SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.29 suppl.3Confidencialidad e intimidadComités de ética asistencial índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • En proceso de indezaciónCitado por Google
  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO
  • En proceso de indezaciónSimilares en Google

Compartir


Anales del Sistema Sanitario de Navarra

versión impresa ISSN 1137-6627

Anales Sis San Navarra vol.29  supl.3 Pamplona  2006

 

 

 

Los niveles de la justicia sanitaria y la distribución de los recursos

The levels of health justice and the distribution of resources

 

 

A. Couceiro

Profesora de Historia y Teoría de la Medicina. Universidad Autónoma. Madrid.

Este trabajo ha sido realizado dentro del Proyecto de Investigación Referencia HUM2005-02105/FISO, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia, con el título de "Racionalidad axiológica de la práctica tecnocientífica".

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

El derecho a la asistencia sanitaria es una conquista social de los Estados democráticos de derecho. Para que esto se haga efectivo de una manera justa se requiere el concurso de muchos elementos que se analizan en este artículo en sus diversos momentos: el Estado como garante de este derecho y limitador de las prestaciones; las instituciones sanitarias, gestoras directas de la asistencia, que deben combinar la eficiencia y la equidad; y por último los profesionales de la salud verdaderos distribuidores finales de los recursos.
La medicina tradicional siempre dejó fuera de su ámbito la evaluación de los factores socioeconómicos. Incluso llegó a considerar que estas cuestiones eran opuestas al buen ejercicio de la medicina. En la actualidad tal afirmación es insostenible. Para un profesional sanitario el camino hacia la eficiencia pasa por asegurar la efectividad clínica, garantizando de esta manera tanto el bien del paciente como la adecuada distribución de los recursos.

Palabras clave. Justicia sanitaria. Efectividad clínica. Eficiencia. Limitación de recursos. Empresas sanitarias.


ABSTRACT

The right to health care is a social achievement of democratic states based on law. In order for this to become effective in a just way, it is necessary for many elements to come together. This article analyses these elements in their different moments: the state as a guarantor of this right and to limit assistance; the health institutions, direct managers of care, which must combine efficiency and equity; and, finally, the health professionals, who are in the final instance the real distributors of resources.
Traditionally medicine always omitted evaluation of the socio-economic factors from its sphere. It even came to consider that these questions were opposed to good medical practice. Today such an assertion is unsustainable. For a health professional the path to efficiency passes by way of assuring clinical effectiveness, in this way guaranteeing both the patient’s interest and the suitable distribution of resources.

Key words. Health justice. Clinical effectiveness. Efficiency. Limitation of resources. Health companies.


 

Introducción

La relación clínica ha sufrido más cambios en los últimos 50 años que casi durante toda su historia. Es clásico señalar que la introducción de nuevas tecnologías ha modificado drásticamente las posibilidades clínicas, y que la recién adquirida autonomía de los pacientes ha obligado a cambiar la forma tradicional de tomar decisiones, pues introduce un valor que antes no tenía lugar alguno en el encuentro médico-paciente. En su ya clásico libro, Clinical Ethics, A. Jonsen, M. Siegler y W. Winslade introdujeron estos elementos, y algunos otros, al referirse a cómo tomar decisiones éticas. Las decisiones o juicios morales en medicina, afirman los autores, tienen que tener presentes cuatro aspectos: las indicaciones para la intervención médica, las preferencias del paciente, la calidad de vida y los factores socioeconómicos. Lo interesante es que también señalan que lo más importante es tener presentes los dos primeros, y que sólo cuando estos factores son poco relevantes comienzan a tener pesos los otros dos1.

Cuando se analiza lo que ha ocurrido con la bioética clínica en los años setenta y ochenta se advierte cómo la autonomía ha ido buscando su espacio en un mundo en el que sólo se tenía presente la beneficencia entendida de modo paternalista, es decir, las indicaciones médicas. Los factores socioeconómicos se encuentran en los debates, pero no tanto en las instituciones sanitarias, o entre los profesionales. Pero ya no es así. Si en los ochenta creció la autonomía, en los noventa el debate sobre la justicia se hizo imparable. En este trabajo se intenta mostrar la complejidad y la relevancia de los factores socioeconómicos en el ámbito de la relación clínica, y el gran papel que deben jugar los profesionales en la distribución adecuada de los recursos. Para ello transitaremos por varios niveles, comenzando por el más genérico, el social. Es la sociedad la que define en su contrato social el principio de justicia, y señala si los ciudadanos tienen, o no tienen, derecho a la asistencia sanitaria. Una vez definido este derecho, hay que saber lo que cuesta en términos económicos; pasamos al segundo nivel, más empírico, que evalúa el coste económico de la atención sanitaria, entendiendo que esto también es necesario en el marco de la llamada “justicia sanitaria”. En el tercero veremos cómo todo ello se aplica a la salud; aunar equidad y eficiencia, y definir cuáles son las prestaciones que forman parte del paquete básico para todos los ciudadanos no es tarea fácil, como demuestran las experiencias de diversos países, que iniciaron en algún momento un serio debate social sobre este tema.

Pero todo lo descrito cristaliza en personas, y también en instituciones. Por eso hay un cuarto nivel que señala las características peculiares de los hospitales, que en realidad también son “empresas sanitarias”, con unos objetivos de eficiencia que cumplir, si bien no son los únicos. Por último, hay siempre un profesional sanitario que, buscando lo mejor para el paciente, tiene que saber distribuir justamente los recursos de los que dispone, y debe hacerlo con criterios estrictamente clínicos. Los profesionales son piezas clave del engranaje social, agentes distribuidores de un bien social, el de la sanidad, que todos contribuimos a generar y que todos deberíamos de recibir en condiciones de equidad. Y para apreciarlo en sus múltiples facetas es por lo que transitaremos a través de estos niveles.

