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Acción Psicológica

On-line version ISSN 2255-1271Print version ISSN 1578-908X

Acción psicol. vol.17 n.1 Madrid Jan./Jun. 2020  Epub July 25, 2022

https://dx.doi.org/10.5944/ap.17.1.27809 

Artículos de temática libre

Las respuestas que obtienes dependen de las preguntas que haces: la investigación en psicoterapia revisitada

The answers you get depend on the questions you ask: psychotherapy research revisited

Luis Botella-García del Cid (orcid: 0000-0003-3794-5967)1 

1Universidad Ramon Llull. Barcelona, España

Resumen

Este trabajo aborda posibles respuestas a algunas de las preguntas que desconciertan en referencia al estatus de la investigación en psicoterapia, particularmente desde una llamada a revisar la inadecuación de una metáfora raíz con fuertes vínculos con el modelo médico. Concretamente se centra en los debates sobre (a) la proliferación de prácticas psicoterapéuticas, (b) la ausencia de eficacia diferencial significativa y (c) los criterios de demarcación entre terapias y pseudoterapias.

Palabras clave: Investigación en psicoterapia; modelo médico; integración en psicoterapia: factores comunes; pseudoterapias

Abstract

This paper addresses possible answers to some of the puzzling questions regarding the status of psychotherapy research, particularly from a call to question the inadequacy of a root metaphor with strong links to the medical model. Specifically, it focuses on the debates on (a) the proliferation of psychotherapeutic practices, (b) the absence of significant differential efficacy and (c) the demarcation criteria between therapies and pseudotherapies.

Keywords: psychotherapy research; medical model; psychotherapy integration; common factors; pseudotherapies

Introducción

Decía George A. Kelly en los años 50 que cuando una pregunta no ha generado respuestas satisfactorias en mucho tiempo bien podría ser que el problema no radique en que estas sean sumamente recónditas y herméticas, sino en que se trata, lisa y llanamente, de una mala pregunta (véase Maher, 1969). En la película Yo Robot, que se inspira libremente en elementos de diferentes novelas y relatos cortos de Isaac Asimov, el pionero y devoto de la robótica Alfred Lanning muere en lo que todo apunta a que es un asesinato cometido… ¡por un robot! El Dr. Lanning deja al detective Spooner, encargado de la investigación, un fascinante rastro de pistas sobre su propia muerte, que sigue la imagen icónica de las migas de pan de Hansel y Gretel: una serie de mensajes que le encaminarán a la solución al enigma, pero que sólo dan respuesta a los interrogantes de Spooner a condición, como le dice el Dr. Lanning a través de su holograma, de que: "tiene que hacer las preguntas correctas".

Y esa, inspector, es la pregunta correcta

La situación de Spooner en la película reviste tintes Popperianos (y Shakespearianos de hecho): no puede estar seguro de que un sí a sus pesquisas le confirme absolutamente sus hipótesis, pero sí puede estarlo de que un no las invalida dejándolas sin respuesta. De ahí la importancia de hacer, precisamente, las preguntas correctas. Sabemos por otros de los filósofos de la ciencia que orbitaron alrededor de la London School of Economics que todo este proceso es mucho más humano y social de lo que el propio Popper propuso, que muchas comunidades científicas (y científicos individuales, por supuesto) no aceptan fácilmente un no como respuesta de “la realidad/los datos/los hechos” o como prefieran referirse a esa instancia interlocutora entre sus anticipaciones y sus experiencias que bien puede ser reticente a las primeras, aunque no hostil: en un sentido científico pleno la realidad no es nunca hostil; the data are always friendly (Moras y Shea, 2010).

Si bien según Popper deberíamos buscar activamente que nuestras hipótesis sean sometidas al “fuego de la crítica” y finalmente falsadas por la evidencia, en demasiados casos esto no es así sino que ante las paradojas y enigmas que genera una mala pregunta es frecuente que una disciplina entre en un programa de investigación regresivo (Lakatos, 1978) en que se van acumulando más y más hipótesis auxiliares, y cada vez más enrevesadas, que tienen como función proteger un núcleo duro de creencias metateóricas que son precisamente las que se intenta no cuestionar, y justo por eso las preguntas han devenido truculentas. El ejemplo clásico documentado por Kuhn (1957), por supuesto, fue el del rompecabezas en que se convirtió la astronomía previa a la revolución copernicana, incapaz de explicar sus observaciones excepto a costa de una acumulación de epiciclos y deferentes justamente por no poder cuestionar, a riesgo de ser considerada herética, que el error estaba en la base: en el geocentrismo.

