Sí, sí, por lastimado y jodido que uno esté, siempre puede uno encontrar contemporáneos en cualquier lugar del tiempo y compatriotas en cualquier lugar del mundo. Y cada vez que eso ocurre, y mientras eso dura, uno tiene la suerte de sentir que es algo en la infinita soledad del universo: algo más que una ridícula mota de polvo, algo más que un fugaz momentito. Eduardo Galeano, "profesión de fe" en el Libro de los abrazos.
INTRODUCCIÓN
En el año 2009 desarrollé un proyecto denominado “Espacios para el recuerdo” (http://espaciosparaelrecuerdo.com/) cuyo propósito fue transitar de los lugares de la memoria a las geografías de la memoria en un grupo de madres y padres que perdieron hijos en la isla de Tenerife. La experiencia puso de manifiesto la importancia de las relaciones entre la memoria, el espacio geográfico y la construcción de significados, ligados, sin lugar a dudas, a la continuidad de vínculos con los seres queridos fallecidos. Dicho proyecto nos habla de un espacio de visibilización de las conversaciones y prácticas de madres y padres relacionadas con la muerte de sus hijos: Un camino de lo invisible a lo hipervisible, nacido de la revisión, intrínsecamente visual, de las prácticas rituales relacionadas con la muerte y el recuerdo a los muertos, y el itinerario de visibilidad a espectáculo, el cual en ocasiones pareciera confundirse en nuestra sociedad, construido en la realidad de la cultura postmoderna que nos toca vivir, donde las fronteras de las definiciones de los múltiples elementos caracterizan un espacio confuso y extenso que cómodamente llamamos lo visual, nada fácil de determinar en ocasiones. El tiempo de las prácticas culturales está cargado de consecuencias y significados. Las descripciones atemporales quitan a estas prácticas su política y su importancia cultural (Rosaldo, 2000:130).
Han pasado algunos años y sigo teniendo la sensación de que me queda mucho por avanzar en el entendimiento de los conceptos tiempo, recuerdo y construcción de la memoria, pues hay aún muchas cuestiones por redefinir y concretar. Mientras, el vocabulario académico y político sobre el tiempo y la memoria, o incluso en el marketing patrimonial y turístico, han surgido y cristalizado expresiones significativas en este sentido que hablan de los lugares (y no-lugares) de la memoria, de los espacios de memoria, de los paisajes memoriales (o paisajes de memoria), de los itinerarios y caminos de la memoria, y un largo etcétera. Incluso en este sentido el estudio de las dimensiones geográficas de la memoria ha generado una abundante literatura y perfilado una línea de investigación emergente que algunos autores han venido a denominar “la geografía de la memoria” en la cual convergen aportaciones procedentes de disciplinas muy diversas como la geografía cultural, la geografía histórica, la geografía política, la geografía urbana y la geografía feminista, sin olvidar la historia del pensamiento geográfico. Profundizan en aspectos relativos a la geografía política (Till, 2003) y la geografía cultural (Johnson, 2004), Johnston et al. (2000), Lévy y Lussault (2003), Foote y Azaryahu (2007). Ya Pierre Nora acuñó el término “lugar de memoria” como una noción clave, si no principal, en los estudios que se realizan sobre la memoria colectiva donde incluye los aspectos que se plantean desde la disciplina geográfica y que es resultado de un ambicioso proyecto historiográfico, Les lieux de mémoire, en el cual explora los símbolos de la identidad nacional francesa (realizado entre 1984 y 1992) (Nora, 1997).
La descripción y el análisis del carácter específico que asumen el espacio y el tiempo en la experiencia humana constituyen una de las tareas más atrayentes e importantes de la filosofía antropológica, por lo que es una suposición ingenua e infundada considerar la apariencia del espacio y del tiempo como semejante para todos los seres. Hace años que las madres y padres en duelo se encargaron de enseñármelo. Por ello la primera cuestión clara en el presente análisis es que existen tipos diferentes de vivir la experiencia espacial y temporal, en el que no todas las formas se encuentran en el mismo nivel, de manera simplificada podemos entender que un nivel más bajo corresponde a un espacio - tiempo orgánicos, físicos, y un nivel más alto al que podemos considerar un espacio - tiempo simbólicos.
Pero permítanme que nos acerquemos a esta cuestión a través del pensamiento complejo el cual busca reintegrar al observador en su observación e incluso disolver la mal llamada objetividad en el seno de la subjetividad. Y que en el caso particular de la dimensión tiempo como elemento del conocimiento, aunque parezca que nos ubicamos en un espacio entre ciencia y filosofía, busco sencillamente que seamos capaces de reflexionar y discutir en torno al constructo tiempo. Me interesa la complejidad del desafío tanto como la respuesta final, una complejidad que no es ajena a la imperfección pues incluye incertidumbre y reconocimiento de lo irreductible. Aunque la simplificación es necesaria debe ser relativizada, a la par que consideramos que contradicción e incertidumbre están presentes como puntos de partida, a la vez que el mito de la simplicidad ha sido fecundo para el avance del conocimiento científico (Morin, 2004: 143).
El tiempo es parte de nuestra experiencia cotidiana en formas y sentidos que se nos aparecen como “naturales”, pero son profundamente culturales, y un componente fundamental de la situación social. Aunque a priori creemos en la universalidad del mismo, dividido en presente, pasado y futuro, dichos tiempos adquieren o pueden adquirir una valoración diferente en unas u otras culturas, lo cual hace necesario y decisivo en los trabajos etnográficos definir los conceptos relativos al mismo y que avancemos en dicha comprensión.
Cada cultura vive la temporalidad desde la diversidad de modo que no existe una única percepción del tiempo, sino una gran diversidad de experiencias y de representaciones. De hecho, una de las principales dificultades de adaptación de las personas a una nueva sociedad o a una nueva cultura es la manera como esta sociedad entiende el tiempo, es decir, su organización y la gestión del mismo y la secuencia de los hechos o de las acciones en la resolución de los problemas.
La mayoría de etnógrafos prefieren estudiar eventos que tienen localizaciones definidas; en el espacio, por centros marcados y bordes externos; en el tiempo, por mitades y finales, y en la historia, parecen repetir estructuras idénticas, al hacer hoy cosas que fueron hechas ayer. esta definición y certeza liberan dichos eventos de la confusión de la vida cotidiana, de tal modo que pueden ser “leídos” como artículos, libros, o, decimos ahora, textos (Rosaldo, 2000:33).
