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Anales del Sistema Sanitario de Navarra

versión impresa ISSN 1137-6627

Anales Sis San Navarra vol.30  supl.3 Pamplona  2007

 

 

 

Dignidad humana y situaciones terminales

Human dignity and terminal situations

 

 

J. Masiá

Facultad de Teología. Universidad Sophia, Tokyo.

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

No hay que confundir la dignidad con las condiciones indignas en que puede encontrarse una persona por circunstancias exteriores o por la enfermedad. La persona paciente en situación terminal tiene dignidad humana, que exige ser respetada, no por ser paciente terminal, sino simplemente por ser persona. Pero es cierto que en situaciones terminales puede verse particularmente amenazada la dignidad. Sin embargo, no se debe deducir del criterio de respetar la dignidad la conclusión de prolongar la vida biológica a toda costa, sino la de garantizar la mejor calidad del vivir durante el proceso de morir y de acompañar dignamente a la persona que se aproxima a la muerte ayudándole a asumirla.

Palabras clave. Dignidad. Terminalidad. Instrucciones previas. Cuidados paliativos. Limitación del esfuerzo terapéutico.


ABSTRACT

Dignity should not be confused with the unbecoming conditions that a person can find himself in due to external situations or disease. The person/patient in a terminal situation has human dignity, which must be respected not because he/she is a terminal patient but simply because he/she is a person. But it is true that in terminal situations dignity can be particularly threatened. Nonetheless, one must not deduce from the criterion of respecting dignity the conclusion of prolonging biological life at all costs, but instead that of guaranteeing the best quality of living during the process of dying and of worthily accompanying the person who is approaching death by helping him to accept this.

Key words. Dignity. Terminal state. Prior instructions. Palliative care. Limitation of therapeutic effort.


 

Introducción

La noción de terminalidad es objeto de debate entre quienes la entienden en un sentido minimalista como inminencia de la muerte y quienes amplían la extensión del término hasta abarcar todo el recorrido hacia el final de la vida a partir de la constatación con suficiente probabilidad de lo irreversible e intratable del proceso de deterioro biológico que conduce inevitablemente al fallecimiento.

Es interesante notar que cuando preguntamos, con un lenguaje estilísticamente disonante, qué significa el término “terminal”, estamos usando dos vocablos con la misma etimología: “término” y “terminal”. “Término” se usa como sinónimo de “vocablo”. Pero en el sentido usado en los manuales de lógica siguiendo a Aristóteles, los términos de las premisas en el silogismo eran sus “límites”: un límite al comienzo (sujeto) y otro al final (predicado). Al filósofo Ortega le gustaba comentar este sentido de límite recordando que los mojones con que se señalaba el linde de una finca en Roma aludían a una ofrenda a las divinidades Termes, de donde recibieron el nombre. Hoy estamos habituados a usar el adjetivo terminal para referirnos al final de un viaje (la estación terminal) o al destino último de un recorrido (las terminales de una red informática). Esta etimología nos invita a reflexionar sobre la terminalidad en relación con la necesidad de poner límites o de reconocerlos.

Las situaciones terminales de personas enfermas, diferentes según la etiología patológica de cada una, tienen en común el ser situaciones finales1. Pero, además, es importante señalar que son situaciones en las que hay que poner límites a los recursos de que disponemos para prolongarlas, así como asumir no sólo las limitaciones de la medicina, sino la limitación radical del ser humano ante la muerte.

Las reflexiones siguientes giran en torno a la exigencia de respeto a la dignidad personal por parte de la persona paciente que se encuentra en situación terminal en el sentido más amplio de este término. Pero no van a ser un estudio puntual especializado y estructurado sobre cómo decidir y actuar en el tratamiento de la persona paciente terminal para respetar su dignidad, sino solamente una serie de perspectivas orientadas a deshacer los malentendidos en los debates sobre este tema y a revisar el enfoque básico de su tratamiento ético.

Hay que empezar haciendo dos observaciones aclaratorias. La primera, que la persona paciente en situación terminal es acreedora al respeto a su dignidad personal, de la que está dotada como cualquier otra persona, no por ser enferma ni por hallarse en situación terminal, sino simplemente por el hecho de ser persona hasta la consumación del proceso de morir.

La segunda, que las condiciones calificables como indignas en que puede encontrarse una persona, ya sean provocadas por una enfermedad o por circunstancias exteriores, no deben confundirse con la pérdida de la dignidad personal.

Usando la terminología gramatical, podríamos distinguir entre la dignidad adjetiva, sustantiva y adverbial. La dignidad humana, como sustantivo, es característica intransferible e inviolable de todo ser humano. Lo digno o indigno, como adjetivo que califica unas determinadas condiciones de vida, fisiológicas, psicológicas o sociológicas, es un uso del lenguaje que no se refiere a la dignidad personal, sino a la evaluación de dichas condiciones; pero, aun dentro de las condiciones más indignas, la persona nunca pierde su dignidad y el derecho a que le sea respetada. Finalmente, podríamos reservar el adverbio “dignamente” para referirnos a las actitudes con que confrontamos y asumimos la propia muerte o acompañamos la muerte de otras personas, es decir, para referirnos al modo de recorrer dignamente el proceso de morir, cómo vivir dignamente hasta el final de ese proceso.

Hay que presuponer, al hacer estas afirmaciones, un mínimo de consenso acerca de la dignidad humana. Desarrollar su sentido y fundamentación sería objeto de un tratado entero, que aquí hay que dar por supuesto. De todos modos, no estará de más dejar consignadas un par de consideraciones sobre la dignidad humana, desde la doble perspectiva de la ética y de las tradiciones culturales de espiritualidad.

 

Éticas y espiritualidades ante el tema de la dignidad humana

La dignidad humana es palabra clave, patrimonio común de éticas y religiones (en plural ambos términos). Pero la dignidad es una noción fronteriza, cuyo tratamiento nos obliga a basarnos a la vez en la biología y en el pensamiento. Como formula con precisión Carlos Alonso Bedate2, la dignidad de la persona es un concepto biofilosófico. Su captación nos exige movernos en un vaivén reflexivo entre el dato biológico y el planteamiento filosófico. Pero, con anterioridad a esa reflexión, se ha de presuponer un mínimo vivencial de respuesta a la exigencia de respeto a la dignidad de la persona. Constatamos la dignidad humana al percibir la exigencia de inviolabilidad por parte de otras personas que exigen ser respetadas absolutamente, del mismo modo que exigimos de ellas que nos respeten. La exigencia del respeto absoluto a la dignidad de la persona es epifanía, es decir, manifestación de la presencia especial de la Vida –así, con mayúscula, remitiendo a lo Absoluto– en todas y cada una de las realidades humanas personales. La persona es manifestación de la Vida y esta epifanía de la Vida es fundamento de la dignidad de la persona, cuando la consideramos desde perspectivas filosóficas o religiosas.

Pongamos un ejemplo, en primer lugar, desde una ética compartible por diversas cosmovisiones filosóficas o religiosas: el reconocimiento confuciano de la dignidad. Lo tomamos de la aportación de una de las grandes figuras de la tradición de Confucio: su principal discípulo, Mencio. Es un pensador que, visto desde Oriente parece más humanista que religioso (sobre todo, si se le compara con el budismo). En cambio, visto desde Occidente, podrá parecer que evoca ecos de una cierta religiosidad (sobre todo, por contraste con la impresión que producen otros humanismos en la modernidad occidental).

En el texto siguiente podemos apreciar lo que, en términos occidentales, llamaríamos una descripción fenomenológica de la experiencia moral sobre la dignidad humana y una fundamentación de la misma. Dice así:

Mencio dijo: Cualquier persona está dotada de un corazón que la lleva a compartir con las demás. ¿Qué entiendo yo por esto? Suponed que la gente ve de pronto a un niño a punto de caer en un pozo. Todo el mundo se quedará espantado y se moverá a compasión. No será por el motivo de ser reconocido por los padres de esa criatura. Tampoco será para alcanzar buena reputación entre vecinos y amigos. Tampoco será por evitar la vergüenza de que nos critiquen.

Con esto se muestra que, sin un corazón inclinado a compartir, no se es humano. Sin un corazón que experimente la vergüenza, no se es humano. Sin un corazón dotado de moderación y sensibilidad hacia los demás, no se es humano. Sin un corazón que distinga lo verdadero de lo falso, no se es humano.

