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Cuadernos de Psicología del Deporte

versión On-line ISSN 1989-5879versión impresa ISSN 1578-8423

CPD vol.19 no.1 Murcia  2019  Epub 17-Ago-2020

 

Editorial

El gimnasio y la academia: para una filosofía del deporte

Enrique E. Corrales1 

1C. A. de la UNED, Madrid

"Ya no mirando más que la medida exacta de los dioses comidos por las oscuridades."

C. E. de Ory

En la antigua Atenas, el término Akadēmía designó tanto la escuela filosófica sita en los jardines de Academo como el gimnasio aledaño, si bien, cronológicamente, la edificación de este fue anterior. Con todo, nos es forzoso pensar que el desarrollo de las actividades ligadas a una y a otro, esto es, el ejercicio y educación de la mente y del cuerpo, en cada caso, hubo de tener un inicio común en la antigua sociedad griega que cifraba en la paideia la garantía de estabilidad y continuidad de la polis. De estas, no había una sola entre las importantes que careciera de gimnasio, y algunas, como Pérgamo, llegaron a tener hasta seis.

Los primeros gimnasios (del griego gymnásion, corradical de gymnós ‘desnudo’, ‘al descubierto’) no contaban con edificaciones, hecho este muy acorde con el carácter sobrio del pueblo dorio. Consistían, fundamentalmente, en una explanada para los saltos y lanzamientos, avenidas flanqueadas de árboles para las carreras pedestres, y superficies cubiertas de arena para la lucha; todo ello, a ser posible, en la cercanía de un río o de un torrente para el baño tras el ejercicio.

Este gimnasio primitivo, por necesidades diversas, hubo de evolucionar hacia el tipo de edificación monumental que hoy nos sugiere el término. Atenas tuvo uno seis estadios al noroeste de la Acrópolis, al que se llegaba desde la puerta Dípila, cruzando el barrio Cerámico, a través de un camino flanqueado de tumbas, las de Trasíbulo y Pericles entre ellas. El lugar había sido adquirido por Hiparco, hijo de Pisístrato, que lo cercó con un muro y edificó este gimnasio. Posteriormente, Cimón pobló el lugar de plátanos de sombra y canalizó hacia sus jardines las aguas del río Cefiso.

Según la tradición, estos terrenos habían pertenecido a Equedemo o Academo, un héroe de la Arcadia que había llegado a Atenas invitado por Teseo y que, posteriormente, había revelado a Cástor y Pólux, los temibles Dioscuros, el lugar en que su huésped mantenía oculta a Helena tras el rapto. El mismo Academo donó al pueblo ateniense aquella propiedad, donde se alzaban altares consagrados a Prometeo y a Palas Atenea. Alrededor del de Palas crecían doce olivos sagrados, de los que uno procedía del primer retoño de aquel que la diosa de los ojos brillantes había plantado en el Ática.

La placidez de este locus amoenus atraía a Platón, que solía congregar bajo sus árboles a sus seguidores para, a través del ejercicio dialéctico, exponer sus doctrinas. Andando el tiempo, el discípulo y amigo de Sócrates adquirió uno de los jardines junto al Gymnásion y en él inauguró, sobre el 387 a. C., una escuela a la que llamó Akadēmía en honor del legendario héroe. Allí mismo erigió un pequeño templo consagrado a las Musas, llamado Mouseȋon, ante el cual hizo grabar la inscripción AΓΕΩΜEΤΡΗΤΟΣ ΜΗΔΕΙΣ ΕIΣIΤΩ (Ageōmétrētos mēdeís eisítō), esto es, «Nadie pase que no sea matemático».

La filosofía ática de raigambre socrática contaba ya con una sede física, pero para poder llegar hasta ella y participar de su saber había que hacerlo a través del templo de las artes, al cual a su vez no se podía acceder sin el conocimiento matemático. Porque fueron la evidencia de este conocimiento innato, del que en su diálogo Menón nos da la primera prueba, y la ley moral, hecha patente con la muerte de Sócrates, los hechos claves que ofrecieron a Platón la certeza de que el saber era posible para el hombre. En esta convicción del gran filósofo hubieron de influir de forma decisiva las doctrinas órfico- pitagóricas de la Magna Grecia, en las que matemática y música constituían una dualidad indisociable.

Para el idealista Platón, para el dualista creador de la teoría de las Ideas y «descubridor» del alma, es el conocimiento de aquellas el verdaderamente valioso, porque solo ellas poseen realidad absoluta. Nuestro cuerpo, por tanto, pertenece al mundo fenoménico, y no es más que una prisión temporal de la que el alma, de origen divino, se liberará tras la muerte. Se podría entonces suponer que el fundador de la Academia olvida, si no desprecia, el cuerpo -sede de los sentidos que desfiguran la verdadera esencia del saber-, y con él su cultivo físico. Pero tal supuesto queda pronto desmontado por la noticia que tenemos sobre su servicio como jinete en el ejército ateniense por los años 395-394.

Por otra parte, con la triple división del alma (la parte racional, noȗs o logistikós; la voluntad, thymós, y el apetito, epithymētikón), el psicosociólogo y político Platón distinguirá en la República las tres clases sociales integrantes de la polis ideal: la de los gobernantes, en los que predomina la razón, la de los guardianes, que destacan por la voluntad o ánimo, y la de los artesanos, en los que prevalece el apetito. De las tres, es la de los guardianes la más importante, porque protege de los enemigos externos y preserva de las agitaciones internas. El verdadero guardián de la República, por tanto, deberá someterse a una doble educación: una relacionada con las Musas, que obra sobre el intelecto, y otra de carácter gimnástico que, más allá del cultivo de la fuerza corporal, actúa sobre la voluntad y la fortalece.

Que el intento platónico de llevar a la práctica en Siracusa su modelo de República terminara en fracaso es algo que no hace al propósito de estas líneas. Lo que de verdad cuenta para nosotros es el hecho de que, en su propuesta de formación racional del ciudadano, el pleno desarrollo del logos necesita el concurso del conocimiento matemático y musical para llegar a consolidar el sentido de la medida y del ritmo. Por su parte, esta euritmia, aplicada al cuerpo, se alcanza con los ejercicios de la danza y de la gimnasia. El cuerpo, así disciplinado, será instrumento y vía del fortalecimiento de la voluntad, la segunda potencia del alma platónica. Esta conjunción de desarrollo intelectual y físico, este admirable logro de concepto, medida y ritmo, que irremediablemente nos fascina en la contemplación del arte griego, es lo que percibimos ante el Doríforo o el Discóbolo, o ante las figuras negras de los atletas panatenaicos sobre el fondo ocre de una crátera ática.

Somos herederos culturales de Roma por el verbum, pero la conformación de nuestro pensamiento racional crítico la debemos a la Hélade. Junto con el fuego robado a los dioses, Prometeo también otorgó a los hombres -y esto con el consentimiento de Atenea-, el logos, hasta entonces patrimonio de los inmortales. Por eso, mientras sigamos siendo racionalmente griegos, el filo de nuestro espíritu crítico logrará abrirse paso por entre todas las oscuridades de la Historia, y la llama de Prometeo seguirá ardiendo luminosa sobre el pebetero olímpico.

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