 

Primer nivel. La sociedad y el principio de justicia

Todas las sociedades tienen sus formas de organización, un conjunto de pautas de conducta que definen cómo deben ser las relaciones entre sus miembros. El orden social no viene determinado por la naturaleza, sino que lo crean las personas. A partir de la modernidad el individuo aparece como la clave del orden social y político, y el único legitimado para crearlo. La idea de un “contrato” o pacto entre todos sus miembros, en su condición de libres e iguales, se convierte a partir de ese momento en el modelo de justificación política.

La tradición liberal se basa en esta importante premisa, pues el individuo es quien constituye el punto de partida de toda actuación política. La tesis de Locke es que todos los seres humanos son, por naturaleza, iguales, sujetos de derechos y con el mismo valor. Por eso las funciones básicas del Estado liberal son proteger la vida, la seguridad y la propiedad de sus miembros. Estos son los denominados derechos civiles y políticos, y éstos son los únicos que tiene que proteger el Estado. Según las teorías liberales, representadas hoy por Robert Nozick o Tristam Engeldhart, no existe derecho a la asistencia sanitaria. Justicia es sinónimo de autonomía o de libertad. Cada cual tendrá lo que pueda contratar con su dinero. El mercado es el principio de organización eficiente que regula la oferta y la demanda, y el Estado no debe intervenir en ello, salvo para limitarse a asegurar la asistencia en aquello que pueda repercutir en la salud pública: vigilancia de enfermedades infecciosas, medicina preventiva, etc. No debe ir nunca más allá.

Pero las expectativas de libertad y progreso que propugnaba el Estado liberal, no sólo no se cumplieron, sino que produjeron la explotación y miseria de la mayoría de la población. Es así que en el siglo XIX aparece la reacción frente al individualismo liberal y a las consecuencias sociales provocadas por el proceso de industrialización. Frente a la libertad individual, esta nueva tradición propone la igualdad material, la necesidad de defender condiciones sociales y económicas iguales para todas las personas. El nuevo Estado social de derecho incluye en el sistema de derechos fundamentales no sólo las libertades de los individuos, sino también y sobre todo, la preocupación por la igualdad social. Las revoluciones sociales dan origen a los derechos económicos, sociales y culturales, y consideran que la riqueza pública tiene que distribuirse entre los ciudadanos de modo igual en la cobertura de esos derechos, también denominados bienes sociales primarios. Como respuesta a las exigencias de la justicia social hay que convertir en real la igualdad de oportunidades de los ciudadanos, al tiempo que se protege a los más débiles. Desde esta perspectiva existe un claro derecho a la asistencia sanitaria. Justicia es ahora sinónimo de equidad, por lo que el Estado debe garantizar una asistencia mínima para todos, y además tiene especial obligación de protección de los más desfavorecidos.

El Estado “justo” es bien distinto del que propugnaban los liberales, y además tiene que proteger unos derechos sociales y económicos que el liberalismo no tiene presentes. No es fácil definir cómo se construye una sociedad justa. John Rawls lo explicitó a través de su bien conocida teoría de la justicia2. Esa sociedad se construiría en torno a lo que acordase un grupo de individuos racionales, situados en una posición en la que ninguno de ellos sabe en qué situación social les puede tocar vivir. Desde esa posición original –como la denomina Rawls– y bajo el velo de la ignorancia –nadie sabe en qué situación le colocará la vida–, se está en condiciones para definir los principios y normas exigibles en la construcción de esa sociedad justa. Dichas condiciones, según Rawls, son las siguientes:

-– Principio de libertad: Toda persona tiene igual derecho a un régimen de libertades básicas compatible con un régimen similar para los demás.

-– Principio de igualdad de oportunidades: las desigualdades sociales y económicas debe estar abiertas a todos en condiciones de igualdad de oportunidades.

-– Principio de la diferencia: hay que procurar el máximo beneficio para los menos desfavorecidos por la lotería de la vida.

Ahora se ve fácilmente que las ideas de Rawls entroncan directamente con el Estado social de derecho, y aún más con el Estado de bienestar, que tanta influencia ha tenido en los sistemas sanitarios socialdemócratas como los de la mayor parte de Europa, incluido el español. Desde los fundamentos rawlsianos se encuentra justificación para la equidad en la atención sanitaria entendida como igualdad de oportunidades, y también para primar a los más desfavorecidos cuando los recursos son escasos.

Sólo a partir de una concepción de justicia social como ésta puede entenderse un sistema sanitario como el español. Recordemos, a modo de ejemplo, la polémica vivida en nuestro país respecto a la dispensación del tratamiento a las personas con Sida. Los unos, situados en una perspectiva claramente liberal, argumentaban que ese tratamiento era caro, consumía una gran parte del presupuesto destinado a sanidad, y además, por el perfil de nuestros enfermos, se iba a gastar en individuos adictos a drogas, muy jóvenes, y que no habían contribuido con su trabajo y sus impuestos a la financiación del sistema sanitario que ahora tenía que invertir en su tratamiento. En el otro extremo se situaban quienes entendían que éste era un claro ejemplo para aplicar el principio de la diferencia ralwsiano y primar a los más desfavorecidos pues, entre otras cosas, los hábitos de consumo de drogas también se adquieren en una sociedad determinada.

Son dos concepciones muy diferentes de justicia, y a partir de ellas se puede reflexionar sobre las cuestiones de asistencia sanitaria. Nuestra sociedad ha hecho una opción por la segunda, y entiende la justicia como equidad en el sentido de Rawls. Parecería que teniendo claros los principios ya queda poco más por resolver en el tema de la justicia sanitaria. Como veremos, este aspecto tan importante es sólo el punto de partida.

 

Segundo nivel. La evaluación económica o de consecuencias. La eficiencia en sanidad

Tradicionalmente la medicina ha sido privada, costeada directamente por el ciudadano. En la tradición de nuestra profesión el médico se ha ocupado directa y casi exclusivamente del bienestar del paciente, y los factores económicos no tenían lugar en la relación clínica. Este panorama se modifica drásticamente con la introducción de modelos sanitarios que socializan la asistencia sanitaria, en los que el clínico se ve convertido en distribuidor directo de unos recursos públicos3. Pero esta perspectiva es tan ajena a nuestra tradición que no son extrañas afirmaciones tales como “mi paciente tiene derecho a todo lo que necesite, sin reparar en gastos”, o declaraciones institucionales como la del Consejo General de Colegios Médicos, en la que se dice: “también podrán los médicos negarse a cumplir aquellas órdenes de contenido económico, impuestas por la autoridad sanitaria, si violentaran su conciencia y libertad, o pudieran causar perjuicio a los enfermos”4.