Esta temporalidad que en la mayoría de las investigaciones pasa desapercibida reclama nuestra atención al menos por dos razones: La primera es que su estudio muestra los límites del pensamiento antropológico mismo. Si bien la etnografía ha mostrado múltiples formas en las que el tiempo puede ser vivido, entendido o incluso ignorado por muchos grupos, las nociones temporales, intrínsecas a las culturas, nos han llevado a describir nociones alternativas a las nuestras como equivocas o no acordes a la realidad, anteponiendo nuestras convicciones y subestimando otras formas de entender el mundo. Queda muy lejos aquella expresión que utilizaban los antropólogos con orgullo de “el presente etnográfico” para designar un modelo lejano de escritura, que normalizaba la vida, al describir actividades sociales como si todos los miembros del grupo las repitieran siempre de la misma manera. Generalmente asumimos que partimos de la verdad última con respecto a la naturaleza del tiempo, a pesar de vivir nuestras experiencias cotidianas de éste como fragmentario y múltiple, y siempre ligado a contextos específicos (Harvey, 1989) además “la ciencia”, se adjudica el saber sobre otras formas de conocimiento (Asad, 1973; Said, 1978; Said, 1989; Mahmood, 1996). Y una segunda razón, quizá más importante en el estudio transcultural y la teorización sobre el tiempo, es el uso que las nociones temporales tienen para justificar las relaciones de poder existentes. La reflexión sobre nuestras concepciones del tiempo muestra el lugar que éstas juegan dentro de las relaciones interpersonales, las relaciones entre grupos sociales y las relaciones entre naciones y grupos de naciones. De modo que nuestras concepciones del tiempo apoyan y justifican las relaciones de poder. Sobre ello volveremos más adelante.
EL TIEMPO EN EL TIEMPO
Poco se ha escrito sobre el tiempo cultural en otras culturas y de esa mezcla de libertad y confusión que experimentamos cuando dejamos a un lado el mismo. De hecho, quién no conoce a personas que son incapaces de acomodarse a la disciplina del tiempo, incluso otras culturas. La realidad es que “nosotros” tenemos una disciplina del tiempo y “ellos” tienen alguna otra.
Fiel a su vocación colonialista, la antropología ha tomado, en el análisis del tiempo, la visión del mismo de los antropólogos en controversia como el repositorio de la verdad sobre el tiempo y las posibles formas de vivirlo. Razón por la cual, la teoría antropológica contemporánea ha comenzado a deconstruir esta visión analítica clásica como un ejercicio más del poder retórico sobre el conocimiento y en particular, sobre las percepciones evolucionistas institucionalizadas sobre el mismo.
El sagrado legado que Etnógrafo Solitario manifestó a sus sucesores incluye la complicidad con el imperialismo, un compromiso con el objetivismo y una creencia en el monumentalismo. El contexto del imperialismo y el gobierno colonial dieron forma al monumentalismo de reseñas sin tiempo sobre culturas homogéneas, y al objetivismo de una división estricta del trabajo entre el etnógrafo “objetivo” y “su nativo” (Rosaldo, 2000:52).
En la filosofía, la idea de que el tiempo tal como lo entendemos es un artefacto cultural y sobre todo el resultado de relaciones de poder, ha sido sugerida por Foucault (Foucault, 1969; Foucault, 2001) y desarrollada por Norbert Elias (1984) y otros autores (Vesperi, 1985; Rabinow, 1989; Herzfeld, 1991; Vargas Cetina, 1995; Greenhouse, 1996). Discute la idea de que el tiempo no tiene necesariamente un carácter progresivo ni lineal, y de que el cómputo temporal, sobre todo en cuanto se transforma en cálculos calendáricos, es un instrumento político del Estado que se vincula directamente con los conceptos existentes de justicia, ley y capacidad de agencia (Wagner, 1981; Werbner, 1998).
Aunque las etnografías clásicas hablan a menudo sobre el “análisis diacrónico”, generalmente estudiaban el desplegamiento de las culturas, más que procesos sin límites fijos. Bronislaw Malinowski (1929) introdujo, entre otros, el llamado método biográfico sólo para inventar el ciclo vital compuesto; Meyer Fortes (1979) estudió unidades familiares a través del tiempo, sólo para reproducir el ciclo de desarrollo de los grupos domésticos; Edmund Leach (1965) alargó su perspectiva más allá del tiempo de vida, sólo para reconstruir el móvil equilibrio de un sistema político. En su mayoría, los llamados métodos diacrónicos se utilizaban para estudiar las “estructuras a largo plazo” que se revelaban sólo en periodos de tiempo más extendidos que la duración de uno o dos años de la mayor parte del trabajo de campo. Así, las formas sociales perdurables continuaban siendo objeto de conocimiento antropológico.
Dos grandes pensadores contemporáneos que han propuesto que los tiempos lineal y progresivo están fundamentalmente cargados de relaciones de dominación son Pierre Bourdieu (Bourdieu, 1977; Bourdieu, 1980) y Johannes Fabian (1983), a quienes denomino como contemporáneos pues comparten un tiempo común, aunque Fabian de manera diferente a la de Bordieu también aboga por una teoría de la práctica, una interpretación probabilística de las estrategias engendradas por el hábito. Alfred Gell (1992), por su parte, sostiene la hipótesis de la existencia de un tiempo universal fuera de nuestras conciencias, aunque acepta la relación entre calendario y poder estatal. Carol Greenhouse (1996), propone que el tiempo, en particular en sociedades altamente centralizadas, es un instrumento de poder que las élites tratan de imponer a las clases subordinadas, las cuales se oponen a ese control mediante diversos tipos de prácticas de resistencia.
Debemos a Johannes Fabian (1983) la formulación de los conceptos, ahora comunes en la antropología interpretativa, de alocronía y coevalidad para describir la relación de poder existente detrás de la representación de distintas sociedades como puntos espaciales de una escala temporal. Este autor no se preocupa por caracterizar lo que el tiempo pueda ser en las distintas culturas o en la experiencia humana en general, sino por trazar la historia y los efectos políticos de nuestra comprensión cultural del tiempo. Pues considera que fue en el siglo XIX cuando la noción judeocristiana del tiempo lineal quedó finalmente establecida en su forma laica, a través de los trabajos de Charles Lyell (1830), Charles Darwin (1889) y otros pensadores contemporáneos (Fabian, 1983: 11-15). Aunque apunta que la antropología no adoptó esta convención, el discurso evolucionista que la antropología todavía utiliza propone que el tiempo no sólo es natural y laico, sino que también está espacializado, puesto que diferentes regiones del mundo están en tiempos diferentes entre sí, de tal forma que unas están más o menos “adelantadas” o “atrasadas” con respecto a otras. Como resultado de ello, la construcción antropológica del otro, por medio de instrumentos temporales, ha implicado asumir la diferencia como una forma de distancia.