Llegados a este punto, y antes de volvernos para el resto de este artículo hacia el ámbito de la psicoterapia, clarifiquemos algo. Al usar el término “mala pregunta” parece que carguemos la responsabilidad de nuestros progresos epistemológicos, o más bien de la falta de ellos, a las pobres e inocentes preguntas que, al fin y al cabo, son una construcción muy nuestra. Es un buen ejemplo de ese proceso tan humano (sobre el que volveré más adelante) mediante el cual creamos una entidad separándola de su contexto, usando el lenguaje como “bisturí epistemológico” como lo denominó Keeney (1983), y casi inmediatamente olvidamos que la hemos creado nosotros y le otorgamos vida propia. En sí mismas las preguntas no son ni buenas ni malas, son (como repite insistentemente el Dr. Lanning), correctas o incorrectas. Tomemos el concepto de Kelly de que la finalidad del desarrollo del sistema de constructos es incrementar su capacidad predictiva, normalmente incrementando a la vez su complejidad (aunque nótese que no en el sentido caótico de la astronomía precopernicana sino como combinación de diferenciación e integración; véase Botella y Gallifa, 1995). Tomemos también la metáfora de Wittgenstein (1922) según la cual el razonamiento es como una escalera que permite (en el mejor de los casos) llegar desde un punto de comprensión a otro superior y que, cumplida su función, se puede relegar al desuso. Visto así, una “buena” pregunta es aquella que permite la elaboración del sistema hacia una mayor capacidad explicativa y predictiva, como esa escalera sólida y resistente que nos permite ascender hacia el punto deseado. Una “mala”, por el contrario, es la que conduce a predicciones invariablemente desconfirmadas, que hace que el sistema se estanque o que acumule cada vez más explicaciones enrevesadas y contraintuitivas (la navaja de Occam sería muy necesaria en estos casos). En este sentido, y para abandonar el maniqueísmo, podríamos quizás ubicar las preguntas que nos formulamos en un continuo que va desde máximamente sinérgicas, es decir, generadoras de un orden y una complejidad superior al estado anterior, a máximamente entrópicas, es decir, generadoras de desorden, confusión y dispersión.

En lo que sigue de este trabajo me propongo argumentar que es muy posible que gran parte de la naturaleza más entrópica de algunos de los “enigmas” de la investigación en psicoterapia provenga precisamente de que se han construido alrededor de la influencia acrítica e inconsciente de un núcleo duro que, si bien es reconocido como inadecuado en ciertos niveles explícitos -véanse por ejemplo los excelentes trabajos de Bohart y Talman (1999) y Wampolod e Imel (2015) en esta dirección- se ha instaurado como metáfora raíz de la psicoterapia (Pepper 1942) mucho más de lo que parece: el modelo médico.

En esencia, y dado que una discusión detallada de este tema requeriría una extensión que va mucho más allá de la de un artículo, el modelo médico consiste en la consideración de la psicoterapia como la curación de trastornos mentales, y en referencia a estos, las nociones asociadas de que (i) un trastorno mental tiene una causa única, (ii) dicha causa es orgánica y producto de una lesión cerebral debida a un defecto genético, metabólico, endocrino, infeccioso o traumático, (iii) que su etiología orgánica es la responsable de los síntomas del cuadro clínico, (iv) que el conjunto de síntomas permite el diagnóstico, y (v) que el tratamiento se dirige a corregir su causa orgánica (véase por ejemplo Vallejo, 1985; Wampold e Imel, 2015).

Sin duda la historia de la psicoterapia le debe mucho al modelo médico, que permitió históricamente pasar de la consideración de los problemas psicológicos como producto de déficits morales a considerarlos como entidades vinculadas al ámbito de la salud y enfermedad (mental) y por lo tanto abordables desde su tratamiento y no necesariamente su redención o su exorcismo. Es más, resulta difícil negar que la humanidad entera le debe mucho al modelo médico aplicado a trastornos de origen biológico. La mejora espectacular de la calidad de vida en muchas zonas del planeta en las últimas décadas es un resultado muy visible de ello: aumento de la esperanza de vida, eliminación o control de patógenos que diezmaban a la población, mejora de las condiciones higiénicas, reducción de la mortalidad infantil, vacunas, antibióticos, avances en tratamientos médico-quirúrgicos en general…

Precisamente en plena pandemia de Covid-19 resulta innegable que lo que ha permitido que en el momento en que escribo esto, y sólo a unos pocos meses de que se iniciase dicha pandemia, se estén ya probando experimentalmente más de 100 vacunas es la adhesión al conjunto de postulados mencionados en el párrafo anterior (pero aplicados a una patología provocada por una infección vírica, claro, no a un “problema psicológico”).

