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Revista de Bioética y Derecho

versión On-line ISSN 1886-5887

Rev. Bioética y Derecho  no.32 Barcelona  2014

https://dx.doi.org/10.4321/S1886-58872014000300010 

TEXTOS DE OPINIÓN

 

Medicina y Bioética: ¿Qué significa ser un buen médico?

 

 

Josep Terés Quiles

Doctor en Medicina. Catedrático jubilado de Medicina de la Universitat de Barcelona. Presidente de la Comissió de Deontologia del COMB.

 

 


RESUMEN

Efectividad, afectividad, cortesía, respeto a la autonomía del paciente, eficiencia, compromiso con la sociedad, respeto al código deontológico, compromiso con el progreso de la ciencia médica y con la transmisión de conocimientos, habilidades y actitudes y compromiso con la profesión son, junto con la actitud de anteponer los intereses del paciente y de la salud pública a los propios, los principales valores de la profesión y constituyen los principales elementos del denominado contrato social, cuya presencia o ausencia han de guiar el juicio que pueda hacerse acerca de la mayor o menor bondad de un profesional médico.


 

Al Dr. Josep Terés, bon metge, bona persona i bon amic (ètic, en fi).
Ramón Valls

 

El añorado profesor Ramón Valls, catedrático de Historia de la Filosofía de la Universitat de Barcelona, referencia indiscutible para todos aquellos que nos hemos interesado por la Bioética y hombre que fue, como todos los grandes maestros, extraordinariamente generoso, tuvo, en una manifestación mas de su generosidad, la gentileza de escribir de su puño y letra la frase citada en el ejemplar que me dedicó de su libro Ética para la bioética y a veces para la política (1). Aun consciente de que semejantes elogios respondían más a la gentileza de Ramón Valls que a mis méritos, la dedicatoria me impresionó porque define en muy pocas palabras el tipo de médico que me gustaría ser y, además, conjuga la ética no sólo con las actitudes, sino con el conocimiento y habilidades. Y es a través de estos valores que intentaré contestar a la pregunta del enunciado de este artículo.

 

Profesión u oficio

¿Qué es una profesión? La LOPS (Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias) (2), en su preámbulo, lo expresa de la siguiente manera: “El concepto de profesión es un concepto elusivo que ha sido desarrollado desde la sociología, en función de una serie de atributos como formación superior, autonomía y capacidad autoorganizativa, código deontológico y espíritu de servicio, que se dan en mayor o menor medida en los diferentes grupos ocupacionales que se reconocen como profesiones”. Pero, ¿en qué se distinguen estos grupos ocupacionales de otros que no ostentan el reconocimiento de profesión?

Siguiendo a Eliot Freidson, que en su libro Profesionalism, The Third Logic (3) distingue entre tres tipos de trabajos en las sociedades complejas actuales, cabe distinguir entre: en primer lugar, un trabajo no especializado, que puede desarrollarse disponiendo del conocimiento ordinario al que tiene acceso prácticamente toda la población en las sociedades occidentales. En segundo lugar, un trabajo especializado, que requiere un aprendizaje más formal y unos conocimientos y habilidades específicos de la labor a realizar; lo que llamamos oficio. Por último, las profesiones que, además de requerir conocimientos y habilidades bien determinados, requieren también actitudes específicas y un largo proceso de educación y de evaluación regladas para cumplir con los estándares establecidos.

Por su parte, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, que en la tercera acepción que da a la palabra profesión no establece una distinción con oficio (empleo, facultad u oficio que alguien ejerce y por el que percibe una retribución), en las dos primeras acepciones hace referencia a la acción de profesar –y en especial profesar en una orden religiosa– lo cual conlleva implícito un cierto compromiso con unas normas (código) específicas de la institución en la que se profesa. Atendiendo a estas definiciones, es obvio que la medicina, aunque requiere oficio –cosa que con frecuencia nos gusta recordar– entra de lleno en la categoría de profesión.

Aunque solemos utilizar la palabra “profesional” para adjetivar a la persona que realiza bien un trabajo (con relevante capacidad y aplicación), también se dice, simplemente, de una persona que ejerce una profesión, cosa que se puede hacer bien o mal.

