INTRODUCCIÓN
El rápido envejecimiento demográfico que está afectando ya tanto a las sociedades avanzadas como a los países en desarrollo trae consigo un aumento del número de personas que padecen demencia, ya que su aparición está íntimamente relacionada con el incremento de la edad1,2. Actualmente, los datos reflejan que existen 50 millones de personas que padecen demencia y que su incidencia se incrementará a 10 millones por año, siendo cerca del 60-70% enfermedad de Alzheimer (EA)3.
La EA es un trastorno neurocognitivo mayor generado por un déficit adquirido de la función cognitiva debido a la degeneración neuronal, que daña habilidades intelectuales tales como la memoria, el comportamiento y el razonamiento, que alteran significativamente la vida diaria de las personas4,5. Suele evolucionar en tres fases, resultado de la progresiva atrofia cerebral. En la fase inicial se produce una pérdida de memoria episódica y un deterioro de la percepción del espacio y el tiempo. Posteriormente, la memoria se ve afectada por completo y aparece afasia, apraxia y agnosia. Finalmente, la persona no reconoce a sus cuidadores o familiares más cercanos y es posible que no reconozca ni su propio rostro; también se afecta la personalidad y pueden aparecer temblores y/o crisis epilépticas6. Actualmente, el abordaje terapéutico se centra en el control de los síntomas por medio de fármacos anticolinesterásicos y terapias cognitivas y de apoyo psicoterapéutico7,8.
Es importante destacar que la EA tiene efectos no solo a nivel personal, sino también en los ámbitos familiar y social. La enfermedad causa una discapacidad que afecta a las actividades cotidianas, por lo que estará implicada en la calidad de vida de la persona afectada, pero también provoca dependencia, lo que conlleva una importante carga para la familia y/o los cuidadores. Según los resultados de una encuesta sobre la salud de cuidadores de personas con EA, se estima que alrededor del 60-70% padecen depresión, estrés, ansiedad y problemas musculares derivados directamente del cuidado9. Esto pone en evidencia que los sistemas de salud deben implicarse más en la atención de las personas con EA y sus familias, ya que constituye un grave problema de salud pública. Un primer paso para afrontar la situación podría ser impulsar un mayor número de programas destinados a la prevención, encaminados a fomentar estilos de vida saludable, evitando el sedentarismo y promoviendo el ejercicio físico, ya que son dos elementos primordiales que intervienen en los factores de riesgo asociados a la EA1.
Los beneficios de practicar el ejercicio físico de forma regular son numerosos. Distintas investigaciones afirman los efectos positivos para mejorar la salud general y disminuir el riesgo de aparición de enfermedades crónicas como son la protección cardiovascular y metabólica; el aumento en la densidad ósea; la reducción en el riesgo de caídas y el dolor osteoarticular, muy común en personas mayores, y mejora de la función cognitiva. Contribuye, además, con beneficios psicosociales y aleja dolencias como aislamiento, depresión y ansiedad, así como a mantener un buen estado de ánimo y autoestima10,11.
Sin embargo, lo verdaderamente relevante es la relación que tiene el ejercicio físico con la neuroplasticidad, capacidad del sistema nervioso para formar nuevos circuitos neuronales y adaptarse a los cambios, modificando su estructura y funcionalidad. Las funciones cognitivas se ven beneficiadas porque el ejercicio físico provoca un aumento del flujo cerebral y, como consecuencia, la angiogénesis, llevando también consigo más nutrientes, glucosa, específicamente, y oxígeno y, por tanto, favoreciendo el crecimiento celular y estimulando la eliminación de desechos metabólicos12.
Por tanto, parece oportuno ahondar en la literatura científica para comprobar si el ejercicio físico es una medida preventiva eficaz en las personas que se encuentran en las fases leve y moderada de la EA.
METODOLOGÍA
Se ha realizado una revisión narrativa a partir de la búsqueda bibliográfica en bases de datos de ciencias de la salud como PubMed, CUIDEN, CINAHL, Biblioteca Virtual Cochrane y LILACS. Para la realización de las búsquedas se han empleado términos de lenguaje controlado de los tesauros Descriptores de Ciencias de la Salud (DeCS): “enfermedad de Alzheimer”, “ejercicio”, “terapia de ejercicio”, “resultado del tratamiento”, “prevención” y “enfermería”, y Medical Subject Headings (MeSH): “Alzheimer disease”, “exercise”, “exercise therapy”, “treatment outcome”, “prevention” y “nursing”.