Un corazón que se compadece es el germen del sentido humanitario. Un corazón que reconoce lo que le avergüenza es el germen del sentido moral. Un corazón hecho de compostura y deferencia hacia los demás es el germen del sentido ritual. Un corazón que distingue lo verdadero y lo falso es el germen del sentido de discernimiento. El ser humano posee dentro de sí estos cuatro gérmenes, lo mismo que tiene cuatro extremidades. Puesto que cada persona posee dentro de sí estos cuatro gérmenes, considerarse incapaz de desarrollarlos es engañarse y dañarse a sí mismo3.

Podemos ver en el texto anterior una fenomenología de la experiencia moral. Pero no es solamente una descripción, sino contiene elementos para una fundamentación. Nótese su énfasis en lo humano que tenemos en común, nuestra común humanidad, base de la dignidad. Consideremos también el texto siguiente:

Mencio dijo: Los diez mil seres están presentes en su totalidad en mí. ¿Habrá una alegría mayor que la de percatarse, cuando me fijo en mí mismo, de que estoy siendo sincero (auténtico?)? ¿Se podrá acaso estar más cerca de la meta a que se aspira en la búsqueda de lo humano que cuando se esfuerza uno en practicar la mansedumbre o benevolencia, que consiste en tratar a la otra persona como nos gustaría que nos tratasen?4.

Tras la lectura de textos como los citados, podemos preguntarnos: ¿Dónde pondría Mencio el fundamento último de la moralidad? Parece que en nuestra propia humanidad, nuestro ser humano. ¿Dónde lo encuentra? En el propio interior (corazón/conciencia). En ese lugar profundo, escondido, a veces inadvertido, encuentra el denominador común de nuestra humanidad. Puesto que lo identifica con lo que llama “el Cielo”, podría leerse el texto con connotaciones religiosas, pero no tiene que interpretarse necesariamente en esa clave. Es una expresión suficientemente amplia como para poder referirse con ella a aquella parte nuestra más auténtica, reconocible por personas con diferentes visiones de la vida. Para Mencio, lo que tenemos en común con los demás, lo que nos vincula con las otras personas inseparablemente, es ese sentido de una comunidad de existencia o de vida, desde donde brota consiguientemente la benevolencia.

Toda la ética de Mencio viene a decir que descubramos y cultivemos lo común humano. Eso es lo que luego toda la tradición neoconfuciana desarrollará como sinceridad (cheng): Hacer lo que dices, decir lo que piensas, pensar lo que eres. Es sincero, auténtico, es cheng, según Mencio, quien realiza plenamente su humanidad, porque vive de acuerdo con su conciencia (liang sin, literalmente, “buen corazón”), que le dice, ante todo, que su vida está en íntima y estrecha interdependencia con la de las demás personas.

Veamos, a continuación, un enfoque de la dignidad desde perspectivas de dos tradiciones religiosas, el budismo y el cristianismo, por no poner más que dos ejemplos.

El fundamento de la dignidad en el budismo Mahayana es la presencia por igual en todas las personas de lo que se llama en sánscrito buddhagostra y en japonés bushô: la naturaleza búdica en el interior de cada persona; lo mejor de nosotros en nuestro interior, que coincide con lo divino en cada persona, cuyo desarrollo no es la negación del yo, sino su expansión; lo que decía el poeta griego Píndaro: “hazte el que eres”; lo que dicen los budistas japoneses de la escuela de Shingon: “Hacerse buda o iluminado ya en este mundo y en este cuerpo es percatarse de que ya lo somos”. Con razón el budismo había reaccionado desde el comienzo contra la división de castas que había en la India y había propugnado la igualdad absoluta en dignidad de todos los seres humanos sin discriminación de ninguna clase.

En la tradición de teología cristiana hay dos corrientes de interpretación sobre la dignidad de los seres humanos. Estas dos tradiciones se expresan respectivamente mediante las metáforas de la imagen y el soplo. La metáfora del soplo divino es de arraigo bíblico hebreo. Hay, se dice, un soplo de espíritu divino que da vida al barro humano. La otra tradición, la que usa la metáfora de la imago Dei, es de estilo más grecolatino, aunque también se remonta al texto bíblico hebreo: Hay, dicen, en el ser humano una imagen o reflejo de lo divino.

Ambas metáforas señalan la presencia de algo divino en lo humano. Eso es lo que proporciona, garantiza y fundamenta una dignidad inviolable. Pero es preferible la metáfora del soplo sobre el barro, que es más realista. El barro sigue siendo barro, con sus aspectos desagradables y sus impurezas. El soplo divino hace que el polvo, tal como es, se haga vida y se divinice. La metáfora de la imagen es más idealista. Sugiere un espejo, una copia, un reflejo o reproducción de lo divino; quizás algo demasiado bello para ser auténtico. Si el espejo se empaña, no refleja bien. En cambio, el barro, aunque siga siendo barro, puede ser vivificado por el soplo que lo transforma. Como dicen los maestros budistas del Zen, “hasta una gota de agua sucia con barro puede reflejar la luna”. En ese caso, el barro, gracias al agua, se hace espejo.

Cuando la metáfora de la imagen se exagera, (sobre todo, en su versión más helenizada) se corre el peligro de aplicarla discriminadoramente; por ejemplo, podría darse la exageración de considerar que unas personas reflejan más lo divino que otras, por ser más bellas, inteligentes o dotadas de otras cualidades. En cambio, la metáfora del barro y el soplo divino tiene la ventaja de subrayar la igualdad, tan acentuada tanto por cristianos como por budistas. Este segundo enfoque tiene la ventaja de subrayar la interioridad y, sobre todo, la igualdad de la imagen divina en todo ser humano –más o menos enfermo, más o menos capacitado, más o menos consciente, etc.- y también en la corporalidad: “somos polvo, mas polvo enamorado”, dice el famoso soneto de Quevedo. Esto se expresaba ya en el tema bíblico hebreo, ya que en el libro del Génesis, la metáfora de la imagen (aún no helenizada) va unida a la del soplo y el barro. Contrasta con el caso de Egipto, donde el monarca es el único que es llamado imagen de la divinidad, con lo que se recalca la desigualdad y se acentúa el culto a la personalidad.

Hay que añadir un rasgo más, que se encuentra reflejado en los evangelios. Supuesta la igualdad en dignidad de todos los seres humanos, la exigencia de respeto incondicional exigida por esa dignidad se hace especialmente patente, no donde el “barro/cuerpo” alcanza niveles altos de belleza, salud o dotes mentales, sino precisamente allí donde la fragilidad y vulnerabilidad se ponen más de manifiesto. Al preguntar a Jesús los discípulos quién es el mayor, Jesús coloca en el centro del grupo a un niño. El niño es, nos dicen los exegetas al analizar el contexto bíblico de la escena, imagen de lo despreciable, lo marginado, lo débil, lo frágil, lo vulnerable, lo dependiente etc. Jesús invita, por tanto a los discípulos a convertirse en una comunidad capaz de colocar en su centro de modo preferencial precisamente a esa criatura y cuanto ella significa. Quien acoge a ese niño, acoge a Jesús; quien lo ve, ve a Jesús. Y ver y acoger a Jesús es ver y acoger al Abba, al Dios Padre y Madre, que Jesús desvela.

P. Ricoeur, Levinas, McIntyre, etc., han subrayado que donde hay mayor fragilidad y dependencia, allí se nos está apremiando, ante la realidad de esa existencia personal más necesitada de apoyo, a una mayor responsabilidad y solidaridad en nuestra respuesta a su exigencia de respeto y de ayuda. Aquí hay una aportación fuerte por parte de la religiosidad y espiritualidad, que ayuda a colocar en un horizonte de sentido último el esfuerzo de fundamentación de la dignidad humana hecho por las éticas. Es algo, por otra parte, muy de agradecer, ya que sabemos las limitaciones de esos esfuerzos de fundamentación y el atolladero en que pueden atascarse. Es preferible, por eso, en vez enredarnos en el círculo sin salida de la fundamentación, acentuar complementariamente dos experiencias: la ética y la religiosa.