 

El contrato social

La profesión de médico empieza con el primer ser humano que tuvo conciencia de enfermedad. Cuando uno enferma, sufre física y moralmente, se siente disminuido, desconcertado y asustado; no entiende lo que le pasa y siente la necesidad de ayuda. Así nace el sanador, chamán, hechicero o médico que tiene –o pretende tener– los conocimientos y habilidades (oficio) para curar y que está dispuesto a hacerlo, estableciéndose entonces una relación asimétrica entre un enfermo ignorante de lo que le sucede, sufriente y asustado, y un sanador “sabio” dispuesto a ayudarle. Por lo asimétrico de esta relación y por el hecho comprobado de que tarde o temprano todos necesitarán su ayuda, la sociedad respeta al sanador y le otorga algunos privilegios (credibilidad, estatus social, poder). Con innumerables matices y con mayor o menor prevalencia, en función de los distintos grados de desarrollo cultural, este escenario ha persistido hasta la actualidad, facilitando una relación médico-enfermo de corte paternalista. En las sociedades modernas, sin embargo, estos privilegios deben tener una contrapartida: el compromiso de adoptar unas actitudes específicas (Código de Deontología) y de justificar una formación, evaluación y titulación regladas que darán al oficio la categoría de profesión. Es lo que se ha venido en llamar el contrato social en virtud del cual la sociedad confía en sus profesionales

 

Los valores de la profesión (ética, en fin)

En esencia, este compromiso, que da al oficio de médico la categoría de profesión, consiste en un conjunto de valores que llevan a actitudes y comportamientos orientados al servicio del paciente y de la sociedad, antes que al beneficio propio (4). Valores que vienen recogidos, parcial o totalmente, en numerosos documentos elaborados desde la antigüedad hasta nuestros días, empezando por el Juramento Hipocrático, escrito entre el cuarto y el quinto siglo a. C. e incorporado como código ético por estudiantes y gremios en Europa a partir de la Edad Media, y pasando por los diversos códigos de Deontología de las profesiones sanitarias, el código de Núremberg y sucesivos, el informe Belmont y tantos otros que, mediante el análisis ético, han definido aquellas actitudes y comportamientos que integran el compromiso de la profesión. El más reciente de ellos probablemente sea el Documento elaborado por un grupo internacional de organizaciones médicas (American Board of Internacional Medicine, American College of Physician Fundation y European Federation of Internal Medicine), publicado en Annals of Internal Medicine en 2002 bajo el título Medical Professionalism in the New Millennium: A Physician Charter (5). En el preámbulo, se justifica la oportunidad de este estatuto por la necesidad de reafirmar los principios básicos del profesionalismo médico, aplicables a cualquier lugar y cultura, en una sociedad globalizada, compleja, con cambios demográficos, con una gran explosión tecnológica, con crecientes tensiones de mercado y con recursos siempre inferiores a la demanda, en la que los médicos encuentran dificultades para compatibilizar sus responsabilidades (sus lealtades) con los pacientes y con la sociedad o, en su caso, con las instituciones sanitarias en que trabajan y las autoridades sanitarias que las rigen. Estos principios básicos y estas responsabilidades o lealtades definen el actual contrato social y son la base de la deseable confianza de la sociedad en la profesión. Este Documento reduce los principios básicos a tres: 1. La primacía del bienestar del enfermo: el médico debe servir al interés del paciente; las presiones sociales y de mercado, así como las exigencias administrativas, no deben comprometer este principio. 2. El respeto por la autonomía del paciente: el médico debe facilitar a sus pacientes la toma de decisiones libres, autónomas y bien informadas, en relación con su tratamiento. 3. Justicia: el médico debe promover la distribución equitativa de los recursos sanitarios, trabajando activamente contra cualquier tipo de discriminación en el sistema sanitario. Principios, en fin, inspirados en los cuatro pilares básicos de la bioética: beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia, y que demandan determinadas actitudes.