Esta conceptualización del tiempo, como un atributo natural espacializado, debe ser vista como la razón epistemológica y no sólo moral, por la cual la antropología se alió a la empresa colonial, y nació como una disciplina fundamentalmente colonialista tanto en la investigación como en la escritura y la enseñanza. Fabian dice que en economía y antropología todas las sociedades vivientes han sido puestas “en una cuesta temporal, una corriente líquida de tiempo” en las que unas quedan arriba y otras abajo:
Civilización, evolución, desarrollo, aculturación, modernización (y sus primos, industrialización, urbanización) son todos términos cuyo contenido conceptual se deriva, en formas que pueden ser especificadas, del tiempo evolutivo. Todas tienen una dimensión epistemológica aparte de cualquier intención ética, o no ética, que puedan expresar. Un discurso que emplea términos como primitivo, salvaje (pero también tribal, tradicional, tercermundista, o cualquier eufemismo actual) no piensa, u observa, o estudia críticamente, al “primitivo”; piensa, observa y estudia en términos del primitivo. Siendo primitivo, en este caso, un concepto esencialmente temporal, se convierte en una categoría, no un objeto, del pensamiento occidental(Fabian, 1983: 17-18).
Si bien, el evolucionismo fue rechazado vigorosamente a ambos lados del atlántico, sus sucesores teóricos, como el funcionalismo, el estructural-funcionalismo y el culturalismo retomaron sin problema las concepciones sobre el tiempo subyacentes en el viejo enfoque (Fabian, 1983: 18-19). Es por ello por lo que el autor describe tres usos del tiempo en la antropología contemporánea: físico, tipológico e interpersonal(Fabian, 1983: 21-25), de modo que cada uno de ellos se usa en momentos diferentes, pero los tres juntos caracterizan la producción antropológica en general.
Un tiempo físico que sería el lineal, y que tiene lugar en todos lados al mismo tiempo y que sucede a otros momentos igualmente universales en el tiempo, que engloba a todos los tiempos del mundo y que usa la arqueología como forma de medir el tiempo, una concepción del tiempo cercana a la que prevalece en las ciencias físicas (Lasky, 2002) que bien describe Bergson al decir “dondequiera que algo vive, hay, abierto en alguna parte, un registro en el que se inscribe el tiempo” (Bergson, 1963:452).
El tiempo tipológico, es ése en el que se mide no por una escala lineal ni por puntos de referencia en una escala, sino por eventos, o más bien por intervalos, socioculturalmente significativos (Fabian, 1983: 23). Este sería el tiempo evolucionista que opone “analfabeto” a “letrado”, “tradicional” a “moderno”, “campesino” a “industrial”, y todos los demás epítetos que ponen distancia temporal entre sociedades coevales, entre el tiempo nuestro y el tiempo de los otros. De esta forma, el tiempo pasa a ser una cualidad distribuida desigualmente entre las sociedades del mundo: la alocronía o la adscripción temporal de tiempos pasados a sociedades presentes.
Por último, el tiempo interpersonal es la dimensión temporal como constitutiva de la realidad social, patente en la etnografía de las formas, en las cuales se concibe el tiempo y de los significados que emanan de esta concepción y que usa este tiempo como su referente, como resultado de la acción social y dimensión que es tomada en cuenta en la vida cotidiana de las y los individuos en cada lugar. Fabian da como ejemplo de este uso del tiempo en la etnografía, la descripción que Clifford Geertz hace del tiempo social en Bali (Geertz,1995).
Según Clifford Geertz (1995 [1973]: 308-311) en Bali los individuos no son vistos como personas, en el sentido que nosotros damos al término, sino identificados con respecto a su lugar dentro de una escala de sucesión generacional que, sin embargo, no crea una distinción entre “grupos predecesores”, “grupos contemporáneos” y “grupos sucesores”. Según el autor, todas las personas son vistas como contemporáneas y cuando mueren son olvidadas rápidamente en términos sociales para convertirse en parte del universo de los dioses, desapareciendo como personas sociales de la memoria colectiva de quienes quedan.
La terminología del parentesco balinés no sólo divide a los seres humanos en capas de generaciones en relación con un determinado actor, sino que comba esas capas para crear una superficie continua que une la “más baja” con la “más alta”, por lo cual quizá sería más exacta, en lugar de la imagen del hojaldre, la imagen de un cilindro dividido en seis bandas paralelas llamadas “uno mismo”, “padres”, “abuelo”, “kumpi” [término que designa al bisabuelo y al bisnieto], “nieto”, e “hijo”. “Lo que a primera vista parece una formulación muy diacrónica que hace hincapié en el incesante progreso de las generaciones es, en verdad, una afirmación de la esencial irrealidad -o en todo caso de su poca importancia- de ese progreso. El sentido de secuencia, de series de parientes que se suceden unos a otros a través del tiempo, es una ilusión engendrada por el hecho de considerar el sistema terminológico como si fuera usado para formular la condición cambiante de las interacciones directas entre un hombre y sus parientes a medida que ese hombre envejece hasta llegar a la muerte, como en realidad se usan muchos, si no los más, de tales sistemas. Cuando uno considera, según primariamente lo consideran los balineses, como una sensata taxonomía de los tipos posibles de relaciones familiares que pueden tener los seres humanos (una clasificación de los parientes en grupos naturales), resulta claro que las bandas del cilindro son usadas para representar el orden genealógico de madurez entre personas vivas y nada más. Esas bandas pintan las relaciones espirituales (y, lo que es lo mismo, estructurales) entre generaciones coexistentes, no la situación de generaciones sucesivas en un proceso histórico que no se repite” (Geertz (1995 [1973]: 310-311).