La experiencia ética es una vivencia de admiración ante el valor de la persona (por ejemplo ante quien da la vida por otra persona) y de indignación ante el anti-valor que ignora la exigencia de respeto a la persona (por ejemplo, la violación y muerte de una niña de diez años o su mutilación por una mina personal).

La experiencia religiosa es la vivencia de ser incondicionalmente acogida y aceptada la persona sin discriminación, y amada ya desde antes de nacer por quien la llama a la existencia con amor. De ahí surge el fundamento, tanto del trato igual para todas las personas, como de la reconciliación y el perdón. Si con la ética aristotélica llegamos hasta la amistad y la justicia, las éticas en perspectiva religiosa nos invitan a un paso más: la aceptación de la persona extranjera, diferente, marginada o enemiga, así como de la persona con cualquier clase de dependencia o fragilidad. Consiguientemente, a tomar especialmente en serio la responsabilidad de respetar la dignidad de la persona enferma en situación terminal.

 

La dignidad amenazada en situaciones terminales

La expectativa de vida y las posibilidades de mantenerla con soportes artificiales han aumentado. Cada vez podemos prolongarla más. Pero el avance biotecnológico es bifronte... Tan cierto es que nunca habíamos tenido tantos recursos para proteger y prolongar la vida, como que esos mismos medios de que disponemos se convierten en espada de doble filo: la vida está, a la vez favorecida y amenazada por las tecnologías que la manejan. Mantenemos, sin dejarles morir, a quienes en otro tiempo habrían fallecido mucho antes. Pero también es cierto que ha aumentado la conciencia de la autonomía: la persona paciente; al acercarse al final de la vida, siente amenazada su dignidad y su autonomía, no tanto por la muerte cuanto por el modo tecnologizado de morir. Hoy es más urgente que en otros tiempos plantearse cómo vivir el proceso de morir, sobre todo al acercarse las situaciones terminales. Estamos cobrando mayor conciencia de la necesidad de humanizar el proceso de morir. Es frecuente el ocultamiento de la muerte en la actualidad, haciendo un tabú de ella, así como prolongando innecesaria, inútil e insensatamente el final de la vida y la agonía mediante exagerados recursos tecnológicos y biomédicos. Tan injusta es esa prolongación indebida como la aceleración del final contra la voluntad, autonomía y dignidad de la persona paciente.

Por otra parte, en las circunstancias actuales es cada vez más difícil asumir la propia muerte y acompañar a quienes se acercan a ese final. En el libro publicado recientemente por los religiosos de San Juan de Dios5 se dice emblemáticamente: “No hay enfermos in-cuidables, aunque haya enfermos in-curables”. Ha aparecido este libro en un momento delicado: hace falta aclarar malentendidos sobre dolor, sufrimiento y muerte, tanto en la sociedad como en el seno de las iglesias. Hay que informar, acompañar y humanizar (las tres partes en que está dividido el texto); cuidar la calidad del vivir, pero también del morir; evitar la obstinación terapéutica; implementar los cuidados paliativos; afrontar sin miedo dilemas éticos de situaciones irreversibles y tomar en serio el alivio apropiado del dolor y sufrimiento. Pero se tropieza con una dificultad: la situación anómala de la sociedad y de la iglesia en nuestro país; las intromisiones, tanto políticas como religiosas (en realidad, pseudopolíticas y pseudorreligiosas), que impiden el debate sereno de las cuestiones éticas. Como consecuencia se producen efectos indeseables como, por ejemplo, enfrentar a la sanidad y la ética entre sí, o a ambas con los medios de comunicación. Eso no favorece ni a la sanidad, ni a la ética, ni a los medios. En vez de enfrentar a la sanidad y la ética, o a ambas contra los medios de comunicación, sería deseable la colaboración de los profesionales de estos tres campos para evitar confusiones en la opinión pública, contrarrestar la desinformación científica y deshacer malentendidos éticos.

Dos ejemplos, de eco aún reciente dan qué pensar: 1. El daño infringido a la sanidad pública por la politización de denuncias anónimas y la criminalización injusta de profesionales que implementaban debidamente el alivio del dolor, incluida la sedación médicamente indicada, consentida y protocolizada. Me refiero al caso de las denuncias anónimas contra el Hospital Severo Ochoa, a propósito de las sedaciones en situación terminal. 2. La confusión suscitada por instancias religiosas que confundían el derecho a la limitación del esfuerzo terapéutico con la supresión irresponsable de la vida. Me refiero al caso del rechazo de Inmaculada Echevarría al recurso a la respiración asistida.

Tales confusiones alientan la desconfianza entre pacientes y profesionales, y desalientan a los profesionales sanitarios, a la vez que desorientan y angustian a los familiares. O lo que es aún peor, fomentan una medicina a la defensiva. Ante el temor a la judicialización exagerada de los casos, se cae en dos extremos: pasarse de prolongar tecnológicamente situaciones irreversibles y no atreverse a paliar como es debido dolores y sufrimientos.

Para contrarrestarlo, la citada obra propugna una bioética más humana y más cristiana, que nos ayude a aprender cómo vivir el proceso de morir. A veces se expresa esto con el término de “muerte digna”, que ha sido cuestionado por su ambigüedad y por el uso de dicho adjetivo para calificar la muerte. Sería preferible la expresión de “morir dignamente”: recorrer dignamente el último tramo del vivir hasta morir. “Morir dignamente” es una expresión mejor que “muerte digna”, porque la dignidad se refiere a la persona. “Morir dignamente” sería recorrer con autonomía y dignidad el proceso de morir. Se pone así el acento en cómo vivir el proceso de morir, con la rase acuñada por Mc Cormick: how to live while dying…

 

Asumir y acompañar dignamente el proceso de morir

Estas reflexiones están pensadas desde la dedicación a la Bioética que es, como indica la etimología, ética del vivir, pero también del morir. Parecerá contradictorio conjugar en un mismo sintagma bios y thánatos. Al insistir en formular esta temática en términos de «morir»», en vez de «muerte», se acentúa la importancia del proceso que deseamos acompañar humanamente, antes y después de su momento crítico. Hay que insistir más en el morir como proceso que en la muerte como momento. Hay que insistir, sobre todo, en cómo vivir de cara a la muerte, mientras se muere o se acompaña a quienes van a morir. En todo caso, con anterioridad a las cuestiones controvertidas (en las que no es siempre posible dar una respuesta única, ni es fácil trazar líneas delimitadores cien por cien de lo que se debe o no se debe hacer, ni se puede evitar la imprecisión entre dejar morir o probar la muerte...) hay que tener presente la importancia de la reflexión antropológica sobre el morir humano.

Es importante la distinción entre el sustantivo muerte y el verbo morir. Se refiere el primero al momento (difícilmente identificable de modo puntual en la mayoría de los casos) y el segundo remite al proceso. Pero, además, hay que distinguir dos procesos paralelos, el biológico y el humano. Según esto convendría distinguir los aspectos siguientes: 1. Proceso biológico del morir; 2. Proceso humano del morir; 3. Momento de la muerte (aspecto clínico del diagnóstico y aspecto legal de su certificación); 4. Proceso biológico del corromperse el cadáver; 5. Proceso humano del duelo.

Es importante tener en cuenta ambos procesos, el biológico y el humano (social, cultural), así como la repercusión de ambos en el entorno familiar y social. Es igualmente importante el modo de situarse cada persona ante la muerte propia y de otros: la familiar y la ajena. También hay que tener en cuenta cómo se sitúa cada persona ante las posibilidades y recursos actuales de la medicina y de las tecnologías asociadas a su ejercicio. Son todas éstas cuestiones antropológicas que condicionarán el enfoque con que se traten las perplejidades éticas.

Decisiones en la encrucijada

Las cuestiones éticas en torno al fin de la vida humana se centran en tres puntos: el rechazo de los recursos médicos exagerados o desproporcionados; el rechazo del extremo contrario, es decir, de la aceleración irresponsable de la muerte; y el fomento de los cuidados paliativos como término medio entre ambos extremos. Finalmente, queda la cuestión de cómo abordar, supuesto lo anterior, las situaciones excepcionales en que una persona desea de modo consciente y libre dar el paso de provocar el final de su vida.

