INTRODUCCIÓN
La celebración en fechas recientes del 175 aniversario de la creación del Cuerpo de Veterinaria Militar en España, es un motivo para la revisión de la aportación de la veterinaria militar a la sociedad española en áreas distintas que la del Ejército.
Al igual que otras muchas enfermedades, el muermo ya era conocido en la Antigüedad y aparece formando parte de las obras de los autores clásicos con las denominaciones de malida, malis, maleus o morbus.1 1 Lo encontramos en diversos capítulos de la Hipiátrica griega entre ellos varios de Apsirto (siglo IV),2 y también Vegecio (siglos IV-V) le dedica en su Mulomedicina los primeros capítulos del primer libro,1 lo que es indicativo de la importancia de este proceso y las pérdidas que debió provocar entre los équidos ya en los primeros siglos de nuestra era.
También es común dedicar espacio al muermo en textos de albéitares y, posteriormente, de veterinarios. Esta zoonosis producida por la bacteria Burkholderia mallei, y que afecta fundamentalmente a los équidos, ha causado verdaderos estragos en los caballos del Ejército. Pérez García y Saíz Moreno,3 que ofrecen un listado de los principales focos de muermo en el Reino de España desde 1301, citan la epizootia de esta enfermedad en Mallorca a finales del siglo XVIII.
Las importantes epizootias que se extendieron por Europa en este siglo constituyeron una de las razones de la creación de la primera Escuela de Veterinaria del mundo, la de Lyon, surgida por iniciativa de Claude Bourgelat, que impartió sus primeras clases en 1762. Hours4 aporta algunos datos sobre las epizootias en la généralité de Lyon de 1757 a 1787 y, aunque la mayoría afectan a bóvidos, anota dos focos de muermo (en 1760 y 1783). A partir de 1762 se envió a los alumnos de la Escuela e incluso a veterinarios a la zona para controlar las enfermedades, pero antes de esa fecha eran los campesinos quienes administraban los cuidados a los animales enfermos o incluso podía ser el juez quien prescribía medidas de aislamiento, como ocurrió en los casos de muermo de 1760. En 1766 se crea la Escuela de Maisons-Alfort en París y paulatinamente se fundan Escuelas en el resto de países.
A diferencia de los países de nuestro entorno, en los que no existía regulación de la profesión veterinaria antes de la creación de las Escuelas, en España los albéitares debían realizar un examen tras haberse formado por pasantía con un albéitar titulado, tras lo que quedaban capacitados para trabajar en pueblos y ciudades. En el Ejército la formación se realizaba junto a los mariscales militares.
La primera escuela española, la Real Escuela de Veterinaria de Madrid, comenzó a impartir clases en octubre de 1793. Y las epizootias que afectaban a nuestro ganado también tuvieron mucho que ver con su fundación, como indicó Malats5 en la Oración que leyó en la apertura oficial de la Escuela, además de la mejora de la albeitería y de la producción animal, aunque no fueron estos los principales objetivos sino la dotación de técnicos expertos para el Ejército, tal como sucedía, por ejemplo, con médicos y cirujanos de la Armada.6 Desde su gestación, la Real Escuela de Veterinaria de Madrid tuvo un fuerte componente militar, siendo sus primeros directores Segismundo Malats, mariscal mayor del Regimiento de Dragones de Lusitania, e Hipólito Estévez, mariscal mayor del Regimiento de Dragones de Almansa. El príncipe de Monforte, inspector de Dragones y protector de Malats, fue comisionado por el Rey para poner en marcha la Escuela de Veterinaria junto con el conde de la Cañada, quien en octubre de de 1792 pidió ser exonerado del cargo debido a sus múltiples ocupaciones (había sido nombrado gobernador del Real y Supremo Consejo de Castilla), ocupando su lugar Domingo Codina, consejero de esta misma institución. La previsión para el primer año era que únicamente se matricularan 24 alumnos seleccionados entre los Regimientos de Dragones, y que el segundo año se admitieran otros 24, esta vez de Caballería. Así, los dos primeros años solo ingresarían alumnos de procedencia militar, aunque el curso comenzó con 30 alumnos internos (militares) y 12 externos (civiles). A los cuatro años se esperaba alcanzar la cifra de 96 alumnos.2 7 La Escuela dependía del Ministerio de la Guerra, considerándose como un centro militar de enseñanza.8