 

De los principios a las actitudes

La primacía del bienestar del paciente requiere del médico una actitud dirigida a solventar las necesidades del paciente, tanto en el terreno físico como en el psíquico y emocional. Para ello, el médico debe preocuparse de mantener actualizados sus conocimientos y sus competencias, a fin de proporcionar al paciente una asistencia de calidad, eficaz, con aplicación de todos los medios disponibles para el diagnóstico y el tratamiento, y basada en la evidencia científica. Sin olvidar que la expresión el bienestar del paciente no se limita al paciente individual, sino que abarca también a la colectividad, requiriendo del médico compromiso social al servicio de la comunidad, compromiso con la salud pública e implicación, dentro de sus posibilidades, en el progreso de la medicina (investigación) y en la transmisión de conocimientos y habilidades (docencia).

Pero, como insiste Albert Jovells (6, 7), esta medicina basada en la efectividad, tal vez cure, pero no cuida. Para curar cuidando es preciso que el profesional incorpore en sus actitudes aquellos valores tradicionales que hicieron de la medicina una profesión humanística y que la masificación, la tecnificación excesiva –entendida como fin más que como medio– y la cultura del pragmatismo que invade la sociedad actual, han desplazado del día a día de la relación médico-enfermo: altruismo, compasión, atención al sufrimiento, a los sentimientos del enfermo y a sus necesidades afectivas, diálogo y deliberación, información eficaz, interés en crear confianza (veracidad, intimidad, confidencialidad, fidelidad), afectividad en suma.

MW Kahn, en un artículo publicado en 2008 en el New England Journal of Medicine (8) recoge las quejas de algunos pacientes centradas no en la eficacia de los tratamientos recibidos ni en aspectos administrativos del acto asistencial, sino en la falta de cortesía del médico en su trato con el paciente: “el médico sólo estuvo pendiente de la pantalla de su ordenador…”, “nunca sonrió durante la entrevista…”, “yo no sabía con quién estaba hablando, no se presentó…”. Personalmente, recuerdo los comentarios de una buena amiga sobre su experiencia con una operación de hallux valgus (juanetes), cuyo resultado fue del todo satisfactorio, pero “el cirujano - me decía - cuyo nombre no llegué a saber, sólo miró mi pié y mis radiografías, en ningún momento me miró a la cara”. Kahn, en su artículo, propugna la necesidad de lo que él llama Etiquette-Based Medicine (medicina basada en la cortesía) y propone un “checklist” para la primera entrevista con un paciente hospitalizado:

1. Pedir permiso para entrar en la habitación y esperar respuesta

2. Presentarse y mostrar la tarjeta de identificación

3. Dar la mano al paciente

4. Sonreír y no dar muestras de tener prisa (sentarse)

5. Explicarle el papel que uno tiene en el proceso de atención a su enfermedad

6. Preguntar al paciente cómo se siente en el hospital

A lo que cabría añadir, además, trasladándonos a nuestro medio (9):

7. Dirigirse al paciente llamándole por su nombre o apellido y nunca tutearlo sin su permiso

8. No utilizar expresiones coloquiales o excesivamente familiares (abuelo, abuelita…).

Así pues, efectividad, afectividad y cortesía, imprescindibles para curar, para cuidar, para aliviar, para acompañar, para ayudar y, en definitiva, para conceder primacía al bienestar del paciente.

El respeto por la autonomía del paciente requiere pasar de una relación médico-paciente de corte paternalista, a la que me he referido más arriba, a una relación de igualdad en la que el médico informa, expone y aconseja, y es el paciente competente quien finalmente decide libremente sobre su salud, de acuerdo con su escala de valores, de la misma manera que decide sobre muchos otros aspectos de su vida (profesión, vivienda, pareja, maternidad, etc.). El médico no sólo debe admitir este tipo de relación basada en la decisión compartida, sino que debe facilitarla, velando porque la decisión del paciente sea verdaderamente libre, mediante un proceso de información veraz, objetiva y eficaz. Sin duda, ello comporta un cambio cultural que, como todos, es de lenta instauración en la sociedad, pudiendo llegar a crear perplejidad, e incluso rechazo, especialmente en aquellos casos en los que la decisión del paciente disiente de la prescripción médica, llegando a poner en peligro su salud. Pero el médico debe desterrar la falacia de extraer una conclusión ética de un hecho científico y debe considerar que cualquier decisión clínica debe incluir siempre la consideración de los valores y preferencias del paciente (10). El médico ostenta la pericia y la autoridad en lo que respecta a la ciencia médica, mientras que el paciente gestiona sus valores y preferencias.

