición de nuestra especie. Así pues, la vejez es una realidad que suele ser rechazada por los que aún no han llegado a ella y, a menudo, mal vivida por los propios ancianos. Sin embargo, en nuestra época se ha puesto de manifiesto una recuperación por el interés que el anciano despierta. Interés por su estudio y análisis pero no por su "aprovechamiento vital", como había sucedido secularmente a lo largo de la historia. Ejemplos sobrados de gerontocracia se han desarrollado en diversas sociedades a lo largo del tiempo. En nuestro entorno, hasta el renacimiento perduraron ejemplos del valor aquilatado que la vejez representaba. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, se impone una postura de "rejuvenecer" estructuras sociales y, por supuesto, ir desalojando a los ancianos de las cercanías del poder. El ejemplo más paradigmático lo constituye la defenestración pública de Winston Churchill, tras perder las elecciones después del conflicto bélico.
Hasta la segunda mitad del siglo XX, la vejez había sido un asunto esencialmente privado y familiar, con un alto componente patriarcal, pero los avatares de la conflagración mundial relegan a aquélla a un círculo nuclear. No obstante, esa "pérdida de credibilidad" que el viejo genera arrastra problemas de cobertura que los individuos, en su entorno más próximo, se ven dificultados para sobrellevar, convirtiéndose los ancianos en un fenómeno social importante que termina atrayendo, irremediablemente, la atención de la Administración Pública (3). Sin embargo, a partir de 1950 nos encontramos con lo que Edgar Morín (4) define como "una fase de relegación dulce de los viejos", la denominada "tercera edad" que, en realidad, encubre un aislamiento de los ancianos, endulzado con algunos engaños y con la seguridad de no morir de hambre, a través de políticas de seguridad social implantadas por los países de la Unión Europea y, particularmente, por España. Es decir, la historia viva que representa la vejez no se aprovecha, no se rescata. En este sentido, es preciso recordar que hasta bien entrado el siglo XX, a pesar del desarrollo de la imprenta desde la Edad Media, la transmisión del conocimiento tenía un alto componente de oralidad. A muchos de nosotros no nos resulta difícil recordar la figura del maestro en la enseñanza primaria. Con una escasez de medios rayando en lo espartano, su persona constituía, en sí misma, el auténtico depositario del conocimiento global, desplegando todos sus recursos personales para lograr ir conformando la instrucción que abocara a un auténtico desarrollo de la personalidad de los alumnos. Qué duda cabe que semejante esfuerzo se redoblaba en las áreas rurales en las que, así mismo, muchos de nosotros habitábamos. Esa sociedad, impregnada por un fuerte componente oral, necesitaba también de sus ancianos, símbolos de su continuidad como memoria del grupo y condición indispensable para su reproducción cultural y social.
Resulta fácil colegir, con la implantación en España a finales de los años cincuenta del siglo pasado de la televisión y, en el último cuarto período de la misma centuria, de los ordenadores personales y del desarrollo de Internet, la pérdida de fuerza de la transmisión oral y, con ella, del poder gerontocrático. Esta situación que, a primera vista, pudiera ser atribuida exclusivamente a sociedades desarrolladas, muy al contrario, está afectando sobremanera también a sociedades más primitivas y menos evolucionadas, minando el prestigio de los ancianos, muy en consonancia con la teoría de la aldea global de McLuhan (5).
El segundo de los conceptos que conforman nuestro armazón articular, el patrimonio, siempre ha sido entendido como el resultado de un esfuerzo progresivo y constante realizado a lo largo de la vida de una persona. Si esa categoría individual es elevada a la condición que socialmente cabría esperar -y que nos convoca hoy aquí- sería lógico esperar una consolidación de dicha condición que, en el caso que nos ocupa, dista mucho de ser real, cuando no ocultada. El patrimonio implica, entre otras acepciones, la posibilidad de su transmisión.