El efecto de esta desindividualización de las personas, junto con la forma de tratar a los muertos como extraños al mundo social contemporáneo es, según Geertz (1995 [1973]: 323), lo que hace que se esfumen tres de las fuentes principales del sentido del tiempo: la noción de que uno y sus semejantes son perecederos, darse cuenta de que hasta qué punto las vidas ya completas de los muertos pasan sobre las vidas incompletas de los vivos, y apreciar el potencial impacto que pueden tener sobre los aun no nacidos acciones emprendidas ahora. “Al minimizar culturalmente estas tres experiencias -la de la fugacidad del presente que evoca nuestro trato con los asociados, la de determinar el pasado que evoca la contemplación de nuestros predecesores y la de la posibilidad de modelar el futuro que evoca el pensamiento de nuestros sucesores- en favor del sentido de una pura simultaneidad, sentido generado por el anónimo encuentro con sólo contemporáneos, los balineses crean aún una segunda paradoja. Vinculada con su concepción despersonalizante de la personalidad, hay una concepción destemporalizante (siempre desde nuestro punto de vista) del tiempo”.
El tiempo intersubjetivo, coloca al observador y a los observados en un mismo tiempo a la vez que evidencia los problemas de temporalización tanto de la investigación como de la escritura sobre ésta. Pero el tiempo físico y el tipológico, en tanto que formas “objetivas” de conceptualizar el tiempo, colocan a las personas en tiempos desiguales: el tiempo físico coloca al antropólogo en el futuro, cuando, lejos del lugar en el que realizó su trabajo de campo, escriba sus resultados de investigación; el tiempo tipológico coloca a las personas observadas en el pasado de la sociedad a la que pertenece el observador. La antropología, por medio de estos usos retóricos, resulta en la negación de la coevalidad, esto es, en la negación de que las personas con las que trabajamos en el campo y nosotros, en tanto que observadores, compartamos o podamos compartir un mismo tiempo. En este sentido, el tiempo alocrónico es el tiempo alterizador, es tiempo del otro.
Susan Philips, ha llamado la atención sobre la calidad del tiempo. En un interesante artículo titulado “Warm Springs' Indian Time”, en el cual critica a la etnografía por reducir el tiempo a los conceptos de segmentación y secuencia. El propósito de su análisis es ampliar el rango de los fenómenos temporales en estudio. Su punto de partida es que el tiempo indígena aparece básicamente cuando los indígenas asisten o participan en eventos indígenas. Al identificar fuentes de indeterminación, Philips ha recorrido parte del camino que desea seguir Rosaldo, como si su análisis comenzara donde termina el de ella y en lugar de concluir con la identificación de las fuentes de indeterminación, empieza sugiriendo que ellas constituyen un espacio social, dentro del cual puede florecer la creatividad. Lo impredecible tiene tiempo propio y permite que la gente desarrolle el cálculo del tiempo, la coordinación, y que pueda responder a las contingencias (Rosaldo, 2000:137-138)
Pierre Bourdieu (Bourdieu, 1972; Bourdieu, 1980) propone que una de las razones por las cuales los modelos antropológicos no pueden dar cuenta de las situaciones específicas que representan, es porque en ellos el tiempo ha sido sustraído. El esquema de una relación de parentesco, de una cadena de regalos o de la representación del año como un conjunto de estaciones ligadas a actividades en un círculo, hace ver a estas actividades como puntos en una cadena reversible de acontecimientos y procesos, y las consecuencias de cada momento y cada acción aparecen como predecibles. En la vida cotidiana las cosas son muy diferentes. Los acontecimientos no son reversibles ni predecibles. El que la acción se dirija hacia un punto particular tiene distintos significados y puede llevar a consecuencias que, desde el punto de vista de quien actúa, son muy distintas. La objetivización de las acciones y los pensamientos de las personas con las que trabajamos en el campo nos llevan a eliminar de los esquemas los elementos de incertidumbre y nos crean una imagen engañosa, pues no representan adecuadamente la vida social. Así mismo, es difícil para los investigadores llegar a discernir la diferencia entre las normas teóricas y las prácticas sociales, pues coexisten, pero raramente se traducen las unas en las otras sin problema. La puesta en práctica de la norma, además, puede llevar a distintos desenlaces, según la estrategia de quien actúa y la forma en la que individuos en una sociedad manipulan los tiempos, las fórmulas y las normas para alcanzar su cometido, cualquiera que éste sea. Condicionado a su vez por las posibilidades estratégicas dadas por el lugar que ocupan los individuos en relaciones de poder existentes.
Bourdieu considera que debemos poner más atención a lo que sucede en la práctica e incluye la estrategia y la improvisación; por ejemplo, el ciclo anual entre los Rabiles se relaciona con ideas de “adentro”, “afuera”, “espacio femenino”, “espacio masculino”, reproducción, vida y muerte. Sin embargo, representar todas estas ideas y actitudes en forma circular puede dar una idea equivocada de repetición cíclica y de la posible inversión del tiempo. El tiempo no es repetible ni cíclico, sino más bien ondulante. Bourdieu ilustra estas ideas remplazando el clásico diagrama etnográfico del ciclo anual como un círculo divido en doce meses o en las partes reconocidas en cada sociedad como unidades del calendario por diagramas que constan de dos semicírculos, uno junto a otro, de tal forma que el año circular se desplaza hacia dos mitades, para sugerir la ondulación de los meses y las estaciones a lo largo de una línea base que divide el año y provee un punto de continuación entre las dos mitades.
Nadie duda de que el tiempo es un componente fundamental de la situación social y se refleja en casi todas las dimensiones de la etnología: en el ciclo vital (vida-muerte), en la historia (prehistoria, época histórica, etc.), en la economía (siembra - cultivo), en la cosmología (creación - juicio final).
La investigación etnográfica también diferencia entre la forma en que transcurre el tiempo que puede ser opuesta o complementaria: 1. Un tiempo lineal, entendido como la alineación de puntos y fases consecutivos. Con arreglo a este esquema se ordena la historiografía occidental, el ciclo vital o el materialismo histórico. 2. Un tiempo cíclico o circular, el cual hace referencia a la periodicidad rítmica de las formas temporales, por ejemplo las estaciones del año alternan circularmente en el ciclo anual, pero cada ciclo sigue a uno anterior y precede a uno siguiente (Haller, 2011: 113). 3. Los aborígenes australianos poseen una idea del tiempo estática y no acumulativa que no concuerda ni con la dimensión lineal ni con la cíclica al que denominan el tiempo de los sueños “dreaming, alcheringa”. Este tiempo no se refiere a un tiempo pasado y gris al que los aborígenes creen volver, sino a un pasado que puede convertirse en presente, repetirse o ser imitado. El tiempo de los sueños no tiene una duración ni tampoco transcurre en paralelo al tiempo habitual. El tiempo concreto no se puede proyectar en el tiempo mítico, en el sentido en el que el hombre arcaico creía poder regresar a la “época de los sueños”. Sin embargo para los aborígenes australianos el tiempo de los sueños no es un tiempo pasado, presente ni futuro: no tiene absolutamente ningún lugar en el continuum del tiempo.