El principio de justicia distributiva nace del hecho de que los recursos destinados a la sanidad son, aun en el mejor de los casos, siempre inferiores a la demanda, esencialmente por razones demográficas, tecnológicas y sociológicas. Ello requiere, también, tanto por parte de los profesionales sanitarios como de la población, actitudes basadas en otro cambio cultural: pasar del principio de que el médico debe hacer todo lo que crea que puede beneficiar a cada paciente, independientemente del coste, al reconocimiento de que el beneficio de cada paciente en particular debe balancearse con el valor de poder ofrecer a toda la población un acceso equitativo a los servicios de salud. El médico debe compatibilizar el servicio al interés del paciente con la conciencia de que los factores relacionados con la colectividad, como la justicia, eficiencia y equidad son también éticamente relevantes. La preocupación por el coste de las decisiones clínicas de ninguna manera debe derivar en la renuncia a hacer lo mejor para el paciente, pero sí en hacerlo con el menor coste, es decir, de entre las medidas eficaces, escoger la más eficiente. La eficiencia es también un valor ético (11). Esta actitud comportará, además, evitar al máximo los conflictos de intereses, eludir las presiones comerciales –en ocasiones muy sutiles– y no caer en la trampa de la medicina defensiva.

 

El profesionalismo en la sociedad actual

La sociedad actual, que exige al profesional médico los valores y las actitudes antes referidos como contrapartida a los privilegios que le otorga, paradójicamente proporciona también las condiciones que, a modo de contravalores, dificultan las citadas actitudes y hacen que las conductas basadas en los valores de la profesión tengan que ser reafirmadas personal y colectivamente, en lugar de fluir de forma automática, es decir, integradas en el quehacer diario del médico. Es lo que Jordan J. Cohen denomina los retos del profesionalismo médico (12) que deben superarse para recuperar la confianza mutua entre la sociedad y sus profesionales y que, incorporando la opinión del citado autor, son, a mi juicio, los siguientes: en primer lugar, la propia naturaleza humana, enfrentada a las enormes tentaciones que ofrece la sociedad. La ambición personal, el deseo de progreso social y económico, la competitividad para escalar posiciones, la citada asimetría de conocimientos y de estado de ánimo entre el médico y el paciente y, a veces, el ejemplo de algunos colegas, pueden inducir a aprovechar ciertas oportunidades en beneficio propio antes que en el interés de los demás, contraviniendo el principio fundamental de la profesionalidad. En esta misma dirección apuntan D. Isaacs y D. Fitzgerald (13) cuando describen, con humor, algunas alternativas a la medicina basada en la evidencia: medicina basada en la eminencia, medicina basada en la estridencia, medicina basada en la elocuencia, medicina basada en la providencia, medicina basada en la vehemencia, medicina basada en la elegancia…., caricaturizando algunas actitudes reconocibles con frecuencia entre los profesionales.

En segundo lugar, el comercialismo. La sanidad se ha convertido en un bien de consumo y, como tal, gestionado mediante la “ética de mercado” que no siempre coincide con la ética profesional. Tanto en el sector público como en el privado, el argot del comercialismo se ha impuesto al habitual del ejercicio de la medicina. Las instituciones (hospitales, clínicas, dispensarios y, a veces, hasta el propio médico) pasan a ser proveedores; el paciente es un cliente o usuario; el cuidar de la salud pasa de ser considerado servicio a ser bienes (mercancías), y la relación coste/beneficio no siempre se analiza referida al beneficio y satisfacción del paciente (relación coste/utilidad) (11).