Si algo muestran estas afirmaciones, tan absolutas como incorrectas, es que la profesión médica ha velado por un principio, el de la vida, y lo ha hecho de forma deontológica y sin aceptar ninguna evaluación de consecuencias. Y eso es precisamente lo que introducen los economistas de la salud en el mundo clínico, una evaluación de los costes, de las consecuencias, evaluación imprescindible en el nuevo marco de la asistencia sanitaria. ¿Acaso maximizar las consecuencias buenas y buscar el máximo beneficio para todos no es justo? Parece que la respuesta es afirmativa pues no se puede negar que la primera obligación del sistema público es el de dar prestaciones eficaces y eficientes5.

Este es un tipo de racionalidad económica, que no la única posible, que se ha introducido masivamente en el ámbito sanitario desde que la crisis económica de 1973 planteó con toda crudeza la limitación de recursos, y que entiende lo justo como lo económicamente óptimo6. Hay que financiar aquellas actividades que a menor coste produzcan mayor beneficio, y no son exigibles en justicia prestaciones que tengan una baja relación coste/beneficio. Pero esto plantea un grave problema, que es precisamente lo que señalan con insistencia los clínicos, pues hay muchos ejemplos de distribución eficiente que benefician a una mayoría, pero lesionan los intereses de aquellas personas que necesitan un tratamiento cuya eficiencia es baja. Es el caso, por ejemplo, de la atención intensiva de los recién nacidos prematuros, o de los estados vegetativos permanentes. Veamos el primer ejemplo.

La distribución de recursos técnicos y humanos en los prematuros es relevante debido a que la tecnología utilizada es muy cara y el resultado dudoso. Se ha demostrado la eficacia pero no la eficiencia, y por ello el interés en la evaluación de los costes7-9. Los cuidados neonatales en recién nacidos cuyo peso es menor de 1.500 g han puesto de manifiesto el beneficio de estos niños en condiciones ideales –eficacia–, pero este hecho no está claro en condiciones reales –efectividad–, donde la disminución de la mortalidad es mucho más clara que la de la morbilidad10-12. Un análisis económico estricto, aplicando los criterios de coste/beneficio, coste/efectividad y coste/utilidad, pone de relieve que los resultados más favorables tienen lugar en el grupo comprendido entre 1.000 y 1.500 g de peso, con gran diferencia respecto al de 1.000-500 g. Además, un mayor incremento en los costes no produce aumento de la efectividad13,14, ni tampoco de la eficiencia.

Se plantea entonces la siguiente pregunta, ¿es correcta la distribución de los bienes sociales primarios siguiendo exclusivamente el criterio de eficiencia?, ¿es ético utilizar el principio de generalización o de máximo rendimiento para el mayor número y dejar a estos niños sin tratamiento? Parece que no, y que la racionalidad económica tiene que conjugarse con el principio de justicia. Que el criterio de eficiencia –que es el punto de vista de los economicistas– y el criterio de equidad –que es el que mantienen los clínicos– tienen que ser complementarios15-17. Y es que toda teoría de la justicia, para que sea coherente, tiene que desarrollarse a dos niveles distintos, el nivel deontológico o de los principios y el nivel teleológico o de evaluación de consecuencias18,19. Porque si absolutizamos el momento de los principios, el momento de la equidad, como suelen hacerlo los clínicos, llegaremos a ser ineficientes y por tanto inmorales, ya que sin eficiencia no hay justicia. Si por el contrario, como pretende un tipo de economía utilitarista, sólo se tiene en cuenta el momento de la evaluación de las consecuencias, distribuiremos los recursos atendiendo exclusivamente a la eficiencia y, con ello, lesionaremos la equidad. Por ejemplo, la rentabilidad económica puede ir en detrimento de la justicia si sólo se reducen costes, y si esto se hace en detrimento de la calidad de la atención.

Si algo introdujo la economía de la salud en el mundo clínico es la necesidad de ser eficientes, porque es injusto no optimizar los recursos escasos con los que se cuenta. Pero también apareció otro elemento: si los recursos son limitados, hay que señalar un mínimo, un paquete básico, una asistencia sanitaria básica igual para todos, que cumpla con el principio ralwsiano de la igualdad. De la dificultad que esto entraña nos ocuparemos en el siguiente epígrafe.

Y aún hay más. Como acabamos de ver, hay ocasiones en las que consideramos obligatorio dar más a quien más lo necesita, aunque esto conlleve un gasto ineficiente Esto es lo que expresa magníficamente el tercer principio de Rawls o principio de la diferencia, que dice que las desigualdades positivas sólo pueden justificarse si sirven, a modo de excepción, para compensar la discriminación negativa que produce la “lotería” de la vida en las personas. Y esto es lo “justo”, siempre que entendamos la justicia al modo de Rawls, como equidad o imparcialidad.

 

Tercer nivel. La aplicación a la salud

Como ya se ha visto, la conversión de la asistencia sanitaria en un asunto de justicia distributiva y social se relaciona con los llamados derechos sociales y culturales. La distribución de los bienes sociales primarios no es una cuestión de beneficencia, sino de justicia. Si bien es claro que hay una gestión privada de la salud de cada persona, y que ésta debe dejarse en manos de la autonomía de los individuos, también lo es que cada Estado debe procurar un mínimo de asistencia sanitaria para todos por igual. Es lo que se conoce como decent minimun, el mínimo decente de prestaciones o paquete básico, definido en las condiciones reales y empíricas, al que se debe poder acceder en una absoluta igualdad de oportunidades.

