Vivimos en un mundo frágil, indiferente, lleno de misterios y peligros, que entiende de modo desigual la necesidad de combatir el dolor. Dolor o dolores que nos acompañan toda nuestra vida y, que en los tiempos que corren de un final anunciado de pandemia se absolutiza la supervivencia y se relegan todos los demás valores y, se reduce la vida a mera supervivencia que acrecienta los miedos a morir. La pandemia ha vuelto a hacer visible la muerte a la mayoría. A causa de la pandemia, asumimos sin hacer preguntas incluso la restricción radical de los derechos fundamentales pudiendo llegar a la exigencia de un autoconfinamiento cual campo de internamiento con tal de sobrevivir.
En este contexto algunas sociedades buscan combatir el dolor a toda costa y ello les hace olvidar que este se transmite socialmente. “El dolor refleja desajustes socioeconómicos de los que se resiente tanto la psique como el cuerpo. Los analgésicos, prescritos masivamente, ocultan las situaciones sociales causantes de dolores. Reducir el tratamiento del dolor exclusivamente a los ámbitos de la medicación y la farmacia impide que el dolor se haga lenguaje e incluso crítica. Con ello el dolor queda privado de su carácter de objeto, e incluso de su carácter social” (Byung-Chul Han, 2021:25).
Vivimos en una sociedad aquejada de soledad y de aislamiento crecientes, que privatiza las vidas, el sufrimiento y el dolor, y que incluso interpreta estas cuestiones como fracaso, aísla a sus miembros y los conduce a un lugar exento de solidaridad. Por eso, en lugar de revolución lo que hay es depresión. Las sociedades modernas, capitalistas, neoliberales, narcisistas y más egoístas lo han privatizado todo, incluso el dolor, que además ha sido sometido sólo a tratamiento exclusivamente medicinal. Mientras, disminuye la solidaridad y la empatía que nos aísla y que actúa como un amplificador de dolores, cual grito de un cuerpo que pide cariño y cercanía, que pide amor y cuidados, una mano cercana. De manera que desbanca y reprime la dimensión social del mismo. Probablemente porque no sólo cosifica la felicidad sino que se olvida de que el dolor es quien preserva precisamente la cosificación de la felicidad, pues la trae y la sostiene. La histeria por sobrevivir hace que la vida sea radicalmente pasajera, centrada en lo biológico y que pierda sus otras dimensiones y se degrade. En este sentido la vida ya no es narrable, sino medible y numerable. En un mundo que ha ampliado la distancia social con lo que agudiza la pérdida de empatía que apunta a que el otro desaparece, eliminado el otro, reducido a objeto ya nada ni nadie nos duele. Un mundo que en ocasiones es una excusa para mostrarnos a nosotros mismos y mostrárselo a los demás en la red. En el que el selfi es el icono y la expresión máxima de una velocidad de un tiempo rico en vivencias pero pobre en experiencias. En un tiempo ligero o “light” que todo lo abarca y que coincide con el avance de la tecnología y en el que ha ganado terreno, que busca la salvación por la vía de la interioridad que ha transformado al capitalismo en un sistema amable que seduce.
“La vida se queda desnuda y hasta se vuelve obscena. Nada promete duración. También se ha desvanecido por completo todos aquellos símbolos, narrativas o rituales que hacían que la vida fuera más que supervivencia. Prácticas culturales como el culto a los antepasados dan una vitalidad también a los muertos. La vida y la muerte se asocian en un intercambio simbólico” (Byung-Chul Han, 2021:31). En muchas culturas, la memoria o presencia de los seres queridos que han fallecido es una idea central de la devoción religiosa. El cielo, en ellas, no es un mito religioso o una idea que simboliza lo que hay arriba, un lugar en la bóveda celeste, sino una realidad en el corazón de los dolientes.
El capitalismo carece de una narrativa de la vida y nos hace vivir en la inconsciencia de que el aumento del capital nos aleja y hace escapar de la muerte, como si aumentara nuestra capacidad de sobrevivir. La pandemia ha conmocionado al capitalismo, pero no aporta ninguna narrativa contraria. El capitalismo se ha detenido a la fuerza y vemos como reina una paralización nerviosa a modo de calma tensa en una inactividad impuesta, pues todo se ha subordinado a la supervivencia. Vemos pues un aumento de los dolores a consecuencia de este vacío social que por momentos se nos hace insoportable y anhelamos y buscamos con la mirada salir de este tiempo sin narración en que hemos convertido nuestras vidas. Un tiempo de mera supervivencia y en el que los analgésicos son ciegos al entendimiento de las causas sociales y culturales del dolor. Existir es habitar un juego de disonancias y por ello el sentido de la existencia es frágil, en un sentido que no elude el sinsentido. Al respecto Merleau-Ponty nos refiere que la evidencia absoluta y el absurdo son equivalentes, no sólo como afirmación filosófica sino como experiencia(1994: 310).