Para concretar dichas búsquedas se ha recurrido a los filtros: año de publicación (artículos desde 2007 a la actualidad) e idioma castellano y/o inglés. En la figura 1 se presenta el diagrama de flujo que muestra el proceso de selección de la información a partir de los criterios de inclusión y exclusión establecidos.
RESULTADOS
El cribado de la información dio como resultado 20 artículos que se ajustaban al objetivo de esta revisión (tabla 1), y tras la lectura de su contenido se establecieron cuatro categorías para el análisis.
Tabla 1. Características de los estudios seleccionados para el análisis

ABVD: actividades básicas de la vida diaria; EA: enfermedad de Alzheimer.
Efectos del ejercicio físico en la cognición y en los síntomas neuropsíquicos
La mayoría de los estudios revisados tenían como objetivo investigar el impacto del ejercicio físico en la cognición de los participantes diagnosticados de EA. Sin embargo, es necesario aclarar, para valorar correctamente los resultados de estas investigaciones, que no se puede esperar que realizar un programa de ejercicio físico mejore la capacidad cognitiva, sino que el declive característico de la enfermedad se frene. De esta forma, en estudios13,14 en los que se comparaba un programa de ejercicio con otras terapias como musicoterapia, meditación o manualidades, las diferencias en la cognición resultaron insignificantes, ya que la clave para evitar el progreso del deterioro cognitivo recae en la estimulación del cerebro, ya sea mediante actividades artísticas o con un programa de ejercicio físico. Sin embargo, el estudio SMART15 que comparaba un programa de actividad física con otro tipo de intervenciones no farmacológicas evidenció que era mejor la práctica individual de ejercicio físico que una combinación de varias intervenciones, resultado que se relacionó con que una “sobrecarga” en la estimulación del cerebro genera estrés, lo que lleva a una menor capacidad para cumplir todas sus funciones debido a una inhibición en la promoción de la neuroplasticidad.
Por otra parte, el ensayo de Hoffman16, que se centra en investigar el efecto neuroprotector del ejercicio físico, señala que su práctica regular implica una reducción de riesgos cardiovasculares y procesos inflamatorios, presentes en la decadencia de las funciones cognitivas. Otros estudios señalan que el efecto beneficioso se produce porque el ejercicio promueve la angiogénesis y la neurogénesis e incrementa la síntesis y el metabolismo de los neurotransmisores17,18.
Distintas investigaciones han analizado la repercusión que tiene la actividad física en la neurotrofia19 20-21 y para ello han recurrido a estudiar el volumen del hipocampo y el volumen cerebral mediante técnicas de neuroimagen, concluyendo que el efecto beneficioso del ejercicio físico es mayor en las fases iniciales de EA. Sin embargo, autores como Morris19 recalcan que convendría indagar más en la relación de si trabajar la capacidad cardiorrespiratoria influye en el volumen del hipocampo.
También es destacable que algunos de los estudios analizados incorporan la repercusión que tiene el ejercicio físico en el metabolismo de cada sexo biológico, señalando que el ejercicio físico tiene mayor efecto en los mecanismos metabólicos femeninos22.
Respecto al tipo de ejercicio que tiene una mayor trascendencia para posponer el declive cognitivo, la bibliografía analizada destaca el aeróbico en comparación con rutinas de fuerza y/o estiramientos. Para cuantificar este retraso en el declive, la mayoría de los estudios han utilizado escalas como el Cambridge Cognitive Test (Camcog) y la Alzheimer's Disease Assessment Scale cognitive (ADAS - cog), y han obtenido puntuaciones escasamente diferenciales entre el inicio y el final del programa realizado, lo que lleva a cuestionar por qué aun siendo pequeñas estas diferencias se consideran positivas. Las conclusiones indican que en los grupos que realizan ejercicio físico se frena el declive de la enfermedad, mientras que en los otros grupos la EA sigue avanzando. Ahondando en la repercusión que tiene en las distintas capacidades cerebrales, la memoria se ha analizado en la mayoría de trabajos concluyendo que la mejora de la capacidad cardiorrespiratoria se relacionaba con un mejor rendimiento de la memoria19,21.
