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Educación Médica

Print version ISSN 1575-1813

Educ. méd. vol.6 n.3  Jul./Sep. 2003

 

PONENCIA IV. Evaluación del profesorado


Moderador: Josep Carreras Barnés. Barcelona.

Sábado 25 de octubre - 11.30 horas
Aula Pittaluga

Evaluación y mejora de la actividad docente del profesorado universitario

Mario de Miguel Díaz.

Universidad de Oviedo


Introducción

Todos los análisis que se realizan sobre la calidad de la enseñanza universitaria tienden a resaltar el papel que juegan los recursos humanos dado que el prestigio de una institución depende esencialmente de la calidad de su profesorado. Si se asume este supuesto parece lógico que las instituciones universitarias establezcan entre los objetivos prioritarios de sus planificaciones estratégicas potenciar la calidad docente de sus profesores y, en consecuencia, definan las políticas, acciones y estrategias, que permitan alcanzar este objetivo. Esta es, al menos, la recomendación que habitualmente se efectúa desde todos los organismos e informes que abordan el tema de la calidad en la enseñanza superior.

Ahora bien, siempre que se plantea el tema de la calidad inevitablemente se asocia a la evaluación. De hecho, esto es lo que viene sucediendo. De ahí que, independientemente del marco político o la filosofía de la organización, los profesores universitarios siempre hayan estado sometidos a procedimientos de evaluación más o menos formalizados. Lo que ha sucedido es que la mayoría de los procedimientos puestos en práctica por las universidades no han contribuido a potenciar y mejorar la función docente del profesorado tal como cabría esperar. Este dato lógicamente es preocupante ya que cuestiona tanto la adecuación de los procedimientos utilizados como la credibilidad de las estrategias implementadas.

Dada esta situación parece necesario revisar algunos de los planteamientos y supuestos que habitualmente se mantienen sobre este tema y avanzar determinados criterios que consideramos fundamentales a la hora de diseñar el modelo y los procedimientos a utilizar para la evaluación del profesorado.

Abordaremos este análisis efectuando primero algunas consideraciones sobre los modelos y procedimientos implementados para la evaluación del profesorado desde una perspectiva global y, posteriormente, sobre aquellos que se orientan específicamente hacia la mejora de la función docente, dada su pertinencia y oportunidad. Para ello vamos a resaltar de forma sintética las aportaciones o conclusiones más importantes que se derivan tanto de nuestra experiencia personal como de los estudios e investigaciones pertinentes ( Seldin 1995, 1999, Aylett y Gregory 1996, Gillespie, Hilsen y Wadsworth 2002). En otros términos, vamos a recoger de forma esquemática lo que hemos aprendido sobre el tema durante los últimos años.

Consideraciones respecto a los modelos de evaluación

Tomando como referencia una perspectiva global, una aproximación metaevaluativa sobre los sistemas y procedimientos utilizados para la evaluación del profesorado universitario permite formular las siguientes recomendaciones a tener en cuenta a la hora de diseñar un modelo evaluativo:

1. Clarificar los propósitos de la evaluación.

La crítica fundamental que se formula sobre la mayoría de las estrategias evaluativas implementadas es la falta de clarificación de los propósitos que las promueven. La mayoría de las veces las instituciones establecen procesos evaluativos sin tener previamente definidos de forma clara los fines que se pretenden alcanzar y las consecuencias que dichos procesos van a generar para los sujetos y para la institución. Precisamente porque lo importante son las consecuencias, no es lo mismo planificar una evaluación orientada a obtener información para mejorar el trabajo del profesor que para obtener datos fiables que apoyen la toma de decisiones respecto a su selección, promoción o retribución. La precisión de los objetivos a alcanzar y la toma de las decisiones pertinentes constituyen factores claves para lograr que los procedimientos de evaluación del profesorado implementados en las universidades tengan utilidad y credibilidad.