A estas condiciones adversas cabe añadir, en nuestro entorno, una progresiva devaluación del contrato social antes citado. Los privilegios que la sociedad otorga a la profesión se han ido diluyendo en nuestro medio. Una administración excesivamente centralizada condiciona una cota muy baja de autorregulación de la profesión; la masificación y la demagogia de unos derechos sin límites (y sin deberes) han dado lugar a una presión asistencial insoportable – es decepcionante ver como los médicos de primaria reivindican poder disponer de diez minutos por paciente – y a un sistema económicamente insostenible que, a pesar del prestigio que se le otorga, se aguanta a expensas de unas condiciones de trabajo muy por debajo de lo aceptable y de servicios deficientes para sectores de la sociedad sin fuerza social. Todo ello da lugar, aunque no lo justifique, a la falta de motivación, a la indiferencia y a la relajación de algunos profesionales a la hora de cumplir su parte del contrato social.

Nunca he creído que se deba culpar a los avances técnicos de la deshumanización de la medicina. En todo caso, habría que culpar a quien hace mal uso de la tecnología. Los conceptos abstractos nunca son culpables de nada; las personas sí. Somos culpables cuando substituimos herramientas clínicas clásicas (historia clínica detallada, exploración física) por otras (exploraciones complementarias), sin tener en cuenta que aquellas, además de su valor diagnóstico, aportaban contacto humano, proximidad y, en resumen, confianza. Puede ser obvia la superioridad de una técnica instrumental sobre una exploración clínica (ecocardiograma versus auscultación, TAC abdominal versus palpación, etc.) y, por tanto, su efectividad cara al diagnóstico, pero la proximidad del médico que ausculta o su mano sobre el abdomen contribuyen a la afectividad que más arriba reclamábamos, además de aportar sutiles informaciones inapreciables por la máquina.

Tampoco la educación médica durante la carrera ayuda mucho a la formación del tipo de profesional que la sociedad actual exige. Todo aquel que ha sentido preocupación por la educación médica está de acuerdo en la necesidad de introducir más humanidades médicas en el currículum de los estudios de grado. Ésta sería una base que ayudaría a imprimir en el graduado una visión integral del hombre y, sobre todo, del hombre enfermo. Complementar la efectividad con la afectividad y la cortesía, así como tomar conciencia de la responsabilidad social de la profesión, deberían ser la consecuencia de un proceso de inmersión en el que la referencia a los valores de la profesión estuviera omnipresente a lo largo de todo el proceso de formación. El ejemplo del maestro es esencial, ya que con frecuencia este tipo de valores se aprenden y se integran por “ósmosis” de forma imperceptible. No percibo en nuestras Facultades esa preocupación por la formación de los formadores.

 

Algunas cosas que hacemos mal

Además de lo dicho hasta ahora, hay algunos aspectos que me preocupan especialmente. Hubiera podido utilizar, para titular este apartado, el conocido eufemismo “oportunidades de mejora” tan utilizado en los informes de los consultores para no incomodar demasiado a quien paga; pero no voy a hacerlo porque mi objetivo es, precisamente, incomodar a quien pueda sentirse aludido, paso imprescindible para la recuperación y mantenimiento de la buena práctica clínica.

1. La información. Una buena información es imprescindible para el paciente, especialmente en el momento de hacer uso de su derecho a decidir y a ejercer su autonomía. Pero la información no es el fin sino el medio para que el paciente entienda y sea capaz de integrar plenamente el conocimiento de su situación, siendo este último el verdadero fin. La información, por tanto, no es un acto puntual, sino un proceso a lo largo de la relación del médico con el paciente, administrado al ritmo que éste demande y pueda asimilar y que concluye en el momento en que el médico comprueba que el proceso ha sido eficaz, o sea, que el paciente ha comprendido plenamente dicha información y puede decidir libremente. Lamentablemente, no siempre ocurre así, siendo frecuente ver cómo una información esencial para el paciente se da en un solo acto, de forma poco inteligible, repleta de datos difícilmente asimilables por una persona angustiada y agobiada a la que se exige, además, una decisión rápida. Albert Jovell (14) cita una encuesta a 6.528 mujeres españolas mayores de 16 años, realizada en 2001, en la que se pone de manifiesto que tres de cada cuatro participantes no recibieron una información inteligible sobre temas relacionados con su salud.

