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Revista Española de Salud Pública

versión On-line ISSN 2173-9110versión impresa ISSN 1135-5727

Rev. Esp. Salud Publica vol.80 no.5 Madrid sep./oct. 2006

 

COLABORACIÓN ESPECIAL

 

Los orígenes de los estudios sobre la salud pública en la España renacentista

The Beginnings of Public Health Studies in Renaissance Spain

 

 

José María López Piñero

Catedrático jubilado de Historia de la Medicina. Fundador del Instituto de Historia de la Ciencia y 
Documentación López Piñero. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Universidad de Valencia

Dirección para Correspondencia:

 

 


RESUMEN

Se sintetizan muy brevemente los resultados de las investigaciones históricas que el autor inició hace más de cuatro décadas sobre los orígenes de los estudios en torno a la salud pública en la España renacentista. Sucesivamente se considera la función desempeñada por el poder real, desde la perspectiva de los orígenes del Estado moderno, la influencia del ambientalismo hipocrático, el mantenimiento para privilegiados de la higiene a nivel individual, los inicios de la higiene colectiva en relación con las epidemias de peste y las aportaciones sobre la asistencia médica condicionadas por el cambio de valores acerca de la pobreza.

Palabras clave: Salud pública. España Historia.


ABSTRACT

A very brief synthesis is provided of the findings of the historical research the author first began more than forty years ago as to the initial beginnings of the studies on public health in Renaissance Spain. The role played by royal power from the standpoint of the beginnings of the modern State, the influence of Hippocratic environmentalism, keeping up cleanliness-related privileges at the personal level, the first beginnings of hygiene on a widespread basis in related to the plague epidemics and the contributions to medical care conditioned by the change in poverty-related values are discussed in turn.

Key words: Public Health. Hystory. Spain.


 

 

Introducción

En una serie de trabajos, ya clásicos, mi maestro norteamericano George Rosen demostró que los estudios acerca de la salud pública se iniciaron, en el seno de las primeras corrientes de la medicina moderna, a partir de las ideas y las prácticas del mercantilismo vigentes en la Europa del siglo XVII y buena parte del XVIII1-4. Sin embargo, corresponden a sus orígenes algunos planteamientos renacentistas, en especial los relativos a la prevención de las enfermedades y a la organización de la asistencia médica como responsabilidad del Estado, principales cuestiones en las que se empezó a tomar conciencia de la relación entre problemas sanitarios y condiciones sociales. Más en concreto, es necesario tener en cuenta las tendencias que condicionaron tales estudios, sobre todo la tradición del ambientalismo hipocrático, las concepciones de la medicina preventiva, particularmente en conexión con la peste, y las ideas acerca del llamado «socorro de los pobres». Para no prolongar excesivamente la exposición de unos temas con trayectoria peculiar casi en cada territorio, voy a limitarme a la de los reinos hispánicos, resumiendo el volumen inicial que le dediqué en la serie Textos Clásicos Españoles de la Salud Pública5.

El poder real y la salud pública

La función desempeñada por el poder real en la actividad sanitaria española del Renacimiento tiene que considerarse desde la perspectiva de los orígenes del Estado moderno. José Antonio Maravall, su gran estudioso, puso de relieve las relaciones existentes entre el proceso de formación del Estado y varios problemas en torno a la salud pública, aportación que me resultó indispensable para analizar la actividad científica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII6,7.

Tareas como la unificación de pesos y medidas, entre ellos los farmacéuticos, y el control del comportamiento humano adquirieron relevancia política al convertirse en instrumentos del Estado considerado como «artificio». El interés por los aspectos cuantitativos y cualitativos de la población correspondió igualmente a la reestructuración del ámbito político. Ello supuso nuevas actividades de gobierno directa o indirectamente implicadas con la salud pública, las más importantes de las cuales fueron una política económica de orientación premercantilista, el control de la titulación y el ejercicio de las profesiones y ocupaciones sanitarias, así como la intervención gubernativa en la asistencia médica y en las medidas preventivas.