2. Utilizar un modelo comprensivo sobre las funciones y tareas.

Toda evaluación exige un punto de referencia respecto al cual se emite un juicio. En nuestro caso, desde el punto de vista teórico, no existe consenso sobre el concepto de "buen profesor" y, en consecuencia, tampoco existe acuerdo sobre los criterios que debemos utilizar para su evaluación, máxime cuando esta puede tener fines distintos. De ahí la necesidad de utilizar un modelo comprensivo sobre la actividad del profesorado que incluya todas las funciones (docencia, investigación, gestión y servicios), así como las distintas tareas a realizar en cada una de estas funciones, y que pueda ser utilizado como marco de referencia global para establecer un sistema de evaluación. Una vez establecido y consensuado este marco, procede su adaptación y ponderación a cada situación concreta con el fin de lograr mayor ajuste del modelo a los propósitos y las características de cada evaluación específica (Arreola, 2000).

3. Adaptar los modelos a las condiciones personales y profesionales.

Uno de los errores comunes de la mayoría de las estrategias evaluativas utilizadas ha sido la aplicación del mismo modelo y procedimientos para todo el profesorado sin tener en cuenta sus condiciones personales y profesionales. Fácilmente se puede captar que las motivaciones y los ámbitos de trabajo y desarrollo son muy distintos en función de la edad y condiciones sociolaborales del profesorado. Las expectativas y posibilidades de mejora de un profesor ayudante que comienza su ejercicio profesional son muy distintas de las que puede esperar de un sistema de evaluación un profesor con años de experiencia. Por ello, aunque el marco de referencia pueda ser el mismo, tanto los elementos a valorar y su ponderación, como los procedimientos a utilizar para evaluar a unos y otros, no pueden ser los mismos ya que las situaciones y ámbitos de desarrollo cambian según las distintas etapas de la carrera profesional de un profesor.

4. Contextualizar la evaluación a las metas y programas de la institución.

A la hora de establecer una estrategia evaluativa, además de las condiciones personales, tampoco podemos olvidar que el profesor trabaja para una organización que tiene - o debe tener - unas metas específicas y unos programas definidos respecto al trabajo a desarrollar por el personal según su tipología. De ahí que la evaluación, en sentido estricto, pueda ser considerada como un proceso de observación sistemática para determinar el grado en el que el profesor desempeña sus tareas de acuerdo con los fines y necesidades de la institución, lo que implica necesariamente una contextualización de los modelos y procedimientos a utilizar. Otra cosa distinta es que la mayoría de las veces las instituciones no tengan metas y criterios establecidos al respecto.

5. Utilizar múltiples y diversos procedimientos para recoger información.

Todos los sistemas de evaluación exigen poner en marcha procedimientos para recabar información. Hasta el momento, las prácticas evaluativas utilizada en nuestras instituciones han sido muy reduccionistas ya que se han limitado mayoritariamente a la recogida de la opinión de los alumnos sobre la actuación del profesor en el aula mediante cuestionarios. Lógicamente ni todas las tareas del profesor se limitan a su actividad en el aula ni todas las fuentes de información sobre el profesor se pueden reducir a una simple encuesta. Precisamente porque las funciones y tareas a desempeñar son diversas, e igualmente son muchos los implicados en cada una de ellas, no procede utilizar un único procedimiento para recoger información. Al contrario, la calidad de una estrategia evaluativa depende de la variedad y adecuación de las fuentes, agentes, procedimientos e instrumentos utilizados.

6. Orientar los procedimientos hacia la mejora de la práctica educativa.

Nadie cuestiona que la evaluación del profesorado exige poner en práctica procesos con fines sumativos y formativos. Ambas finalidades no sólo no se excluyen sino que se necesitan mútuamente. Ahora bien, en tanto que persiguen propósitos diferentes requieren también estrategias metodológicas distintas. De ahí que no "todo vale" cuando el objetivo del proceso evaluativo sea de carácter formativo dado que es necesario que la estrategia utilizada ofrezca al profesor evidencias que le lleven a percibir cuáles son sus "buenas y malas prácticas". Por ello deberemos seleccionar preferentemente aquellos procedimientos e instrumentos de evaluación que son más idóneos para que el profesor pueda darse cuenta de sus fortalezas y debilidades en cada una de las funciones y tareas que conlleva su actividad profesional - tanto en el ámbito personal como en el institucional - y pueda planificar estrategias de acción en aquellos campos o aspectos hacia los que debe dirigir sus esfuerzos para mejorar.