Como hemos señalado anteriormente, el patrimonio que por sí misma representa la vejez dista mucho de tener, en la actualidad, un valor transmisible, aprovechable, utilizable. Muy al contrario, es relegable, ocultable. Estamos inmersos en una sociedad utilitaria y lo viejo resulta inútil. Incluso, la agenda 21 de la Cultura, adoptada en el Forum de Barcelona en mayo de 2004, sigue relegando y ocultando la vejez dentro de los valores culturales a recuperar, a reconocer, a vitalizar.
De forma similar a lo que aconteció en las polis griegas, la fragmentación política de la cultura de las ciudades impide tener una visión global de las necesidades y requerimientos patrimoniales del viejo. Ese patrimonio unificador se produce por primera vez en la historia con el derecho romano. En este caso, la importancia no significa necesariamente ventaja o preferencia, como parece que están obsesionados nuestros dirigentes en proporcionar a nuestros ancianos, sino más bien "presencia". Roma dedicó mucha atención al anciano, pero muy pocas veces para alabarlo, para lisonjearlo. Se ocuparon mucho de los ancianos porque se plantearon, por primera vez, el problema de la vejez en todos sus aspectos (demográficos, políticos, sociales, psicológicos, médicos, etc.). Además, el derecho romano concedía una autoridad muy particular a los ancianos en la figura del pater familias. Sin embargo, cuanta más potestad y poderes les confiere la ley, más detestados son por las generaciones siguientes. A la inversa, cuanto más desprovistos de derechos están, más despreciados son. En la sociedad contemporánea, también pervive el clásico dilema odio-desprecio que acompaña a la vejez. Es por ello que la presencia de los ancianos en la actividad política, tanto durante la República como durante el Imperio, fue proverbial. No en balde, Catón pensaba que el servicio al estado era la ocupación más honorable para la vejez. Siempre la incombustible"presencia" del anciano en el quehacer cotidiano de la sociedad romana, verdadero patrimonio del estado, recopilado de forma magistral en la obra De senectute de Cicerón (6), extraordinaria apología de la vejez, en la mejor tradición de la recuperación del estilo dialogado de Platón en La República (7), en la que se critica a individuos, no a un período de la vida, salvaguardando la complejidad, las contradicciones y la ambigüedad de la vejez, sus miserias y su grandeza. El genio romano, práctico ante todo, ha hablado más de los ancianos que de la vejez, construyendo un mundo cosmopolita y tolerante, donde se luchaba por el poder, pero no por la religión, la ideología o la raza, admirador de la grandeza y la nobleza de la acción humana, tan distante en muchos momentos de nuestra reciente historia.
El esplendor y el reconocimiento del anciano durante el Imperio Romano se desmorona con la invasión bárbara de los pueblos del norte. Atropellados por esta sociedad brutal, con la excepción de períodos concretos durante la Alta Edad Media -como el que representó el reinado de Carlomagno-, fueron acogidos por la Iglesia en sus hospitales y alojados temporalmente en sus monasterios, pero sin constituir un problema de atención específico ya que para la Iglesia existe el hombre, y entre los hombres están, mezclados, los pobres, las viudas, los lisiados, los huérfanos, los enfermos, los ancianos, sin distinción de edad ni sexo. Será durante esta etapa de la historia cuando surja el concepto entre los viejos hacendados del "retiro" a un monasterio, primer esbozo del asilo de ancianos, refugio y gueto a la vez. Así, se inicia la concepción moderna del aislamiento de los viejos; aislamiento por ahora voluntario. Está ya en germen la desunión de las generaciones y también la característica esencial de la vejez, pero en un sentido negativo: los ancianos, apartados de la vida de este mundo, están de paso, preparan la vida eterna. Ya no están por completo en este mundo, pero todavía no están en el otro. Antecámara de la vida eterna, el retiro a un monasterio asigna a la vejez su preocupación esencial: asegurar su salvación. Ejemplo tardío del "retiro medieval" lo constituye el enclaustramiento en Yuste de nuestro emperador Carlos I.