La organización del poder real estaba integrada por dos elementos básicos: los secretarios reales, como colaboradores directos del monarca, y el sistema de consejos consultivos. Los que más intervinieron en la actividad sanitaria fueron los llamados «consejos territoriales» y, entre los «ministeriales», también el de Hacienda. El sistema fue ganando en complejidad desde el periodo de los Reyes Católicos hasta el reinado de Felipe II, en el que cristalizó una estructura que perduró en lo fundamental durante el siglo XVII. La participación del poder real se refleja, más que en los códigos y en las leyes importantes, en las numerosas disposiciones relativas a necesidades y problemas circunstanciales. En primer lugar, en las pragmáticas, promulgadas generalmente a petición de las Cortes, que regulaban con gran prolijidad los más diversos aspectos de la vida colectiva. Fueron casi siempre de poca eficacia, por lo que acabaron desacreditadas, convirtiéndose en blanco habitual de los escritores satíricos. En segundo lugar, en documentos como las reales cédulas, provisiones, instrucciones, etc., que correspondían más directamente a las órdenes del monarca. En tercero, en las ordenanzas y «constituciones» concedidas a todo tipo de instituciones. Dentro de este marco, dicha participación puede seguirse en detalle a través del funcionamiento de las consultas y despachos, gracias a una documentación que, en el período de la burocracia creada por una mentalidad germánica como la de Felipe II, no tiene paralelo en el resto de la Europa renacentista.

En la Corona de Castilla, el ejercicio de las profesiones y ocupaciones sanitarias era autorizado y controlado por el poder real a través del Tribunal del Protomedicato. Esta institución había sido fundada en 1477 por una pragmática de los Reyes Católicos, siendo reformada durante el reinado de Felipe II. Como ha destacado Luis S. Granjel, la pragmática de 1588 fue la más detallada ordenación legal de sus funciones8. En la Corona de Aragón y en el Reino de Navarra desempeñaron cometidos semejantes otras instituciones, como los «colegios» de médicos, cirujanos y boticarios y los «examinadores» nombrados por las autoridades municipales, sin que llegaran a tener éxito los intentos del poder real para absorber algunas de sus competencias. Además de los médicos con título universitario y de los cirujanos que contaban con la autorización del Protomedicato, los «colegios» o los «examinadores», practicaban la medicina empíricos de varios tipos y cultivadores de diferentes «supersticiones y hechicerías». Este último grupo fue, en general, duramente perseguido, no sólo por las instituciones sanitarias, sino también por la Inquisición. En cambio, frente a los empíricos se mantuvo una postura ambivalente, intentando casi siempre su reglamentación. Por ejemplo, una pragmática de los Reyes Católicos reguló en 1500 la concesión de autorizaciones de ejercicio para barberos y sangradores, el mismo Protomedicato a las parteras, «comadres» o «madrinas», y la pragmática de Felipe II de 1588 preveía la concesión de «licencias particulares» para tratar las estrecheces uretrales y extraer cálculos urinarios, para curar «tiñas», así como para los «batidores de cataratas», hernistas y «algebristas». Para el examen de estos últimos, que practicaban la reducción de fracturas y luxaciones, llegó a publicar Luis Mercado, cuando era «protomédico», unas Instituciones ... para el aprovechamiento y examen de los Algebristas (1599)9.

La asistencia médica motivó la intervención del poder real de diferentes formas algunas de las cuales fueron una mera continuación de las bajomedievales, como la fundación por los Reyes Católicos de los grandes hospitales reales de Santiago y Granada, de acuerdo con planteamientos semejantes a los que se había seguido a comienzos del siglo XV en las del Hospital de la Santa Creu, de Barcelona, por Martín el Humano, y de Nuestra Señora de Gracia, de Zaragoza, por Alfonso V. Por el contrario, otras formas de intervención pueden ser consideradas como el punto de partida de la acción del Estado moderno en este sector. La principal fue, sin duda, el constante apoyo a la «reducción de hospitales», es decir, a la unificación de todos los de una localidad, superando el caos económico y la ineficacia asistencial que la multiplicidad de fundaciones caritativas significaba. Este apoyo, muy expreso por parte de Fernando el Católico, fue reiterado por Carlos V en 1540, lamentándose ocho años más tarde las Cortes de Castilla en Valladolid de que la disposición no hubiera sido llevada a la práctica. Más tarde, lo reiteró con mayor eficacia Felipe II, como parte de su política de planificación sanitaria. Debido fundamentalmente al peso negativo de los intereses económicos que resultaban afectados, la «reducción de hospitales» no se inició en la Corona de Castilla hasta fechas tan tardías como 1587 (en Sevilla) y 1603 (en Madrid). Sin embargo, en la Corona de Aragón, la primera unificación de iure fue la que en 1512 condujo a la creación del Hospital General de Valencia10, efectuándose también de facto tempranamente en Zaragoza y Barcelona, debido a la importancia de los hospitales de Nuestra Señora de Gracia y de la Santa Creu, que absorbieron prácticamente todas las funciones asistenciales. La diferencia de la situación castellana se refleja en el hecho de que no sucediera otro tanto con los grandes hospitales reales de Granada y Santiago.