2. Tratamiento del dolor. La International Association for the Study of Pain (IASP) (15) definió el dolor como “una experiencia sensorial y emocional, asociada o no a lesión tisular, descrita como si tal lesión estuviera presente”. Es decir, el dolor está presente cuando el enfermo lo refiere y no cuando el médico lo cree presente (16). A pesar de esta definición, múltiples estudios, pero sobre todo el testimonio de infinidad de enfermos, demuestran que, con frecuencia, los médicos infravaloran el dolor de sus pacientes. Es sabido, también, que España es el país de la Unión Europea donde se utilizan menos mórficos. Un estudio promovido por la Sociedad Andaluza de Medicina Familiar y Comunitaria, citado por M. Allué (17), muestra que el 67% de los médicos de atención primaria no prescriben opiáceos y que el 46% manifiesta “objeciones éticas” a su uso terapéutico. Con este panorama no resulta sorprendente la sarcástica frase del cirujano francés René Leriche: “Sólo existe un dolor fácil de soportar: el de los demás”.

3. La comunicación de los errores. El tema de la seguridad de los pacientes, que implica el de los errores médicos o asistenciales, es complejo por la cantidad de variables que intervienen no sólo en la génesis de los mismos, sino en su gestión y en su prevención. Este tema ha sido y es objeto de estudio y de debate y ha sido tratado extensamente por personas con gran autoridad en la materia, por lo que no pretendo abordarlo aquí y ahora. Únicamente citarlo y expresar mi preocupación por la noticia aparecida recientemente en prensa médica sobre una encuesta realizada en un centro hospitalario, en la que se muestra que solamente el 40% de los médicos decía comunicar sus errores. Teniendo en cuenta, en primer lugar, que el paciente tiene el derecho de conocer toda la verdad, que toda solución empieza por conocer y evaluar el problema, sin huir de él, sin negarlo y sin convertirlo en un tabú (18) y que compartir toda la información es la única manera de progresar en la reducción de los errores (19), la negación de los mismos no es éticamente aceptable, con independencia de cualquier otra consideración que determine esta actitud.

4. El secreto y la confidencialidad. Podemos definir el secreto médico como la obligación o deber del médico de no divulgar no sólo aquello que el paciente le cofia y cuenta, sino, además, aquello que el médico ve, descubre y deduce por el ejercicio de su profesión, no correspondiéndole a él juzgar lo que el paciente considera íntimo, ni lo que éste haga con dicha intimidad (20, 21). El estricto cumplimiento de esta obligación, cuya única excepción es el perjuicio que se pudiera causar a terceras personas o a la salud pública al no revelar, por ejemplo, un diagnóstico, es imprescindible para generar y mantener la confianza de la sociedad con los profesionales. La actitud del médico en este campo debe ser especialmente cuidadosa, cara al paciente y también cara a la sociedad, para no caer en lo que unas veces es una trampa sutil y, otras veces, la insistencia descarada de amigos, familiares, medios de comunicación y, también, compañeros de profesión, interesados, con mayor o menor buena fe, en conocer detalles de la enfermedad –intimidad– de un paciente. A pesar de que el deber de mantener el secreto está ya recogido en el Juramento Hipocrático y por supuesto también en los códigos de Deontología vigentes, con frecuencia somos testigos de la facilidad con que se puede obtener, sin su permiso, información de un paciente ingresado, presentándose, por ejemplo, como médico amigo de la familia, o de cómo en programas de divulgación en los que se implica a pacientes no consta explícitamente el consentimiento de los mismos.

5. Los conflictos de intereses. No es fácil desligar las decisiones clínicas de otras actividades personales o profesionales. En una situación en que un interés secundario personal, económico, ideológico, profesional o científico –no forzosamente ilegítimo– puede anteponerse a un interés primario (beneficio para el paciente, interés científico), condicionando el juicio presuntamente independiente del profesional, se crea un conflicto de intereses que éste viene obligado a declarar públicamente. Ésta es una práctica que se va introduciendo paulatinamente, sobre todo en trabajos científicos publicados en revistas indexadas, pero que suele estar ausente en congresos, simposios y reuniones, donde con frecuencia el entusiasmo con el que se presentan algunos resultados positivos podría ser mejor interpretado por el oyente si éste supiera quien es el promotor del estudio y qué relación mantiene con el investigador. En la práctica clínica también debería hacerse esta declaración (confesar la existencia de algún interés secundario o hacer constar su ausencia) a la hora de aconsejar exploraciones y tratamientos, especialmente en aquellos casos en que es conocida la existencia de presiones comerciales, adelantándose así a posibles sospechas que puedan minar la confianza del paciente con su médico.