Precisamente lo que hace desconcertantes y entrópicas algunas de las cuestiones alrededor de la psicoterapia en sus dimensiones de aplicación e investigación no son ni la psicoterapia en sí misma ni tampoco el modelo médico en sí, sino la falta de encaje entre uno y otro. Esa falta de encaje, un problema sistémico al fin y al cabo, es lo que hace que el Dr. Lanning a través de su holograma, deba recordarnos periódicamente que "tenemos que hacer las preguntas correctas".

Cuando los árboles ocultan el bosque… y a sus habitantes

La psicoterapia como práctica y como objeto de estudio científico reviste algunas características infrecuentes en otros ámbitos. Por una parte, y a juzgar por la cantidad de terapias propuestas (los “árboles” del título de este apartado) y por el ritmo al que se proponen, uno podría llegar a pensar que se trata de una disciplina insólitamente fructífera. Por otra, y a juzgar en este caso por la cantidad de preguntas no resueltas y de paradojas a las que da lugar su estudio, se podría pensar que se trata de un empeño imposible, que el “bosque” que queremos encontrar nos elude (me refiero a la aparente imposibilidad de la comprensión científica de la psicoterapia, no de su práctica que está claro y demostrado que cumple una función social muy relevante de mejora de la calidad de vida de los usuarios). Ambos extremos son argumentablemente exagerados por algunas de las razones, entre otras, de las que me ocupo en el resto de este artículo.

La proliferación exponencial de formas de psicoterapia, los árboles que crecen por doquier, o más bien el resultado actual de dicha proliferación, se hace evidente en que hay autores que se referían ya a más de 400 ¡hace un cuarto de siglo! Garfield y Bergin (1994), y Prochaska y Norcross en 2003 hablaban ya de 500.

Parece desconcertante, y ese es uno de los factores que llevó históricamente al interés por la exploración de la integración en psicoterapia, que un mismo fenómeno (el malestar psicológico humano) pueda responder a tantísimas formas de abordarlo tan diferentes entre sí. Visto así, surge espontáneamente la pregunta de cómo puede ser que resulte beneficioso tanto, por ejemplo, pasear por la naturaleza como revisar las creencias disfuncionales sobre uno mismo, por poner dos ejemplos de ingredientes terapéuticos claramente diferentes.

Dicho esto, se plantean dos preguntas en este apartado, esbozadas ya en párrafos anteriores: (a) ¿cómo es posible que tratándose de enfoques tan diferentes entre sí no se haya encontrado aún uno superior a todos los demás en todas (o en algunas) circunstancias? y (la previa, claro) (b) ¿cómo podemos saber que funcionan en realidad y no son “pseudoterapias” en versión psicológica? En la confianza de que serían dos preguntas que el Dr. Lanning puntualizaría con su proverbial “y esa, inspector, es la pregunta correcta” a continuación dedico un espacio necesariamente breve a cada una de ellas.

¿Cómo sabemos lo que creemos saber?

Me he permitido utilizar literalmente el provocador subtítulo del trabajo de Watzlawick (1984) para empezar por la segunda de las preguntas. Adoptar como criterio de demarcación entre terapias (es decir, aquellas con “soporte en el conocimiento científico con metodología lo suficientemente sólida que sirva para evaluar su seguridad, efectividad y eficacia”) y pseudoterapias (sin lo anterior) el hecho de que se identifiquen ensayos clínicos aleatorizados, revisiones sistemáticas o metaanálisis es controvertido en el ámbito de las psicoterapias, aunque probablemente no lo sea en el de las prácticas médicas. Precisamente la naturaleza de lo controvertido del criterio es que, como decía antes, se asume un modelo médico de base, que equipara las psicoterapias a intervenciones médicas (muy inspirado en la metáfora del fármaco) y que hace que, por ejemplo, para poder llevar a cabo un ensayo clínico aleatorizado (ECA) sea necesario (véase Shean, 2014): (1) asignar aleatoriamente a los participantes a los grupos de intervención y control, (2) que tanto los pacientes como los terapeutas ignoren qué tratamiento están recibiendo/administrando hasta que se complete el estudio, (3) que todos los grupos de intervención sean tratados de manera idéntica, excepto el del tratamiento experimental, (4) que los pacientes se analicen dentro del grupo al que fueron asignados y (5) que los análisis estén diseñados para estimar el tamaño de la diferencia en los resultados pronosticados entre los grupos de intervención y control. Los diseños de ECA también requieren muestras representativas de tamaño adecuado para respaldar los análisis estadísticos planificados, diagnósticos uniformes, paridad entre los pacientes del grupo de tratamiento y control según los criterios definidos y, claro está, manuales detallados de aplicación de cada una de las terapias. Me centraré en tales diseños en lo que queda de este apartado dado que las revisiones sistemáticas y los metaanálisis dependen de la existencia previa de ECAs.