Nos contamos historias a lo largo de nuestra vida(García, 2019:5). Narrar, por tanto, como parte importante de nuestra naturaleza modifica la construcción que tenemos de la realidad en que vivimos, así como la memoria que se construye sobre el recuerdo cual imagen del pasado. Al movernos en un ámbito narrativo cargado de dolor y ser los recursos activos de la memoria el esquema en el que se construyen los fenómenos del pasado mediante una sucesión acorde con la realización extratemporal de los esquemas, puede hacernos entender el proceso, en el sentido que explica Hume (1992), como una invención de la causalidad, basada en la asunción literal del principio de contigüidad -post hoc ergo propter hoc- que considera que lo que sigue a un fenómeno está producido por él. Una falacia de correlación que implica causalidad. La memoria nos guía en nuestra interpretación de todo lo que hacemos, de todo lo que pensamos, en todo lo que vivimos implícita y explícitamente se conserva el pasado que hay en nosotros. Vivir por tanto es interpretar e interpretarnos en un mundo por otra parte interpretado. Si perdemos la memoria perdemos el mundo.
“El dolor, a semejanza del duelo funciona como discurso científico y del habla profana. […] su definición tan amplia constituye tanto elementos de debilidad como de fortaleza, al no quedar nunca plenamente agotado su significado, pudiéndose emplear en gran variedad de contextos. Comparte polisemia con el concepto pérdida y trae connotaciones de dolor, que aluden a una familia de constructos tales como: luto, aflicción y pena”(García, 2010:17-18). Se asocia generalmente con la salud y la psicología, lo cual ha incidido en el diseño de instrumentos psicométricos para su medida, más cercanos a paradigmas positivistas y postpositivistas que hacen que su estudio se aleje de las disciplinas cercanas a la teoría crítica o el constructivismo que incorporan metodologías de corte dialógica/dialéctica o hermenéutica/dialéctica.
Necesitamos que las definiciones del dolor destaquen su factor subjetivo, puesto que lo que interesa es la percepción individual, familiar o social del mismo, ya sea ocasionado o no por condiciones objetivas -pérdida de un hijo o familiar, etc.- o razones subjetivas tales como pérdidas de origen simbólico. “Los etnógrafos críticos contemporáneos están comenzando a utilizar múltiples epistemologías y, con frecuencia, valoran la introspección, el trabajo de la memoria, la autobiografía e, incluso, los sueños como formas de saber, explorando, en profundidad, la intensa relación entre el yo y el otro”(N. K. Denzin e Y. S. Lincoln, 2012: 13). Anclando pues el dolor a la memoria, lo cual me interesa, de manera particular, pues soy consciente de cómo la narrativa o la escritura la modifica.
El dolor en nuestra sociedad se percibe, cada vez más, como algo carente de sentido. Miramos a nuestro alrededor y cada vez son menos los sentidos referenciales que brindan apoyo al dolor y nos dan orientación del mismo y de cómo nos manejarnos por sus cruces de camino. No sólo hemos perdido el arte de padecer el dolor sino también el arte de entender el dolor propio y ajeno. En este sentido, el único tratamiento para el mismo es medicinal y farmacológico los cuales dan la espalda a una visión completa del mismo además de fracturar el entendimiento cultural del dolor. El mundo se empobrece y ello está en estrecha conexión con la crisis de la tradición y de la historia, con la relación que establecemos con el pasado y con la memoria.