Aunque todas las conclusiones comentadas anteriormente son importantes, la última ha sido la que ha generado mayor interés y atención para quienes se ocupan del diseño y aplicación de metodologías para la evaluación del profesorado. Actualmente, existe un cierto consenso entre los expertos que la adecuación y utilidad de cualquier procedimiento que se utilice al respecto depende de su potencialidad para generar cambios en la actividad del profesor que incidan claramente en la mejora y que esta mejora sea claramente perceptible por las audiencias implicadas. Así pues, el indicador más directo sobre la idoneidad de un método evaluativo viene determinado por su potencial para generar mejoras inmediatas (See Murray, 1997).

Por ello, aunque se pueden planificar sistemas de evaluación que respondan a otros propósitos, desde un punto de vista estratégico resulta prioritario enfocar todo proceso con fines formativos con el fin de que se pueda percibir la utilidad de esta herramienta para la mejora de la actividad profesional del profesorado. Lógicamente, las tareas y actividades en las que los cambios y las mejoras son más necesarios y pueden, a su vez, ser percibidos de forma inmediata son los relativos a la función docente. De ahí que la finalidad esencial de todo sistema de evaluación deba orientarse preferentemente a ayudar a que el profesor descubra cómo puede mejorar su práctica docente; en definitiva, cómo puede mejorar la calidad de la enseñanza. En la medida que esta finalidad sea percibida será más fácil su utilización con otros fines.

La evaluación como mejora de la práctica docente

Las consideraciones efectuadas anteriormente respecto a los supuestos que deben orientar los modelos y procedimientos para la evaluación del profesorado son igualmente pertinentes pero no suficientes cuando el objetivo es la mejora de la función docente. A la vista de las experiencias realizadas al efecto, la escasa operatividad de los procesos evaluativos para generar cambios radica en la forma de enfocar y organizar el propio proceso de evaluación. Desde una perspectiva técnica no es lo mismo una "evaluación de la mejora", que una "evaluación para la mejora" ó una "evaluación como mejora". Cada uno de estos determinantes no sólo alude a finalidades y enfoques distintos sino que también implica modelos y procedimientos diferentes que deben ser clarificados.

Una evaluación "de" centra su atención primordialmente sobre el objeto a evaluar tratando de estimar en qué medida sus características y condiciones se ajustan a unos objetivos o perfiles previamente definidos que se utilizan como criterio de referencia. Constituye, por tanto, un enfoque centrado sobre los resultados. La evaluación del profesor constituye un proceso de interpretación de evidencias de acuerdo con unos criterios para determinar el grado en el que el docente desempeña su actividad de forma competente. De ahí que el criterio de competencia (teacher/faculty effectiveness) constituya uno de los criterios que con mayor frecuencia ha sido utilizado para evaluar el profesorado y se puede definir como la "eficacia que demuestra en el logro de los objetivos que son propios del trabajo universitario" (Elton, 1996).

El segundo determinante - evaluación "para" - pone un énfasis especial sobre la finalidad del proceso. Lo importante en este caso es enfocar el proceso evaluativo de forma que sea útil para promover mejoras sobre la actividad docente del profesor. En estos casos la evaluación constituye un proceso orientado a que el profesor detecte cuales son sus fortalezas y debilidades relacionadas como docente y, en consecuencia, determine las áreas o aspectos en los que debe mejorar. Lógicamente este tipo de evaluación se centra más en procesos que en resultados y exige necesariamente la participación activa del propio profesor en el proceso evaluativo ya que difícilmente se pueden promover mejoras que previamente no hayan sido asumidas por quienes deben llevarlas a cabo. Se trataría, por tanto, de una evaluación orientada a potenciar el desarrollo profesional del profesor (De Miguel, 1998).