En cuanto a la repercusión del ejercicio físico en los síntomas neuropsíquicos, se confirma que reduce los síntomas psíquicos, en especial la depresión, y para su valoración los autores han recurrido a las escalas Mini Mental, Cornell y Geriatric Depression16,17,23,24. No obstante, en este ámbito no se ha encontrado suficiente evidencia, por lo que son necesarios análisis más exhaustivos en investigaciones futuras.
Influencia del ejercicio físico en la habilidad para desempeñar las actividades básicas de la vida diaria
Este aspecto ha sido incluido en la mayoría de los ensayos analizados, ya que el impacto que pueda tener el ejercicio físico es muy determinante para la integración de los programas de ejercicio físico en el cuidado habitual de las personas con EA. En todos los trabajos donde se ha investigado este objetivo se han obtenido datos positivos, por lo que se puede concluir que la práctica de ejercicio físico favorece indudablemente el desempeño de actividades básicas de la vida diaria (ABVD), en especial el ejercicio aeróbico. Por tanto, entrenar la rapidez de andar, el equilibrio y la fuerza muscular favorece la independencia funcional, la capacidad física y la movilidad. Si estas capacidades se trabajan, mejorará la calidad de vida de los pacientes, ya que también se ve beneficiada por una mayor independencia23,25 26-27.
Es destacable reparar en los beneficios del ejercicio físico frente a un programa de actividades sociales13, ya que se ha comprobado que aunque el ejercicio tiene beneficios, no presenta una ventaja respecto a realizar una intervención social. Lo que sí sería relevante es que el porcentaje de caídas disminuye en los pacientes que practican actividades físicas, lo que resulta de especial interés en personas institucionalizadas o con demencia.
Repercusión en la carga de trabajo y bienestar del cuidador
La transcendencia de que la persona con EA practique ejercicio físico en la carga de trabajo y bienestar del cuidador es mayor de lo que se podría esperar, ya que la segunda persona que está afectada por la enfermedad y que padece de variadas secuelas es el cuidador. El impacto que pueda acarrear este tipo de intervenciones supone un gran avance cuyos efectos son mejorar la calidad de vida de personas con demencia, prolongar el rol de cuidador y retrasar la institucionalización.
En varios ensayos17,24,28 se han podido comprobar las ganancias que tiene la práctica del ejercicio físico para los cuidadores, ya que su implicación en los programas dirigidos al paciente provocaba una mejora en el bienestar y mayor puntuación en las escalas psíquicas. Los cuidadores afirman que al hacer ejercicio disfrutaban con la actividad, supervisaban a sus pacientes realizando otras actividades y, por ello, se sentían más felices y también se beneficiaban de los efectos saludables del mismo. Aparte de repercutir en la propia salud del cuidador, mejoraban sus condiciones de trabajo, ya que al provocar mayor independencia en las ABVD de los pacientes, estos realizaban más tareas por sí solos y disminuía la carga de trabajo del cuidador29.
Relevancia de la adherencia al tratamiento como variable clave para garantizar el efecto esperado
Uno de los aspectos más inconcluyentes que puede sustraerse del análisis de los ensayos seleccionados es si una mayor adherencia al programa de ejercicio físico aumenta los efectos de este.
Para dar respuesta a esta pregunta es preciso valorar distintos factores. Primero, tener en cuenta las características físicas de los sujetos que participan, ya que mayoritariamente son personas mayores cuya capacidad física es escasa o nula. Una persona mayor que tenga una buena situación física hará que se puedan satisfacer bien las rutinas de ejercicio y, por tanto, verá mayores efectos que una persona que a la hora de ejercitarse no los realice por su limitación física. Esto deriva en un segundo factor: la motivación. Si una persona no realiza correctamente su rutina de ejercicio, no verá resultados, se desmotivará y terminará por dejar de practicar la rutina proporcionada. La motivación garantiza la adherencia, por lo que es primordial mantenerla para realizar las intervenciones oportunas30,31.