La aplicación de los requisitos de los ECAs antedichos resulta totalmente coherente con el modelo médico. Piénsese por ejemplo lo convincente y poco problemático que sería, al menos conceptualmente, diseñar un ECA de un “medicamento” homeopático para la psoriasis según esos criterios. La dificultad real en un caso así puede ser logística (¿qué centro médico va a querer participar en ese estudio?), ética (¿con qué legitimidad se priva a un grupo de pacientes de un tratamiento médico con ingrediente activo en favor de uno que en el mejor de los casos parece un placebo al no contener ningún ingrediente activo?) y, por supuesto, económica (¿quién financia un estudio de estas características?).

Dicho sea de paso, existe un ECA con esas características (Bernstein et al., 2006), aunque sólo uno desde 1950 (al menos según los criterios de búsqueda de la que se identifica como Faculty of Homeopathy (https://facultyofhomeopathy.org/research/rcts-on-individualised-homeopathy/) probablemente por las limitaciones a las que me refería. Dicha web, a pesar de su claro sesgo de adhesión hacia los resultados favorables a la homeopatía, califica el resultado de Bernstein et al. (2006) de sólo “tentativamente positivo” y los propios autores reconocen que sus datos “indican que (…) una forma patentada de M. aquifolium, es efectiva y bien tolerada en pacientes con psoriasis leve a moderada” (se ha excluido de la cita el nombre comercial del producto y el subrayado es mio).

Sin embargo, en el caso de las psicoterapias las dificultades de los ECAs no son sólo logísticas sino conceptuales. De entre todas las que se han advertido desde que se intentó imponer el ECA como regla de oro para acceder al conocimiento de si una psicoterapia es efectiva o no, Shean (2014) destaca estas cinco:

1. Problemas con el muestreo. Un ECA requiere, obviamente, que todos los pacientes incluidos tengan un diagnóstico uniforme y claro. Desde la lógica del modelo médico sino sería imposible determinar sobre qué ha tenido efecto el tratamiento contrastado. Sin embargo, en la práctica clínica psicoterapéutica habitual se calcula que los pacientes con un diagnóstico claro y ejemplar no pasan del 20%. Las razones nos llevarían mucho más allá de este artículo en extensión y foco, pero todas ellas parecen apuntar a la inadecuación de los manuales diagnósticos psicopatológicos al uso ante la complejidad del sufrimiento humano que no responde a una patología, sino precisamente a una vivencia y a la forma de construirla. Además, cuando se recurre a muestras de estudiantes que se prestan a recibir un tratamiento, en general cognitivo-conductual (por ser uno de los más fácilmente manualizables), el requisito de que sean ciegos a qué tratamiento reciben raramente se cumple puesto que conocen la orientación de los terapeutas que lo administran.

2. Duración de la terapia. Es bastante impensable por muchos motivos (incluido de nuevo el económico) un ECA de psicoterapia que dure años. En general no suelen pasar de unas 16 semanas a una sesión semanal. Eso beneficia sistemáticamente a las terapias más breves, o bien desvirtúa a las que operan más a largo plazo obligándolas a generar manuales en que algunos de sus elementos esenciales pueden estar ausentes.

3. Manuales de tratamiento. Si bien son característicos de algunas orientaciones ya desde su origen, sobre todo de las cognitivo-conductuales, en otras son muy escasos. Es más, y aunque de hecho se hayan elaborado formas manualizadas de intervención en múltiples orientaciones, hay autores que afirman que en algunas de ellas el mero hecho de manualizar la terapia altera la propia naturaleza de la relación terapéutica. Por ejemplo esa ha sido una de las críticas habituales de las terapias humanistas a los ECAs (Bohart et al., 1998).

4. Efectos de adhesión. La adhesión se refiere al grado en que el terapeuta o investigador cree que la terapia es efectiva, a su preferencia por ella en lugar de por las “rivales” que están siendo investigadas, en definitiva. Se ha demostrado que el efecto de adhesión explica hasta un 69% de la variancia en los resultados de los estudios de comparación de tratamientos. También aquí los motivos son muchos y exceden los límites de este trabajo (véase Wampold e Imel, 2015) pero una cosa está clara: no se deben a la deshonestidad de investigadores o clínicos que perjudican voluntariamente a uno o más de los tratamientos comparados sino, de nuevo, a que “administrar” una psicoterapia no se parece en nada a administrar un fármaco. Otra vez es el modelo médico lo que no encaja.