En los manuales de ética que tratan de aclarar las confusiones existentes en torno a la eutanasia es corriente encontrar las precisiones siguientes. Se suele reservar el término eutanasia para aquellas acciones que por sí mismas o en la intención del agente son causa de la muerte con la finalidad de suprimir el dolor. Se ha llamado distanasia al extremo opuesto: usar al máximo los recursos terapéuticos de que disponemos, aun cuando ya no tenga sentido el hacerlo así para el bien del paciente, al que no proporcionan beneficio o para el que son una carga, sin esperanza razonable de recuperación; se está así prolongando el proceso de morir, más que prolongando la vida. Al término medio entre estos dos extremos se le ha llamado ortotanasia. También se le ha llamado, con terminología que se presta a confusión, eutanasia pasiva (suprimir el uso de recursos exagerados en el caso de situaciones irreversiblemente encaminadas al final de la vida) o eutanasia indirecta (utilización adecuada y responsable de la medicación que alivia el dolor, aunque conlleve una aceleración del proceso de morir).

Reconociendo las ventajas y el papel que cumplieron en su día estas distinciones, actualmente hay que dar un paso más radical en estos planteamientos. En vez de elaborar una serie de distinciones y trazar líneas divisorias entre lo que es y lo que no es eutanasia, y en vez de quedar atascados en el atolladero de preguntar si se admite o no se admite la eutanasia, tras haber precisado el sentido en que se la entiende, habría que plantear llanamente una cuestión fundamental. Sea cual sea la decisión última que se tome ante una situación terminal, médica y éticamente compleja y conflictiva, hay que plantear la pregunta clave: ¿Se respeta en esta decisión la autonomía y dignidad de la persona paciente, teniendo en cuenta también las repercusiones en otras personas? ¿Es ese respeto la motivación básica que apoya la decisión última, cualquiera que sea ésta?

Este es el criterio y la idea central del presente ensayo, que se puede aclarar con el ejemplo siguiente. Imaginemos dos situaciones terminales semejantes, “A” y “B”, ante las que se han adoptado dos decisiones diferentes. En la situación “A” se ha adoptado una decisión de limitación de esfuerzo terapéutico. En la situación “B” se ha adoptado una decisión de eutanasia. Si la motivación básica que ha fundamentado ambas decisiones respeta la dignidad y autonomía de la persona paciente, ambas son éticamente asumibles. De lo contrario, no lo son. Este enfoque es radicalmente distinto del que se limitase a decir un sí a la primera y un no a la segunda; por ejemplo, quienes dijesen que no a la primera por miedo a que se confunda con la eutanasia, o quienes se precipitasen a decir que sí a la segunda por estar a ultranza a favor de la eutanasia, pero en condiciones que no respetasen la autonomía y dignidad de la persona paciente.

Hay que evitar los enfoques simplistas, exclusivamente disyuntivos y dilemáticos. Sería el caso, por ejemplo, de reducirse a preguntar si se debe “tratar o no tratar” o considerar algo a priori como “ordinario o extraordinario” en cualquier caso y sin excepciones. Hay que evitar los enfoques disyuntivos como, por ejemplo, oponer los paliativos a la eutanasia. Más bien habrá que preguntarse si los recursos que vamos a usar son para prolongar la vida o su calidad durante el proceso de morir, o son meramente formas de prolongar la agonía. Se puede considerar exagerado todo medio que, sin proporcionar una razonable esperanza de recuperación, constituye de algún modo una carga para la persona del paciente. Plantea especiales problemas el recurso a cuidados intensivos que en algunos casos ayudan a salvar vidas, pero en otros casos sólo sirven para deshumanizar la muerte. Hay que plantearse cuál es el uso justo y adecuado de los recursos médicos para no caer en lo que se ha llamado el «obstinación terapéutica». Es razonable renunciar a tratamientos que proporcionarían más inconvenientes que beneficios a la persona enferma. También es razonable interrumpir los tratamientos comenzados si los resultados son decepcionantes. El respeto debido a la vida humana no nos pide ir más lejos. Más bien, la preocupación por el enfermo terminal nos debería llevar a buscar otras alternativas de alivio del dolor y de asistencia y cuidado humanos y humanizadores.

Un paciente canceroso con dolor extremo y con todos sus sistemas deteriorados tolera los fármacos que, cada vez en dosis mayores, le hacen menos efecto. No tiene cura y se acerca lentamente a la muerte. El corazón es fuerte y la agonía durará semanas. El médico, para cortar el dolor, interrumpe la nutrición intravenosa. Muere un día después. Este caso lo aprobaban muchos moralistas tradicionales ya en los años cincuenta.

¿Se puede interrumpir el uso del oxígeno en ciertas circunstancias, cuando se sabe que se seguirá inevitablemente la muerte? Un moralista de línea conservadora, McFadden, no tenía reparo en afirmar en 1967: “Si consideramos el recurso al oxígeno como un medio permanente para sobrevivir, estoy seguro de que lo clasificaríamos entre los medios extraordinarios, no obligatorios moralmente”.

Otro ejemplo de un caso en el que sería mejor dejar a la naturaleza seguir su curso. Un diabético ha estado usando insulina durante años. Se le produce un cáncer doloroso e inoperable. Si continúa con la insulina, vivirá una lenta agonía de meses. Si la deja, entrará en coma y morirá sin dolor. ¿Sería la diabetes un amigo a agradecer? Los moralistas tradicionales de los años 50 decían que sí, con dudas. Unos decían que la insulina no es nada extraordinario. G. Kelly no estaba tan seguro. Para él, el uso de medios llamados ordinarios era obligatorio si había una razonable esperanza de recuperación. No se puede, decía, prescindir del hecho de que tiene cáncer al plantearse el uso de la insulina. Pero, ¿y si en un caso semejante no tiene diabetes sino pulmonía? ¿Hay diferencia entre no tratar cáncer o pulmonía y el darle sobredosis de calmante que acelere su muerte? No es fácil el problema. Aunque sean casos distintos tienen algo en común: muere alguien que estaría vivo, si la decisión hubiera sido otra. Sigue siendo una decisión que hay que plantearse.

Pero por debajo del debate de palabras, habría que prestar atención a la diferencia radical de actitudes culturales ante la muerte y la persona que muere: son completamente diferentes cuando se actúa respetando la dignidad de la persona y cuando se acelera irresponsablemente el proceso. Más que un debate polarizado en discutir si un determinado medio es ordinario o extraordinario, habría que centrarse en los polos responsable-irresponsable.

Se presentarán, sin duda, situaciones indefinibles, como cuando se debatió en Estados Unidos sobre el estado vegetativo permanente con ocasión del caso Cruzan. El Tribunal Supremo reconoció en junio de 1990 a todo paciente, tanto si está en estado de coma –y otros le sustituyen en la decisión– como si está consciente, el derecho al rechazo de un tratamiento médico no deseado. De acuerdo con este parecer y tras escuchar a tres testigos, en diciembre del mismo año un juez local permitió el cese de alimentación de Nancy Cruzan que falleció diez días después. Nancy Cruzan, de 32 años, había quedado, tras un accidente automovilístico, en estado vegetativo en 1983. Sus padres habían solicitado el cese de la intubación para hidratación y nutrición. Los tribunales la habían negado. «Al principio, decía el padre, lamentábamos que la ambulancia no hubiera llegado a tiempo. Ahora sentimos que no haya llegado más tarde». Se discutió mucho. Unos temían que se sentara el precedente para una eutanasia irresponsable. Otros, en cambio, no veían sentido a una mera prolongación de funciones fisiológicas en personas con un cese irreversible y permanente de funciones del córtex cerebral. Decían los padres de Nancy que, si ella fuera competente para decidir por sí misma, no querría verse así. Un tribunal lo concedió, pero luego el Supremo de Missouri lo negó. Fue el asunto al Supremo de Estados Unidos que, por cinco contra cuatro, afirmó que pueden intervenir las autoridades legales para impedir que se cese en el mantenimiento de un paciente si no consta con pruebas claras que éste preferiría morir. La sentencia del tribunal fue criticada tanto por los que temían que se abriese una puerta a la eutanasia por demanda voluntaria como por los que reclamaban para los incompetentes los mismos derechos que para aquellos que son capaces de decidir por sí mismos. El tribunal había dado como razón el interés del Estado en proteger la vida. Aducía que no todos los incompetentes querrían que sus parientes decidieran por ellos y optaba, en la duda, por protegerlos a todos. Además, pretendía prevenir posibles abusos por parte de aquellos parientes que no actuasen para proteger al paciente.