Otro aspecto «moderno» de la intervención del poder real, estrechamente relacionado con el que acabo de anotar, fue la promoción de albergues para pobres, claramente separados de los hospitales con las ideas en torno al «socorro de los pobres» que más adelante resumiré. Intervino incluso en una asistencia tan típicamente medieval como la del conjunto de afecciones que entonces se llamaban «lepra» o «mal de San Lázaro». Tal como ha afirmado Luis S. Granjel, esta intervención se inició en 1477, cuando los Reyes Católicos sustituyeron los jueces eclesiásticos por «alcaldes de lepra»11. Desde su fundación, el Protomedicato tuvo jurisdicción sobre la recogida de «leprosos» y en 1491 fueron ya nombrados médicos reales encargados del examen de los enfermos del «mal de San Lázaro» y de la vigilancia de las leproserías. De forma paralela a lo que acabamos de ver en otras vertientes sanitarias, el control del poder real fue desarrollado después por Carlos V y por Felipe II con reglamentaciones que exigían certificados de un médico o cirujano para ingresar en una leprosería e intentos de establecer un censo de estos establecimientos sanitarios.

Menos sistemática fue la intervención del poder real en la prevención de carácter colectivo de las enfermedades, prácticamente limitada a disposiciones ocasionales con motivo casi siempre de epidemias muy graves. Más que del monarca, este capítulo dependía de los municipios, que tenían una organización muy variada en relación con los problemas sanitarios. Había poblaciones que contrataban uno o varios médicos bajo condiciones que, en general, incluían la obligación de residir, la asistencia gratuita a los pobres y la visita al resto de los vecinos con unos honorarios limitados. Dichos médicos se encargaban también de medidas preventivas y asistenciales en caso de epidemia. Algunas grandes ciudades tenían una organización sanitaria más compleja, a base de varios cargos con funciones diversificadas. Valencia, por ejemplo, disponía de «examinadores» de médicos y cirujanos, que concedían los grados y los permisos para ejercer; de un «veedor» encargado de la visita de las boticas y del permiso de ejercicio a los boticarios; de un «desospitador», que asesoraba a la justicia en los casos que era necesario el peritaje médico, especialmente en las causas por heridas; por último, de cirujanos que debían reconocer y curar a las dones de partit (prostitutas). Buena parte de las cuestiones sanitarias dependían del mustassaf, magistrado municipal de origen islámico con complejas funciones, entre ellas, la vigilancia de la higiene pública. Para ello, pedía informe a los médicos, principalmente en relación con problemas de contagios en epidemias y de adulteración de alimentos12. No hay que olvidar que el abastecimiento de los «artículos de primera necesidad» estaba controlado por los municipios, que también solían participar en la gestión de los hospitales.

La tradición del ambientalismo hipocrático

El galenismo hipocratista fue una tendencia que convirtió el Corpus Hippocraticum en el principal modelo de la ciencia y la práctica médicas, sin cuestionar la autoridad de Galeno y la validez de su sistema. Por otra parte, sus seguidores mantuvieron una posición de cierta apertura ante las novedades correspondientes a las que hoy llamamos «ciencias básicas», no sólo en el terreno de la anatomía, sino también en el de la naciente fisiología y la farmacoterapia. No obstante, su característica distintiva fue asumir el legado hipocrático como modelo de observación clínica y epidemiológica y como argumento de que éstas eran las bases más importantes de la medicina.

Bajo la influencia del tratado hipocrático Sobre el aire, las aguas y los lugares, la consideración de las enfermedades en conexión con el ambiente constituyó un enfoque basado en el concepto de «constitución epidémica», es decir, constelación de circunstancias ambientales y de enfermedades dominantes en un lugar y tiempo determinados, y en los de «epidemia» o «enfermedad popular» (que afecta a gran parte de la población) y «endemia» o «enfermedad patria»13, 14, 15. 16.

Los seguidores del galenismo bajomedieval y gran parte de los del renacentista, entre ellos, Miguel Servet y Pedro Jaime Esteve, habían interpretado el ambientalismo hipocrático desde un punto de vista fundamentalmente astrológico. Destacaron como principal causa de las enfermedades epidémicas la influencia de las conjunciones astrológicas generadoras de una «alteración del aire» que actuaba como factor patógeno, «a modo de un veneno», en los organismos que asimismo habían sido alterados por ellas. Por el contrario, los galenistas de orientación hipocratista situaron en primer plano la observación, no sólo de carácter clínico, sino también ambiental.