5. Ignorancia de los aspectos ideográficos del proceso y resultado de la terapia. Los ECAs en psicoterapia sin duda aportan un tipo de información valiosa y útil una vez integrada en su contexto, pero si se consideran como la única vía de acceso al conocimiento sobre ella, o incluso la mejor, oscurecen mucha información que puede resultar tanto o más valiosa en su conjunto. Por ejemplo, no tienen en cuenta la ingente cantidad de información que procede de diseños y métodos alternativos que actualmente cuentan con el respaldo de la comunidad científica en cuanto a sus garantías de calidad: estudios de caso experimentales, estudios de caso cuantitativos descriptivos, estudios de caso sistemáticos no cuantitativos, ensayos clínicos preferenciales y/o estudios naturalísticos (véase Eells, 2007, en referencia a la importancia del pluralismo metodológico en la investigación en psicoterapia). La estrategia abogada por Eells y una pléyade de expertos en investigación en psicoterapia, además de por los proponentes de la Nueva Estadística (Cumming, 2012) consiste más bien en “primero estudiar y luego agregar” (en lugar de hacerlo siempre y exclusivamente en el orden inverso). Se pueden así metaanalizar estudios de diferentes características (siempre que cumplan criterios de rigor, por supuesto) y debido a la creciente sofisticación de las técnicas metaanalíticas se ha llegado a resultados muy matizados que complementan la relevancia clínica de los ECAs. Por ejemplo (véase Wamplod e Imel, 2015, para un documentadísimo resumen), se ha demostrado una vez tras otra la ausencia de eficacia diferencial entre enfoques terapéuticos (incluso para “trastornos” específicos) así como que hay variables de proceso, tales como la fuerza de la alianza terapéutica, que explica entre el 15% y el 30% de la variancia en el resultado, o las características del paciente (por ejemplo su preparación para el cambio, apertura, compromiso, participación activa y capacidad de verbalizar sus sentimientos) que explican aproximadamente el 40% y sin embargo pasan desapercibidas en los ECAs por sus propias características.

Dicho esto, insisto en que es evidente que los ECAs juegan un papel relevante (aunque no exclusivo o privilegiado) en la investigación en psicoterapia. Por poner dos ejemplos, en el ECA que comparaba la eficacia de la Terapia Cognitiva de Beck (TC) y la de un formato de Terapia Constructivista Integradora (TCI) en pacientes diagnosticadas de depresión posparto (Pinheiro et al., 2013) se demostró que al comparar las puntuaciones medias del BDI del grupo de 60 pacientes al inicio y 12 meses después del final del tratamiento hubo una reducción significativa tanto para la TC (p = .05) como para la TCI (p < .001). No hubo diferencia significativa entre la efectividad de las intervenciones (p = .139), y se mantuvo una reducción en la depresión durante los 12 meses para ambos modelos de TC y TCI manualizados.

Por otra parte, Feixas et al. (2018) llevaron a cabo un ECA en que se comparaba la eficacia diferencial de la terapia cognitivo-conductual (TCC) grupal más una intervención centrada en la noción constructivista de dilemas detectados para cada paciente (véase el protocolo de tratamiento en Feixas et al., 2013) versus TCC grupal más TCC individual en una muestra de 128 participantes diagnosticados de trastorno depresivo mayor o distímia. En combinación con la TCC grupal, tanto la TCC individual como la intervención centrada en dilemas redujeron significativamente los síntomas depresivos. El modelado de efectos mixtos multinivel no demostró diferencias significativas entre ambas condiciones. También se encontraron tamaños del efecto y tasas de remisión y respuesta equivalentes en los que completaron.

Es interesante observar que los resultados de ambos ECAs vuelven a incidir en la poca relevancia clínica de la eficacia diferencial, a la vez que aportan información significativa sobre posibles modelos complementarios o alternativos a los ya existentes, tanto para la depresión en general como para la depresión posparto en particular. Sin embargo, hay aspectos del proceso que quedan oscurecidos por la propia naturaleza metodológica de los ECAs.