Se puede afirmar que obtener más beneficios de las rutinas de ejercicio recae en que estas estén adaptadas al nivel que los participantes puedan soportar, y así facilitar la adherencia al tratamiento pautado. Un ejemplo fue el estudio revelador14 que estableció una rutina de ejercicio para respetar los ritmos circadianos. Esta disposición provocó una satisfactoria adaptación de los ciclos en su rutina, permitiendo un adecuado descanso, además de que la adherencia fuera elevada pese a las numerosas sesiones organizadas en el “día de ejercicio” (4 sesiones/día, 3 veces por semana, durante 6 meses).
El hecho de que las rutinas estén bien adaptadas deriva en la ratio beneficio-riesgo. ¿Compensa realmente que estos pacientes practiquen ejercicio a pesar del riesgo que tienen de caerse o fracturarse algún hueso? Puede afirmarse que sí, ya que al realizar ese ejercicio mejoran sus habilidades motoras, como la fuerza en miembros inferiores o el equilibrio, lo que en un futuro a corto plazo se traduce en un menor riesgo de caídas.
Otro factor controvertido ha sido establecer la intensidad de los programas. Se concluye que una combinación de ejercicios a intensidad baja-moderada parece ser suficiente para obtener resultados favorables14,32. Una intervención más duradera no produce un mayor efecto en la persona, sino que este se deriva de la regularidad de la práctica y de que se cumpla con determinada intensidad.
Inevitablemente, la cercanía a las instalaciones donde se desarrollaban los programas o un seguimiento por parte de los instructores28 aumentaba la adherencia al tratamiento.
CONCLUSIONES
Esta revisión narrativa ha tratado de confirmar la eficacia de que el ejercicio físico puede emplearse como una herramienta para contener el avance de la EA. Dado que hoy día no existe un tratamiento curativo y se recurre a terapias farmacológicas cuyo objetivo es paliar los síntomas, es preciso ofrecer otras alternativas terapéuticas, que también pueden ser coadyuvantes, como el ejercicio físico. La terapia de ejercicio físico es una técnica eficaz y económica, pero es necesario que los profesionales de enfermería se conciencien en su inclusión en los programas de vida saludable.
Tras los resultados expuestos se puede considerar que los beneficios que otorga la práctica de ejercicio físico en el cerebro son inexpugnables; sin embargo, resulta necesario mencionar como limitaciones encontradas en este trabajo que gran parte de los ensayos analizados han utilizado muestras pequeñas, lo que no permite extrapolar sus resultados a la población. Otro aspecto reseñable es la escasez de bibliografía encontrada, relacionada con la competencia enfermera en las terapias de ejercicio físico, lo que lleva a plantear la necesidad de una mayor investigación en este campo. No obstante, se pueden resaltar las siguientes conclusiones:
La clave para ralentizar la progresión de la EA reside en la estimulación del cerebro, siendo la opción más destacable un programa de ejercicio físico que combine las actividades aeróbicas con otras rutinas de fuerza y/o estiramientos.
Entrenar la rapidez de andar, el equilibrio y la fuerza muscular fomenta la independencia funcional, la capacidad física y la movilidad.
La implicación del cuidador en los programas de ejercicio físico produce que ellos se beneficien al comprobar los efectos positivos en la persona que cuidan y reducir su carga de trabajo.
Para garantizar la adherencia es necesario adecuar los programas de ejercicio a la capacidad física de los pacientes, y la motivación también es un factor clave para el éxito. Una propuesta idónea para este tipo de personas podría ser un programa que contenga un mínimo de 3 sesiones semanales de 60 minutos cada sesión y practicado de forma regular durante al menos 3 meses.
En definitiva, este tipo de intervención tiene unos efectos positivos evidentes en los pacientes, pero aún falta recorrido para que se implementen como terapias habituales de cuidado y el primer paso para conseguirlo es la implicación de los profesionales de la salud, en particular las enfermeras, que como agentes de educación para la salud están llamadas a tener un papel clave.