No es nada fácil formular criterios justos y explícitos que acoten y definan el mínimo decente. En España ese catálogo de prestaciones es explícito desde el año 199520, pero desde entonces muchas cosas han cambiado: el gasto sanitario, la población cubierta por el sistema, la percepción de lo que es una “necesidad” sanitaria, el envejecimiento de la población, etc. Todo ello ha motivado que en otros países se hayan producido debates públicos muy sólidos, debates que desafortunadamente no se han producido en España, y que han llevado a la formulación de criterios explícitos, y a la revisión del catálogo de prestaciones21.

Holanda: el informe Dunning

Holanda es un país en el que la política sanitaria persigue que todos los ciudadanos tengan acceso a la asistencia sanitaria. En 1990, el Ministerio de Salud Holandés creó una comisión presidida por un prestigioso cardiólogo, el profesor Dunning, con una tarea fundamental: la de estudiar cómo poner límites a las nuevas tecnologías y cómo enfrentarse a los problemas originados por la necesidad de limitar la asignación de recursos22. La Comisión fue constituida para responder a estas tres preguntas formuladas por el gobierno holandés, ¿por qué debemos delimitar las prestaciones?, ¿qué tipo de selección debemos de hacer?, y ¿cómo deberíamos llevar a cabo esta limitación?

Respecto al primer interrogante, esta comisión consideró diversas razones como el envejecimiento de la población, la rapidez del cambio tecnológico y científico, o la influencia de determinados valores culturales –medicalización, consumismo, medicina defensiva– sobre la demanda sanitaria. Pero sobre todo hay una de especial importancia, la de tomar decisiones explícitas con objeto de proteger a grupos de población desfavorecidos –ancianos, disminuidos mentales–, que no pueden cuidar de sí mismos.

Partieron del presupuesto de que todo aquel que necesite asistencia sanitaria debe poder obtenerla, porque es un bien de la comunidad, un bien social primario, pero también de que el acceso a ese bien no puede depender de la demanda, sino de las necesidades. Y aquí viene el siempre complejo problema de definir qué es salud y, consecutivamente, qué es una “necesidad” de salud. En una línea bien alejada de la OMS, que la definió como el perfecto bienestar físico, psíquico y social, y más acorde con la definición del Alma Ata, se entendió la noción de salud como “la capacidad de funcionar con normalidad”. Claro que este funcionamiento “normal” puede enfocarse desde tres puntos de vista: el personal o individual, el de la profesión, y el de la comunidad.

El enfoque individual va unido a la autodeterminación de cada individuo, y se define como el equilibrio entre lo que una persona desea y lo que puede lograr. Esto significa que la definición de salud puede variar muchísimo de una persona a otra, y por ello no permite distinguir entre lo que son necesidades básicas y las preferencias, algo que es fundamental para el establecimiento de prioridades justas. En este sentido el enfoque médico–profesional, que define la salud como la ausencia de enfermedad, es algo más objetivo. Desde este punto de vista la efectividad de la asistencia se delimita mediante el criterio del peligro para la vida y la capacidad de mantener el funcionamiento biológico normal del individuo, y así se define la asistencia necesaria en función de la gravedad de la enfermedad.

El tercero es el enfoque de la comunidad, en el que la salud es vista como la posibilidad para todo miembro de la comunidad de participar en la vida social, y viene definida por un marco normativo que en Holanda se denomina el principio de solidaridad. Desde esta perspectiva comunitaria la asistencia necesaria incluiría:

-– Aquellos servicios que garantizan la asistencia a los miembros de la comunidad que no pueden cuidar de sí mismos, como residencias asistidas, asistencia a los disminuidos mentales y asistencia geriátrica.

-– Servicios médicos de urgencia y cuidados intensivos, es decir, aquellos encaminados a restablecer la capacidad de participar en la vida de la comunidad cuando esta capacidad está seriamente amenazada.

Estos enfoques –individual, profesional y de la comunidad– no tienen por qué ser excluyentes, pero pueden entrar en conflicto, por lo que la comisión señala un orden jerárquico para dirimir posibles conflictos. El enfoque de la comunidad debe regir siempre las decisiones de política sanitaria y primar sobre los otros dos. Pero cuando en 1991 el Gabinete definió la asistencia esencial para incluirla en el paquete básico ésta comprendía el 95% de los servicios sanitarios que se prestaban ya en aquel momento, por lo que establecieron unos criterios de selección de prestaciones para delimitar el paquete básico: a) que la asistencia sea necesaria desde el punto de vista de la comunidad, b) que sea efectiva, c) que sea eficiente, y d) que no pueda dejarse a la responsabilidad individual (Tabla 1).

Veamos dos de los ejemplos que se analizan en el informe, y que son muy clarificadores. Según estos criterios se justificaría la exclusión de la fecundación in vitro, pues no pone en peligro a la comunidad ni interfiere con la función normal en nuestra sociedad; su efectividad no es grande en términos absolutos, y su eficiencia depende del número de centros que la realizan. Pero, ¿puede dejarse a la responsabilidad individual? La Comisión sostiene que al ser un tratamiento bastante caro no puede ser pagado por la mayoría de la gente, y para hacerlo accesible para todos debería incluirse en el paquete básico. Otra cuestión es si existen argumentos a favor de la solidaridad obligatoria con las parejas que desean una fertilización. La capacidad de tener hijos no es un derecho, y ni los intereses de la comunidad ni las normas y valores de la sociedad parece que justifiquen una solidaridad obligatoria de este tipo. Por tanto no parece justificada una solidaridad amplia, y mucho menos una solidaridad obligatoria, de manera que la fecundación in vitro no se incluyó en el paquete básico.

El segundo ejemplo es el de las residencias para ancianos, y siguiendo los mismos criterios la comisión sostiene que es necesaria para la comunidad y que es efectiva, aunque su eficiencia debe ser mejorada dado que un tercio de la población podría ser atendida mediante alternativas menos costosas. Por último la pregunta es: ¿puede dejarse a la responsabilidad individual? La respuesta es que el alojamiento y los costes de manutención deben dejarse a esa responsabilidad, salvo cuando el ingreso en la residencia sea necesario porque se requieren cuidados intermedios, o porque el individuo no disponga de capacidad para pagar los costes.