El dolor ahora es físico, corporal y, ha dejado atrás su narrativa y su construcción de orden simbólico. Se han desvanecido de pronto miles de narraciones que actuaban como narcótico, porque se ha vaciado de su sentido al corporeizarse y cosificarse, de modo que se ha convertido en un tormento puramente corporal. Matar el sentido del dolor, convertirlo en no narrable, destruye el lenguaje y hace que quede en su lugar una hilera de puntos suspensivos. El dolor ha quedado encapsulado, ha destruido al individuo y a su mundo, ha desaparecido con su presencia la relación narrativa, intima e intensa con nosotros, los demás, el mundo e incluso con los seres superiores, pues hemos matado esta experiencia y la hemos vaciado de sentido. Debemos restituir, hacer legible lo ilegible que nos trae el dolor, que se comporta como una muerte en pequeño. Hemos de sumar a esa triada de la que siempre hablo cuando me refiero a la vida de “lo cotidiano, el amor y la muerte” el dolor. Ese dolor que rastrea Heidegger de manera esencial al considerar que va junto al amor y la muerte.
“El sentido del dolor presupone una narrativa que integra la vida en un horizonte de significado, de modo que un dolor carente de sentido sólo es posible en una vida vacía de sentido, reducida a pura supervivencia y que ha dejado de narrar” (Byung-Chul Han, 2021:31). Por momentos hemos olvidado la mano que acompaña a nuestros seres queridos, que nos acaricia y que acoge sin resistencia a la narración y que descubrimos que en este andar narrativo el dolor pone en marcha y acrecienta la narración que conduce al ser a un lugar desconocido cargado de sentido. Descubrimos que el cuerpo obtiene más poder cuando la narración o el espíritu se retiran, aunque ganamos en sinsentido. “Hemos de alumbrar nuestros pensamientos con nuestro dolor y darles maternalmente cuanto poseemos de sangre, corazón, fuego, placer, pasión, tormento, conciencia, suerte y destino. Vida significa para nosotros todo cuanto somos, cambiar continuamente en luz y en llama”(Nietzsche, 2000: 56).
El dolor sólo puede aparecer donde hay un vínculo de permanencia: nos duele la vida, el amor, la separación, las pérdidas, las ausencias, las verdades. Mientras vivimos el orden vital es un orden del dolor que experimentamos que nos alecciona del valor y de lo importante. Debemos pues mirarnos nuestros dolores pues aparecen cuando hay un auténtico vínculo de pertenencia que se ha visto amenazado. Sin dolor somos ciegos, incapaces de entendernos y ver la verdad, de conocer y conocernos. Bruner (2006: 40), al respecto del trabajo de Elaine Scarry, “The body in pain” nos dice que el poder del dolor “reside en que destruye nuestra conexión con el mundo personal y cultural, borrando el contexto significativo que da sentido a nuestras esperanzas y anhelos. Tan poderosos son los vínculos que nos unen a los significados que dan sentido a la vida, que hacen que el dolor no siempre gane”. Por ello Heidegger nos dice: “Cuéntame qué es para ti el ser, suponiendo que tengas la más leve idea de él, y te diré si y cómo te vas a “ocupar del dolor”, o si puedes reflexionar sobre el”(2014:439).
No hemos vivido y amado sin dolor, de hecho sólo una relación viva, una verdadera relación de amor está plagada de momentos de dolor. Por eso quien rechaza el dolor es incapaz de entablar vínculos. En mundo como el actual en el que evitamos los vínculos intensos porque pueden llegar a ser dolorosos entendemos que ese amor es más una performance cercana al consumo o la cosificación que prestan las redes, ese evidentemente no duele. El dolor del que hablamos es el que articula nuestras vidas, el que nos da sentido identitario y realza nuestras diferencias, lo contrario es un mundo indiferente.
Sin dolor es difícil hacer una valoración de distinciones y, el mundo un infierno de lo igual en el que reinaría la indiferencia. Para quienes cuidamos, las enfermeras, el dolor tiene un efecto de realidad que percibimos en quienes lo expresan, sobre todo por la resistencia que manifiestan al mismo y que hace que sea real. Vemos como el dolor agudiza la percepción del doliente, como lo delimita al sentir que existe.