El conocido bioeticista norteamericano McCormick, a la vez que era partidario del cese de ese mantenimiento artificial, criticó las razones aducidas por el tribunal y por muchos partidarios de los padres de Nancy. McCormick insistía en que no se trata de oponer la privacidad al Estado, sino de plantear el problema desde el punto de vista de qué es lo que redunda en mejor interés y bien del paciente. A la hora de confrontar esta problemática no se pueden eludir decisiones apoyadas en criterios acerca de la calidad de vida, para lo que nos ayudaría el recordar la doctrina tradicional entre los moralistas acerca de la no obligatoriedad de recursos extraordinarios. Pero debemos tener presente que esta terminología –«extraordinario»– se presta a confusión. Originalmente se usó para referirse a algo muy ordinario en el sentido corriente de la palabra, pero no obligatorio desde el punto de vista ético.

Sobre este punto es interesante recordar lo que uno de nuestros clásicos españoles de la moral, F. de Vitoria, decía en el siglo XVI. Consideraba Vitoria, en sus Relectiones, que si una persona está tan enferma y deprimida que el comer puede llegar a convertirse para ella en una pesada carga no hace nada malo por no comer. Tampoco hay obligación, decía, de comer manjares óptimos, aunque sean los más sanos, ni se está obligado a vivir en el clima más sano o a tomar la comida más nutritiva. No se está obligado a usar una determinada medicina para prolongar la vida, aun cuando fuese probable el peligro de muerte como, por ejemplo, tomar un fármaco durante algunos años para evitar fiebres. Para Vitoria la noción de pesada carga incluía más que el mero malestar físico. Sobre los fármacos decía: «Como raras veces es seguro el efecto curativo no se está obligado a usarlos aunque se esté muy enfermo.» Daba también razones para abstenerse de alimentación que ayudaría a la salud o para no mudarse de residencia en pro de la salud: la elección de un bien (estabilidad familiar, deseo de un determinado modo de vida, etc.) que convierte en oneroso al otro bien (comer o mudarse de lugar) lo justifica. Vitoria pensaba que un enfermo no está obligado moralmente a suprimir el vaso de vino en su comida, aun sabiendo que le podría acortar la vida. Pero tampoco veía obligación de lo contrario. Se nota en su enfoque una relativización del valor de la mera vida biológica y su prolongación. «Nec enim Deus voluit nos tam sollicitos esse de longa vita». Para Vitoria el que un recurso médico fuese considerado extraordinario, exagerado o desproporcionado no dependía de que fuese muy costoso económicamente o muy complicado técnicamente, sino del grado de carga que suponía para la persona, por contraste con el beneficio que posiblemente podría reportarle.

A la luz de estos criterios, tan tradicionales en la moral teológica, se podrían y deberían enfocar los temas de la futilidad, la limitación del esfuerzo terapéutico, la nutrición e hidratación artificiales, la sedación terminal, etc., con mucha mayor flexibilidad de lo que se hace a menudo por parte de instancias eclesiásticas

(Estando ya en prensa estas páginas, llegó la noticia de un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, del que habrá que disentir desde la ética y desde la teología y que obliga a añadir este paréntesis. Con fecha de 1 de agosto de 2007, se hizo pública posteriormente en septiembre la respuesta de dicha Congregación, firmada por el Cardenal Levada, a dos preguntas de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos sobre la nutrición e hidratación artificial de pacientes en estado vegetativo permanente. El documento considera la nutrición e hidratación artificiales como medios “ordinarios, proporcionados y obligatorios”. Es una afirmación que contradice todas la tradición de moral teológica que acabamos de citar, ejemplificada en Vitoria. El texto aparece en la página de internet del vaticano en el apartado de “documentos doctrinales” de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Pero las cuestiones de bioética no son cuestiones doctrinales y, por tanto, no son de la competencia de dicho dicasterio. Da como razón para no hacer excepciones a la administración de nutrición y alimentación la finalidad de estos medios: la preservación de la vida, a la que dice tiene derecho la persona paciente por su fundamental dignidad humana. Es cierto y estaremos de acuerdo en afirmar y defender la dignidad de esa persona. Pero de ahí no se sigue que esa protección se identifique con la preservación de la vida biológica a toda costa en todos los casos. Si se suspende responsablemente la nutrición e hidratación no es porque se ignore o minusvalore la dignidad de esa persona, sino precisamente porque se la respeta y se ha llegado a la conclusión de que esa suspensión es la mejor forma de respetarla. Pero, sobre todo, este documento vaticano representa la postura opuesta a la que veíamos antes al afirmar que son posibles dos respuestas opuestas, pero igualmente responsables éticamente ante una misma situación. La manera autoritaria, dogmática y sin lugar para excepciones del documento vaticano tendrá que ser cuestionada desde el disentimiento respetuoso pero honradamente crítico de quienes se dediquen a la bioética con perspectivas teológicas).

Supuesto que fomentamos el acceso equitativo a los cuidados paliativos e implementamos su puesta en práctica, aún habrá situaciones en que sea necesario para aliviar el dolor, en situaciones de síntomas refractarios al tratamiento, recurrir a la sedación. Deberá hacerse con el debido consentimiento, con respeto a la voluntad y autonomía de la persona paciente, por razón de su dignidad y no por conveniencias de quienes están a su alrededor. Deberá hacerse, por supuesto, de modo debidamente protocolizado, con los debidos controles para evitar abusos.

 

Recomendación de las instrucciones previas (testamento bioético)

Cuando en 1978 me hice cargo del Departamento de Bioética en el Instituto de Ciencias de la Vida, de la Universidad Sophia (en Tokyo), uno de los primeros debates en que tuve que participar tenía como tema el entonces llamado “testamento vital”, por la traducción literal de la expresión inglesa living will. He de reconocer que en aquella fecha no percibía la necesidad de las que hoy llamamos más exactamente instrucciones previas o anticipadas acerca de la clase de tratamiento que deseamos recibir al acercarse el final de la propia vida. Sin embargo, unos años después, en mi primera publicación de bioética en japonés, me declaraba partidario de dichas instrucciones anticipadas y justificaba su necesidad. ¿Por qué? Es que estaba percibiendo, en contacto con el mundo sanitario de aquel país dos hechos que me preocupaban: el primero, la tendencia a la prolongación exagerada de la agonía mediante medios tecnológicos de soporte vital y recursos médicos desproporcionados; el segundo, el recelo del personal sanitario ante el uso de recursos paliativos, por miedo a ser acusados de acelerar la muerte.

En mi opinión, el peligro, en primer lugar, de que se usen recursos médicos exagerados para prolongar innecesariamente la vida; y el peligro, en segundo lugar, de que no se apliquen los recursos oportunos para aliviar el dolor, incluida la sedación oportuna, me parece mucho mayor que el peligro de que se acelere irresponsablemente la muerte contra la voluntad y la dignidad de los pacientes.

Por eso soy partidario de hacer tres recomendaciones: la primera, que redactemos por escrito las propias instrucciones anticipadas sobre el final de la propia vida. La segunda, que fomentemos el diálogo cívico sobre estos temas, tanto para favorecer las decisiones políticas que garanticen el acceso equitativo de los ciudadanos a la asistencia sanitaria y paliativa, como para preparar el consenso que facilite las reformas, correcciones o mejoras que se requieran a nivel de legislación y normativas. La tercera, que sin esperar a que se presenten las situaciones terminales angustiosas, hablemos con toda naturalidad de estos temas en familia, en la vida cotidiana, en la escuela o en los medios de comunicación, para educarnos mutuamente.