El tercer tipo de enfoque - la evaluación "como" mejora - es el más complejo y menos utilizado. De forma simplificada se podría resumir diciendo que toda evaluación, en la medida que implique una toma de conciencia personal sobre la forma de llevar a cabo de la práctica docente, conlleva implícitamente un proceso de formación y, en consecuencia, de mejora. Para que esto pueda suceder, el sistema y los procedimientos de evaluación a utilizar deben estar planificados y organizados teniendo en cuenta dos condiciones fundamentales. De una parte, deben diseñarse tomando como punto de referencia la propia realidad del profesor - su formación, ámbitos de trabajo, etapa profesional, carga docente, etc.- a fin de lograr el mayor ajuste posible entre el marco evaluativo y los factores que condicionan su práctica docente. De otra, deben planificarse utilizando procedimientos e instrumentos que permitan que sea el propio profesor quien recoge las evidencias, formula los juicios y detecta las áreas de mejora. Estas dos exigencias son básicas para que la evaluación constituya un proceso de autorregulación que le permita al profesor evaluar su trabajo y mejorar sus estrategias docentes. Si una evaluación no contribuye a la formación y autorregulación del profesor como docente es que algo ha fallado en su diseño o aplicación.

Tomando en consideración estas tres alternativas fácilmente se puede entender que, desde la perspectiva de la mejora, el tercer enfoque - la evaluación como herramienta para la autorregulación - constituye un modelo que potencia tanto la autorreflexión del profesorado sobre su práctica docente como el aseguramiento de la calidad de las enseñanzas que imparte. Ambos propósitos constituyen los objetivos esenciales que definen un sistema de evaluación como mejora.

Estrategias orientadas hacia la autorregulación.

Situados en esta perspectiva, parece lógico que sistemas de evaluación deban estar orientados preferentemente a promover la autorreflexión y la autorregulación del profesor sobre la forma de llevar a cabo su función docente. El problema radica en cómo deben planificarse para que las estrategias y los procedimientos utilizados generen este tipo de consecuencias. La experiencia nos dice que no es suficiente tener en cuenta el tipo de consideraciones que se pueden efectuar con carácter general sobre los modelos de evaluación sino que también es necesario atender a otro tipo de principios y supuestos que condicionan la planificación y puesta en marcha de procesos de innovación y cambio relacionados con la práctica acción docente. La "evaluación como mejora de la práctica docente" tiene también sus propias reglas y criterios que deberemos tener presentes a la hora de establecer un procedimiento con esta finalidad.

Tomando como referencia la experiencia acumulada durante los últimos años respecto a este tipo de evaluación podemos apuntar, igualmente, algunas consideraciones o recomendaciones sobre los criterios a tener en cuenta en la planificación de un sistema evaluativo orientado hacia esta finalidad:

1. Evaluación vinculada a la formación.-

No tiene sentido establecer un sistema de evaluación al margen de la formación que ha recibido el profesor para el ejercicio de su función docente. Aunque en un sentido estricto consideramos que cada profesor es responsable de su cualificación profesional no es menos cierto que la teoría y la práctica de la función docente que desempeña está condicionada por sus cualidades y experiencias personales y, sobre todo, por la formación que ha recibido con este fin. Parece lógico, por tanto, que vinculemos formación a los aspectos y tareas susceptibles de mejora detectados a través de la evaluación ya que, de lo contrario, estaremos exigiendo al profesor un nivel de desempeño de ciertas funciones y tareas para las cuales no le hemos facilitado la formación necesaria. Ello exige replantear con urgencia las políticas y programas sobre la formación pedagógica del profesorado universitario a largo de su carrera profesional, tal como hemos hecho constar en otro trabajo reciente (De Miguel, 2003).