Uno de los libros más tempranos con este planteamiento fue Morborum internorum fere omnium et quorundam externorum curatio (Tratamiento de casi todas las enfermedades internas y de algunas externas, 1555) de Miguel Juan Pascual, que no solamente se basa en la observación clínica, sino también en el ambientalismo hipocrático, ofreciendo información acerca de las «enfermedades dominantes» en Valencia durante años determinados. Lejos de las secas y abstractas exposiciones escolásticas, tiene muy en cuenta las circunstancias sociales concretas en las que se desarrollaba el tratamiento de las distintas enfermedades, juzgando con severidad las prácticas empíricas populares y de los curanderos, así como las prescripciones irresponsables de médicos, cirujanos y boticarios. Incluye, además, como apéndice el informe Medica disputatio. An cannabis et aqua in qua mollitur possint aërem inficere (Cuestión médica. Sobre si el cáñamo y el agua en la que se macera pueden inficionar el aire), que redactó con motivo de haber opinado algunos médicos que la causa de las «numerosas y graves fiebres» padecidas durante el otoño anterior en Valencia y su comarca era la fetidez de las balsas en las que se maceraba cáñamo. Aduce las opiniones de Galeno y otros autores clásicos y contradice, como buen seguidor del galenismo hipocratista, las de Avicena. Sin embargo, se basa ante todo en la experiencia, «en la cual hay que confiar principalmente». Su dictamen es que «la causa de estas afecciones no puede ser atribuida a las balsas en las que se macera el cáñamo» y que, en su opinión, «no hay que preocuparse por ellas, sino de otras aguas que rodean la comarca; la zona cercana al mar es la más insalubre, como la ocupada por el palacio real y por todas las casas entre el camino de Sagunto y el mar ... si se considera desagradable el olor del cáñamo, mucho más lo es el de las bestias y gusanos de que está llena Valencia; si es ingrato el olor del cáñamo, peor es el de los excrementos humanos, de cuya evacuación no podemos prescindir y que es más abundante por las innumerables cloacas que exhalan un pésimo olor y siempre están abiertas» 17, 18, 19.

El tratado clínico de Miguel Juan Pascual fue uno de los más difundidos en Europa a través de seis reediciones durante el siglo XVI y cuatro durante el XVII, la última de ellas en 1664. A partir de la tercera (1579) fue impreso con los Scholia que redactó Pedro Pablo Pereda. Además, su capítulo sobre la sífilis se reprodujo en las ediciones de 1566-1567 y de 1728 de la colección de textos venereológicos del italiano Luigi Luvigini. Uno de los repertorios bibliográficos de nuestro grupo ofrece referencias detalladas de todas sus impresiones 20.

La higiene individual para privilegiados

La higiene continuó durante el Renacimiento atenida a los supuestos heredados de la «dietética» clásica a través de los regimina sanitatis. Recordemos que «dietética» tenía un significado mucho más amplio que el actual, correspondiendo a la reglamentación desde la medicina de todos los aspectos de la vida humana para prevenir las enfermedades. Persistió la ordenación en las llamadas sex res non naturales (aire y ambiente, comida y bebida, movimiento y descanso, sueño y vigilia, excreciones y secreciones, y afectos del ánimo), así como la consideración de la higiene desde una perspectiva individual, lo que equivalía a que sus destinatarios fueran exclusivamente los privilegiados que integraban los grupos dominantes de la sociedad. A estos supuestos se ajustó de modo estricto la mayoría de los estudios sobre medicina preventiva publicados en la época. Muchos de ellos fueron capítulos o secciones de obras médicas generales, pero también se redactaron tratados independientes. Durante la primera mitad del siglo XVI, el más notable fue Banquete de nobles caballeros (1530) de Luis Lobera de Ávila, título que no resulta extraño si se tiene en cuenta el ambiente cortesano en el que este médico, seguidor del galenismo bajomedieval, ejerció la mayor parte de su vida. Lo redactó, en efecto, cuando Carlos V acababa de nombrarlo su médico de cámara y, tras asistir a la coronación imperial en Bolonia, residía en la corte de Ausburgo. En esta ciudad lo publicó el impresor Heinrich Steiner, que destaca en la actividad tipográfica centroeuropea de este periodo, caracterizada por ilustrar los libros con xilografías de grabadores de primer rango. El Banquete, aparte de la portada y de bellas letras capitulares, está ilustrado con trece grabados, uno de ellos firmado por el famoso Hans Burgmair (hijo)21. Como Carlos V le concedió un privilegio de impresión pro toto Imperio, además de dos reelaboraciones en castellano (1542, 1551), se publicó una traducción alemana por el mismo Steiner (1531), que fue reimpresa en Frankfurt por Christian Egenogg (1551, 1556). Nuestro repertorio antes citado también ofrece referencias bibliográficas detalladas de estas cinco reediciones 22.