Si se me permite aducir una experiencia personal, diré que en dos ocasiones he tenido que tomar, en sustitución de personas muy cercanas y queridas, la decisión del rechazo de recursos médicos exagerados. En ambas ocasiones me fue fácil tomar esa decisión, porque, aunque no había documento escrito, hacía años que habíamos comentado en la intimidad familiar cómo desearíamos vivir los últimos momentos. La palabra de una de estas personas había sido: “cuando la muerte llegue, déjala llegar y déjate llevar”. Francamente, eso es lo que muchos desearíamos. Pero, ante el temor de que las circunstancias institucionales o la pusilanimidad de quienes sean en esos momentos mis cuidadores fomenten la exageración pseudo-terapéutica, he dejado escrito en mi testamento que rechazo todos los medios desproporcionados y que pido se me aplique cuanto sea necesario para paliar dolores y sufrimientos, aunque eso conlleve la aceleración del proceso de morir. Creo que es muy importante que conversemos con toda naturalidad de estos temas mientras estamos sanos. En esas conversaciones en familia, entre amistades, en la escuela, el trabajo, en la vida cotidiana, nos ayudaríamos así mutuamente a estar preparados para asumir la muerte cuando llegue y para acompañarnos mutuamente en ese recorrido final de la vida.

Otro punto importante es tomar en serio el alivio del dolor, desde el alivio habitual del dolor con los analgésicos corrientes hasta los cuidados paliativos más especializados o los que se requieren en situaciones terminales. Conviene saber que hoy día es posible aliviar gran parte de los dolores si usan los recursos apropiados. Hay que conseguir, claro está, que el acceso a ellos sea equitativo para todas las personas, conjugar el respeto a la dignidad y autonomía personal con el criterio de justicia. La bioética, que desde los años setenta ha conseguido que el criterio de autonomía sustituya al antiguo paternalismo médico, tiene ante sí la responsabilidad de evitar que el énfasis en la autonomía se desenfoque desde el individualismo neoliberal y la tarea de fomentar la globalización de la justicia en la protección de la vida.

 

Ante el tema de la eutanasia: ni panacea, ni tabú

He dejado para el final la alusión a los malentendidos sobre eutanasia. Era importante evitar los enfoques disyuntivos: no ver los cuidados paliativos y la eutanasia como si fueran dos opciones simétrica y disyuntivamente opuestas para elegir entre una u otra.

Eutanasia significa buena muerte (del griego: eu, bueno; thanatos, muerte). Pero “buen morir” es una expresión más amplia. Es más importante el verbo: el proceso de morir, que el sustantivo: el “momento de la muerte”. Al hablar de “morir dignamente”, nos planteamos cómo recorrer con autonomía y dignidad el proceso de morir en sus diversas fases: etapa curativa; moderación terapéutica; analgesia apropiada; cuidados paliativos terminales y últimos recursos. Pero abundan las confusiones sobre este tema. Por eso conviene insistir en las aclaraciones, aun a riesgo de ser repetitivo. Pongamos, como decía Confucio, “a cada cosa, su nombre, rectificando los nombres”. Pondré a continuación nueve ejemplos para aclarar:

1.Madeleine Z. adelanta libremente su muerte, ingiriendo en presencia de acompañantes el producto letal preparado por ella. Eso tiene un nombre: opción deliberada de suprimir la propia vida.

2.Ramón Sampedro no podía hacerlo por sí mismo y requirió ayuda. Eso tiene un nombre: opción deliberada por suprimir la propia vida, asistida amistosamente.

3.En un caso semejante, de acuerdo con la ley del estado de Oregón, alguien recibe de su médico el producto letal y se quita la vida. Eso tiene un nombre: opción deliberada por suprimir la propia vida, asistida médicamente.

4.Alguien, por protesta de conciencia, hace huelga de hambre o quema su cuerpo, como los monjes vietnamitas anti-guerra. Eso tiene un nombre: opción deliberada por suprimir la propia vida como acción de protesta testimonial.

5.Inmaculada Echevarría solicita le retiren el soporte vital artificial. Tiene derecho a hacerlo. Eso tiene un nombre: rechazo de recursos desproporcionados, limitación, regulación o moderación del esfuerzo terapéutico. (Llamarlo “eutanasia pasiva” origina malentendidos e incita a confundir esta situación con el homicidio por omisión).

6.Alguien necesita mayor dosis de calmante para aliviar su dolor, aunque conlleve acelerar el proceso de morir. Eso tiene un nombre: analgesia apropiada. (Llamarlo eutanasia indirecta origina malentendidos).

7.Alguien, en situación terminal con síntomas refractarios, necesita una analgesia que suprima irreversiblemente su conciencia, y este tratamiento se hace con el debido consentimiento y según el protocolo establecido. Eso tiene un nombre: sedación en agonía, médicamente indicada y responsablemente consentida.

8.Hitler mata en la cámara de gas a millares de judíos. Eso tiene un nombre: genocidio racista.

9.Alguien abandona el cuidado de personas ancianas o les pone una inyección letal, pensando que las alivia adelantando su morir. Eso tiene un nombre: homicidio por compasión. Llamar a esto eutanasia involuntaria, además de ser un contrasentido irónico, solo sirve para aumentar confusiones.

En ninguno de los nueve casos anteriores es exacto el nombre de eutanasia.

Se entiende por eutanasia: a) adelantar intencionadamente la muerte, b) de alguien en enfermedad incurable, c) con sufrimientos insoportables, d) que lo solicita libre y reiteradamente, e) realizado con garantías médico-legales, f) en donde la legislación lo permita (como, por ejemplo, en Holanda).

Está abierto el debate sobre su despenalización. Despenalizar no significa recomendar, normalizar, aprobar o “estar a favor de”... Simplemente, no se penalizan en situaciones excepcionales unos comportamientos cuya generalización no es, sin más, deseable. Antes del debate parlamentario, convendría tratar este tema en debates cívicos con serenidad, claridad y apertura. No debería plantearse como si los cuidados paliativos y la eutanasia fuesen dos alternativas opuestas. Hay que garantizar el acceso equitativo a los cuidados paliativos. Pero no se pueden descartar situaciones excepcionales de solicitud de eutanasia. Se necesitarán cautelas para evitar abusos. Habrá que cerciorarse de la libertad de la solicitud y del cumplimiento de los protocolos.

Pero hay un miedo a la analgesia y a la limitación del esfuerzo terapéutico, que provienen, a veces, de malentendidos en torno a la eutanasia, como en los eslogans demagógicos que, por razones políticamente electoralistas o de involucionismo religioso, se empeñan en identificar desconectar con matar o sedación con eutanasia.

En un titular de prensa se leía, con motivo del caso de Inmaculada Echevarría: “un hospital católico desafía a la Iglesia”. Preferiría ponerlo del revés y decir: “Algunas instancias eclesiásticas desafían la tradición moral católica, a la que se atiene el hospital”. Reconozco que la frase tan larga no vale para titular. El punto está en no identificar a la Iglesia con algunas instancias dentro de ella. Cuando un cardenal compara el caso con una eutanasia que atente contra la dignidad de la persona; cuando otro cardenal lo compara con la pena de muerte; y cuando un portavoz episcopal confunde el rechazo de medios desproporcionados con el “matar por omisión”, les convendría repasar la tradición de teología moral católica olvidada. Lo que mata es la enfermedad, no la retirada del soporte que prolonga artificialmente la agonía. Como escribía Juan Pablo II, “la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto” (Encíclica Evangelium vitae, n. 47).

El ideal sería que en diálogo de médico, paciente y acompañantes se pudiera decidir dialogando razonable y responsablemente. En definitiva, todo se reduce a los tres puntos mencionados antes: moderación terapéutica, analgésicos apropiados y cuidado humano. Dicho esto, quedan siempre las situaciones excepcionales que se seguirán presentando. Para ellas habrá que plantear, más pronto o más tarde, el tema de la despenalización de la eutanasia. No se pueden descartar situaciones excepcionales de solicitud de eutanasia, que aconsejen la revisión del artículo 143 del código penal. En ese caso, habrá que tener en cuenta algunas condiciones. Independientemente de si se revisa o no la legislación en la línea de una despenalización de la eutanasia, el tema del acceso a los paliativos ha de acometerse como prioridad para asegurar la igualdad de trato. En los casos de solicitudes de eutanasia será indispensable cerciorarse de que la solicitud es consciente, autónoma, tomada libremente, sin que se deba a la inaccesibilidad a los cuidados paliativos. Habrá que protocolizar bien las condiciones de aplicación. Dos ejemplos recientes de referencia para dicho debate son los informes publicados por el Instituto Borja de Bioética, desde perspectiva cristiana, y por el Comité Consultivo de Bioética de Cataluña, desde la ética civil.