Igual que en Francia, a finales del siglo XVIII el muermo afectaba considerablemente a las caballerías en nuestro país. Una diferencia con Francia la constituía la existencia y desarrollo de la albeitería, gracias a la cual aquí contábamos, al menos en teoría, con profesionales preparados para hacer frente a esta enfermedad. Pero la precariedad de muchas zonas, la falta de albéitares en otras (en las que el herrador se encargaba también de las enfermedades de los animales) y su preparación no siempre actualizada, dificultaban sobremanera tanto el diagnóstico como la adopción de las medidas adecuadas para su control. Un texto ampliamente utilizado por los albéitares era el de Francisco García Cabero, Instituciones de Albeytería y examen de practicantes en ella, cuya primera edición es de 1740, y que fue uno de los textos más importantes utilizados en el examen de pasantía.9 En 1816, se volvió a imprimir con unas importantes adiciones a cargo de Agustín Pascual (y también de Bernardo Rodríguez, como «Notas del Proto-Albeyterato»). Observamos que la adición al muermo y las notas son más extensas que lo escrito originalmente por García Cabero, comenzando así: «Siendo el muermo la enfermedad que debe llamar mas la consideracion de los facultativos, y tratándola Cabero tan confusa como inmetódicamente, es preciso que esta adicion sea mucho mas dilatada que las demas.». Describe Pascual los tipos de muermo, de destilación y hace hincapié en el contagio, que en aquellos años estaba en duda, para acabar con su tratamiento.10
Parece, pues, que a finales del siglo XVIII los conocimientos que tenían los albéitares sobre el muermo no eran profusos, exceptuando, por supuesto, a la Real Escuela de Veterinaria y su área de influencia, al igual que el Ejército, que contaba con mariscales mayores (albéitares o veterinarios) eficientes y preparados en su mayoría. Y teniendo en cuenta su característica de enfermedad grave y contagiosa, la intervención y ayuda proporcionada por los mariscales mayores y por los profesores de la Escuela de Veterinaria resultó fundamental para su control en aquellas zonas donde se presentaba.
Detallaremos su actuación en dos de estos casos, controlados por Francisco González y por Ramón Martín, ambos mariscales mayores, para evidenciar el importante papel del Ejército en su auxilio a la sociedad civil en un problema capaz de proporcionar grandes quebrantos económicos y también sanitarios.
FRANCISCO GONZÁLEZ. EPIZOOTIAS DE MUERMO EN ARAGÓN
Francisco González Gutiérrez nació probablemente en Ainzón (Zaragoza) hacia 1760. Hijo del mariscal mayor de la Real Brigada de Carabineros (Juan Félix González) ingresó siendo joven en el Ejército sirviendo como herrador y albéitar junto a su padre. En 1783 fue nombrado mariscal mayor del Real Colegio de Ocaña, pasando en 1789 a ocupar este mismo puesto en el Regimiento de Caballería de Farnesio, donde permaneció hasta octubre de 1797 en que pasó a ser maestro de la Real Escuela de Veterinaria de Madrid. Sirviendo en este regimiento, Francisco González hizo «toda la ultima guerra con la Francia, excepto el tiempo que S.M. tuvo avien tenerlo en la ciudad de Borja, para combatir una enfermedad epidémica que padecia el ganado caballar y mular del partido de dicha ciudad», según certifica el sargento mayor.11
Al inicio de 1793, estando el regimiento en Aragón, Francisco González comunicó a Malats y Estévez la existencia de una epidemia de muermo que afectó a las caballerías de Novillas y Agón, corregimiento de Borja. Los ya nombrados directores de la Escuela de Veterinaria, también mariscales mayores, cursaron la solicitud correspondiente que, vía protectores de la Escuela y ministro de la Guerra, llegó al Rey, quien ordenó que Francisco González acudiera a los pueblos afectados con las oportunas instrucciones de los directores para controlar la enfermedad.12
El trabajo meticuloso desarrollado por González generó un buen número de documentos13 que permiten reconstruir sus actividades, de las que dio cuenta a los directores de la Escuela quienes a su vez informaron a los protectores, responsables ante el conde de Campo-Alange, ministro de la Guerra. Así, conocemos su llegada a Borja en mayo de 1793 y su presentación al corregidor, quien había recibido aviso para que le auxiliara en lo preciso. Inmediatamente González procedió a registrar y reconocer los animales de Agón, indicando el número de mulas, mulos, caballos y yeguas, edad, estado de salud, nombre de sus dueños, animales muertos y cualquier nota de interés. En total reconoció 84 animales, separando los sanos de los enfermos, instauró tratamiento, condenó las caballerizas que habían albergado animales muertos y señaló los nueve animales que debían desinfectarse. Matías Cabero, alcalde de Agón, lo certificó el 24 de mayo.