La experiencia de Suecia

La comisión creada por el Parlamento sueco utilizó un procedimiento de trabajo algo distinto a la holandesa. Comenzó en el año 1992, recogiendo mediante encuestas las opiniones, tanto de expertos como de instituciones, que sirvieron para elaborar un informe preliminar que fue objeto de debate, crítica y evaluación posterior, dando así lugar al informe definitivo23.

Identifica tres principios para priorizar los recursos: el principio de la dignidad humana, el de la solidaridad y el del coste/efectividad. Del primero deducen la obligación de otorgar los mismos derechos a los ciudadanos con independencia del puesto que ocupen en la comunidad. Del segundo la obligación de dirigir los recursos allí donde hay más necesidad, prestando una atención específica a los grupos que están más desprotegidos y que no pueden ejercer sus derechos, como los discapacitados mentales. Y del tercero, que en realidad no es un principio sino un criterio, deducen la obligación moral de buscar una relación razonable entre el coste de la asistencia y su efectividad.

En este informe también señala los principios que son claramente rechazados en la priorización de los recursos: el del beneficio del mayor número; el principio de la lotería; y el principio de la demanda. Consiste el primero en priorizar aquel recurso que ofrezca mayor beneficio para el mayor número, es decir, el que busca la mayor eficiencia para la mayoría pero no, necesariamente, para todos y cada uno. Ésta es la postura clásicamente defendida por el utilitarismo, y que Bentham expresó como la condición o medida de lo justo. El principio de la generalización de Bentham es claramente utilitarista, y fue rechazado por este grupo de trabajo ya que plantea un grave problema, pues hay muchos ejemplos de distribución eficiente que benefician a una mayoría pero lesionan los intereses de aquellas personas que necesitan un tratamiento cuya eficiencia es baja. Es el caso de la atención intensiva de los recién nacidos prematuros, ya comentado previamente, o de los estados vegetativos permanentes. Cuando se distribuyen los bienes sociales primarios no basta con perseguir el beneficio de la mayoría (eficiencia) sino que hay que buscar el de todos y cada uno de los ciudadanos (equidad), o lo que también se denomina “eficiencia moral”24.

El segundo principio enunciado –principio de la lotería– es un criterio de procedimiento ya que el paciente es atendido en función de su orden de llegada –first come, first served– sin importar ni tener en cuenta el tipo de patología. Fue rechazado porque se consideró que entraba en conflicto con el principio de la necesidad y de la solidaridad, pero se constató que, sorprendentemente, una gran parte de la población lo consideraba correcto. Esto hace pensar que la claridad y transparencia que proporciona este criterio, con el que cada paciente conoce el tiempo de espera que le queda y sabe que no habrá privilegiados que pasen indebidamente por delante de otros más antiguos, es de gran importancia social.

Queda por último el principio de la demanda, que señala que los recursos deben ser dirigidos a las áreas de mayor demanda. Para este grupo de trabajo el principio de la demanda debe ser, simplemente, una guía que oriente las decisiones, ya que pueden existir demandas apropiadas y otras que no lo sean, bien porque no sean necesidades de salud, o bien porque proceden de grupos que ya tiene cubiertas sus necesidades.

Desde estos presupuestos se llegó a una clasificación de prioridades (Tabla 2), teniendo en cuenta que la idea de prioridad se refiere a cualquier aspecto necesario para el tratamiento –preventivo, diagnóstico, de enfermería–, y que las necesidades relacionadas con la calidad de vida son tan importantes como los aspectos más biológicos y, hasta ahora más directamente relacionados con al salud.


El Estado de Oregón: la democracia participativa

En 1989 se aprobó en Oregón un decreto sobre Servicios Sanitarios Básicos con el que se pretendía conseguir que el presupuesto ya limitado del Medicaid atendiese a un mayor número de ciudadanos pobres. Como es bien sabido, Medicaid es un programa financiado por el Gobierno Federal para dar asistencia sanitaria a las personas que se encuentran por debajo de un cierto nivel de pobreza, en cierta manera similar a la antigua beneficencia de las diputaciones de nuestro país. Este programa fue introducido por los demócratas en 1965 junto al Medicare, que proporciona asistencia sanitaria a los mayores de 65 años. Su significado beneficente sólo se entiende si tenemos en cuenta que en Estados Unidos no existe un reconocimiento constitucional del derecho a la protección de la salud, y que todavía hoy se mantiene una gran resistencia a financiar la sanidad mediante impuestos.

Aproximadamente el 16% de la población de Oregón se encontraba sin cobertura sanitaria en el momento de poner en marcha esta iniciativa cuyo objetivo era el de universalizar la asistencia sanitaria, pero sin incrementar el presupuesto. De manera que la única alternativa posible era la de reducir el número de prestaciones a los beneficiarios del mismo25. Para decidir las prestaciones a incluir en el paquete básico se realizó una lista de prioridades calculando la relación coste/beneficio de cada procedimiento sanitario. Se consideraron financiables aquellos procedimientos con mejor relación, y así hasta agotar el presupuesto destinado al programa del Medicaid.

La lista que se obtuvo llegaba a resultados difícilmente aceptables. Un ejemplo es que el empaste de las muelas es más rentable que operar apendicitis o embarazos ectópicos, y el problema es que éstos últimos son urgencias médicas, cuya mortalidad sin cirugía se acerca al 70%. Por esta razón los miembros de la comisión buscaron otro procedimiento para elaborar una nueva clasificación de prioridades, abandonando el criterio coste/beneficio como criterio único, y distribuyeron los tratamientos en 17 categorías divididas en tres grupos: servicios esenciales, servicios muy importantes y servicios de valor sólo para ciertos individuos (Tabla 3).