2. Planificar las estrategias adaptadas a cada contexto académico.

El trabajo del profesor se lleva a cabo dentro de un contexto académico y social concreto que tiene sus propias necesidades y reglas de juego. No se puede planificar la evaluación y promover la mejora del trabajo docente al margen de los objetivos, actividades y normas académicas de la titulación, centro y departamento donde el profesor presta sus servicios del contexto inmediato. Sólo en la medida que las estrategias evaluativas utilizadas se planifiquen teniendo en cuenta la situación de cada contexto académico especifico percibiremos con mayor claridad la pertinencia y oportunidad de promover mejoras - incremento de la colegialidad, intensificación de la coordinación docente, promover el trabajo en equipo, etc. - que apuntan hacia tareas que debe desempeñar el profesor en tanto que miembro del colectivo de docentes que tienen a su cargo las enseñanzas de una titulación específica y de unos alumnos concretos. No se puede entender el desarrollo profesional del profesorado al margen del progreso académico del alumno y desarrollo de la propia institución (Gillespie, Hilsen y Wadsworth, 2002).

3. Evaluación centrada sobre la metodología de enseñanza.

Lógicamente la evaluación y la mejora docente cobra mayor relevancia y sentido en la medida que se adapta a la forma peculiar que tiene cada profesor de enseñar. De que las estrategias evaluativas sean consideradas más útiles en la medida que le ayuden al profesor a detectar las fortalezas y las debilidades de su propia práctica. Ahora bien, para que esto sea posible, los procedimientos de evaluación deben tomar como marco de referencia los métodos específicos y las estrategias didácticas concretas que el profesor utiliza para enseñar y orientar a sus alumnos. No se puede evaluar de la misma forma a un profesor que utiliza una metodología centrada en lecciones magistrales que a otro cuya docencia se lleva a cabo a través de la realización de proyectos. Solo cuando nos adaptamos a la metodología utilizada por cada profesor podemos esperar que la evaluación tenga efectos directos sobre la mejora (Brown y Atkins, 1993).

4. Utilizar procedimientos de recogida de información personalizados.

Precisamente porque la evaluación debe adaptarse a las características contextuales y personales que inciden sobre la forma de ejercer cada profesor su función docente, el diseño de los procedimientos y los instrumentos para la recogida de información debe tener en cuenta la metodología específica que utiliza el profesor a fin de que se pueda percibir la coherencia que debe existir en toda evaluación entre las evidencias, los juicios y las áreas de mejora. De ahí que, cuando la evaluación se orienta a la mejora de la función docente, adquieran una gran importancia estrategias en las que la recogida de información se lleva a cabo de forma personalizada y, preferentemente, por el propio profesor ya que es él quien puede aportar muchas evidencias sobre la calidad de sus actuaciones. Entre estos procedimientos cabe destacar, de forma especial, el uso del portafolio ó carpeta docente.

5. Estrategias que potencien la autoevaluación.

Cuando nos situamos dentro de una perspectiva formativa, lo verdaderamente importante de una estrategia evaluativa es que ayude al profesor a detectar sus fallos y a percibir hacia qué aspectos debe dirigir sus esfuerzos para mejorar su actividad docente. Ahora bien, este proceso de valoración de las fortalezas y debilidades (las buenas y las malas prácticas), aunque se puede inducir desde el exterior, no cobra pleno sentido mientras no sea una toma de conciencia personal. Por ello, la idoneidad de una estrategia evaluativa depende de su utilidad para que el profesor descubra de forma inmediata qué aspectos de su práctica educativa son valorados positivamente y en qué otros aspectos necesita mejorar. Cuando se asume que la autoevaluación constituye el factor que tiene mayor incidencia sobre la mejora, lógicamente las estrategias evaluativas más idóneas son aquellas que persiguen esta finalidad. De ahí la utilidad de los procedimientos de autoevaluación y, especialmente, de la revisión por colegas (peer review).