Carol Greenhouse (1996) se ocupa específicamente de discutir la forma en la que el tiempo ha sido tratado en la antropología como un fenómeno progresivo y lineal, a pesar de la profusión de descripciones etnográficas de otras formas de conceptualizar el tiempo o de no conceptualizarlo en absoluto. Greenhouse (1996: 47), refiere que Leach (Leach, 1971; Leach 1978), Lévi-Strauss (Lévi-Strauss, 1958; Lévi-Strauss, 1962; Lévi-Strauss, 1976) y Geertz (1973), conceptualizan el tiempo desde la perspectiva durkheimiana como conformada por un sistema de signos que media la relación entre individuo y sociedad, y apunta que la sociedad y el individuo deben ser vistos como dos esferas relativamente independientes, tomando en serio las maneras de ver el mundo fuera de las sociedades de las que los antropólogos provienen. Según ella no hay nada que pueda indicarnos que el tiempo es cíclico, lineal o de ninguna forma geométrica; al considerar que fue el cristianismo quien con su planteamiento teleológico establece que el tiempo se comporta a semejanza de la creación al juicio final. Desde su punto de vista, la idea de que puede haber “sociedades sin tiempo”, que no tienen conceptos identificables desde el punto de vista religioso.
Al examinar la idea de la muerte individual Greenhouse, da un sentido lineal y progresivo al tiempo aunque entiende que no es vivido universalmente de la misma manera por todas las culturas. En el caso de la muerte, que en las sociedades europeas es vivida como el fin absoluto de la vida, se experimenta a diferencia de otras sociedades como la cesación de un tipo de actividad correspondiente a una parte de los elementos que se consideran parte de cada individuo. Cuando el cuerpo físico fallece, en muchas sociedades el individuo no siempre muere, sino que parte de sus esencias permanece en el mundo. El alma, el tótem, la casa ancestral e incluso la tierra son vistas como formas de continuación, aunque parcial, de cada vida humana. El cuerpo físico es sólo una parte de cada persona, y algún tipo de esencia individual puede transformarse en otras sustancias materiales, inmateriales, inanimadas o animadas, continuando en el mundo de los vivos. Considera así que la muerte se convierte en un evento social más que en uno cronológicoper se,puesto que más que marcar algún tipo de tiempo, marca transformaciones, a veces substanciales, en las relaciones sociales. Aunque incluso ni la pena por perder a alguien querido es vivido de manera especial en cualquier sociedad, ni las expresiones de esta pena, ni su interpretación son generalizables tampoco pues se expresan de formas idiosincrásica en cada grupo social.
Si generalizásemos que la muerte es igual para todos, la definiríamos en términos tan sencillos que quedaría virtualmente despojada de toda la fuerza que parece tener. Lo mismo cabe decir con la religión, con el matrimonio, con el comercio, con los hijos y con todo lo demás que A. L. Kroeber denomina acertadamente “falsos universales”. De modo que es más acertado pensar, sobre los ejemplos proporcionados por Greenhouse, en las sociedades inuit, en las que cada bebé representa la rencarnación del alma de alguna persona fallecida. O en los grupos de hablantes de tzotzil y tzeltal en los altos de Chiapas, en donde los parientes fallecidos supervisan las acciones de las personas vivas e incluso se comunican con éstas por diversos medios, incluyendo santos parlantes. Estos permiten a las personas vivas comunicarse con las muertas cuando las primeras lo necesiten. Geertz (1973: 304) refiere: “Cuando están presentes, “el culto de los antepasados”, por un lado, y “las creencias en los espíritus”, por otro, los sucesores pueden ser considerados capaces (ritualmente) de entrar en interacción con sus predecesores o los predecesores capaces (místicamente) de entrar en interacción con sus sucesores. Pero en tales casos las “personas” en cuestión son fenomenológicamente no predecesores ni sucesores, sino contemporáneos o hasta asociados. Debería tenerse claramente en cuenta que tanto aquí como en la exposición que sigue, las distinciones se formulan desde el punto de vista del actor, no desde el punto de vista de un observador exterior, de una tercera persona.
TIEMPO, MEMORIA Y CONSTRUCCIÓN DE SIGNIFICADOS
En mi tesis doctoral “El significado de perder un hijo. La construcción discursiva del duelo de padres y madres” profundizo en el camino en el dolor por la pérdida de un hijo de un grupo de padres residentes en la provincia de Tenerife, desde el entendimiento del significado dado a lo sucedido, las actividades realizadas por los padres, la conexión con los hijos fallecidos y los significados dados a la experiencia vivida. Hablo del entendimiento de un tiempo simbólico (García, A.M. 2010: 174-175) al referirme a cómo viven los acontecimientos a lo largo del tiempo de los dolientes, donde lo simbólico no es un concepto, ni una instancia o categoría, ni una “estructura” sino un acto de intercambio y una relación social que pone fin a lo real, que disuelve lo real, y al mismo tiempo, la oposición entre lo real y lo imaginario. Donde la realidad de la vida misma no proviene sino del alejamiento entre la vida y la muerte. El efecto real no es, por lo tanto, más que el efecto estructural de disyunción entre dos términos y nuestro famoso principio de realidad, con lo que implica de normativo y de represivo. No es más que la generalización de este código separador a todos los niveles. La realidad de la naturaleza, su “objetividad”, su “materialidad”, sólo proviene de la separación del hombre y la naturaleza; de un cuerpo y un no cuerpo, como diría Octavio Paz. La realidad del cuerpo, su estatuto material, proviene de la disyunción de un principio espiritual, de la discriminación de un alma y un cuerpo.