Me gusta ver como frente al dolor el ser humano imagina belleza, en niveles profundos en ocasiones que tocan el espíritu. Como si en su cercanía, conectara con lo bello que apacigua el dolor, moviendo el espíritu a un nuevo lugar en el que todo tiene sentido bajo una luz más seductora. El arte proporciona remedios y ayuda y en no pocas ocasiones salva nuestras vidas haciendo desaparecer los dolores, lo insoportable y horrible de las vidas. Por instantes narramos el dolor, lo cantamos, lo expresamos a través de mil lenguajes y lo revestimos de bellas apariencias gracias a la cuales incluso nuestro espíritu alcanza cotas insospechadas de conocimiento. Como privar a esta experiencia de darle imaginación y darle sólo un sentido técnico. Despertemos, porque así lo estamos conduciendo a un callejón sin salida. Saquemos al dolor de su negatividad y permitámonos acercarnos a su espíritu, entendamos que su contradicción nos interroga y es el motor para transformarnos pues pone en marcha nuestros procesos reflexivos e incluso proporciona al espíritu una “claridad dialéctica por excelencia” y abre nuestras vidas a una nueva mirada. A una mirada que no es una de las prácticas culturales de nuestra época y que debemos recuperar, ya que los medios que nos ayudan a ello no son medios disciplinarios ni de consumo.
Vivir o viajar por la vida sin experiencia es estar muerto, es no enterarnos de nada, es no aprender. Aprender de la capacidad que tienen los estados de ánimo para descubrir el mundo. Por eso vivir en un mundo de información no nos conduce ni a la experiencia ni al conocimiento. Vivir en un mundo con dolor nos hacer reflexionar no sólo sobre todo lo que es importante en nuestras vidas y nos puede ayudar a entender que sin dolor no hay revolución, lo cual es siempre un buen punto de partida para narrar nuestra nueva historia que nos permite descubrir que una vida sin muerte y sin dolor no es vida.
Memoria y olvido van de la mano, y lo que no se estructura de forma narrativa se pierde en la memoria cual señal objetiva sin sentido aparente, por ello que muchas personas propician la elaboración de marcos de recuerdo que prolongan la experiencia de la memoria, que se modifica de forma sistemática, a lo largo del tiempo, para adaptarse a representaciones apropiadas del mundo personal y social que aunque no puede modificarse, o bien se olvida o bien se destaca por su excepcionalidad. Porque ser en el mundo es mantener ese lazo, esa tensión entre “lo que ya no está” y “lo que sigue siendo” de lo que saben mucho quienes han perdido que entienden el mundo no sólo como su representación sino como su interpretación, la suya y la de los demás. “Ser en el mundo es habitar una gramática que, de forma insistente y temblorosa, nos vincula a una historia y a un relato. Ser en el mundo, por consiguiente, es habitar un tiempo, una tensión, un vínculo”(Joan-Carles Mèlich, 2021: 25). Por ello que Mèlich nos refiera que “el mundo es la gramática que habitamos y que nos habita, la interpretación que nos posee y en la que vivimos.” (2021: 27)
Vivir el mundo no es sólo convertirnos en los artesanos de nuestra vida, sino también dar sentido a su trama gramatical, a su dimensión epistemológica, y a su trama narrativa, gestual y moral porque nuestro mundo no es “lo que es” sino “lo que significa” y al que damos sentido a través de nuestras palabras. No sólo está fuera de nosotros sino forma parte de nuestra estructura más íntima. De modo que podamos ser y existir en este mundo frágil, habitarlo de forma disonante y con una incierta gramática. Ya que estar presentes es sentirnos extraños, establecer relaciones y lazos, siempre inseguros y frágiles, sin los que no es posible existir. Manteniendo relaciones heredamos signos y símbolos, normas y gestos que nos vinculan pues nos ayudan a construir nuestro universo simbólico. Por ello que cobren más sentido las palabras de Wittgenstein cuando nos dice “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” mediante los que puedo salir de mi mismo, lanzarme a la aventura incierta de la vida con la ayuda de una gramática que nos ubique en un tiempo y en un espacio que nos enlace con otros que ya no están, con nuestro mundo interpretado que debemos cuidar con mimo. Nos urge recuperar un pensamiento metafórico y narrativo, literario, poético, musical y artístico. No se trata de comprender el mundo encerrándolo bajo la lógica del sistema, del concepto o de la fórmula matemática.
Cualquier razón y significado del dolor que clama sentido y que nos trae la memoria necesita del lenguaje metafórico para sobrevivir, porque la metáfora responde a preguntas ingenuas incluso sin sentido, a preguntas de ambigüedades planteadas desde el fondo de la existencia y aunque la metáfora no consuela ni domina la contingencia y el dolor no esquiva acercarse a ellos, acoge, aunque no de respuesta de cómo ni qué hay que hacer para entenderlo o superarlo, pero nos permite mirar incluso hasta saber, en ocasiones, que no hay nada que hacer, que no hay salida.