La pertenencia del libro de Lobera a la tradición de los regimina sanitatis es evidente, aunque con algunas variantes significativas, como la ausencia de un capítulo sobre «aire y ambiente», en contraste con lo que más tarde hicieron Miguel Juan Pascual y otros médicos de mentalidad hipocratista, y también de otro relativo a los «afectos del ánimo». Dedica, en cambio, varios a otras res non naturales, bien directamente a las llamadas «principales» (movimiento y reposo, sueño y vigilia), bien a las «consecuentes» (coito, baño). Sin embargo, la mayor parte de la obra está consagrada a la «comida y bebida» y añade sendos «regimientos» para los viajes por tierra y por mar y otro «preservativo y curativo, muy útil en tiempo de pestilencia», todo ello estrictamente ajustado a las condiciones de vida de los «nobles caballeros» cortesanos 23, 24.

A la misma línea corresponden varios tratados de la segunda mitad del siglo XVI, como el Libro intitulado la conservación de la salud del cuerpo y el alma (1597) de Blas Álvarez de Miraval25, y, sobre todo, el Aviso de sanidad (1569) de Francisco Núñez de Oria, reelaboración de obras anteriores que en sus dos últimas ediciones (1572 y 1586) lleva un resumen de higiene sexual que su autor, sin duda muy «machista», llamó Tratado del uso de las mujeres26, 27. Sobre alguna de las sex res non naturales se publicaron también estudios monográficos como, por ejemplo, el Libro del exercicio corporal, y de sus provechos (1553) de Cristóbal Méndez, que ha alcanzado cierta celebridad internacional como primer texto impreso sobre el tema a través de su reedición facsímil y traducción inglesa en 1960 por Frederick G. Kilgour y Francisco Guerra28, 29.

Los inicios de la higiene colectiva: la «preservación de la peste»

El enfoque individualista de la higiene solamente comenzó a ser superado en relación con las epidemias, sobre todo las de peste. Antonio Carreras Panchón ha estudiado la amplia serie de estudios dedicados a esta enfermedad en la España renacentista, que se inicia con el primer libro médico impreso en la península: la traducción al catalán por Joan Vila (1475) del tratado bajomedieval de Valesco de Taranta. Tras los tempranos textos originales del salmantino Diego de Torres (1485) y del valenciano Lluís Alcanyís (ca. 1490), participaron en ella medio centenar de médicos e incluso cultivadores de otras áreas científicas, como el matemático Pedro Ciruelo y el «destilador» paracelsista Diego de Santiago30. Las diferentes tendencias del galenismo fueron, por supuesto, el fundamento generalmente aceptado. La única novedad importante sobre el contagio, la teoría de Girolamo Fracastoro, según la cual los agentes causales son los seminaria (semilleros) generados en los humores «corrompidos» de los organismos que padecen enfermedades contagiosas, la defendió tempranamente Francisco Franco en su Libro de las enfermedades contagiosas (1569), texto que corresponde plenamente al galenismo hipocratista31, pero también lo hizo Luis Mercado, máximo representante del contrarreformista.

Con motivo de la terrible epidemia que asoló la península a finales del siglo XVI, Felipe II encargó a Mercado, que entonces era su «protomédico» la obra De natura et conditionibus, praservatione et curatione pestis (1598)32. Al poco tiempo de ocupar el trono, Felipe III le ordenó que lo escribiera en castellano, «por la necesidad precisa que se entienda hay en los mis Reinos de Castilla de ocurrir a esta manera de peste, tan general y perniciosa», y con la finalidad de que «en todas las provincias, villas y lugares de ellos se entienda y sepa con certidumbre qué enfermedades y qué orden se debe tener en la guardia y providencia de los lugares sanos, y cómo se atajará en los que ya están tocados, y lo que cada uno debe hacer en guarda y defensa de la salud, y cómo y con qué remedios se curarán los que ya estuviesen heridos». El mismo año 1599 se imprimió el Libro en que se trata con claridad de la naturaleza, causas, providencia, y verdadero orden y modo de curar las enfermedad vulgar, y peste que en estos años se ha divulgado por toda España, en cuya portada se indica que estaba «traducido del mismo que antes había hecho en lengua latina, con cosas de grande importancia añadidas». De acuerdo con su condición de encargo regio, concede gran relieve a la prevención de carácter colectivo, a la que está dedicada su segunda parte o «tratado», que Mercado expone separadamente de la individual «por haber cosas muy diferentes» y para «no confundir lo uno con lo otro»: De la guarda y providencia que debe haber para la defensa de las provincias, ciudades o repúblicas. Un primer grupo de las medidas que propone tiene como finalidad impedir la entrada de la peste desde los lugares que la padecen. Como era de esperar, consiste en un detallado sistema de aislamiento, complementado con disposiciones relativas a la limpieza de las calles, la lucha contra la fetidez del aire, la higiene de las ropas, el control de las aguas encharcadas, de los oficios contaminantes y del abastecimiento de alimentos, así como de la asistencia a los pobres y los enfermos, Un segundo grupo de medidas está destinado a procurar que no se extienda la peste, una vez que se haya presentado. También está basado en el aislamiento, en este caso de los apestados. Su recurso fundamental es un hospital especial instalado en «una, dos o tres casas fuera del pueblo», donde deben confinarse las víctimas de la epidemia, «si fueran personas pobres», y quemarse su ropa y pertenencias. Por el contrario, si el apestado «fuere hombre de hacienda», se puede curar en su casa, con la condición de que quede rigurosamente incomunicada33.