Aunque todas las estrategias señaladas pueden contribuir de forma decisiva que potenciar la función de la evaluación como mejora de la práctica docente, con todo, en ocasiones, no basta que el profesor descubra las debilidades de su trabajo. La puesta en marcha de estrategias y acciones de mejora, además de la voluntad e interés del profesor, exige una serie de condiciones y apoyos contextuales que no siempre se dan en las instituciones universitarias. Lamentablemente son pocas las instituciones que tienen una política definida de apoyo la innovación y mejora de la actividad docente. Posiblemente porque hasta la fecha, salvo contadas excepciones, los méritos docentes no han sido utilizados como criterio de promoción. Lógicamente, para que el profesor preste más atención y dedicación a la mejora de su función docente, es preciso que las instituciones consideren este objetivo como uno de los criterios esenciales que determinan su cualificación y promoción. Mientras que esto no sea así la mejora de la función docente siempre estará condicionada al criterio del profesor y los refuerzos que le ofrece el contexto inmediato donde desempeña su tarea.

Accountability vs. Mejora.

Aunque hemos enfocado nuestro análisis sobre la evaluación del profesorado desde la perspectiva de la mejora, no cabe duda que el momento presente estamos en una etapa de accountability. Ciertamente, las instituciones de enseñanza superior siempre han estado sometidas a procedimientos de evaluación pero actualmente hay una mayor presión para que las organizaciones sociales implementen procesos orientados tanto a la rendición de cuentas como al incremento de la calidad de las prestaciones que ofrecen a la sociedad. De alguna forma la transparencia y la información a los ciudadanos, así como el aseguramiento y la garantía de calidad, constituyen criterios fundamentales a considerar en la evaluación de todas las políticas públicas.

Lógicamente esta finalidad también enmarca las actuales propuestas evaluativas sobre el profesorado universitario como un segmento más de la cadena de elementos que configuran el sistema educativo actual ( Pearlman y Tannenbaun, 2003). Así, la reciente Ley de Ordenación Universitaria (LOU) establece de forma preceptiva la acreditación y/o la habilitación como un requisito previo a la contratación y acceso a las diferentes categorías del profesorado, y la valoración externa de los méritos a efectos de asignar los complementos retributivos pertinentes. Se considera que tanto la selección del profesorado como su promoción y mejora salarial deben estar vinculados a procesos de evaluación que justifiquen socialmente las decisiones tomadas. En definitiva, se trata de activar procedimientos que ofrezcan a la sociedad indicadores de "garantía de calidad" (De Miguel, 2001).

El establecimiento de esta normativa ha vuelto a poner de actualidad todos problemas y controversias que habitualmente se formulan en torno a la evaluación del profesorado. De una parte, constituye una orientación teórica y metodológica totalmente distinta al enfoque orientado hacia la mejora que ha dominado durante los últimos años. De otra, su implantación con carácter normativo ha reavivado la polémica en torno a los procesos de acreditación y la utilización de estándares sobre las competencias que debe dominar un titulado universitario que quiera dedicarse a la docencia en la enseñanza superior. La situación se complica aún más cuando el organismo encargado de evaluar estas competencias y extender la oportuna acreditación no ha generado la credibilidad necesaria dentro de la comunidad científica.

De ahí que, a quienes nos ocupamos de estos temas, se nos presente a un reto interesante: la necesidad de planificar un sistema de evaluación comprensivo que teniendo en cuenta los principios y supuestos que hemos comentado anteriormente pueda cubrir ambas finalidades: la rendición de cuentas y la mejora. Es decir, diseñar procedimientos que pueden ser utilizados con ambos propósitos (formativos y sumativos) y que, a su vez, se ajusten a la etapa de desarrollo profesional en la que se encuentra el profesor y las metas específicas del contexto institucional donde presta sus servicios. Consideramos que hacia este objetivo deben dirigirse nuestros esfuerzos en el futuro si realmente queremos que la evaluación constituya una herramienta para la formación y la promoción del profesorado.

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