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Revista de Bioética y Derecho

On-line version ISSN 1886-5887

Rev. Bioética y Derecho  n.31 Barcelona  2014

https://dx.doi.org/10.4321/S1886-58872014000200008 

TEXTOS DE OPINIÓN

 

Bélgica y el dolor

 

 

Javier Sádaba

Universidad Autónoma de Madrid
j.sadaba@uam.es

 

 

Bélgica es un pequeño y próspero país situado en el centro de Europa. La relación entre los flamencos del norte y los valones del sur, tensa hasta amenazar romper el Estado, es para algunos objeto de preocupación y para otros ejemplo de que es posible convivir en la diferencia. Lo que no distingue a los que hablan flamenco de los que hablan francés es su pertenencia a una común cultura católica. Bélgica ha sido, además, una referencia para no pocos católicos del continente europeo. Lovaina fue el lugar de la renovación de la filosofía escolástica, la pastoral encontraba allí un impulso que después se extendía incluso por Latinoamérica, los jóvenes y aguerridos obreros católicos se inspiraban en ese diminuto país y los ecos democristianos iban mucho más allá de su reducido espacio. Casi al mismo tiempo, mientras que los aficionados al ciclismo admiraban a Eddy Mercks, la elegante figura del cardenal Suenens se proyectaba sobre todo el mundo católico más o menos progresista.

Bélgica ha aprobado la eutanasia infantil. La mayor parte de los partidos políticos han votado a su favor. Los democristianos, fieles a la doctrina vaticana, se han opuesto. Bélgica y Holanda dieron su visto bueno hace ya más de una década a la eutanasia voluntaria, activa y directa. Con alguna diferencia, especialmente la referida al suicidio asistido, ambos países se han alzado, en Europa, como los defensores de una muerte en la que no introduzca su rostro terrible un sufrimiento inútil. La eutanasia, recordémoslo, y salvo casos como T. Szasz con su idea de libertad fatal, es una práctica que exige estricta regulación y control. De ahí que muchas de las asociaciones proeutanasia lo que pidan, antes de nada, es su regulación. Y se distingue de la bárbara necedad nazi, lo que escribe con imaginación un colega, como la violación del amor libre. La mayoría de la población está de acuerdo con la medida y en el ambiente que rodea a esta comunidad ha flotado desde hace décadas una defensa decidida a favor de que no se permita ganar terreno al dolor. El en su tiempo dominico J. Pohier no cesó, siendo sacerdote, de no dar tregua a los que prohíben, más con aspavientos que con argumentos, la eutanasia.

Las condiciones que se han impuesto para que incluso los menores puedan hacer uso de dicha eutanasia son claras. El sufrimiento insoportable, la muerte a corto plazo y la falta de alternativas se cuentan entre ellas. Se añade, además, que deba solicitarse por escrito y que la autoricen los padres o los representantes legales de quien haga la petición. La diferencia con Holanda, y que hace de Bélgica el primer lugar en donde se posibilita enfrentarse libremente a la muerte sin tener en consideración la edad, es que el paciente, independientemente de la edad, tenga capacidad de discernimiento. Es ahí donde se aferran con uñas y dientes los que ponen la vida y la muerte en manos de alguna entidad suprahumana. Habría que contestar que es un profesional el que ha de certificar la capacidad en cuestión previa consulta a un psiquiatra. Por otro lado, los años no son una condición suficiente para juzgar con propiedad. Existen adultos que piensan como bebes y muchachos que, maduros, pueden considerar con sensatez qué es aquello que les conviene.

Lo que subyace en todo el asunto es la idea de libertad humana y el concepto que se tenga del sufrimiento. Respecto a lo primero habría que recordar que, llegue hasta donde llegue nuestra libertad y que, desde luego, no es de dioses, ha de funcionar, antes de nada, como real autonomía. Y eso quiere decir que somos los que gestionamos nuestro cuerpo. Nadie nos pidió permiso para llegar a este planeta, pero una vez en él, tenemos todo el derecho a orientarlo en el modo de vida que nos parezca conveniente y en el modo de muerte que deseemos evitar. En este punto pocos rechazarían la frase de Nuland según la cual lo único que le importaba saber respecto a su cesación o muerte es que no iba a sufrir. Pero más decisivo, si cabe, es lo que atañe al dolor o sufrimiento. El dolor, el más pérfido de lo males que diría Milton, es tan irreductiblemente personal que, como escribía Chantal Mailllard es ingenuo medirlo. Sí podemos, sin embargo, detectar los signos del dolor. Actualmente conocemos bien su fisiología. Y conocemos, cosa decisiva, cómo se retuerce y padece quien ha sido mordido por ese huésped terrible que es el dolor. Muchos de tales dolores son completamente inútiles y está en nuestra mano deshacernos de ellos. La medicina, en general, y las unidades de dolor y los paliativos son, este sentido, una ayuda inestimable. El sufrimiento, sin embargo, raramente agacha la cabeza. Y ahí podemos hacer una división que es fundamental a la hora de comprender nuestra condición radicalmente humana. Unos lo miran, si no con ojos benévolos, sí como algo que o bien no les suscita demasiada desazón o bien lo consideran un mérito por una vida futura. Otros opinamos de modo fundamentalmente distinto. Y esto nos diferencia al máximo. Porque pensamos que a ese "error de la naturaleza", en palabras de un biólogo conocido, hay que despojarlo, en lo posible, de todo su poder. La lucha contra el dolor humano o sufrimiento se convierte, por tanto, en una de las luchas más nobles que podamos emprender.

En esa lucha se ha colocado en primera fila Bélgica. Sin lanzas ni escudos pero con conciencia de que lo que se juega es de una importancia capital que a todos nos importa. Bélgica es un país que, en kilómetros, queda relativamente cerca de nosotros. En la guerra al sufrimiento estamos, por el contrario, muy lejos. Y si ese sufrimiento es de los niños la compasión activa y la lejanía aumentan. Ojalá vayamos aprendiendo y nos vayamos acercando.

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