A diferencia de Mercado, Alonso de Freylas debe exclusivamente su relieve histórico al libro Conocimiento, curación y preservación de la peste (1606), que publicó en Jaén, donde había nacido y ejercía la profesión. Lo redactó aprovechando la experiencia que había adquirido en la epidemia que sufrió esta ciudad en 1603. De mentalidad médica muy afín a la de Mercado, incorporó como éste la teoría de los seminaria dentro de una versión cerrada del galenismo. El tratado comprende cuatro partes, la primera de ellas dedicada a la «peste en general, sus señales y causas»; la segunda, a probar que la epidemia «es verdadera peste»; la tercera, a «la preservación universal de peste» y a «la particular de cada uno»; y la cuarta, al «modo y arte de descontagiar las ropas apestadas, de seda, lienzos, papeles y otras cosas». El aspecto de mayor interés de lo que Freylas llama «preservación universal», es decir, la prevención colectiva, es su terminante oposición a la instalación de hospitales especiales para confinar apestados pobres y también a la quema de sus ropas y pertenencias. La crítica que hace de este procedimiento, apoyada principalmente en el terror que ocasionaba y en las ocultaciones a las que conducía, incluye algunas de las páginas más sobrecogedoras que en la época se dedicaron al tema34.

Resulta lógico que la máxima aportación en torno a la peste la hiciera un entusiasta seguidor del galenismo hipocratista. como el  sardo Juan Tomás Porcell. Estudió medicina en la Universidad de Salamanca, donde tuvo ocasión de asimilar el saber morfológico exclusivamente basado en la disección de cadáveres humanos a través del magisterio de Cosme de Medicina, discípulo del valenciano Luis Collado, que ocupaba la cátedra de anatomía. Terminada su formación, se trasladó a Zaragoza, que en 1564 sufrió una grave epidemia de peste. Debido a la muerte o enfermedad de los médicos titulares, fue entonces encargado de la asistencia a los apestados en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia. Su mentalidad innovadora se refleja claramente en los criterios con los que la organizó: «Los visitaba y curaba a todos dos veces al día, tres y cuatro horas por la mañana y otras tantas por la tarde ... viendo algunas orinas, tocando los pulsos y tumores, siquiera apostemas, y hallándose siempre presente al tiempo de curar y nunca consentir que curen los cirujanos sin que el médico esté presente». Llevaba un cuidadoso registro de los casos en un «cartapacio hecho por orden de abecedario, escribiendo y anotando los que se habían muerto, y a cuantos días de su dolencia y abertura (del absceso) se habían muerto; y si se habían muerto por haberlos abierto antes de tiempo, o por qué y cómo; y los que se había de purgar por cámara para minorar su materia, y todos los remedios que se les hacía y todo los demás que era necesario». Tan minucioso registro, que constituye por sí solo una interesante aportación a los orígenes de la documentación clínica y epidemiológica moderna, lo utilizó, además, para reunir datos estadísticos, a los que recurrió para fundamentar sus criterios terapéuticos.

