Las luces de la Navidad están prendidas cuando inicio la grata misión de entrar en el alma de Gerokomos, y desde esta tribuna, abandonada unos cuantos números, saludar y en clave de monólogo compartir cómo una aparente insignificante cadena de vivencias han sido autoras reales de este editorial. Una secuencia de tres aisladas situaciones o sensaciones que he interpretado me pedían compartirlas en este tiempo donde esas luces y guirnaldas parecen solapar otros sentimientos que no sean armonía, familia, amor, compañía… Discúlpenme por no haber seguido el dictado de lo establecido por el buen gusto.
Esta secuencia comenzó hace algunos días, cuando envuelto en mis pensamientos y desbocado caminaba por una calle de mi ciudad, seguro que para llegar antes de que cierren o para hacer más y más cosas que el frenesí cotidiano dicta, y en esa arteria de la ciudad, como la vida, la acera se fue estrechando. Yo absorto en mis cosas, y una persona muy mayor, subida en su bastón, llegó a bloquear el paso totalmente en colaboración con vehículos abocados y algunos ciclomotores con derecho a disfrutar de todo el sitio. Un brusco parón que me despertó y dictó un telegráfico alegato sobre el valor del tiempo, la serenidad perdida y la avalancha a veces irracional cuando no atropello de unos hacia otros. Fueron unos pasos eternos (hoy reconfortantes) a rebufo de una estela aleccionadora. Al pasar a su lado, cuando el exiguo espacio de la acera creció, me miró, entre iluminado y sonriente, pero especialmente sereno, y en el bocadillo de esa viñeta vi un mensaje escrito en letra redondilla: “¿dónde vas tan desencajado…?” Vive y disfruta la vida en cada minuto. Es una paradoja, al final de la vida, la lentitud que se te impone te permite disfrutarla más o verla alargada sin sentido. Aprende esta lección hoy.
La segunda secuencia de este cuento de Navidad, grabada en este caso en mi retina, hacía tiempo que no la vivía. Hace muy pocos días tenía prevista una actividad formativa en una residencia de mayores de mi ciudad, algo francamente inhabitual, y tras presentarme un tiempo antes en la entrada, me invitaron a subir hasta la zona destinada para ello teniendo que atravesar un largo pasillo donde ya estaban los veteranos apostados. Solos, en silencio, y cuyas miradas o ausencias de esos pocos segundos tuvieron el calado de una sesión prolongada de senadores con reclamaciones y nuevos consejos. Había semblantes tallados de incómoda angustia que interpreté como una petición de socorro; había miradas perdidas que hablaban de derrota, de no seguir oponiendo resistencia a lo que la vida le había llevado, vacía, dependiente, sin ningún interés; había rostros y cuerpos que transpiraban rebeldía pero solo eso, sin ninguna oportunidad para establecer batalla; había quienes entendí estaban desconectados de una realidad, la que abarcaba el escaso espacio del mundo que se alcanzaba a ver por las luminarias; había miradas de reproche hacia todo el que quisiera aguantarla; había… Fueron unos pasos de lento frenesí, como filmados a cámara lenta, con historias de vida poderosas en el ambiente ahora con créditos más lamentables que alegres y satisfechos. Me quedé bloqueado durante un buen tiempo y lo dejé en cuarentena hasta que hoy lo he evocado. Sé que no me gustó. No lo vi justo. No es lo que he predicado o imagino para los que quiero. Algo no se está haciendo bien.
Pero todavía en estos días he tenido una tercera llamada de atención, en esta ocasión de la mano de una poesía en cuarteta, sin autoría (creo hoy que puede ser de Jose Cabrero Prat, pero sin convicción, dado que no he podido rastrear más su pista) que un paciente le acercó a mi esposa al consultorio y le dijo, entregándole un papel doblado, para que la lea y espero que no llore mucho. Diecisiete estrofas bajo un título genérico: “El Abuelo”, que pueden poner voz a los de sin voz de ese pasillo, al anciano que cerraba la calle o a tantos mayores que a menudo conviven con nosotros. Ese papel doblado ha permanecido en mi mesa durante unos cuantos días. Ayer lo abrí por inercia y lo leí. Hablan sus versos, como anuncia su primera estrofa, basado en la realidad, del respeto perdido (“ahora estudian muchos años, tienen que tener cultura, pero tocante al respeto, no hay ninguna asignatura”), sin atenuantes, del entusiasmo contrariado por la soledad y de la falta de cariño que no invita a nada (“Se muestran acobardados, constantemente sufriendo, pidiendo con ansiedad, que les llame el Padre Eterno”) y una alusión muy explícita a su relación con los nietos (“Los nietos a los abuelos, los quieren cuando son niños, pero según van creciendo, se va mermando el cariño”) (“Si el abuelo les reprende, le contestan enfadados , tú ya no entiendes ni papa, porque estás muy anticuado”) (“Cabizbajo y dolorido, se queda solo el abuelo, llorando gotas de sangre, sin tener ningún consuelo”).
No me pregunten amigos, y sin son generosos juzguen, si esta amalgama de pequeñas y a buen seguro irrelevantes situaciones que he vivido tienen el valor que les doy al compartirlos en esta tribuna y en un ambiente prenavideño, que al menos a día de hoy y lo siento, no ha iluminado mi deseo por llegar a más viejo y sí refrescado una larga batería de recomendaciones para los cuidados de este gran grupo de personas que obligatoriamente vivirán estos días de Navidad.
Aunque será un poco más tarde, iniciado el nuevo año, cuando puedan leer este retrato de mis sentimientos, ojalá les sirvan como a mí, para tratar de dibujar algo mejor para el mundo de los que han facilitado este Mundo