6. La medicina defensiva. Se practica medicina defensiva cuando, mediante prescripciones médicas, se consumen recursos sanitarios innecesarios (exploraciones complementarias, fármacos, consultas a especialistas, etc.), con el objeto de cubrirse ante la inseguridad o ante posibles quejas y demandas legales por parte de los pacientes o sus familiares. Es la medicina basada en la desconfianza (22). La medicina defensiva es contraria al principio de bioética denominado de justicia o de distribución equitativa de recursos por su gran impacto en el coste (23) en un sector, el sanitario, en el que los recursos siempre son inferiores a la demanda. Además, aumenta innecesariamente el riesgo al que se somete al paciente, es causa de variabilidad injustificada en la atención médica y, siendo generada por la desconfianza, es a su vez generadora de desconfianza por parte de la sociedad hacia los profesionales a partir del momento en que dicha práctica es detectada.

La importancia de las causas que la determinan explica –que no justifica– lo extendido de esta práctica en el mundo occidental. La primera de ellas, el aumento progresivo de denuncias – y agresiones – contra los médicos ante errores o supuestos errores. En segundo lugar, la inseguridad que puede sentir el propio médico ante una determinada situación clínica frente a un paciente cada día más exigente e “informado” a través de Internet. En tercer lugar, y especialmente en nuestro medio, la incapacidad casi absoluta que tiene el médico de gestionar sus condiciones de trabajo en la asistencia pública (tiempos, ritmos, recursos, etc.). Rehusar la medicina defensiva en estas condiciones conduce a aumentar el riesgo personal.

Además de la convicción individual de que la práctica de la medicina defensiva es éticamente reprobable por injusta y no equitativa, será necesario, a mi juicio, un compromiso por parte del colectivo médico y de las autoridades sanitarias en la siguiente dirección: 1. Elaboración de protocolos y guías clínicas (24) por parte de comisiones de expertos, y en base a criterios de coste/efectividad, para las situaciones clínicas más frecuentes, cuyo cumplimiento por parte del médico sea, sin menoscabo de su libertad de decisión y de su responsabilidad en cada caso, garantía de buena práctica. 2. Reciclaje reglado obligatorio, y quizás recertificación, con la finalidad de mantener la competencia del médico en conocimientos y habilidades, a la vez que adecuar su capacidad de resolución ante las exigencias cambiantes y mantener la confianza en sí mismo. 3. Por último, y a mi juicio lo más importante, progresar en la autorregulación de la profesión para que en el diseño del acto médico primen los criterios clínicos por encima de los administrativos y de productividad, y cada profesional pueda ser dueño, dentro de límites razonables, de sus tiempos, sus ritmos de trabajo, su dedicación a cada paciente y de los recursos a su alcance, como haría en una consulta privada que él mismo gestionara. Sólo con estas premisas resulta razonable atribuir a los médicos las responsabilidades que actualmente se les exige en la asistencia pública.

7. El compromiso con la profesión. La devaluación del contrato social al que me he referido anteriormente se alimenta de los errores de ambas partes: una administración rígida y excesivamente centralizada que reduce al mínimo la capacidad de autorregulación de la profesión, por una parte y, por otra, la renuncia de muchos profesionales al compromiso con la profesión, con su desarrollo, con el mantenimiento de sus valores y con la lucha para recuperar la autonomía de gestión. Esta indiferencia, apatía o desmotivación, presente también a la hora de adquirir responsabilidades en el seno de las instituciones y que es sin duda uno de los frenos a la gestión clínica, se escuda a menudo en una mística del acto clínico en detrimento de la valoración del acto de gestión de los recursos, igualmente importante para el bien común. Como en tantos otros aspectos de la vida, quejarse de cómo se lleva a cabo la gestión sin tener la más mínima voluntad de participar para mejorarla, sólo conduce a profundizar en las diferencias y a hacer más difícil, si cabe, el acuerdo entre ambas actividades.

 

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