Simultáneamente se realizó una consulta a la población de Oregón a través de múltiples reuniones ciudadanas a lo largo de todo el Estado, lo que permitió elaborar una segunda lista en la que los diversos procedimientos se ordenaban en función de su valoración social. La novedad estaba en la participación ciudadana, procedimiento que en principio es correcto, ya que expresaría la voluntad general de los ciudadanos. Cosa bien distinta es que el contenido material, aquello que se ha aprobado, sea criticable desde la justicia, pues con esa relación de prioridades realizada por los ciudadanos de Oregón se producía la discriminación de ciertas minorías de pacientes. Pero esta experiencia es, como mínimo, un ejemplo de la participación de la sociedad en la toma de decisiones políticas al estilo de lo que hoy se conoce como democracia participativa.

 

Cuarto nivel. Las "Empresas Sanitarias"

Una vez definido el derecho a la asistencia sanitaria, y explicitado el catálogo de prestaciones que otorga un determinado sistema de salud, nos adentramos en un punto no menos importante: las instituciones que prestan dicha asistencia y las personas que, por sus conocimientos, van a distribuir directamente los recursos. Veamos primero qué ha ocurrido en las instituciones sanitarias.

Desde que en los años setenta la tecnología médica se incorporó a la atención sanitaria, los costes sanitarios no han hecho más que crecer. A esto hay que sumarle la tradicional ineficiencia de las instituciones estatales, por lo que no es de extrañar que, a partir de los años ochenta, se empezara a entender el control del gasto en el ámbito sanitario como una necesidad perentoria. Nace así la economía de la salud, y con ella o, a partir de ella, el nuevo contexto económico en el que se desarrolla la actividad médica. Esta disciplina, como ya vimos, pretende introducir la racionalidad económica en el campo sanitario, que hasta ese momento había sido gestionado sólo por los médicos a través de su compromiso personal con los pacientes, lo cual les otorgaba una visión beneficente e individual, pero no la perspectiva colectiva o de justicia a la que apunta el nuevo contexto.

Hoy no cabe duda de que las organizaciones que prestan atención sanitaria son empresas. Se entiende como tal una organización económica, integrada por el capital y el trabajo como factores de producción, dedicada a actividades industriales, mercantiles o de prestación de servicios, generalmente con fines lucrativos, y con la consiguiente responsabilidad. Cierto que las empresas sanitarias son muy peculiares. Una de sus características diferenciales más importante es que su prestación de servicios no tiene fines lucrativos. La segunda es que presta un servicio –la consecución o mantenimiento de la salud– que es un bien de consumo, pero también un bien público. Todas las empresas tienen un bien interno principal que las legitima socialmente, y en el caso de las organizaciones sanitarias ese bien es satisfacer las necesidades de los pacientes en orden a mejorar su salud, pero también en orden a conseguir el alivio del dolor, o el acompañamiento en su muerte, que también son fines implícitos de la actividad médica26.

Dichos objetivos o bienes internos tienen que conseguirse en empresas eficientes, que optimicen sus recursos, porque hacerlo así es una obligación de justicia27. Para corregir la falta de eficiencia tradicional en las empresas públicas los economistas de la salud apuestan por mercados mixtos competitivos en las prestaciones sanitarias públicas, mediante un sistema de gestión de los centros públicos semejante al que emplea la empresa privada. Lo que habrá que ver es cómo se pueden generar formas organizativas en los hospitales y centros de salud que sean compatibles con el objetivo de la eficiencia, y cómo generar al mismo tiempo un cambio de actitudes y de mentalidad capaz de configurar entre los profesionales una cultura de la eficiencia28.

Ahora bien, la nueva cultura de la gestión tiene aspectos positivos, como los ya mencionados, y también negativos. Si se centra, como está ocurriendo en la mayoría de los casos, en una mera reducción de costes, y no se tiene presente que hay un mínimo de calidad que no puede ser rebajado, la empresa sanitaria se volverá un puro mercantilismo. La rentabilidad económica no puede ir en detrimento de la justicia, y éste es uno de los mayores peligros que acecha en estos momentos a la mayor parte de los sistemas sanitarios públicos, y mucho más a los de los países en vías de desarrollo, donde la confluencia de factores tales como la ausencia de un Estado fuerte y regulador, la inestabilidad financiera, la ineficiencia administrativa, o la ausencia de una ciudadanía capaz de exigir sus derechos, está haciendo del derecho a la salud de muchos ciudadanos un negocio lucrativo para unos pocos.

Tampoco podemos olvidar que el abordaje meramente economicista está generando una gran desmoralización en los profesionales, y puede destruir valores éticos de gran importancia en la sanidad. Si los sanitarios se ven abocados al llamado managed care, convertidos en meros gestores de recursos y controladores del gasto; si se establecen incentivos de tipo económico proporcionales al porcentaje de ahorro o gasto realizado, es posible que se pierda la relación de confianza en la que se ha basado la relación clínica tradicional, y que al mismo tiempo se perviertan los fines de la medicina. Lo que debe gratificarse e incentivarse es la eficiencia en la buena práctica y gestión sanitaria, pero no el mero ahorro que aboca en una mercantilización de la medicina29.

En este escenario es importante recuperar la idea de que la empresa sanitaria es un “sujeto moral”, con una responsabilidad social, y que en ella hay que integrar elementos diversos, como el respeto de los valores de las personas que la integran, la provisión de unos servicios para conseguir el bien interno que legitima su actividad, y la gestión adecuada de sus recursos. Los problemas éticos aparecen cuando las organizaciones sanitarias olvidan el fin que los legitima, y convierten los medios –la racionalidad económica– en el principal fin de su actividad. La gestión no es sino un medio para lograr unos fines, y si hay diversas formas de medicina gestionada, habrá que optar por aquella que sea capaz de conjugar racionalidad económica y justicia30.

