Siglos de historia avalan el alto valor de reuniones de carácter científico para los integrantes de una disciplina o sobre un tema de interés para varias de ellas. Nadie discute la rentabilidad de estos encuentros de aproximación a los últimos avances que la Ciencia brinda, a debates de altura con interlocutores reconocidos y colegas que nutren el conocimiento, alimentan el necesario espíritu de la investigación como baluarte de su crecimiento, fraguan o consolidan redes formales e informales, para continuar construyendo ese cuerpo del saber, posibilitan la discusión en foros abiertos de interrogantes y se comparten experiencias, se revisan posiciones y se arman estudios que exploren el más allá; se hacen públicas y cercanas manifestaciones del saber más actual, se escucha en primera persona a líderes de ese conocimiento específico en una pasarela donde la cercanía (especialmente de los “más grandes”) alimenta el deseo de seguir formándose, posibilitan la tribuna a todos los que deseen aportar su experiencia y evidencia, pero también estas citas son refuerzo, estímulo, bálsamo de motivación, antídoto de la frecuente soledad del clínico y el investigador, encuentro humano con un enorme valor reparador para las heridas que los desafectos, la incomprensión, el desinterés o la desidia, lamentablemente más frecuente de lo deseado, propician empleadores y “compañeros”, que no los pacientes a los que nos debemos.
Los congresos y simposios que yo he conocido no han sido escaparates para la coquetería ególatra de algunos autodenominados popes (han estado los que por sus méritos tenían algo que aportar a un encuentro científico), no han sido jornadas vacacionales a la vista de la densidad de los programas científicos y del nivel de ocupación de las sedes por los asistentes de sol a sol. No han sido el premio a lo que no haya sido trabajo por mejorar el conocimiento y su aplicación en la práctica, no han sido mascaradas para otros fines que los que estrictamente avalan el valor de estas reuniones científico-profesionales. No conozco en primera persona otro modelo que el ilustrado, aun y cuando me han dicho que los ha habido y cuya separación de esos principios puede ser responsable de algo que estamos “sufriendo” y que relataré.
Quien ha organizado un evento, por pequeño que sea en cuanto a número de asistentes, conoce la dificultad de articular tantos aspectos para que los participantes estén completamente a gusto, y nadie ignora el costo de su hechura, máxime cuando hemos tratado de fundir en esas jornadas actos de compartir también frente a un plato, y que tantas ventajas ha dado a negocios y relaciones personales y que hemos incorporado con naturalidad en el evento y en sus cuotas. Si estas inclusiones se juzgan como superfluas quizá hayamos olvidado el carácter y valor que tienen.
La formación y actualización de los conocimientos de los profesionales, en el área de la salud, como en otras, es algo que recoge la lógica y los convenios colectivos y compete al empleador el preocuparse y ocuparse de que sus trabajadores lo reciban. En el ámbito que nos ocupa, desde hace varias décadas, ha habido una transferencia consentida de esta obligación, canalizando las necesidades para acceder a estos encuentros casi con exclusividad a patrocinadores externos a la organización, a empresas del sector, que entendiendo un valor añadido entre filantrópico y comercial, se han prestado, y articulado de mil maneras, para, en la medida de sus posibilidades, erigirlo como una parte inherente del contacto directo con los profesionales. Incluso ese nivel de desconexión de una obligación ha hecho y sigue haciendo difícil por parte de esos gestores hasta la cesión de días libres para la asistencia, una vuelta más de tornillo que alimenta el desencanto de los profesionales interesados e implicados y un último apunte a la actitud de algunos de ellos que pospongo unas líneas.
Aplausos y gracias a todas estas empresas que han estado ahí apoyando con sus bienes la posibilidad de la asistencia de multitud de profesionales a un encuentro científico, que a buen seguro de otra manera hubiera sido inviable. Pero con este hacer, que realmente ha permitido elevar el nivel de participación de muchos de nosotros, ha desembarazado a los gestores olvidadizos de una obligación que les compete y para lo que los presupuestos de su “casa” debe y contemplan.
Han llegado épocas difíciles también para las compañías del sector que han (con diferencias sensibles por sectores) debido limitar estas inversiones. En este último tiempo, la industria del sector salud, ante denunciadas y públicas desviaciones de su rol colaborador con algunos profesionales sanitarios, potencial complicidad en la fragua de eventos desvirtuados utilizados como moneda de pago anticipado o consumado de “favores” no leales, y en aras de una mayor transparencia en estas acciones, han suscrito un Código Ético que “obliga” a todas las empresas adheridas a sus agrupaciones a establecer unas normas que busquen remediar esa posible perversión de las tradicionales colaboraciones en forma de becas formativas. Lo hemos estrenado “todos” este año 2018, porque sus repercusiones en congresistas y organizadores también han sido francas. El proceso de solicitud mayoritariamente complejo, la necesaria participación de los gestores en su conformación adjudicando las becas recibidas -y aquí vuelvo a relatar la píldora pendiente- con escasa involucración, dificultando o retrasando el proceso en muchos casos, pensemos que por inseguridad o novedad del procedimiento, pero que han inhibido la asistencia de un importante número de profesionales por inoperancia, pero también, mi percepción ya testada, estas nuevas reglas del juego han servido para que bajo una cortina de humo de no poder brindar su ayuda directamente a los profesionales, algunas compañías han rebajado enormemente su habitual inversión, lo que ha supuesto un verdadero requiebro para congresistas y organizadores, y lo que quizá todavía es más doloso a mis ojos, sin haberse obtenido esa mayor transparencia: las empresas mayoritariamente han decidido qué profesionales se beneficiarán de esta formación, los gestores han sido en el mejor de los casos vectores de estas ayudas, y los profesionales “agraciados” saben inequívocamente a qué empresa deben agradecer esta ayuda. ¿Alguna diferencia sobre el modelo anterior?
Disculpen el que haya alargado más de lo debido esta tribuna que trata de conciliar reflexión y llamada de atención a todos sobre la nueva era de congresos científicos. Empleadores: rescaten de su memoria la absoluta obligación de garantizar la formación de sus profesionales, propiciando ayudas de ese presupuesto donde seguro se considera, pero no utiliza, facilitando la asistencia de los profesionales que por sus méritos lo requieran y no como premios a otros por otros pagos. A los profesionales, compañeros, no tenemos duda de que esta nueva forma de acceso a las ayudas será más ágil cuando se ruede, pero a buen seguro deberemos hacer un esfuerzo personal (económico, de inversión de días libres, etc.), quizá para algunos un poco olvidado, hasta que el acceso a estas actividades formativas vuelva a fluir y regularse con la responsabilidad y participación que exige.
A las empresas del sector, agradecimiento y ruego: sigan apoyando la investigación y la formación que en tantos casos y a menudo con exclusividad han posibilitado el avance del conocimiento de algunas disciplinas y áreas de atención.
A las sociedades científicas organizadoras de eventos científicos: no olviden a qué y a quién se deben. Adapten, renueven, reinventen, pero no se distraigan de esos principios éticos y profesionales tallados en su código genético.