Más innovador todavía fue el uso que hizo de la indagación anatomopatológica como clave del conocimiento de la peste y de su tratamiento, ya que contaba con una notable experiencia de disector desde su formación en Salamanca: «pasan de cincuenta anatomías las que hasta hoy ha hecho». Por otra parte, no hay que olvidar la tradición que la práctica de autopsias tenía en el propio Hospital de Nuestra Señora de Gracia desde finales de siglo XV, que se mantendría después viva hasta el periodo contemporáneo. Realizó autopsias sistemáticas de apestados por primera vez en la historia, basándose todavía en los supuestos humoralistas del galenismo, con la pretensión de conocer «la realidad de la verdad, por haber abierto y hecho anatomías en cuerpos diferentes que se han muerto de dicho mal, y haber visto al ojo y claramente conocido el humor malo y predominante, sus asientos y origen, y a qué parte inclinaba, y las causas de los grandes y bravos accidentes que consigo traía». Quiso hablar, «según la experiencia por haber visitado ... los pobres enfermos de peste», llegando a superar claramente el criterio de autoridad. Procuró confirmar los síntomas de la peste «con autoridades de Hipócrates y Galeno... aunque bastaría decirlo yo, no porque sea yo más que los otros, antes bien soy el más mínimo de todos, sino por haberlos visto y notado muchas infinitas veces y más que todos juntos».

El resultado de su labor lo expuso Porcell en el libro Informacion y curacion de la peste de Zaragoza, y preservacion contra la peste en general (1565). Dedicado a Felipe II, es un volumen de casi 250 páginas en las que expone de modo sistemático las cuestiones relacionadas con la «naturaleza», la clínica, la terapéutica, la prevención y la asistencia de la terrible enfermedad. Ofrece una descripción nosográfica de la peste de carácter «moderno», en cuanto está basada en la generalización de lo que había observado en su propia casuística clínica y en las autopsias de apestados que practicó, los resultados de cinco de las cuales explica detalladamente. Propone también un «modo de curar», apoyado en los mismos fundamentos, radicalmente distinto a las indicaciones tradicionales, oponiéndose a medidas como las sangrías, las purgas y la apertura intempestiva de los abscesos. Llega a utilizar, como he dicho, argumentos estadísticos en defensa del avance que significa su nueva pauta terapéutica35.

A pesar de que el libro de Porcell no fue reeditado ni traducido, tuvo un notable influjo en España e Italia. Entre los que recogieron sus aportaciones figuran el gran anatomista italiano Giovanni Filippo Ingrassia (1576), el sevillano Juan Carmona (1588) y los médicos de Génova, que en un informe sobre la peste escrito hacia 1631 citaron todavía como autoridad a Porcell, «spagnolo, pratichissimo in cosi simili». Para situar su contribución resulta asimismo interesante recordar que el holandés Ysbrand van Diemmerbroeck, el más celebrado de los tratadistas de peste en la Europa del siglo XVII, rehusó anatomizar cadáveres de fallecidos en la epidemia de Nimega de 1631, por miedo al contagio. Aunque antes que Porcell se habían realizado de modo esporádico autopsias de apestados, su práctica con una intención sistemática equiparable a la del médico sardo no se difundió hasta bien entrado el siglo XVIII 36, 37, 38, 39.

La asistencia médica

Las aportaciones renacentistas relativas a la asistencia médica tienen un marco muy concreto: las obras sobre el llamado «socorro a los pobres» y el cambio de los valores en torno a la pobreza. Durante la Baja Edad Media, la pobreza había tenido una valoración positiva fundamentada principalmente en la caridad como noción cristiana central de las relaciones humanas, así como en el ascetismo basado en ella. La pobreza escogida fue un elemento básico de las reglas de las órdenes mendicantes como medio de acercarse a Jesucristo, con el que se identificaban los pobres. La obligada, si era asumida con resignación, era considerada asimismo una condición propicia para alcanzar la salvación eterna. Los pobres eran concebidos como intercesores ante Dios y su asistencia, como expresión social de la caridad. Conviene no olvidar que otro tanto sucedía con la enfermedad, estimada como situación propicia para purgar las propias culpas y alcanzar merecimientos ante Dios, mientras que la asistencia a los enfermos constituía una manifestación colectiva de la caridad inseparable de la atención a los pobres.

El cambio que se produjo durante el siglo XVI hasta llegar a una valoración negativa de la pobreza fue resultado, en primer término, de la transformación de las estructuras socioeconómicas. El crecimiento demográfico, asociado a modificaciones en la producción agraria y a la aparición de una economía precapitalista, condujo a un gran aumento de miserables en toda Europa. Las masas de desheredados plantearon graves dificultades y fueron, en especial, asociadas a las revueltas políticas e incluso como fuente potencial de agentes de los países enemigos. Desde nuestro punto de vista, interesa subrayar que se señaló asimismo el peligro sanitario que significaban. Es decir, todos los aspectos que mantienen en la actualidad las manipulaciones políticas e informativas en torno al «problema de los inmigrantes». Otro factor que pesó negativamente en la nueva estimación de la pobreza fue la exaltación del trabajo por parte de los humanistas, que en este punto se limitaron a elaborar uno de los valores centrales de los estratos prebugueses urbanos. Como es sabido, dicha exaltación fue desarrollada por el pensamiento protestante, sobre todo el calvinista, cuyo peso en la mentalidad burguesa y capitalista ha sido objeto de una amplia serie de trabajos a partir de los clásicos estudios de Weber.