Para los ancianos pobres no hay posibilidad de retiro voluntario. Tendrá que llegar, en el contexto de los acontecimientos de naturaleza económica y social que se produjeron en el siglo XIX con la Revolución Industrial y la "cuestión obrera" que propició la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII (8) en 1891, además de la introducción del estado de bienestar a partir de la República de Bismarck. Sin embargo, lo que en Roma podía entenderse como retiro parcial, la indigencia legalista que sobrellevó la ancianidad durante toda la Edad Media se ha convertido en una "ordenanza social", de obligado cumplimiento en el sector público y con escasas excepciones en el sector privado. En este sentido, es necesario resaltar la concesión de la medalla de oro al mérito en el trabajo a un paisano mío, de 83 años, por ser el español que más años ha cotizado, y sigue cotizando, a la seguridad social, en concreto 67 años. Y, precisamente, en una actividad de esfuerzo físico como es la de maquinista para la extracción de agua de pozos, de gran raigambre en nuestra tierra canaria. Esto, que constituye una extraordinaria excepción a la norma en el sector privado, muy volcado a no apreciar la experiencia vital y laboral de los ancianos e, incluso, de adultos jóvenes sometidos a la implacable tesitura de la sociedad de consumo y de servicios, con la facilitación del trabajo informático que propicia la bolsa cada vez más abultada de desempleo y la dificultad de reinserción laboral superados los 40 años de edad, no tiene parangón en el sector público.
Muy al contrario, el Estado deviene en un férreo patrón que adopta similares prácticas de "acoplamiento social" con las oprobiosas políticas de prejubilación que, si bien en un número importante de trabajadores satisface una tesitura vital de desahogo frente a circunstancias laborales adversas, en otros conduce a la depresión y al desasosiego que el sentimiento de inutilidad provoca en los mismos tal decisión. El ejemplo más atroz de semejante villanía es el que se comete en la universidad española. La Academia, el templo de la sabiduría, desprecia precisamente esta cualidad en sus hijos más preclaros. Es tradicional semejante comportamiento entre nuestros profesores. El cainismo es mérito solvente para prosperar en el ámbito docente. En este sentido, recientes decisiones de diversas universidades españolas han denegado la condición de profesores eméritos a algunos de sus más preclaros miembros gracias al "sistema democrático" que todo lo avala. ¿No sé qué méritos hay que aportar en nuestra institución universitaria para alcanzar tal condición? Sí estoy segura de los deméritos de los profesores votantes, muy valientes en el uso del voto secreto, ¡auténticos defensores del patrimonio del conocimiento!
Es conocido, entre otros factores que entran en juego para definir el estatuto social del anciano, el conocimiento y la experiencia que se derivan de la duración de la vida. Como muy bien describiera Harvey Lehman2 (9), el viejo no es reconocido en su especificidad. Probablemente, habrá pesado en las decisiones universitarias señaladas anteriormente que los profesores afectados tienen dificultades para navegar por la red (¡!). Por tanto, el viejo no tiene ningún derecho y se encuentra completamente a merced de un entorno hostil si no se es "políticamente correcto". En definitiva, es el medio social el que crea la imagen de los ancianos a partir de las normas y los ideales humanos de cada época.
Cada civilización tiene su propio modelo de anciano y los juzga con referencia a ese patrón. Cuanto más idealizado está el modelo, más exigente y cruel es la sociedad, y mientras no se invierta el proceso, el anciano no estará verdaderamente integrado en el grupo reconociendo, como afirma George Minois (10), que la persona anciana tiene necesidades que satisfacer, no exclusivamente físicas, permitiendo que las satisfaga, más que decretar que el anciano es un sabio y querer obligarlo a que lo sea, siempre que transmita la "verdad oficial". Para que luego critiquemos a los que obligaron a Copérnico a desdecirse de su teoría.