Por ejemplo, analizando más pormenorizadamente los resultados generados por el primero de ambos, más allá de la propia estructura del ECA, encontramos aspectos de proceso tan o más potencialmente relevantes para la práctica clínica como su eficacia. El análisis de las Rejillas de Constructos Personales (véase Botella y Feixas, 1998, para una descripción del método) administradas a las pacientes antes y después del tratamiento demostró que la TCI fomentó una mayor cantidad de cambios en el elemento "yo ahora", y también hizo que se aproximase más a su construcción de la "mujer ideal" y la "madre ideal" que la TC. Es muy probable que este efecto se deba a que la TCI incorporó la autoconciencia y la reconstrucción del self como un objetivo explícito casi desde la primera sesión, mientras que la TC se enfoca más en identificar y modificar los procesos cognitivos del pensamiento sesgado. Si bien ambas terapias fueron efectivas en términos de reducción de los síntomas depresivos, la TCI fomentó una mayor reconstrucción del self de las pacientes, y esto llevó a un resultado de mayor significación estadística (aunque no lo suficiente como para ser significativamente mejor que la TC) en el caso de la TCI ya que dicha reconstrucción se correlacionó con el resultado de la terapia. Nuestros resultados apoyan la noción de que la depresión posparto no sólo está relacionada con procesos cognitivos disfuncionales, sino también con dificultades en la reconstrucción del self y en los ajustes a los roles sociales requeridos después del parto. Por lo tanto, incluso si algunos aspectos de la depresión posparto son compartidos con la depresión en general, la adaptación de los formatos de psicoterapia existentes a esta población específica puede resultar en una mayor efectividad psicoterapéutica. Nótese que estos últimos hallazgos no provienen estrictamente del diseño del ECA, sino de un análisis más intensivo e intencional de los datos que generó.

Quizá cabría decir, como síntesis de esta sección, que en psicoterapia no es legítimo considerar que la única fuente de validación y de conocimiento sobre un tratamiento son los ECAs. Si esa fuese la única regla de oro en nuestro ámbito entonces habría que concluir que ni es oro todo lo que reluce ni siempre reluce el oro.

¿No nos habremos olvidado del protagonista de la historia?

La segunda pregunta que formulaba al inicio de este apartado es la de cómo es concebible que funcionen enfoques tan diferentes entre sí sin que haya una diferencia de eficacia entre ellos que sea extremadamente significativa y permita declarar un ganador único (por traer a colación la metáfora del veredicto del Pájaro Dodo ya clásica en este ámbito).

De nuevo intentar responder a este interrogante de forma exhaustiva iría mucho más allá de los límites de este artículo (véase Bohart y Talman (1999), y Wampold e Imel (2015) para dos abordajes paralelos al que expondré a continuación sumamente detallados y documentados, y Botella (en prensa) para una exposición más extensa).

Preguntarnos cómo es posible que enfoques (tratamientos, terapias, técnicas, procedimientos) diferentes funcionen de forma equivalente, incluso para un mismo problema (trastorno, patología, motivo de demanda) revela de nuevo la metáfora raíz que se oculta en el núcleo duro del discurso que genera la pregunta: el modelo médico de la psicoterapia concebida como un tratamiento que un experto administra a un paciente que experimenta sus efectos. Si se cambia la metáfora raíz y se opta por una visión radicalmente distinta (ya que “radical” viene de “raíz”) según la cual el protagonista del proceso es el cliente, que hace uso de los recursos que le aporta la terapia para llevar a cabo cambios significativos en los patrones problemáticos de construcción de la experiencia en que se ha bloqueado, y siempre que estos recursos tengan sentido para él y se ofrezcan en el contexto de una relación facilitadora, de repente todo tiene más sentido y encaja… y esa, inspector, es la pregunta correcta. Analicemos, aunque sea someramente, los términos destacados al principio del párrafo anterior desde esta perspectiva radicalmente diferente.

En primer lugar definir los límites de los enfoques psicoterapéuticos de forma tan rígida como para poder afirmar que son claramente diferentes entre sí comporta ignorar su dimensión de construcción social y lingüística que hace que, justo por la borrosidad natural del lenguaje (véase Botella, 2007, para un análisis de los usos potenciales de la Lógica Borrosa en psicoterapia), haya siempre un grado de solapamiento relevante entre ellos. Justamente ese grado es el que permite la exploración de la integración, y disponemos hoy en día de terapias que combinan prácticamente todos los modelos entre sí, al menos de dos en dos, y con la lógica excepción de los extremos del psicoanálisis más clásico y el conductismo radical: cognitivo-constructivista, cognitivo-analítica, sistémicodinámica, cognitiva-narrativa, constructivista-sistémica…

Es más, la supuesta distinción crisp (por utilizar el término de la Lógica Borrosa para los conjuntos con límites rígidos) parece a menudo una construcción que es imposible de captar, o resulta directamente irrelevante, para el cliente, a diferencia de para los terapeutas que parecen darle una gran importancia especialmente si son ortodoxos de una orientación concreta. En la inmensa mayoría de estudios sobre el proceso terapéutico en que se consulta al cliente respecto a qué ha encontrado útil y terapéutico en las sesiones se obtiene el resultado consistente de que mencionan factores comunes a las diferentes orientaciones o bien características personales del terapeuta o propias de la relación terapéutica.