Greenhouse apunta a una segunda limitación epistemológica de la antropología en general, también relacionada con nuestra concepción de temporalidad, es la relación entre acción individual y agencia. Según ella, existe evidencia suficiente de que en distintas sociedades cada persona individual puede tener más o menos agencia, dependiendo de su lugar en la sociedad y de las características esperadas que de ésta se desprenden. La ley y la concepción de lo que el orden social deben de ser se convierten, desde este punto de vista, en aspectos intrínsecamente ligados a las nociones de temporalidad existentes en cada lugar. Greenhouse explica que en las ciencias sociales la agencia tiende a estar restringida a los individuos, de la misma forma que la representación de la temporalidad requiere de espacios lógicos: “los individuos llenan el espacio de los intervalos”. Sin embargo, puesto que el tiempo no es “acerca de” intervalos en todas las sociedades, tenemos el siguiente problema:
¿Podemos considerar la agencia como una cuestión etnográfica sin asumir por adelantado que lo que "importa" sobre la agencia son los efectos individuales sobre la sociedad, o que lo que importa sobre el tiempo son "momentos"?(Grenhouse, 1996: 81).
Para la autora habría que tener en cuenta nuestra concepción de agencia como el resultado de la acción individual, pero es necesario abrirnos a las distintas formas en las que las personas con las que trabajamos ven su propio lugar y el de las otras personas en el mundo, incluyendo la relación entre autoridad, agencia y tiempo. Los calendarios, y en general las formas de computación del tiempo, han estado siempre ligadas para ella con las intenciones de control de las élites. Los conceptos temporales, por tanto, son expresiones de luchas de poder y relaciones de dominación entre estado y sociedad, y entre grupos que representan a distintos estados o grupos autopercibidos como independientes.
Es a partir del análisis de las categorías temporales, como resultado del ejercicio del poder y su retórica, que la antropología contemporánea está abriendo los espacios teóricos para el análisis de la retórica temporal que sustenta desde los planes y proyectos de desarrollo socioeconómico (Arce 1999, Escobar 1993; Hobart, 1993), hasta la remodelación urbana (Vesperi 1985, Herzfeld, 1991). Así, el tiempo tipológico se convierte en un instrumento de las instancias que detentan el poder económico y político: la retórica temporal justifica la intervención y una justificación para intervenir en la vida cotidiana y, las producciones culturales y la subordinación cultural.
La literatura clásica sobre memorias destaca las cualidades vívidas y duraderas de dichas memorias, pero sobre todo resalta que dichas memorias son compartidas con otra gente, un elemento clave para comprender la formación de las memorias colectivas. Ya en 1882 Ribot señalaba lo que él denominaba “puntos de referencia” de la memoria (un concepto que se anticipa al de Neisser denominándolos “mojones” o “puntos de referencia” (Neisser, 1994)) que “comparten una característica general, p.e., una individualidad marcada; sin embargo, algunos de ellos son compartidos por una familia, una sociedad, una nación” (Ribot, 1882: 51).
Ricoeur al respecto del conocimiento subjetivo refiere que no es consecuencia de una intuición de sí por sí mismo, sino el resultado de una vida examinada, contada y retomada por la reflexión, dirigida y aplicada a los símbolos, a los textos, a las obras..., porque es en ellos donde objetivamente se manifiesta la identidad subjetiva de individuos y comunidades. En ellos, pues donde encuentra la interpretación el sustento más firme para la comprensión. Pero la “identidad narrativa” es, por sí misma, limitada, ella no agota la “ipseidad”. La comprensión ontológica de la subjetividad será siempre “militante”, porque queda pendiente de la hermenéutica de lenguajes, símbolos y acciones. No es posible según el autor una ontología definitiva y acabada (Ricoeur, 2009: 630). El tiempo se hace tiempo humano en cuanto se articula de modo narrativo; a su vez, la narración es significativa en la medida en que describe los rasgos de la experiencia temporal (Ricoeur, 1995: 39).
Un enfoque semiótico de la cultura nos ayuda a lograr acceso al mundo conceptual en el cual viven las personas, siempre que podamos hablar con ellos, entre la necesidad de aprehender y la necesidad de analizar cuya consecuencia es inevitable. Tal como plantea Geertz: “en realidad, cuanto más se desarrolla la teoría más profunda se hace la tensión. Esta es la primera condición de la teoría cultural: no es dueña de sí misma” (Geertz, 1995: 35).
Bergson ya nos refiere que “nuestra ciencia no se distingue únicamente de la ciencia antigua en que busque leyes, ni incluso en que sus leyes enuncien relaciones entre magnitudes. Es preciso añadir que la magnitud a la que querríamos poder referir todas las demás es el tiempo, y que la ciencia moderna debe definirse sobre todo por su aspiración a tomar el tiempo por variable independiente. Pero ¿de qué tiempo se trata?” (Bergson, 1963: 726).
Por convención, contamos el tiempo hacia adelante, y vemos que la dirección de los acontecimientos es arbitraria. Así mismo, y de acuerdo con Pomian (1990) quien inventó la palabra cronosofía que refiere lo que suponemos acerca de la relación entre pasado, presente y futuro. La labor de todas las ciencias sociales históricas de los últimos dos siglos ha estado dominada de manera abrumadora por la cronosofía lineal personificada en la teoría del progreso. La relación del pasado, el presente y el futuro en esta cronosofía es una curva ascendente. Conforme a su versión rígida, la más difundida, este ascenso de la humanidad ha sido inevitable e irreversible (Wallerstein, 1998: 284). Si tomamos la cronosofía en lugar de la cronología, deberemos admitir igualmente que determinar la dirección del tiempo como progresivo o regresivo, que crece o decae, equivale a admitir un juicio de valor sobre el presente y escoger una actitud respecto al pasado y el futuro. La atracción del futuro sustituye al impulso del pasado. Pero la sucesión no queda menos como una pura apariencia, como, por lo demás, la carrera misma. En la doctrina de Leibniz, el tiempo se reduce a una percepción confusa, relativa al punto de vista humano, y que se desvanecería, semejante a la niebla, para un espíritu colocado en el centro de las cosas (Bergson, 1963: 472).
PROYECTANDO EL TIEMPO
Hasta ahora no hemos tenido en cuenta más que un solo aspecto del tiempo, una visión limitada del mismo que obedece a la relación del presente con el pasado, pero existe otro, al parecer más importante y hasta más característico de la estructura de la vida humana. Se trata de lo que pudiéramos llamar la tercera dimensión del tiempo, la dimensión del futuro. En nuestra conciencia del tiempo el constituye un elemento indispensable (E. Cassirer, [1944] 1968: 40-41).
Los cálculos del tiempo implican casi siempre la idea de un principio y un final, lo que nos hace orientar las imágenes del mundo o bien hacia un origen mítico (teleológico) o bien hacia un punto final (escatológico). Platón lo expresa magistralmente al decir que Dios, al no poder hacer el mundo eterno, le dio el Tiempo. “El demiurgo crea el tiempo para que el universo sea imagen móvil de la eternidad (37c-38c)” (Platón, 1992: 142).