Por último, el tercer soporte de nuestro trípode articular, la humanitas -humanitatis latina- en el ámbito europeo, vuelve a recuperar tintes peligrosos de exclusión pertenencial, en un intento por acotar de nuevo al "hombre viejo" a realidades ya superadas pero no desaparecidas del afán hedonista imperante en la siempre presente dualidad de la condición humana, como muy bien analizara en el siglo pasado Hanna Arendt (11, 12) de las experiencias totalitarias del nazismo y del marxismo, negadoras ambas de la condición humana en el más amplio sentido del término. Precisamente, en los últimos años, Europa recorre un hálito nauseabundo de enaltecimiento de la muerte, cuando no de desprecio absoluto por la vida. Resulta imprescindible no olvidar nuestra condición de cuidadoras, sobre todo en el ámbito de la vejez, promoviendo la vida como nos alentara a ello Marie Françoise Collière (13), y como muy acertadamente incorporara a su obra de referencia el poema del libanés Khalil Gibran.
"Y os digo que la vida es realmente oscuridad,
salvo allí donde hay entusiasmo,
Y todo entusiasmo es ciego, salvo donde hay saber
Y todo saber es vano, salvo donde hay trabajo
Y todo trabajo está vacío, salvo donde hay amor.
¿Y qué es trabajar con amor?
Es poner, en todo lo que hagáis, un soplo
de vuestro espíritu".
Las enfermeras, pues, estamos obligadas a paliar el dolor del anciano con fármacos, pero su sufrimiento hay que cuidarlo con amor.
Conclusiones
Aunque es lógico apreciar en estas líneas un pesimismo existencial, actual, de la condición de la vejez como algo no patrimonializado por la humanidad, al menos desde una óptica textual, sí deseo trasladar un epílogo conceptual de denuncia, de auténtica reivindicación patrimonial de la humanidad, de la condición de vejez, no como servicio o prestación al anciano sino como reconocimiento efectivo, real, palpable, del viejo en la sociedad, del "viejo en, con, por y para la humanidad". Por ello, deseo trasladar a la Sociedad Española de Enfermería Geriátrica y Gerontológica la petición de que inicie el expediente correspondiente ante los organismos implicados para que la vejez sea declarada patrimonio inmaterial de la humanidad por la UNESCO.
1"Me ha enviado al mundo de los paganos al que pertenecen también ustedes, los de Roma..."
2"...las personas entradas en años tienen probablemente una transferencia más importante que los jóvenes, positiva y negativa al mismo tiempo. El resultado de la transferencia positiva es que los viejos tienen en general una sabiduría y una erudición mayores. Es una ventaja incalculable. Pero cuando la situación exige una nueva visión de las cosas, la adquisición de técnicas nuevas o incluso un nuevo vocabulario, los ancianos parecen estereotipados y paralizados. Para poder aprender lo nuevo tienen que desprenderse con frecuencia de lo viejo, lo que resulta doblemente difícil de aprender sin tener que olvidar. Pero cuando la situación pide una acumulación de saber, entonces los viejos encuentran de nuevo la ventaja que tienen sobre los jóvenes."
Bibliografía
1. San Pablo. Carta a los Romanos 1, 2-16. Nuevo Testamento. Madrid: Ed. Paulinas, 1993. [ Links ]
2. Mayán Santos JM. El Estado de Bienestar Social. Estrategias para el siglo XXI. Pontevedra: Ed. 9, 1998. [ Links ]
3. De Miguel A. La Sociedad Española 1993-94. Madrid: Alianza Editorial, 1994. [ Links ]
4. Morín E. El hombre y la muerte. Barcelona: Cairos, 1974. [ Links ]
5. McLuhan M. La aldea global. Barcelona: Gedisa, 1990. [ Links ]
6. Cicerón MT. De Senectute/Acerca de la vejez. Madrid: Triacastela, 2001. [ Links ]
7. Platón. La República. Madrid: Gredos, 2003. [ Links ]
8. León XIII. Rerum Novarum. Vaticano, 1891. [ Links ]
9. Lehman HC. Age and achievement. Princeton, 1953. [ Links ]
10. Minois G. Historia de la vejez. Madrid: Nerea, 1989. [ Links ]
11. Arendt H. Los orígenes del totalitarismo. Barcelona: Alianza Editorial, 2006. [ Links ]
12. Arendt H. La condición humana. Barcelona: Paidós, 1993. [ Links ]
13. Collière F. Promover la vida. Madrid: Interamericana McGraw Hill, 1993. [ Links ]
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