Respecto a la afirmación de que todos los enfoques funcionan de forma equivalente, en primer lugar cabe destacar que el concepto de funcionamiento (precisamente porque deriva de estudios de eficacia) da lugar a interpretar que la mejoría en el resultado psicoterapéutico para el cliente se produce siempre mediante un mismo proceso. Es cierto que las metodologías de estudio del proceso de cambio en psicoterapia están relativamente menos desarrolladas y son relativamente menos sofisticadas estadísticamente que las destinadas al estudio de su eficacia. Esta situación ha dado lugar a que la investigación del proceso terapéutico, aun siendo muy prolífica, no lo haya sido tanto como la de resultados, lo cual por cierto vuelve a ser una llamada al pluralismo metodológico y a no limitarse exclusivamente a un solo diseño en la investigación en psicoterapia. Sin embargo, cuando se analiza la relación entre resultado y proceso terapéutico con algunas de las herramientas que lo permiten (como por ejemplo mediante Rejillas de Constructos Personales como en el caso del ECA de la depresión posparto) se llega a una conclusión mucho más matizada: dos terapias pueden ser equivalentes en el resultado (mejoría sintomática) pero diferir en el proceso (en la forma de llegar a dicha mejoría). Vista así, la equivalencia de resultados tiene mucho más sentido y no resulta paradójica: de nuevo está claro que se entiende mejor si se coloca al cliente (y no a la terapia) en un papel central. En síntesis: dos terapias diferentes en su base teórica (por ejemplo la cognitiva y la constructivista) pueden tener una eficacia equivalente incluso en el tratamiento de un mismo problema (la depresión posparto) porque operan por dos vías diferentes que conducen a cada cliente a la mejora sintomática: la cognitiva ayudándoles a revisar sus creencias disfuncionales y la constructivista ayudándoles a reconstruir su narrativa del self y sus roles sociales invalidados tras la maternidad. Y esa, inspector, es la pregunta correcta: la cuestión deja de ser qué terapia es mejor que cuál otra (modelo médico) y pasa a ser cuál de ellas encaja mejor con los procesos psicológicos de cambio que pueden ser más útiles para un cliente determinado en el contexto de una relación terapéutica facilitadora.

Finalmente, respecto a la propia noción de los problemas humanos como patologías o trastornos implícita en todo lo antedicho de que diferentes terapias funcionan de forma equivalente incluso para un mismo trastorno, de nuevo parece un concepto heredado de la metáfora raíz biomédica que dificulta más que aclara la comprensión de la evidencia. A no ser que diésemos con un problema psicológico cuya manifestación se explicase única y exclusivamente por su supuesto origen biológico está claro que la variabilidad interindividual excede con mucho al porcentaje de variancia de la manifestación psicológica (aunque puede que no a la estrictamente médica). Las críticas crecientes a las categorías diagnósticas psicopatológicas, basadas en motivos que van desde lo metodológico a lo ético e incluso a su falta de base neurobiológica, se complementan con esa evidencia a la que me refería antes en el sentido de que hasta un 80% de clientes en la práctica clínica no encajan en una categoría clara: es decir, son ellos mismos con problemas, no un problema que se ha apoderado de ellos mismos.

Visto así, de nuevo, tiene sentido que diferentes enfoques funcionen de forma equivalente para diferentes trastornos, sencillamente porque ni los enfoques son tan diferentes como parecen (sobre todo desde el punto de vista de la experiencia del cliente), ni es el enfoque en sí mismo el que hace que funcione la terapia (sino el cliente el que la hace funcionar gracias a los recursos que dicho enfoque le facilita), ni funcionan de forma equivalente en cuanto al proceso (aunque el resultado sea la mejoría sintomática, cada cliente llega a ella de forma idiosincrásica, como es muy lógico por otra parte) ni se trata a “un trastorno” (sino a una persona que se encuentra en una situación de bloqueo en lo que constituyen los procesos de funcionamiento psicológico óptimos).

Conclusión

Parecería, en fin, que en el esfuerzo por avanzar nuestros conocimientos y prácticas psicoterapéuticas en tanto que psicólogos nos hemos visto con demasiada frecuencia teñidos, y constreñidos, por lo prevalente y profundo del modelo médico que informa al menos en parte el origen de nuestra disciplina. A pesar de la conciencia de ello (son muchos los autores que llaman la atención al respecto), hay aspectos muy nucleares y enraizados que cuesta abandonar y que en muchos sentidos lastran nuestra comprensión y se convierten en “metáforas mediante las cuales vivimos” como decían Lakoff y Johnson (1980). Efectivamente hay que hacer las preguntas correctas para obtener las respuestas que buscamos y que nos permitan avanzar en nuestra propia aventura ontológica y epistemológica, en eso no somos diferentes de nuestros clientes dado que ellos se enfrentan al mismo proceso: anticipar, comprobar, validar o invalidar y revisar su sistema.