A continuación se trasladó a Novillas para realizar la misma labor, constatando que los animales también padecían sarna. Pero el mayor problema lo constituyeron los dueños, que se negaron a poner en marcha las medidas dictadas por González, entre ellas estabular a los animales ya que, además de los medicamentos, les suponía un gasto en comida que no tenían cuando los animales estaban en el campo. Además, encontramos referencias a un registro que se hizo el 23 de marzo (suponemos que por González, es posible que este fuera su primer contacto con la epizootia en Novillas y la razón de su escrito a Malats y Estévez), notando que faltaban algunos dueños y también animales registrados entonces, constatando que se vendieron algunas yeguas en Zaragoza. Todo fueron problemas que dificultaban el control de la epizootia. Con estos datos, el Ayuntamiento decidió consultar con su maestro albéitar y los de los pueblos vecinos. La reunión de los albéitares de Borja, Gallur, Alagón, Magallón, Fréscano, Cortes de Navarra, Buñuel de Navarra y Mallén con el mariscal mayor se produjo el 1 de junio. Tras registrar de nuevo los animales, dichos albéitares concluyeron que debían aplicarse las medidas necesarias: los once animales infestados no podían salir al campo, debían desinfectarse los establos donde hubieran estado estos y los animales muertos, tratar a los que hubieran estado con los enfermos, etc. La desobediencia de los vecinos de Novillas llegó al extremo de que, habiendo observado en el primer registro una mula en muy mal estado, y habiéndoles indicado que en caso de muerte debía preservarse para realizar la necropsia, «inadvertidamente la arrojaron al río Ebro».
La reunión de los albéitares no debió ser tan pacífica como parece desprender la certificación del alcalde de Novillas, donde se indica que Francisco Gonzaléz leyó «cuantos incidentes han ocurrido sobre el particular desde mucho antes que lo comisionase S.M. en cortar y extinguir este virus», lo que prueba su conocimiento previo de la situación. Comprobamos también que el albéitar de Mallén (Joaquín Martín) ha asistido los ganados enfermos de Novillas sin aplicar las medidas necesarias, para así agradar a los vecinos. González sugiere que se le obligue a utilizar los métodos curativos pactados en la reunión de albéitares.
Ciertamente los habitantes de Novillas no podían afrontar los gastos necesarios para tratar a sus animales, e incluso el Ayuntamiento del pueblo lo certificó. Francisco González escribió que convendría suplicar a S.M. que se hiciera cargo de los gastos «pues de otro modo creo que nada se consiga particularmente en Nobillas». Aconsejaron los directores que los animales menos afectados se mantuvieran en los pastos excepto para administrarles el tratamiento, que los previsiblemente incurables se sacrificaran y que el resto se estabulase.
Casi dos meses después del reconocimiento de los animales de Agón, el parte de 14 de julio sobre los nueve animales enfermos indica los ocho que han sanado y la muerte del perteneciente a Pedro Ordiola. Se incluyen actas de tres necropsias, con la firma de los albéitares que asistieron a ellas, las reflexiones de Francisco González y citas a autores como Bourgelat o Chabert. La necropsia realizada al macho de Pedro Ordiola incluye un detallado diario desde el 23 de mayo, fecha en que se registró, hasta el 20 de junio en que se sacrificó; y también los síntomas anteriores y el tratamiento que le aplicó el albéitar de Magallón antes de la llegada de González.