Finalmente, como teólogo, añadiría: Me siento llamado (no obligado) por mis creencias a no hacer esa opción, sino dejar el final de mi vida en manos de quien me la dio, pero no tengo derecho a imponer esta opción a otras personas en una sociedad plural y democrática. Más aún, tampoco la impondría a personas de mis mismas creencias que hiciesen en conciencia la opción opuesta. El P. Javier Gafo, en el libro que dedicó a sus conversaciones con Ramón Sampedro (publicado en la editorial Desclée, en 1999, con el título La eutanasia y la ayuda al suicidio. Recuerdos de Ramón Sanpedro) dice: “Seguro que el Dios en quien creo acogería a Ramón como a un hombre bueno, que sufrió mucho y que asumió unas convicciones éticas que para él eran correctas”. Es razonable respetar la opción de quienes, en condiciones de sufrimiento difícil de sobrellevar, desean vivir y reclaman ayuda para ello. Es responsable también respetar la otra opción, la de quienes solicitan que no se prolongue su agonía y piden igualmente la correspondiente ayuda para ello.

 

Pensar la terminalidad con “ética preventiva”

Si hoy se orienta cada vez más la medicina a hacerse preventiva, también en las cuestiones éticas habría que anticiparse: pensar la terminalidad mientras hay salud. No aguardar a que se presenten las situaciones límite. Se ha hablado mucho en las últimas tres décadas, sobre todo en U.S.A., de death education o «educación para aprender a morir, asumir la muerte y acompañar a quien muere. El término aparece hoy en manuales, enciclopedias y artículos de tema bioético. Era importante poner de relieve esa necesidad, en medio de un ambiente que había convertido excesivamente en tabú el tema de la muerte.

El modo de hablar o de callar sobre la muerte, los ritos y las costumbres del duelo o las inscripciones funerarias nos revelan mucho acerca de la imagen, visión o concepción del ser humano, de su vida y de su muerte, que hay arraigada en cada cultura. Tanto en la precipitación por «solucionar» el problema de un final doloroso mediante una muerte anticipada, como en la prolongación indebida de la agonía por medios exagerados, late un fallo común: el miedo a confrontar la muerte, ya sea por parte de la persona paciente, de sus familiares y amistades o del personal sanitario. Este es un problema cultural. El que yo esté más o menos abierto a confrontar la muerte y asumirla, es algo ayudado o impedido y afectado por la conducta de los de mi alrededor y por la totalidad de la cultura en que vivo.

Si la muerte no es un momento sino un proceso, hay en ese proceso dos aspectos: el biológico y el antropológico. El proceso biológico de morir comienza bien pronto. El organismo se va deteriorando. Una enfermedad lo acelera. La enfermedad terminal lo precipita. Después de la muerte sigue la corrupción del cadáver hasta la total putrefacción. El proceso humano del morir también comienza antes y prosigue después del momento de la muerte. Antes de ella es importante el proceso humano del moribundo que ve acercarse su propia muerte y el proceso humano de acompañarle por parte de los que le rodean. Después de la muerte es importante el proceso humano del duelo.

¿Cómo acompañar humanamente a la persona que se aproxima a la muerte? ¿Qué podemos hacer para ayudar a quien muere a que muera con menos soledad? Digo «con menos soledad», en vez de decir «que la persona no muera sola», porque ya sabemos que nadie puede morir la muerte de otra persona. Los que más nos quieren desearían, a veces, morir en nuestro lugar, pero lo que no pueden es morir nuestra propia muerte. También pueden, con su presencia a nuestro lado, aliviar nuestra última soledad; pero, en último término, ninguna persona humana puede hacer desaparecer esa soledad por completo. Si nadie puede morir la muerte de otro, ni sufrir desde dentro su mismo dolor, ni hacer desaparecer por completo su soledad, ¿cómo es posible acompañar en esa soledad al que sufre al acercársele la muerte?, ¿qué significa acompañamiento humano y cómo se puede acompañar humanamente en su soledad al que muere?

La expresión adecuada para esto no parece que sería la de «ayudar a morir» sino, más exactamente, «ayudar durante el proceso de morir». Se trata de ayudar al moribundo a vivir antes de y hasta su muerte, incluso de ayudarle a vivir su muerte. Quizás quienes más se hacen cargo de lo poco que pueden acompañar son quienes mejor acompañan. Quizás quienes se sienten más impotentes para suprimir nuestro dolor son los más capaces de aliviárnoslo. Quizás quienes, con simpatía honda y con imaginación amorosa, reconocen que nadie como quien se nos muere sabe lo que es morirse, son quienes mejor acompañan al moribundo.

Si nadie puede morir nuestra propia muerte, nadie puede impedir que, de algún modo, muramos solos. Pero si alguien comprende esto de manera que, en vez de decir «va a morir esta persona», diga «se me muere» o «se nos muere», será quien podrá ayudar mejor a quien muere a acercarse a ese trance con menos soledad. Si alguien que ha asumido su propia muerte, aun sin saber cuando le llegará, se encuentra sufriendo junto a la cabecera de quien va a morir, y sufre por no poder acompañarle muriendo su muerte, en ese caso la persona que acompaña y la acompañada se convertirán la una para la otra en signo, en una especie de sacramento, de que no estamos solos cuando más solos estamos.

Un fuerte obstáculo para el fomento de estas actitudes y comportamientos es el ocultamiento de la muerte en nuestra cultura. ¿Nos hemos dado cuenta del condicionamiento cultural de nuestras actitudes ante la muerte? En el caso concreto del ambiente cultural en el que vivimos, deberíamos preguntarnos: ¿A qué se expone una cultura que disimula el dolor, el envejecimiento o la muerte? ¿A dónde va una sociedad que hace un tabú de la enfermedad, la muerte y el duelo? ¿De qué sirven los avances en tecnología, organización social y hasta cuidado estético, tanto en clínicas como en tanatorios, si se rehuye el mirar cara a cara a la realidad de la muerte?

Ya desde los años 70 se viene denunciando el ocultamiento de la muerte, en medio de la asepsia hospitalaria. Inevitablemente, se convierte en rutina el trato del moribundo o del cadáver y el morir pierde su dramaticidad. Culturalmente la muerte pasa a segundo plano. Paradójicamente, recientes acontecimientos tristes y dolorosos, como los asesinatos terroristas, han servido para despertar algo culturalmente importante: ese detenerse la vida cotidiana ante lo excepcional y sagrado del morir, expresado simbólicamente en los funerales.

¿Qué nos pasa ante una persona que se da cuenta de que va a morir? ¿No sabemos qué hacer o qué decir? ¿Ganas de escaparse de la situación? ¿Es un miedo que aparece de pronto o que estaba ahí toda la vida y con esta ocasión se despierta? El hecho es que nos perturba, no nos deja juzgar ni decidir. ¿Será que, tanto el personal sanitario como quienes estamos alrededor de la persona moribunda no hemos asumido ni la propia muerte ni la de la otra persona?

Cuando, tras haber hecho lo que se podía, el médico tiene que tirar la toalla, se pregunta a veces: ¿valía la pena llegar hasta donde se ha llegado? Y surge el argumento en contra: «En casos semejantes otros se salvaron gracias a hacer lo que esta vez se ha hecho». Sí, pero... Hay casos, más a menudo de lo que creemos, en que habría que bajar la cabeza ante la muerte, dejarla que llegue y se consume la vida. ¿No habría que concentrarse más en aliviar el dolor que en luchar a brazo partido contra la muerte? ¿No es, en esos casos, una obstinación terapéutica contra la dignidad de la persona en situación terminal el empeñarse en impedir su muerte? Y de nuevo los dos fantasmas, la aceleración y la prolongación irresponsables del final. ¿Cómo hallar, caso por caso, el término medio, sin imponer soluciones únicas y exclusivas para todos los casos?