Para Maurice Halbwachs (Halbwachs, 1925; Halbwachs, 1950) en lo pasado también se construye en el presente a través del recuerdo, de ahí que la historiografía, y la confección de una evolución cronológica del tiempo social, dependan en el presente del punto de vista del historiador. Mientras Henri Bergson (1963) formula la percepción subjetiva del tiempo como duración (durée), la corriente cualitativa e interna de la conciencia entiende que sirve de base al continuo e indivisible fluir de la vida. En sus palabras “El universo dura. Cuanto más profundicemos en la naturaleza del tiempo, más comprenderemos que duración significa invención, creación de formas, elaboración continua de lo absolutamente nuevo. Los sistemas delimitados por la ciencia no duran sino porque están indisolublemente ligados al resto del universo” (Bergson, 1963:447).
Halbwachs refiere que “las convenciones verbales constituyen el marco más elemental y estable de la memoria colectiva” (Halbwachs, [1925]; 2004: 104) y recupera la importancia que Durkheim asigna al lenguaje cuando dice que “nosotros comprendemos a los otros y sabemos que nos comprenden, y es por esta razón que sabemos que nos comprendemos nosotros mismos: el lenguaje consiste, pues, en una cierta actitud del espíritu, que sólo es concebible en el interior de una sociedad, ficticia o real: es la función colectiva por excelencia del pensamiento” (Halbwachs, [1925] 2004: 89). Respecto a los otros marcos sociales generales que durkheimianamente postula Halbwachs -el tiempo y el espacio- éste, al igual que su antiguo maestro Bergson, considera que el plano espacial adquiere mayor preponderancia que el temporal por la estabilidad de su constitución “…no hay memoria colectiva que no se despliegue en un marco espacial. Ahora bien, el espacio es una realidad que dura: nuestras impresiones se desplazan entre sí, nada permanece en nuestro espíritu, y no se comprende que seamos capaces de reapropiarnos del pasado si no se conservara, en efecto, por el medio material que nos rodea. Es sobre el espacio… que nuestro pensamiento debe fijarse, para que reaparezca tal o cual categoría de recuerdos” (Halwbachs, [1950] 2011:200). En palabras de Bergson “La individualidad aloja su enemigo en ella. La necesidad misma que ella experimenta de perpetuarse en el tiempo la condena a no estar jamás completa en el espacio” (Bergson, 1963: 449).
Resulta evidente que son los individuos los que recuerdan y no los grupos sociales ni las instituciones. Sin embargo, es en el marco de la localización en un grupo y en un contexto específico donde los individuos “recuerdan o recrean el pasado”. “Cada memoria colectiva, señala Coser citando a Halbwachs, requiere el soporte de un grupo delimitado...”. En otras palabras, “no solo las memorias se adquieren a través de la sociedad, sino que se recuerdan, reconocen y ubican socialmente” (Aguilar, 1996).
De la percepción subjetiva del tiempo se diferencia el tiempo social, que para Durkheim y Mauss ocupa el centro de su interés (Mauss, 1970). Según Durkheim, el tiempo social consta de representaciones temporales colectivas o de categorías que surgen de los ritmos de la vida social y en cierto modo lo reflejan e influye en la conducta de los individuos de dichos colectivos, en sus palabras: “Ahora bien, dejando de lado al individuo, sólo queda la sociedad; por lo tanto, en la naturaleza de la sociedad misma hay que buscar la explicación a la vida social. En efecto, se concibe que, puesto que rebasa infinitamente al individuo, lo mismo en el tiempo que en el espacio, se encuentra en situación de imponerle las maneras de actuar y de pensar que ha consagrado con autoridad. Esta presión, que es el signo distintivo de los hechos sociales, es la que todos ejercen sobre cada uno” (Durkheim, [1895]1986:155).
Las divisiones temporales y la duración de las partes fijadas, son el resultado de convenciones y costumbres, que expresan el orden inevitable en el que se suceden las diversas fases de la vida social. Durkheim observa que un individuo aislado podría si acaso ignorar el paso del tiempo, y verse incapaz de medir su duración, pero que la vida en sociedad implica que todos los hombres coinciden en aceptar el tiempo y las duraciones de los procesos y conocer perfectamente las convenciones al respecto. Por este motivo, existe una representación colectiva del tiempo que se adapta sin duda a los grandes hechos de la astronomía y la física terrestre, pero a estos marcos generales de la sociedad se superponen otros que coinciden sobre todo con las condiciones y las costumbres de grupos humanos concretos. Incluso cabe decir que las fechas y divisiones astronómicas del tiempo están cubiertas de divisiones sociales de tal modo que desaparecen progresivamente y la naturaleza deja cada vez más a la sociedad que sea ella quien organice el tiempo (Halbwachs, [1925] 2004: 89-90).
Paul Ricoeur en su obra “tiempo y narración, el tiempo narrado” interroga a Husserl en el momento de la investigación aporética del tiempo, debido al empeño principal que caracteriza su fenomenología de la conciencia íntima del tiempo, a saber, mostrar el tiempo mismo mediante un método apropiado y así liberar la fenomenología de toda aporía (Ricoeur, 2009: 662). La dimensión del tiempo interno o personal se configura para Agustín de Hipona (354-430 d C.) en la representación del alma por la consciencia. Lo actual se percibe a través de las impresiones sensoriales visuales, de modo que lo pasado deja determinadas imágenes de la impresiones sensoriales de las que se acuerda la consciencia, mientras otras imágenes son eliminadas y relegadas al olvido y lo futuro se expresa a través de la expectativa de las imágenes de las impresiones sensoriales.
La tradición, en el sentido que Ricoeur (1987) considera, proporciona “la lógica imposible de las estructuras narrativas” mediante la cual miríadas de secuencias se enlazan entre sí para construir narraciones, a lo largo de lo que podemos denominar “una flecha de tiempo en nuestra propia vida” (Marramao, 2009: 25), aunque el tiempo no tiene ninguna flecha y que en el caso particular de las vidas de madres y padres que han perdido hijos, se comporta a modo de un hilo conductor que nos permite articular las descripciones que realizan de su universo personal y social. Universos que buscan dar sentido a sus vidas mientras oscilan en un binomio: orden-desorden, presencia-ausencia, en un camino de significados en torno al hijo fallecido que desea perpetuarse. En un tiempo vivido en el sentido que plantea Bergson (1963), en el que quienes lo viven, tienen la sensación de un espacio y de tiempo congelados, con las mismas sensaciones, tal como describe Baudelaire (1996) de tiempo y espacio percibidos como la misma cosa.