El eficiente mariscal no examinó únicamente a los animales, sino que revisó los prados de Agón. En el principal, el más utilizado, observó mucha agua remansada que contribuía al problema sanitario, y propuso dos medidas para solucionar su drenaje calculando incluso su presupuesto (200 y 100 pesos) e incluyendo un plano. Su informe final abordó todos los aspectos que podían estar relacionados con la epizootia en cuestión.
El 20 de diciembre, Malats y Estévez comunicaron a Codina el control de la enfermedad en Agón y la imposibilidad de controlarla en Novillas debido a la pobreza de sus vecinos, por lo que solicitaron el auxilio del Rey sin el cual no sería posible librar del muermo a los animales de este pueblo.
En la apertura oficial de la Escuela de Veterinaria, Malats aludió a los buenos resultados obtenidos en el control del muermo en Aragón, a la vez que ofreció su ayuda cuando la solicitaran los Justicias de los pueblos,5 tal y como se publicó en la Gazeta de Madrid.14 Precisamente lo que hizo Joseph Beyas, alcalde de Biota, adjuntando el informe de Isidro Lozano (albéitar de Sádaba) sobre el muermo que afectaba a los équidos en Biota desde 1788. Los directores trasladaron el caso a Codina indicando que Francisco González, que se encontraba en Aragón, se haría cargo también de este brote, a la par que solicitaban de S.M. las órdenes necesarias para que el corregidor de las Cinco Villas le asistiera en lo que precisara.13 El mariscal mayor del Regimiento de Caballería de Farnesio seguiría comisionado en Aragón atendiendo focos de muermo, enfermedad a la que posteriormente dedicaría parte de su obra escrita.
RAMÓN MARTÍN. EPIZOOTIA DE MUERMO EN MALLORCA
Parece ser que el muermo era desconocido en Mallorca hasta el siglo XVIII, cuando las tropas españolas llegaron a la isla. A finales de 1794, la Junta Superior de Sanidad comunicó al alcalde de Felanitx que enviaba un secretario y dos albéitares para inspeccionar la epidemia que afectaba sobre todo a los asnos y había ocasionado casi 30 muertes en un solo día; unos años más tarde se detectó en los cuarteles del Regimiento de Dragones de Numancia, cuyo mariscal mayor, Ramón Martín, la diagnosticó y trató.15 Enrique Fajarnés y Tur, médico e historiador balear, presentó en la Real Academia de Medicina de Palma un trabajo con el título “Epizootia de muermo padecida en Mallorca en 1801”, que fue publicado en la Revista Balear de Ciencias Médicas16 y, posteriormente, en La Veterinaria Española.17
Ramón Martín, veterinario de la primera promoción de la Escuela de Madrid,3 18 es nombrado en enero de 1801 mariscal mayor del Regimiento de Dragones de Numancia, para atender a sus caballos que habían sufrido unas 50 bajas en tan solo un año.15 Martín examinó los caballos enfermos y ante la sospecha de muermo, no solo examinó al resto de animales del cuartel sino que investigó los équidos de la isla. Los datos que obtuvo le convencieron del diagnóstico, constatando que la enfermedad se había difundido. Se sacrificaron los caballos más graves y se establecieron estrictas medidas de aislamiento y desinfección. Pero además, prohibió que los soldados que habían atendido a los enfermos tuvieran trato con otros caballos, estableciendo un periodo de distanciamiento de quince días. Cuando las autoridades de Palma se enteraron de la epizootia y tuvieron en su poder el informe que solicitaron al mariscal mayor, comprendieron la importancia de aplicar las medidas adecuadas en toda la isla para evitar el contagio de la enfermedad. Encargaron a Ramón Martín que escribiera un tratado sobre el muermo con el fin de difundirlo a todas las partes de la isla e informar a los vecinos sobre las medidas que debían adoptar (figura 1).16 Escribió el mariscal mayor el Discurso Instructivo… en castellano, y el consistorio palmesano, a pesar de la Real Cédula que firmó Carlos III el 23 de junio de 1768 «para que en todo el Reino se actúe y enseñe en lengua castellana», pagó en diciembre de 1801 diez duros de plata al doctor Nadal Espino para traducirlo al mallorquín,19 publicándolo en edición bilingüe.20 Esto pone de manifiesto su interés por hacer llegar a toda la isla las instrucciones precisas para reconocer y atajar la epizootia que afectaba al ganado equino desde hacía ya algunos años.