Por otra parte, ¿nos hemos dado cuenta del condicionamiento cultural de nuestras actitudes ante la muerte? Aquí vendría bien un recorrido histórico: la familiaridad medieval con la muerte, el disimulo de la muerte en la exageración moderna de los funerales, o la medicalización contemporánea, con su consiguiente tabú y ocultamiento aséptico de la muerte. Necesitamos ayudarnos mutuamente a descubrir el sentido de la vida, de la enfermedad y de la muerte, así como a repensar la finalidad de los cuidados médicos y cuál es su uso razonable y responsable. La historia y los estudios de antropología socio-cultural nos muestran la diversidad de formas de duelo según épocas y culturas. Reflexionando sobre ello, vemos cómo se ha pasado del extremismo antiguo de las plañideras al extremismo contemporáneo de los tanatorios. Una reflexión sobre estos cambios en el estilo del duelo podría proyectar luz sobre las discusiones en torno al suicidio, la eutanasia o los tratamientos médicos al enfermo terminal.

Los avances de la biotecnología y la consiguiente medicalización del final de la vida, como también del principio (se nace y muere en la clínica, en vez de en casa) han traído consigo grandes ventajas y también grandes perplejidades. Por una parte, los avances tecnológicos influyen en el cambio de mentalidad acerca del nacer y morir. Por otra, los cambios de mentalidad favorecen el desarrollo de los avances tecnológicos en una línea o en otra. Cuando nos fijamos sólo en los aspectos tecnológicos o en los legales, corremos el peligro de olvidar la importancia de ese acompañamiento del morir que va desde el cuidado (care) del moribundo –más que la mera cura (cure)– hasta el duelo tras su muerte.

A medida que avanza la medicina y aumentan las posibilidades de «prolongar el morir» se agudiza la discusión acerca de cuál es el tratamiento debido y el cuidado adecuado a los pacientes en estado de ir acercándose a la muerte. Esto es algo que tenemos que pensar entre todos y debatirlo creando opinión pública responsable, en vez de dejarlo en manos de gobiernos que podrían decidir su política sanitaria en función del costo social. A lo largo de la segunda mitad del pasado siglo se ha hablado mucho de la calidad de vida. Si a principios del siglo pasado las expectativas de vida media eran de 50 años, ahora pasan de ochenta. Va siendo hora de hablar también de calidad del morir, es decir, de cómo humanizar la muerte.

Habría que dejar margen para que broten preguntas radicales como la siguiente: ¿Es acaso el fin de la medicina solamente el curar la enfermedad e impedir o retrasar la muerte? No. Curar, si puede. Aliviar, al menos, el dolor. Acompañar el morir. Y esto como vocación no solamente del médico, sino de todos. Hay una vocación médica del ser humano: ayudarnos unos a otros. Pero no es vocación ni fin de la medicina el ocultar la vejez, la muerte, la enfermedad o la ética.

Lo malo no es la medicalización en sí, los nuevos saberes y los nuevos cambios, sino la falta de ritmo para asimilarlos. El que las técnicas de reanimación permitan sobrevivir casi vegetativamente por tiempo indefinido plantea qué es la muerte. El que podamos reconstituir elementos de las moléculas de la vida plantea qué es la vida. El que podamos experimentar con consecuencias que afectan a la identidad plantea qué es la persona. Plantea unos dilemas la tendencia a deshumanizar el cuidado sanitario, por una parte, y, por otra, la urgencia que tenemos de humanizar el morir humano.

En las últimas tres décadas se ha agudizado el problema de cómo actuar en las situaciones finales de la vida humana y de quiénes y cómo han de decidir esas actuaciones. Hay que asumir que al solucionar unos problemas hemos creado otros. Curamos lo que antes no se curaba, y prolongamos el deterioro de lo que no podemos curar; vivimos más tiempo, pero también agonizamos más lentamente. Son situaciones problemáticas acarreadas por los mismos avances de la práctica médica. Pero eso lleva a que se planteen problemas que antes no se daban en esas situaciones finales. Hoy dominamos más las infecciones o controlamos más las epidemias. Eso tiene unas repercusiones antropológicas: vemos la muerte más lejana. En vez de decir que el fallecido era un anciano de ochenta años, nos parece que morir a esa edad es prematuro. Los sociólogos advierten que hoy es más frecuente en cualquier familia que transcurran décadas sin haber presenciado un fallecimiento en la propia familia. Por otra parte, han aumentado los finales prolongados penosamente. Y, por contraste, nuestra sociedad tiene, en su imaginario social, menos recursos simbólicos que antes para asumir esas situaciones. Nos encontramos culturalmente más indefensos, tanto ante la muerte prematura como ante la prolongación penosa del agonizar. Antes se rezaba para pedir que nos librasen de una muerte subitanea et imprevisa. Hoy más bien se desea morir sin percatarse de ello para no sufrir. La debilitación de las creencias religiosas puede repercutir también en que disminuya la dosis de esperanza, justamente ahora que aumentan las expectativas de vida larga. Como se ve, todas estas cuestiones conducen a planteamientos antropológicos sobre la limitación humana y a enfoques de espiritualidad sobre asumir y vivir el morir.

Tendríamos que cuestionar el sentido y finalidad de los cuidados médicos y preguntarnos, antes de preguntar si un determinado cuidado es proporcionado o desproporcionado, de modo más radical: ¿Para qué la medicina? ¿Para qué las instituciones sanitarias? ¿Para qué los recursos de la farmacología y tecnología en el campo terapéutico? ¿Sólo para curar? ¿Sólo para prolongar agonías? ¿Sólo para agotar posibilidades? ¿Sólo para usarlos por la mera razón de que los tenemos a mano? ¿Es el fin del cuidado médico sola y exclusivamente curar al enfermo o prolongar sus constantes biológicas? ¿Es el ser humano para el sábado o el sábado para el ser humano?

Una vez que tenemos y usamos cuidados intensivos, reanimación, alimentación intravenosa, respiración asistida, etc., es inevitable plantearse decisiones inusitadas sobre interrumpir o no iniciar un determinado tratamiento. En efecto, todas estas técnicas no están simplemente al servicio de la vida, sino del manejo, manipulación y gestión de la muerte. Aunque la enfermedad tenga su curso, la manipulación médica de ella lo modifica. La persona paciente confronta la doble tarea de asumir ambas trayectorias, más el propio itinerario suyo hacia la muerte. No es fácil integrar estos elementos, ni para el paciente ni para quienes le acompañan. Si a todo esto se añade el marco hospitalario que lo dificulta, aún empeora la situación.

Se nos dicen en algunos casos frases como ésta: «tenemos obligación de agotar todas las posibilidades» Nos preguntamos: ¿De dónde ha salido esa obligación? Posibilidades, ¿de qué y para qué? ¿Es acaso una finalidad de la medicina, en vez de ayudar humanamente al ser humano moribundo, el mero mantener sus constantes biológicas y prolongarle la agonía? ¿No late tras estas frases y otras semejantes una falta de aceptación de la limitación humana y de la muerte y de los límites de la ciencia y la tecnología?

Pero no son éstas preguntas que hagamos contra los médicos, sino preguntas que ellos mismos honradamente se plantean cuando se ven escindidos entre la urgencia de humanizar el morir humano y, por otra parte, la tendencia actual a la deshumanización del cuidado sanitario. Sabemos que son demasiadas las posibilidades tecnológicas en manos del personal sanitario. Y eso es demasiado poder. Hay que velar para que no se convierta en un poder que deshumanice la muerte. Si al poder del médico, convertido en tecnólogo, se añade el poder institucional y burocrático del hospital, aumenta la necesidad de defenderse de ambos poderes para que no arrebaten al moribundo la posibilidad de morir su muerte humanamente, es decir, dignamente.


1. Se puede decir que son estados terminales o cuasi terminales. La pregunta para saber si es terminal no es si la muerte es inminente, sino si hay patología letal. En estos casos no hay obligación de mantener a toda costa los soportes vitales; la muerte es causada por la patología previa. Cuando se ve que la persona paciente no puede beneficiarse de la intervención, se deja a la patología subyacente que siga su curso. No inducimos una patología nueva al retirar esos soportes.

2. J. MASIÁ (ed.), Ser humano, persona y dignidad, UP Comillas, Madrid, 2005, 349.

3. MENCIUS/MENGZI, II A 6.

4. MENCIUS/MENGZI, VII, A 4.

5. Humanizar el proceso de morir. Ética de la asistencia en el morir, Orden Hospitalaria de San Juan de Dios. Comisión Interprovincial, ed. Fundación Juan Ciudad, Madrid, 2007.

 

 

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