Los motivos que explican este interés universal, y para algunos obsesivo, por la memoria y, dentro de ella, por la llamada memoria colectiva, son múltiples. Para Paloma Aguilar (1996), la memoria colectiva (concepto que esta autora asimila a los de “memoria social” y “memoria histórica”) se compone de contenidos (el recuerdo que una comunidad tiene de su propia historia) y valores (las lecciones y aprendizajes que dicha comunidad extrae de la historia, y que suelen estar condicionados por las necesidades del presente). Como la memoria colectiva suele fijarse en las instituciones y se revive periódicamente mediante ceremonias y ritos públicos, forma una suerte de patrimonio común con el que el individuo se encuentra desde que nace y que se imbrica con sus propios recuerdos individuales. A diferencia del pasado (el conjunto de lo ocurrido, inabarcable por su amplitud) y de la historia (la parte del pasado que queda registrada en los archivos, museos y otros “depósitos de la memoria” y de la que se ocuparían profesionalmente los historiadores), la memoria colectiva conformaría, según Aguilar, aquella parte de la historia que, debido a la coyuntura del presente, tiene capacidad de influir sobre el mismo, tanto en sentido positivo (ejemplo a seguir) como en sentido negativo (contra-ejemplo a evitar). Cuesta, en cambio, siguiendo una tradición que se remonta, esencialmente, a Halbwachs, diferencia los conceptos de “memoria colectiva”, “memoria social” y “memoria histórica” (Cuesta, 1995; Cuesta, 2008). Y para otros autores, como Juliá, todas esas expresiones sólo pueden aceptarse desde una concepción organicista de la sociedad o por comodidad, pues en rigor la memoria es una facultad individual y que no puede abarcar lo sucedido fuera de la propia existencia (Juliá, 2006: 10-11).
Auguste Comte observaba que el equilibrio mental resulta en buena medida, sobre todo, de que los objetos materiales con los que estamos en contacto día a día no cambien o cambien poco, y nos ofrezcan una imagen de permanencia y estabilidad. Es como una sociedad silenciosa e inmóvil ajena a nuestra agitación y a nuestros cambios de humor, que nos transmite sensación de orden y calma. Es cierto que más de un problema psicológico viene acompañado de una especie de pérdida de contacto entre nuestro pensamiento y las cosas, de la incapacidad para reconocer los objetos familiares, de tal modo que nos encontramos perdidos en un entorno extraño y cambiante, y nos faltan puntos de apoyo. Aparte de estos casos patológicos, cuando algún acontecimiento nos obliga también a transportarnos a un nuevo entorno material, antes de que nos adaptemos a él, atravesamos un periodo de incertidumbre, como si hubiésemos dejado atrás toda nuestra personalidad: tan es así que las imágenes habituales de nuestro mundo exterior son inseparables de nuestro yo (Halbwachs, [1925] 2004: 131).
CONCLUSIONES
¿Existe el tiempo fuera de nuestra percepción y nosotros nos adaptamos a él, o es algo que construimos en forma individual y grupal dentro de los parámetros de cada una de nuestras sociedades? ¿Es posible aprehender el tiempo de modo diferente a cómo actualmente se le concibe en el pensamiento occidental, y repensarlo desde nuevas interpretaciones? De estas cuestiones emergen y se perfilan dos posiciones principales en la antropología contemporánea sobre las que hemos hablado. La primera es que el tiempo, en efecto, existe fuera de la conciencia individual y es de carácter lineal y dinámico, de modo que esta visión propone que existen al menos dos formas subjetivas de experimentarlo, una cíclica y una lineal, una visión cíclica que Howe (1981) y Gell (1992) entienden como subcategoría del tiempo lineal (Lasky, 2002) y que Fabian (1983) amplía más allá de lo físico, a tiempo tipológico e interpersonal. Mientras, una segunda posición sostiene que el tiempo universal no existe, sino que cada sociedad se orienta en el mundo usando ideas y conceptos propios, y resignifica los conceptos que le llegan de otras fuentes y otros grupos sociales. De modo que entiende el tiempo lineal como un artefacto histórico-cultural que se ha universalizado, sobre todo por las relaciones de dominación que unas sociedades han ejercido sobre otras en los últimos siglos (Rabinow, 1989; Vargas Cetina, 1995).
Aunque vivimos con la convicción de que nadie puede estar simultáneamente en dos o más lugares a la vez, y de que las cosas comienzan en algún lugar y terminan en un punto diferente, en el futuro. Estas convicciones, sin embargo, se basan en la lógica aristotélica que subyace históricamente al pensamiento europeo, mientras en otras sociedades existen otras formas de pensar y entender la presencia, la ausencia, la causalidad y la temporalidad. Los seres humanos producimos el tiempo, generamos y damos sentido al mismo, aunque en la mayor parte de los casos, y en muchas sociedades, pensamos que el tiempo es algo que está fuera de nosotros, escapando a nuestro control. Nuestra comprensión del tiempo es, más aún, inmanente a nuestra forma de construir culturalmente nuestro entendimiento de lo que es la sociedad y las estructuras de poder que nos rodean.
Un entendimiento del tiempo desde la antropología requiere pues ser capaz de partir del entendimiento de una nueva simultaneidad, nuestra coevalidad en el sentido planteado por Fabian, del entendimiento de nuestras tan importantes como necesarias diferencias. Pero también debe partir del análisis de las relaciones de poder inherentes a las nuevas formas de experimentar el tiempo que incluya el poder de los grupos, del Estado-nación y las instancias supranacionales que hacen posible la comunicación entre naciones sólo en tanto que se alcancen protocolos uniformes para el intercambio. Sólo dentro de un marco de respeto y reflexión, pero crítico del poder en acción y de nuestras propias epistemologías, podremos comprender los tiempos múltiples y simultáneos que se están dando dentro de nuestro propio tiempo y que lo hacen más fascinante de estudiar y de vivir. Y que en palabras de Marc Augé “Nos bañamos en el tiempo, saboreamos algunos instantes, nos proyectamos en él, lo reinventamos, jugamos con él; tomamos nuestro tiempo o lo dejamos deslizarse” (Augé, 2016: 10).