El Discurso Instructivo… está impreso en 21 páginas en cuarto, a dos columnas en castellano y mallorquín (figura 2). Comienza con la definición de muermo y su clasificación en común y verdadero, este último de carácter crónico. Especifica sus síntomas en los cuatro grados de la enfermedad, desde el primero con síntomas diversos, el segundo solo con destilación nasal, el tercero en que la destilación puede ser purulenta junto con problemas respiratorios con posible pulmonía y lamparones, hasta el cuarto grado, que raramente llevará a la curación del animal siendo lo más frecuente su muerte. Indica Martín que cuando la enfermedad se manifiesta incurable, el veterinario «debe sacrificar el animal para evitar los riesgos de contagios funestos que pueden acontecer».20 Sigue con el tratamiento adecuado a cada fase del proceso, que incluye sangrías, sedales, purgantes, lavativas y baños entre otras medidas, incluyendo varias recetas. Fundamental es la parte final que detalla las medidas a tomar tanto si el animal cura como si muere, y que consisten en derribar los pesebres, picar las paredes de la cuadra y revocarlas de nuevo, desempedrar y volver a empedrar la cuadra, quemar todos los arreos del animal, pasar por el fuego las piezas metálicas y, por último, lavar las vestiduras de las personas que hayan estado cuidando al animal y evitar su contacto con los animales sanos durante quince días. No hay duda de que la impresión y difusión por toda la isla de estas instrucciones, encargadas y mandadas traducir por el consistorio, contribuyó en gran medida a que toda la población tomara conciencia de la gravedad de la epizootia y a su erradicación.
ACERCA DEL CONTAGIO DEL MUERMO
Acertados estuvieron en este punto los mariscales mayores, pues Ramón Martín no parecía tener dudas acerca de la capacidad de contagio del muermo o, por lo menos, se mostró precavido al respecto. Y de igual manera actuó Francisco González quien, en su libro manuscrito dice que el muermo verdadero y el común son contagiosos, mientras que los demás no lo son.21 La opinión mayoritaria a finales del siglo XVIII era que el muermo se contagiaba. Pero pronto surgieron dudas y en 1806 Agustín Pascual escribió: «yo no voy á decir que el muermo no es contagioso, sino á manifestar que dudo que lo sea»,22 opinión que mantenía diez años más tarde cuando se expresó con las mismas palabras.10 Se pasó de la creencia en el contagio del muermo a la duda y a la opinión de que no se contagiaba. Nicolás Casas escribió en 1853 que, aunque él había sostenido que esta enfermedad no era contagiosa, ahora existían los suficientes datos además de la experiencia propia, para no dudar de su contagio, no solo entre los équidos, sino también de ellos al hombre. Pero no era eso lo que se estudiaba en la Escuela de Veterinaria a comienzos del siglo XIX. En palabras de Casas: «Pocos son los veterinarios españoles, sobre todo de los que concluyeron sus estudios desde el año 1817 al de 1846, que no tengan la idea de que el muermo no es contagioso, porque asi lo aprendieron y asi se les enseñó».23
Muestra de ello es el informe firmado por Carlos Risueño y José María de Estarrona, secretario de la Escuela, el 12 de noviembre de 1831,24 redactado por la Junta de la Escuela de Veterinaria por mandato del protector. Solicitado a instancia del Inspector General de Caballería y del Capitán General de Granada, requería su parecer en relación a posibles enfermedades contagiosas observadas en caballos del Regimiento de Caballería de Vitoria. La Junta estudió la certificación del veterinario de Málaga José Pascual en la que describe las enfermedades en cuestión (fundamentalmente muermo, lamparones y tisis pulmonar) y las medidas aplicadas por él y el mariscal mayor. Cuando el informe aborda el contagio del muermo, dice que «no se considera en el día como tal» y, aunque la Junta reconoce que este es un punto bastante delicado en el que no siempre están de acuerdo los autores, entiende que los partidarios del contagio son los antiguos, pues «los modernos casi todos convienen en la incontagiabilidad del muermo».