Este es el contexto de la corriente de ideas acerca del «socorro de los pobres», cuyo punto de partida suele situarse en De subventione pauperum (1526) de Juan Luis Vives, libro dedicado «a los cónsules y senado de la ciudad de Brujas», situada en una de las zonas europeas en las que la economía y la sociedad precapitalistas estaban más desarrolladas40. El planteamiento de Vives significó, entre otras cosas, la secularización de la beneficencia, el control de la mendicidad, la «recogida y padrón de pobres», la represión  de los «falsos pobres» y la racionalización de la asistencia a los «verdaderos». Todos estos elementos tuvieron una gran influencia, tanto en el terreno de las ideas y los estudios, como en el de la práctica y su gestión gubernativa. Una real cédula de Carlos V (1540) está claramente inspirada en ellos, ya que no solamente propugna la «reducción de hospitales», sino que prohibe de modo terminante la mendicidad incontrolada. En torno a este disposición se desarrolló hacia 1545 una polémica entre Domingo de Soto y Juan de Medina, en la que el primero se mantuvo cercano al enfoque de la caridad y el segundo defendió la línea abierta por Vives, con posturas que han sido calificadas como «dos concepciones irreductibles de la ética social». Vives expuso muy claramente que las masas de miserables significaban «un peligro común por el contagio de las enfermedades. ¿Cuántas veces vemos que un hombre solo ha introducido en una ciudad una grande y cruel enfermedad, por los que otros muchos perecieron, como la peste, la sífilis y otras por el estilo? ¿Cómo es, pues, que en cualquier templo, cuando la fiesta es más solemne y celebrada, entonces principalmente se ha de entrar en la iglesia entre dos filas de enfermedades , tumores, llagas y otras cosas que no se pueden nombrar y éste sea el único camino para los niños, doncellas, ancianos y embarazadas? ¿Pensáis que todos son tan de hierro que, estando en ayunas, no se conmuevan ante semejante visión, en especial cuando estas úlceras no sólo se exponen a los ojos, sino también las acercan a las narices, a la boca y casi a las manos y cuerpo de los que pasan? Tanta es la desvergüenza en el pedir». En contraste con esta actitud despiadada ya claramente burguesa, mantuvo todavía la concepción medieval de los hospitales: «Llamo hospitales a los centros en donde se alimentan y cuidan a los enfermos y en donde se sustenta un cierto número de necesitados, se educan, se educan los niños y niñas, se encierran los locos y pasan la vida los ciegos»41-45.

Sin embargo, en el Renacimiento se inició el proceso de separación de los hospitales sensu stricto y de los asilos o albergues para pobres. George Rosen hizo notar que entre los factores que influyeron en dicho proceso se encuentran la ineficacia de los hospitales medievales en las nuevas condiciones socioeconómicas, el cambio de valoración de la pobreza y los comienzos del Estado moderno46. En los libros que el canónigo reformista Manuel de Giginta publicó entre 1579 y 1587 se insiste ya en que «no se junten los mendigos con los enfermos», distinguiendo entre los hospitales y las «hospederías de mendigos no enfermos» o «albergues para pobres»47.

El médico Cristóbal Pérez de Herrera fue encargado en 1592 por Felipe II del estudio de la asistencia a la pobreza y del control de la delincuencia, problemas sobre los que fue escribiendo una serie de ocho monografías que reunió en el volumen Discursos del amparo de los legítimos pobres y reducción de los fingidos (1598)48. No se redujo a ser un estudioso, sino que el mandato real lo puso al frente de la ejecución de una ambiciosa reforma, fruto de la cual fue la fundación del Hospitium pauperum de Madrid, así como de que comenzaran a construirse otros en Sevilla, Valladolid y Toledo. La muerte de Felipe II frustró la reforma, a pesar de que Felipe III nombró «protector y procurador general de los pobres y albergues del reino» a Pérez de Herrera, quien, por otra parte, publicó varias obras de tema económico, político y filosófico, así como cuatro libros médicos: un Compendium totius Medicinae (1614), tratados sobre la peste (1599) y el «garrotillo» o angina diftérica sofocante (1615) y una monografía pediátrica (1604). En sus Discursos separó de forma tajante el «amparo de los pobres» y la asistencia médica49.

 

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Correspondencia:
José María López Piñero
Avda. Marqués de Sotelo, 13, 5º, pta. 13
46002 Valencia.

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