El análisis de los valores que guían las decisiones de gestión que afectan al cuidado del paciente, es lo que se conoce hoy como ética de las organizaciones sanitarias, más centrada en lo corporativo y estructural, en los procedimientos, protocolos y procesos31. Aquellas que, dentro del marco ético y jurídico que las legitima, son capaces de utilizar los medios económicos de los que disponen de manera que conjugen su bien interno –prestar una asistencia sanitaria de calidad– con su propia supervivencia como organización. Aquellas que saben hacerlo aplicando estrategias de gestión moderna en la búsqueda de la eficiencia, sin caer en la trampa de convertir a los profesionales en controladores del gasto, con el consiguiente problema ético derivado de un claro conflicto de intereses.

Ahora bien, gestión sanitaria y práctica profesional no son actividades necesariamente contrapuestas, sino que deben de verse como complementarias32. El clínico no es gestor ni controlador del gasto, pero sí es distribuidor de recursos, y también por eso tiene un papel clave en las organizaciones sanitarias.

 

Quinto nivel. El clínico como distribuidor de los recursos

Nadie pone en cuestión que los profesionales deben poseer competencia técnica en el empleo de conocimientos y habilidades para el diagnóstico y tratamiento de los pacientes, y conseguir con ello una efectividad en el abordaje de los problemas de salud de sus pacientes. ¿Pero qué pasa con la gestión de los recursos? Lo cierto es que los clínicos utilizan cada día sus valores, sus conocimientos, y las recomendaciones, guías y protocolos, a la hora de ejercer el juicio sobre la prelación de tratamientos y pacientes. El clínico se debe limitar a establecer prioridades con criterios clínicos, de manera que cuanto más se trabaje la forma en que se toman estas decisiones y el fundamento en el que se basan, más se logrará el objetivo de una buena gestión. Dicho de otra forma, para el clínico el camino hacia la eficiencia pasa por asegurar la consecución de la efectividad clínica33.

En la realidad esto no es fácil, pues si bien la eficacia de las intervenciones es un conocimiento de validez universal, su puesta en práctica en las condiciones empíricas para obtener la efectividad es extremadamente variable de unos servicios a otros. Rutinas de trabajo, protocolos “heredados” y no suficientemente contrastados, toma de decisiones “intuitivas” o poco fundamentadas, contribuyen a ello. Todavía sigue siendo difícil para muchos profesionales admitir que las decisiones clínicas se toman siempre en un entorno de probabilidades, y que la “intuición” no proporciona información adecuada sobre la efectividad de los tratamientos que se proponen a los pacientes.

Otras veces el problema no estriba ni en la dudosa fundamentación del juicio clínico, ni en la variabilidad clínica de su aplicación, sino en la dificultad que entraña en algunas especialidades saber cómo medir el resultado de la asistencia al paciente, lo que llamaríamos la eficiencia técnica34. También hay que señalar como causa de ineficiencia la fascinación por la tecnología, que en no pocas ocasiones se introduce sin haber probado suficientemente sus ventajas sobre otros métodos de coste notablemente inferior.

Por último hay un punto especialmente sensible: los criterios de selección para la admisión de pacientes. No es extraño que en las admisiones de los ingresos, por ejemplo en una UCI, se mezclen estimaciones y deseos personales que no tienen un claro fundamento clínico. Supongamos un paciente con patología crónica degenerativa que en su fase terminal sufre un episodio agudo, y supongamos que el internista afirma que existe una remota posibilidad de revertir ese episodio, para lo cual necesita el ingreso del paciente en la UCI. Dicho ingreso puede depender de muchos factores: la insistencia del internista, el medico que esté ese día de guardia en la UCI, la presión de los familiares, etc. Pero para que dicho ingreso fuese “justo” no debería de depender de nada de eso, sino de criterios clínicos estrictos.

Siguiendo con el ejemplo, sabemos que en ese tipo de unidades deben ingresar pacientes que cumplan las siguientes características: existencia de una amenaza vital con posibilidades razonables de recuperación, necesidad de monitorización por el alto riesgo de complicaciones vitales, y consentimiento expreso o presunto del paciente para ese ingreso. Por tanto quedan fuera dos tipos de pacientes: los enfermos que, requiriendo monitorización, tengan bajo riesgo de complicaciones y puedan ser atendidos en un área de hospitalización general, y los que no tengan probabilidades razonables de recuperación, con lo que su ingreso en UCI sólo serviría para retrasar su muerte35. Es casi seguro que nuestro enfermo pertenece a uno de los dos grupos, y que su ingreso en UCI no le reportaría beneficios ni a él, ni a toda la sociedad en su conjunto, pues se estarían gestionando de forma incorrecta los recursos que otro ciudadano puede necesitar.

De esta forma, a través de la efectividad clínica, los profesionales nos convertimos en gestores, y además en buenos gestores, porque proporcionamos los recursos disponibles a quien realmente se puede beneficiar de ellos, y aprendemos a cuestionarnos nuestra práctica clínica preocupándonos cada día sobre su efectividad.

 

Conclusión

El derecho a la asistencia sanitaria no es algo dado por naturaleza, sino un logro, una conquista social del Estado de derecho. Para que ese derecho se haga efectivo, y en condiciones de equidad, se requieren muchos elementos: inversión presupuestaria, evaluación de los costes, definición del paquete básico de prestaciones, etc. Todo ello es responsabilidad de la sociedad, y por tanto ya le viene dado al clínico. Pero hay un nivel tan fundamental como los anteriores, el de las instituciones sanitarias y el de los profesionales. Es importante que los clínicos perciban que son piezas fundamentales para el mantenimiento de este derecho, y que pueden y deben hacerlo sin entrar en un conflicto de intereses con sus obligaciones clínicas.