En este sentido, y en referencia a los puntos fundamentales tratados en este artículo, permítaseme sintetizarlos a modo de conclusión con las siguientes reflexiones.

En primer lugar, mantengamos presente la imagen de que es el cliente quien hace funcionar la terapia aprovechando los recursos que esta, a través del terapeuta, le brinda en el contexto de una relación de alianza facilitadora. Verla así, en lugar de como un tratamiento psicológico que un experto administra a un paciente que se limita a recibirlo, facilita mucho la comprensión de una cantidad enorme de evidencia empírica que sino resulta francamente desconcertante.

En segundo, pensemos en las diferentes terapias al uso como una fuente variada y compleja de recursos, con ámbitos compartidos (factores comunes) y únicos (factores específicos) pero que de hecho, y especialmente de cara a los mejores intereses de los clientes, no compiten entre sí sino que se complementan dado que en conjunto permiten abarcar muchísimas más opciones para que cada cliente encuentre el tipo de relación y de recursos que más le pueden ayudar dado que encajan más con su propia idiosincrasia.

Por último, y en referencia al espinoso tema de las pseudoterapias (que por cierto es casi tan antiguo como la propia existencia de la psicoterapia y en ciertos sentidos recuerda a la situación creada por el ataque de Eysenck al psicoanálisis en los años 50) tengamos en cuenta que en muchos aspectos de su manifestación actual parece focalizado en prácticas no psicoterapéuticas, sino de la medicina alternativa. Por lo que respecta a las propiamente psicoterapéuticas, es decir, las que se supone que actúan debido a factores psicológicos, por supuesto lo más prudente y científicamente inescapable es mantener una actitud de sano escepticismo hasta que demuestren su eficacia si es que no lo han hecho ya, y de curiosidad empírica para fomentar que la demuestren. Sin embargo, y como remarcan continuamente Wampold e Imel (2015) las terapias diseñadas bona fide, con una base sensata y arraigada a principios psicológicos demostrables, suelen ser eficaces y seguras (aunque eso no las exime de tener que demostrarlo, por supuesto).

Quizás en el caso de nuestra disciplina deberíamos reservar el término “pseudoterapias” más bien para las supercherías o imposturas, y no para las que no disponen aún de ECAs o metaanálisis. Y de esas primeras, de esas que están cuajadas de superchería e impostura, sí que basta pasearse un rato por redes sociales e Internet para quedar saturado. Me refiero a supuestas soluciones instantáneas a los problemas de la vida basadas en un batiburrillo incomprensible e incoherente de autoayuda, pensamiento mágico, orientalismo mal entendido, energías inexistentes, teorías de la conspiración y demás jerga cuasi-sectaria, impartidas generalmente por alguien con mucho aspecto de gurú ajeno a la educación general básica y que inmediatamente muestra un gran interés por la tarjeta de crédito de uno. La buena noticia, por supuesto, es que en sentido estricto eso no tiene nada de psicoterapia, aunque en más de un caso se arroguen el sufijo “-terapia”: ni pretenden actuar por factores psicológicos, ni están basadas en ninguna teoría psicológica reconocible, ni son impartidas o practicadas por profesionales de la psicoterapia con la debida formación… y la bona fide resulta más que dudosa en su caso. Aun así, este tipo de prácticas está contaminando la imagen de las terapias de verdad al confundir al público en general.

Sin duda llega la hora de defender nuestro ámbito de semejante amenaza de desprestigio y habrá ir pensando en cómo… y esa, inspector, es la pregunta correcta.

Referencias

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Cómo referenciar este artículo/How to reference this article:Botella García del Cid, L. (2019). Las respuestas que obtienes dependen de las preguntas que haces: la investigación en Psicoterapia revisitada [The Answers you get depend on the questions you ask: Psychotherapy Research Revisited]. Acción Psicológica, 17(1), 1–12. https://doi.org/10.5944/ap.17.1.27809

Recibido: 13 de Abril de 2020; Aprobado: 28 de Mayo de 2020

Correspondence address [Dirección para correspondencia]: Luis Botella García del Cid. Facultat de Psicologia, Ciències de l'Educació i l'Esport Blanquerna. Universidad Ramon Llull. Barcelona. Email: lluisbg@blanquerna.url.edu

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