APORTACIÓN DE LA VETERINARIA MILITAR EN ESTAS EPIZOOTIAS
Demostrada la relación de la Escuela de Veterinaria de Madrid con el Ejército, tanto por parte de sus directores, protector y su dependencia del Ministerio de la Guerra como por ser uno de sus fines la formación de veterinarios para el Ejército, hemos comprobado que los mariscales mayores actuaron en la sociedad civil diagnosticando y tratando a los animales afectados de muermo, colaborando con los albéitares de la zona. En los dos casos expuestos se aprecian algunas diferencias, pues aunque tanto Francisco González como Ramón Martín son mariscales mayores, el primero es albéitar compañero de Malats y Estévez y futuro profesor de la Escuela, mientras que el segundo es veterinario alumno de Malats y Estévez.
En el caso de Aragón, encontrándose González de servicio con su regimiento se percató de la existencia de la epizootia comunicándolo a los directores de la Escuela, quienes cursaron la solicitud para que el rey lo comisionara a la zona; la comunicación de González fue en todo momento con Malats y Estévez, quienes a su vez transmitían los partes al protector quien rendía cuentas al ministro. La enfermedad que diagnosticó no afectó a los caballos de su regimiento, sino a los équidos de las poblaciones de Novillas y Agón. Sin embargo, la epizootia que diagnosticó Ramón Martín aconteció en los caballos del Ejército y fue nombrado mariscal mayor después de su aparición; pero al ser consciente del contagio, investigó el estado en que se encontraban los caballos de la isla.
En ambos casos estamos ante dos focos de muermo de algunos años de duración, en áreas rurales, a los que no se prestaba la debida atención debido probablemente a la pobreza de la población, que no podía sufragar los gastos del tratamiento, unido al curso muchas veces crónico de la enfermedad lo que permitía que el animal afectado siguiera trabajando. Por otra parte, en el caso de Mallorca es posible que, si realmente no se presentó muermo hasta el siglo XVIII, los albéitares no identificaran esta enfermedad como una de las corrientes en su zona.
Sin duda, el trabajo de los mariscales gozaba de algunas ventajas respecto a la actuación de los albéitares rurales. Además de contar con mayor información, posiblemente un mejor acceso a los textos profesionales y un importante contacto con la Escuela de Veterinaria, debemos tener en cuenta su autoridad reforzada por el uso de su uniforme (figura 3). Los albéitares vivían en los pueblos, los vecinos eran sus clientes y en muchos casos no querían indisponerse con ellos, como hemos visto en los informes de Francisco González. Otras veces serían los propietarios quienes no aplicaran el tratamiento indicado. Pero cuando el mariscal llega acompañado de un oficio dirigido al corregidor con orden de que ponga todos los medios que precise a su disposición, no solo los vecinos sino también los albéitares deben colaborar. Importantes son las reuniones del mariscal con los albéitares para consensuar las medidas a tomar, realizar las necropsias, reseñar los animales, etc. En el caso de Mallorca fue fundamental el interés de Ramón Martín en inspeccionar los animales de la isla en cuanto sospechó que se encontraba ante una enfermedad contagiosa y su disposición, a petición del Ayuntamiento, para escribir el Discurso Instructivo … que llevó a todos los rincones de la isla información sobre la enfermedad. De igual manera, la aplicación estricta en los dos casos de medidas destinadas a frenar el contagio incluyendo el sacrificio de los animales cuando era necesario fue fundamental para atajar el problema. No tenemos duda de que sin la labor de estos mariscales mayores, la evolución de estas epizootias hubiera sido menos favorable.
CONCLUSIONES
A lo largo del siglo XVIII, la política centralista desarrollada por la dinastía borbónica necesitaba de un Ejército potente y bien formado. Una de las medidas derivadas fue la creación de la Real Escuela de Veterinaria, que en poco tiempo proporcionó al Ejército veterinarios modernos, bien formados y al día en cuanto a conocimientos. Sin embargo, y de manera similar a la actual Unidad Militar de Emergencias o a los miembros de la Sanidad Militar en operaciones en el extranjero, la capacidad y disposición para hacer frente a problemas veterinarios de la población se puso de manifiesto rápidamente, dada su mejor formación y su autoridad, ofreciendo unos resultados muy satisfactorios y asentando su prestigio entre la población.