 

Bibliografía

1. Jonsen A, Siegler M, Winslade, W. Clinical Ethics, 2 ed. New York: MacMillan, 1986; 7.         [ Links ]

2. Rawls, J. Teoría de la Justicia. México: FCE, 1978.         [ Links ]

3. Ortún, V. ¿Qué debería saber un clínico de economía? Dimens Hum 1997; 1: 17-23.         [ Links ]

4. Consejo General de Colegios Médicos. Declaración de la Comisión Central de Deontología sobre la objeción de conciencia del médico. Madrid, 1997.         [ Links ]

5. Ortún ,V. Economía y Medicina. Med Clin 1987; 88: 411-413.         [ Links ]

6. Weinstein M, Stason W. Foundations of cost-effectiveness analysis for health and medial practices. N Engl J Med 1977; 296: 716-721.         [ Links ]

7. Khuse H, Mackenzie J, Singer P. Allocating resources in perinatal medicine: A proposal. Aust Pediatr J 1988; 24: 235-239.         [ Links ]

8. Jonsen A. Justice and the defective newborn. En: Shelp E, editor. Justice and Health Care. Dordrecth: D Reidel Publishing Company, 1981; 95-107.         [ Links ]

9. Murton L, Doyle L, Kitchen W. Care of very low birthweight infants with limited neonatal intensive care resources. Med J Aust 1987; 146: 78-81         [ Links ]

10. Budetti P, McManus P, Barrand N. The costs and Effectiveness of Neonatal Intensive Care. Office of Technology Assesment, U.S Congress, 1981.         [ Links ]

11. Sinclair J, Torrance G, Boyle M. Evaluation of neonatal intensive care programs. N Engl J Med 1981; 305: 489-494.         [ Links ]

12. U S Congress, Office of Technology Assesment. Neonatal Intensive Care for low birthweight infants: costs and effectiveness. Washington DC: OTA, 1987.         [ Links ]

13. Walker D, Feldman A, Vohr R. Cost-Benefit Analysis of neonatal Intensive care for infants weighing less than 1000 grs. at birth. Pediatrics 1984; 74: 20-25.         [ Links ]

14. Boyle M. Economic Evaluation of Neonatal Intensive care of very low birth weight infants. N Engl J Med 1983; 308: 1330-1337.         [ Links ]

15. Mooney G. The demand for effectiveness, efficiency and equity of Heath Care. Theor Med 1989; 10: 195-205.         [ Links ]

16. Mooney G. Cost-benefit analysis and medical ethics. J Med Ethics 1980; 6: 177-179.         [ Links ]

17. Mooney G. Economics Medicine and Health Care. Brighton, Sussex: Weatsheaf Books, 1986.         [ Links ]

18. Gracia D. ¿Qué es un sistema justo de servicios de salud? Principios para la asignación de recursos escasos. Bol Of Sanit Panam 1990; 108: 570-585         [ Links ]

19. Couceiro A. Los sistemas sanitarios públicos: entre la eficiencia y la equidad. JANO, 2000; LIX: 283-284.         [ Links ]

20. RD 63/ 1995. Ordenación de prestaciones sanitarias del Sistema Nacional de Salud.         [ Links ]

21. Couceiro A. El problema ético de la asignación de recursos sanitarios. En: Gafo J, editor. El derecho a la asistencia sanitaria y la distribución de recursos. Madrid: Universidad de Comillas, 1999; 135-148.         [ Links ]

22. Comité Gubernamental. Prioridades en atención sanitaria. Informe para el Gobierno de Holanda (Informe Dunning). Escuela Nacional de Sanidad, Ministerio de Sanidad y Consumo, S.G. editores, p. 25.         [ Links ]

23. Swedish Parliamentary Priorities Commission. Priorities in health care: ethics, economy, implementation. Swedish Government Official Reports, 1995.         [ Links ]

24. Gracia D. Ética de la eficiencia. En: Profesión medica, investigación y justicia sanitaria. Bogotá: El Búho 1998; 177-187.         [ Links ]

25. U.S. Congress, Office of Technology Assessment. Evaluation of the Oregon Medicaid Proposal. Washington DC: U.S. Governemnt Printing Office, May 1992.         [ Links ]

26. The Hastings Center. The goals of Medicine: setting new priorities. Hastings Cent Rep 1996; S1- S27. (Traducido en: Hastings Center. Los fines de la medicina. El establecimiento de unas prioridades nuevas. Cuadernos de la Fundación Vìctor Grìfols, nº11. Barcelona, 2004.)         [ Links ]

27. Cabasés H, Martín J, López del Amo MP. La eficiencia de las organizaciones hospitalarias. Papeles de Economía Española 2003; 95: 195-212.         [ Links ]

28. Martín JJ. Nuevas fórmulas de gestión en las organizaciones sanitarias. Madrid: Fundación Alternativas, 2003.         [ Links ]

29. Conill J. Economía ética de la empresa sanitaria. En: Conill, J. Horizontes de Economía Ética. Madrid: Tecnos, 2004; 247-280.         [ Links ]

30. Simón P. La ética de la empresa y su impacto en el desarrollo de la ética de las organizaciones sanitarias. En: Simón P, editor. Ética de las organizaciones sanitarias. Nuevos modelos de calidad. Madrid: Triacastela, 2005; 53-58.         [ Links ]

31. Simón P. La ética de las organizaciones sanitarias. El segundo estadio de desarrollo de la Bioética. En: Ferrer J, Martínez J, editores. Bioética: un diálogo plural. Homenaje a Javier Gafo. Madrid: Universidad Comillas, 2003; 643-671.         [ Links ]

32. Gracia D. Ética y gestión sanitaria. En: Jiménez J, coordinador. Manual de gestión para jefes de servicios clínicos. Conceptos básicos. Madrid: M.S.D, 1997; 101-124.         [ Links ]

33. Ortún V, Rodríguez F. De la efectividad clínica a la eficiencia social. Med Clin 1989; 95: 385-388.         [ Links ]

34. Abizanda R, Perales N, Cabré L, Rodríguez MT, Reig R. El reto de la eficiencia en medicina intensiva. ¿No sería mejor el reto de expresar la eficiencia? Rev Cal Asist 1998; 13: 228-232.         [ Links ]

35. Gómez, J. Conflictos de justicia en el paciente crítico. En: Gómez Rubí, J. Ética en medicina crítica. Madrid: Triacastela, 2002; 205-224.        [ Links ]

 

 

Dirección para correspondencia:
E-mail: acouceiro@arrakis.es

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons