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Escritos de Psicología (Internet)

versión On-line ISSN 1989-3809versión impresa ISSN 1138-2635

Escritos de Psicología vol.10 no.3 Málaga sep./dic. 2017

https://dx.doi.org/10.5231/psy.writ.2017.2712 

Artículo teórico

El instinto de igualdad

The egalitarian instinct

Luis Gómez Jacinto1  jacinto@uma.es

1Facultad de Estudios Sociales y del Trabajo. Universidad de Málaga, España

Resumen

Los resultados de experimentos con el juego del ultimatum ponen de manifiesto la existencia de un comportamiento humano incompatible con la concepción del hombre interesado en la maximización de los recursos para su propia supervivencia. Aparece un ser preocupado por la equidad y por el bienestar de los demás. Esos resultados se han repetido cuando los participantes pertenecen a pequeñas comunidades tradicionales de cazadores-recolectores de varios continentes. Los hallazgos de otro tipo de experimentos, utilizando técnicas como la resonancia magnética funcional o el estudio del sistema de neuronas espejo, con diferentes participantes como chimpancés o niños menores de siete años, sugieren la evolución del sentido humano de la equidad que es el responsable que crea las condiciones para la reducción de la desigualdad dentro del grupo y para la aparición de la aversión a la inequidad, la empatía y los valores morales igualitarios. Por otro lado, el estudio de la desigualdad económica pone de manifiesto las relaciones de ésta con peores índices de salud, con la disfunción social y con comportamientos de riesgo (enfermedad mental, abandono escolar, abuso de drogas, embarazos de adolescentes, tasa de homicidios, delincuencia, etc.). Se concluye que la igualdad está incrustada en la naturaleza humana y la desigualdad se convierte en el peor enemigo del desarrollo como seres humanos. La promoción de mayores niveles de igualdad debe ser, por tanto, un objetivo prioritario para la intervención psicosocial, política y económica.

Palabras Clave: Instinto de igualdad; equidad; desigualdad; disfunción social; comportamiento de riesgo

Abstract

The results of experiments using the ultimatum game reveal human behaviour incompatible with the concept of individuals interested in maximizing resources for their own survival. Humans seem to be concerned with equity and the welfare of others. These results have been replicated in participants who belong to small traditional communities of hunter-gatherers living in different continents. Other studies have used techniques such as functional magnetic resonance imaging, or have studied the mirror neuron system, or have compared the behavior of chimpanzees with the behavior of children under 7 years old: the findings suggest the evolution of the human sense of equity and that this sense is responsible for creating the conditions for the reduction of inequality within the group and the emergence of empathy, egalitarian moral values, and aversion to inequality. Moreover, the study of economic inequality shows the association between inequality and worse health indicators (e.g. mental illness), social dysfunction (e.g. school dropout, teenage pregnancy, murder rates, crime), and risky behaviour (e.g., drug abuse). It is suggested that the sense of equality is embedded in human nature and that inequality is the worst enemy of human development. Thus, the promotion of increased equality must be a priority objective in psychosocial, political, and economic interventions.

Keywords: Egalitarian instinct; equitiy; inequaliy; social disfunction; risk behavior

Introducción

En un experimento típico de economía conductual los participantes reciben 100€ para que los repartan en la forma en que quieran con una persona extraña a ellos. Pueden dividir la cantidad como consideren. Si la persona extraña con la que han de repartir el dinero rechaza la oferta, entonces ni ella ni el participante reciben ninguna cantidad. Ambos conocen perfectamente lo que su rechazo implica: ninguno se llevará nada.

Si los participantes perteneciesen a la especie Homo economicus y fueran, por tanto, maximizadores racionales de dinero, teniendo el absoluto control sobre la distribución de los 100 euros, no sería extraño suponer que se quedaran con el porcentaje mayor y adjudicaran no más de 10 euros al extraño. Razonablemente, cabe imaginar a esta persona aceptando cualquier cantidad diferente de cero, que es la cantidad con la que parte. Diez euros son mejor que nada, que es lo que obtendría si rechazase la oferta. Según lo expuesto, una configuración de 90/10 euro podría ser razonablemente satisfactoria para ambos, participante y extraño. ¿O no?

La realidad es que la mayoría de las personas que han participado en este experimento de economía conductual, denominado el juego del ultimátum, se desvían bastante de las predicciones hechas por el manual del Homo economicus y siguen pautas aparentemente irracionales. Lejos de la oferta 90/10, la mayoría elige la más equitativa de 60/40 y son muchos los que optan por la distribución paritaria de 50/50. No solamente eso; las personas que reciben propuestas desequilibradas tienden a rechazarlas, por más que con ello pierdan la oportunidad de ganar algo. Los participantes en esos experimentos no tenían indicaciones de actuar igualitariamente o de rechazar unos pocos euros; no padecían ningún problema mental, ni estaba mermada su capacidad para la toma de decisiones y, sin embargo, actuaron irracionalmente, fuera del territorio delimitado por el equilibrio de Nash (Nash, 1950).

La mente igualitaria

Los resultados de múltiples experimentos realizados con el juego del ultimátum (Debove, Baumard y André, 2016) se alejan de la versión del comportamiento humano regido por la elección racional, que sostiene que las personas tratan de maximizar su interés personal tomando sus decisiones a partir de la comparación de los costes y los beneficios que les pueden reportar (Rosanvallon, 2012). Este juego y la simple observación de la vida cotidiana ponen de manifiesto que los seres humanos son algo más que responsables racionales e interesados, con comportamientos puramente egoístas en todas las circunstancias. Lejos de esta concepción antropológica, se sitúa la multitud de evidencias de un ser humano preocupado profundamente por la equidad y el bienestar de los demás, desinteresado, con racionalidad limitada, altruista y en el que la reciprocidad toma carta de naturaleza; la que define la anatomía psicosocial del Homo reciprocans (Bowles y Gintis, 2002).

Las sociedades industriales no son un fiel exponente de la riqueza de la naturaleza humana, por lo que varios investigadores (Heinrich et al., 2005) llevaron a cabo un estudio transcultural con el objeto de sacar este tipo de experimentos fuera de los laboratorios poblados de estudiantes universitarios. Realizaron el juego del ultimátum con miembros de quince pequeñas comunidades tradicionales de cazadores-recolectores, cortadores-incineradores de cultivos, nómadas y agricultores sedentarios, representativos de los cinco continentes. Como cabía esperar, la diversidad cultural incrementó también la variabilidad en los resultados del juego. Se amplió´ el rango de las opciones de reparto propuestas y de las ofertas mínimas aceptables, en clara dependencia de lo que cada cultura consideraba equitativo. En todo caso, la equidad aparecía como un universal cultural, que se manifestaba en la extrema sensibilidad humana ante la injusticia y en la natural predisposición a la ira cuando se producían desviaciones y desequilibrios de la misma. Los resultados transculturales indicaron que la equidad es un principio universal modulado por la cultura local.

Esta fuerte predisposición de las personas al sacrificio de sus propios recursos para promover la igualdad, su tendencia a la elección de opciones costosas que favorecen la justicia, la preferencia por el comportamiento cooperativo, han de tener algún correlato en un cerebro perfilado por y para las relaciones sociales (Dunbar y Shultz, 2007). Y es lo que tratan de mostrar algunos estudios que analizan lo que sucede en los cerebros de los seres humanos cuando son sometidos a situaciones de igualdad/ desigualdad. En ellos se ha podido comprobar que la circuitería de recompensa del cerebro es sensible a la desigualdad en la distribución de recursos, tanto si esta es ventajosa para la persona como si no lo es (Tricomi, Rangel, Camerer, Colin y O’Doherty, 2010).

Para estudiar la aversión a la desigualdad se ha utilizado la resonancia magnética funcional en el contexto de diversos juegos económicos, en el que los participantes toman decisiones sobre si pagan o no el coste personal de incrementar voluntariamente los recursos de los miembros más pobres de su grupo y disminuir los recursos de los miembros más ricos, sin que haya para el sujeto experimental beneficios de reputación o de reciprocidad. Se examinó´ específicamente si el comportamiento igualitario estaba relacionado con la actividad neuronal de la corteza prefrontal ventromedial y de la ínsula, dos regiones que han demostrado estar relacionadas con las preferencias sociales. Ambas estructuras tuvieron una activación significativa, en consonancia con la hipótesis de que los mecanismos cerebrales implicados en la experiencia de los estados emocionales de los demás subyacen al comportamiento igualitario de los seres humanos (Dawes et al., 2012).

Otro tipo de trabajos se han centrado en el estudio del denominado sistema de neuronas espejo (Rizzolatti, 2006). Este conjunto de circuitos es muy relevante en el desarrollo de la empatía humana y tiene un importante papel en la elaboración de juicios morales. Curiosamente, dicha estructura se ha podido identificar también en otros primates.

Un ejemplo más de estos correlatos cerebrales lo proporcionan los trabajos que sostienen el solapamiento del dolor físico y social en un mismo sistema neuronal. Este se encarga de procesar no solo el sufrimiento físico, sino también la aflicción social provocada, por ejemplo, por una situación de trato desigual, injusto o de exclusión social (Eisenberger, 2015).

Que la tendencia a la igualdad está impresa en nuestra naturaleza biopsicosocial lo muestran también los estudios que analizan sus referencias hormonales. En ellos se ha observado la importancia de la oxitocina en la predisposición a confiar en los demás, y la confianza es indispensable para el buen desarrollo de nuestras relaciones sociales, especialmente las que implican intercambio social, económico y político. Así´, por ejemplo, se ha comprobado que la administración intranasal de oxitocina, un neuropéptido con un papel clave en el apego social y la afiliación de mamíferos no humanos, provoca un aumento sustancial en la confianza entre los participantes en un juego experimental. La oxitocina aumenta en gran medida los beneficios de las interacciones sociales y, más específicamente, las de naturaleza prosocial (Kosfeld, Heinrichs, Zak, Fischbacher y Fehr, 2005).

Incluso la testosterona, una hormona poco relacionada en la mente popular con la cooperación y mucho con la agresión, se ha mostrado importante a la hora de explicar el comportamiento cooperativo de un grupo de mujeres interaccionando en el juego del ultimátum (Eisenegger, Naef, Snozzi, Heinrichs y Fehr, 2010).

Este sentido de la igualdad y la justicia impreso en nuestra mente y en nuestro cerebro ¿será´ exclusivamente una peculiaridad humana? La investigación realizada con nuestros parientes más cercanos, los chimpancés, ha puesto de manifiesto que estas capacidades son antiguas y surgieron como un modo de mantener la armonía en un contexto de competición por los recursos (de Waal, 2014). A través de ingeniosas adaptaciones de juegos similares al del ultimátum, se ha visto que los chimpancés se muestran disconformes con el reparto injusto entre dos especímenes, en el que uno obtiene la recompensa de una uva (considerado como un alimento valorado) y otro el de una zanahoria (alimento menos valorado), no solo cuando el reparto les perjudica, también cuando les beneficia. Rechazan la opción en la que ellos reciben la uva si su compañero en el juego recibe la zanahoria. Pasan de ser maximizadores racionales de comida a irracionales generosos.

Algunas variantes de estos experimentos han permitido comparar el comportamiento igualitario de los chimpancés con el de los niños menores de siete años (Proctor, Williamson, de Waal y Brosnan, 2012). Unos y otros respondieron como lo hacen los humanos adultos: dividían los recursos materiales al 50 %. Personas y chimpancés muestran preferencias similares con respecto a la división de la recompensa, lo que sugiere una larga evolución del sentido humano de la equidad.

La especie humana tiene un largo pasado, pero una corta historia y, muchas veces, se olvida su existencia anterior a los últimos 10.000 años. Esta referencia a lo más reciente facilita la creencia de que la desigualdad es algo permanente y universal. Sin embargo, el conocimiento de la organización social de los cazadores-recolectores actuales parece indicar que sus ancestros paleolíticos vivían en grupos igualitarios basados en la relación de parentesco, en los cuales se compartía la comida y no existía una estructura jerárquica formal (Boyd y Silk, 2004). Ello indica que la mente humana evolucionó en una sociedad igualitaria, en la que los recursos materiales (los alimentos principalmente) eran compartidos; con una economía de intercambio continuo y diario; con control social para garantizar que nadie tomase más de lo que fuese justo. Esto no es incompatible con una cierta diferenciación de estatus y jerarquización social que, en general, era moderada, dependiente del contexto, transitoria y negativa en las sociedades de intercambio inmediato; al contrario de lo que sucede en las sociedades de intercambio demorado, en las que el diferencial de estatus es extremo, rígido, prolongado, publico y transgeneracional (Charlton, 1997). Estas sociedades proliferaron tras la aparición de la revolución agrícola, lo que supuso una acumulación de recursos materiales y su apropiación privada, con el consiguiente declinar de la igualdad (Wilkinson y Pickett, 2009 51).

Esta preferencia por la igualdad no se basa exclusivamente en la capacidad para la cooperación, en las relaciones de parentesco o en el altruismo reciproco. Necesita también de estrategias de contra dominación (Dunbar, 2001) en las que todos vigilan que todos reciben su parte y ninguno se aprovecha de los demás. Se desarrolla una muy sensible percepción de la injusticia de la desigualdad, que parece provocarse más por diferenciales cualitativos que por umbrales cuantitativos específicos. El instinto igualitario presiona socialmente hacia la redistribución en el nivel microsocial de las relaciones interpersonales, pero también encuentra una formulación en el macrosocial a través de ideologías y movimientos sociales de nivelación como el comunismo, el socialismo, el anarquismo, etc. (Charlton, 1996).

Estos mecanismos de contra dominación se enfrentan también a un cierto rechazo hacia la inversión radical de las jerarquías. En un reciente estudio transcultural, utilizando un juego similar al del ultimátum, el juego del dictador, se observó´ que a veces la gente apoya la desigualdad para evitar los cambios drásticos en la jerarquía social. Así, cuando una acción de transferencia de recursos materiales revierte el estatus social previo, hay más opciones de que las personas rechacen esa opción igualitaria (Xie, Ho, Meier y Zhou, 2017).

En términos evolutivos no es, por tanto, un contexto idílico; es un ambiente de adaptación en el que los individuos del grupo compiten por los recursos materiales y sociales. No es impensable que los más fuertes se los arrebaten a los más débiles, con el consiguiente perjuicio para estos y beneficio para aquellos. Así que, propiciar un sistema que impida la transferencia de recursos de los más débiles al más fuerte acaba resultando beneficioso para la mayoría de los integrantes de un grupo social. A partir de ahí se desarrolla una psicología que, ante un conflicto entre el fuerte-intimidador y el débil-víctima, provoca que las personas se pongan de parte del débil y se formen coaliciones contra los agresores. Este impulso igualitario conduce a una reducción drástica de la desigualdad dentro del grupo y crea las condiciones para la aparición de la aversión a la inequidad, la empatía, la compasión y los valores morales igualitarios; también promueve la cooperación generalizada a través de la formación de coaliciones (Gavrilets, 2012).

En definitiva, las elecciones sobre criterios de justicia priman sobre las de beneficio (Hauser, 2008). Los seres humanos tienen un sentido innato de lo que es justo y equitativo, de la justicia, y esto es universal (Corning, 2011). Lo que las personas piensan que es injusto es similar en diferentes culturas. El instinto igualitario forma parte de un complejo instintivo mayor, el de la bondad (Keltner, Kogan, Pi y Saturn, 2014), que coloca la cooperación y la ayuda mutua como ejes de la evolución humana (Kropotkin, 1978) y de uno de sus rasgos más distintivos, el lenguaje, que hubiera sido diferente en un contexto competitivo o, simplemente, no hubiera sido (Tomasello, 2010).

Un mundo desigual

Con este bagaje cognitivo y emocional no es fácil para la mente del animal moral que es el ser humano lidiar con un mundo en el que la desigualdad es uno de los índices que más han subido en los últimos 50 años (Piketty, 2014). Porque el mundo en el que vivimos es un lugar donde el 1 % de la población más rica dispone de más riqueza que el 99 % restante y las 62 personas más ricas tienen más recursos económicos que las 3.600 millones más pobres; todo ello en un contexto en el que la economía mundial ha doblado su crecimiento en los últimos 30 años (OXFAM, 2016a). Y es que hay una paradójica relación entre crecimiento económico y desigualdad. En muchas ocasiones la desigualdad se convierte en la sierva del progreso (Deaton, 2015).

No es mejor el panorama de España, donde veinte personas acumulan 115.100 millones de euros, más o menos lo que dispone el 30 % más pobre (OXFAM, 2016b). La mitad de esa cantidad está en manos del hombre más rico de España y segundo del mundo. En otra categoría juegan la mayoría de los hogares españoles, que tuvieron unos ingresos medios anuales de 26.730 euros, con un ingreso medio por persona de 10.708 euros; situándose el porcentaje de población en riesgo de pobreza en un 22,3 % (encuesta de condiciones de Vida, datos referidos a 2015).

Un ejemplo del desequilibrio entre los que más y menos tienen nos lo proporciona el Ibex-35, donde la retribución media de los presidentes o consejeros delegados fue durante 2015 de 4,3 millones de euros; 116 veces el salario medio de sus empleados, unos 37.000 euros (De la Fuentes, 2017).

Estos son algunos ejemplos de la gran brecha que separa a los más ricos del resto, ensanchada por la teóricamente superada crisis económica. Una crisis que tuvo entre sus causas la desigualdad previa y que la agudizó aún más, en una espiral descendente que dificulta la propia recuperación económica (Stiglitz, 2015). Porque la desigualdad económica que engendró la crisis se ha incrementado a la par que esta se desarrollaba, de forma especial en España. La evolución incremental del índice de Gini así lo pone de manifiesto. Este indicador estadístico se usa normalmente para medir la desigualdad de ingresos en una población determinada (Medina, 2001). Su rango de valores va desde el 0 al 1. El cero indica que no hay desigualdad, que todas las personas de esa población tienen los mismos ingresos. El uno significa la desigualdad absoluta, que una sola persona acapara todos los ingresos y el resto, ninguno. Pues bien, en España se ha pasado de un valor de 0,324 en el año 2008 a uno de 0,345 en el 2016 (según datos del INE); con crecimientos diferentes según la comunidad autónoma (Andalucía es la más desigual y Navarra la menos. Informe Foessa, 2016); siendo uno de los mayores de la Unión Europea, cuya media es 0,306.

Desigualdad y salud. La relación entre desigualdad económica y salud es simultáneamente una preocupación política y científica, que lleva implícita la hipótesis de que hay una conexión entre el nivel de desigualdad de una sociedad y su estado de salud. Para algunos la desigualdad perjudica la salud (Wilkinson, 2001); para otros, literalmente, mata (Therborn, 2015). La investigación previa al respecto no ha proporcionado una respuesta única y la relación entre desigualdad económica y salud sigue siendo una cuestión controvertida. Una revisión de 168 análisis concluye que un 70 % de los mismos indican que la salud es peor en las sociedades donde las diferencias económicas son mayores (Wilkinson y Pickett, 2005). Muchos de estos trabajos ponen de manifiesto que no son los niveles absolutos de renta y bienestar los que más influyen en la salud, sino la renta relativa y el estatus social. Las sociedades con menor diferencia entre los niveles económicos de ricos y pobres tienen una mejor salud, los índices de mortalidad tienden a ser más bajos y la gente vive más tiempo. Las sociedades más iguales son menos estresantes (Wilkinson y Pickett, 2009b); las personas están más predispuestas a confiar las unas en las otras y son menos hostiles y violentas unas con otras. El elemento mediador de esta relación se encuentra en las comparaciones sociales jerárquicas que instigan el deseo de tener mayores ingresos y mayor poder adquisitivo (Gómez-Jacinto, 2005). Una sociedad con una gran fisura económica entre los que más tienen y los que menos fomenta la comparación social ascendente que desencadena respuestas negativas, como la envidia, la insatisfacción, la frustración, el miedo y la angustia. La existencia de muchos individuos en este estado emocional permanente genera una situación de competencia social por los recursos que aumenta significativamente los niveles de estrés de la sociedad económicamente desigual; lo que tiene como consecuencia una degradación del estado general de salud de la población (Wilkinson, Kawachi y Kennedy, 1998).

Desigualdad y disfunción social. Un estudio realizado con los países desarrollados (Wilkinson y Pickett, 2009b) pone de manifiesto que lo verdaderamente relevante no son los ingresos en términos absolutos a la hora de analizar los efectos sociales y sanitarios de la pobreza económica. Para analizarlo se calcula un índice de buen funcionamiento social (delincuencia, salud, consumo de drogas...) y se pone en relación con el ingreso medio por persona de diferentes países europeos o de los estados norteamericanos. El resultado es que entre las dos variables la correlación es cercana a cero. Ambas variables no se relacionan. Sin embargo, cuando se utiliza la desigualdad económica de cada país o estado (medido a través del coeficiente de Gini), como variable predictora del funcionamiento social, entonces la relación de ambas se incrementa de manera estadísticamente significativa. En tales contextos de desarrollo, no es la pobreza, sino la desigualdad, la responsable de la disfunción social.

Este efecto se ha podido observar en una gran cantidad de estudios. En los mismos el incremento de la desigualdad económica se corresponde con un aumento de la enfermedad mental, los embarazos adolescentes, el abandono escolar, la obesidad, el abuso de drogas, la mortalidad infantil, la tasa de homicidios, la población reclusa, la tasa de pobreza, las dificultades económicas, etc., y con una disminución de la movilidad social, el rendimiento académico, la esperanza de vida, la tasa de voto y la confianza en los demás. (Página de inequalitiy.org, https://inequality.org/facts/incomeinequality/).

El afrontamiento de la desigualdad produce necesariamente muchos fracasos y frustraciones a las personas que una y otra vez chocan contra la línea divisoria de un muro que se vuelve infranqueable. En tales circunstancias no es de extrañar que se produzca la retirada colectiva de la vida social. Se ha encontrado que la desigualdad económica se relaciona con una menor participación social, cultural y política (Lancee y Van de Werfhorst, 2012), con una disminución de la cooperación (Nishi, Shirado, Rand, y Christakis, 2015) y, lo que es más sorprendente, con la propia justificación de la desigualdad existente (Rodríguez-Bailón et al., 2017).

Desigualdad y comportamientos de riesgo. Todos los rasgos psicosociales, incluida la tendencia al riesgo, se ven influidos por los factores ambientales que varían a lo largo del tiempo y la cultura. De forma muy especial, hay una fuerte interacción entre esa tendencia al riesgo y los cambios políticos y económicos, que introducen elementos de estrés en la vida social diaria y que contribuyen, aún más, a la vulnerabilidad (Kruger y Nesse, 2007). Un contexto socioeconómico que propicie la desigualdad hace que haya más personas fuera de juego, con dificultad para acceder a los recursos sociales y materiales. La carencia de los mismos es grave en todos los tramos de edad, pero lo es más durante la juventud; momento del ciclo vital en el que una persona necesita hacerse un hueco, crearse una identidad, incrementar su estatus para entrar con opciones en el juego de la competición social. Así que, ha de arriesgarse, adoptar roles competitivos, implicarse en conductas peligrosas que le hagan visible ante los demás. Pero todo ello tiene un coste y, a veces, se paga con la vida. Así lo avala un trabajo (Kenrick y Gómez-Jacinto, 2013) en el que se pone en relación la desigualdad económica de 82 países de los cinco continentes (medida a través del coeficiente de Gini) y las ratios de mortalidad debida a conductas de riesgo (accidentes de tráfico, homicidios, suicidios, consumo de drogas, etc.). En él se observa que en los países más desiguales la mortalidad de los varones jóvenes provocada por la asunción de riesgos es muy superior a la de las mujeres de la misma edad. Similar resultado se encuentra en nuestro país si comparamos los coeficientes Gini de las diferentes comunidades autónomas (Gómez-Jacinto, 2011). No conviene, pues, crear sociedades que generen parias que no tienen nada que perder. Asumirán más riesgos para escalar en la jerarquía social. Eso incrementará drásticamente problemas sociales como los accidentes de tráfico, el consumo de drogas, la agresión o la radicalización violenta, desgraciadamente, tan de actualidad.

Este análisis es particularmente pertinente en la interpretación de los efectos de la desigualdad económica sobre la delincuencia. Tras el análisis de 17 estudios que usaban las series temporales de diferentes países (Rufrancos, Power, Pickett y Wilkinson, 2013), se comprobó´ que los delitos contra la propiedad aumentan con el incremento de la desigualdad; lo que también sucede con el homicidio y el robo violento. Esta revisión de la literatura ilustra claramente que una disminución de la desigualdad económica se relaciona con una mengua considerable de los delitos. La rebaja de la desigualdad se constituye en un instrumento social y político al servicio de la reducción de la delincuencia.

Conclusiones

Los resultados de las investigaciones citadas parecen ponerse de parte de la idea roussoniana de la natural bondad humana, que luego es corrompida por la sociedad; frente a la tesis de Hobbes del, también natural, egoísmo humano que escatima la ayuda a los demás y que después la sociedad convierte en generosidad. Desde esa perspectiva, los sistemas morales son productos de la selección natural que evolucionaron hasta el éxito, limitando totalmente las conductas inmorales bajo una amplia gama de circunstancias. La moralidad forma parte de la naturaleza humana (Wilson, Dietrich y Clark, 2003). Como son parte de ella los sentimientos de gratitud, el sentido de identidad social y comunitaria, y de interdependencia con quienes se comparten recursos en condiciones de igualdad. La naturaleza humana viene equipada con estructuras neuronales que ayudan a cada uno a desenvolverse en la vida facilitando la identificación con los demás.

La igualdad se incrusta en nuestra naturaleza y la desigualdad se convierte en el peor enemigo del desarrollo como seres humanos. Por ello las estructuras sociales que generan relaciones basadas en la desigualdad, la inferioridad y la exclusión causan graves daños. El inventario de estudios expuesto sitúa la desigualdad como el factor fundamental de muchos de los males de las sociedades actuales. En él se pone de manifiesto que, a partir de un determinado umbral de riqueza, no es tan importante el ingreso promedio de un país como la amplitud de la brecha entre los que más y menos tienen. Ello va contra la naturaleza humana y socava las posibilidades de su desarrollo.

El choque entre una mente paleolítica moldeada en sociedades igualitarias y las actuales estructuras sociales desiguales tiene inevitablemente consecuencias psicológicas y sociales. Cuando en un colectivo social se dispara la comparación social entre los que menos y los que más tienen, se desatan las emociones y pensamientos que tan bien reflejan las palabras de Marx (1849): “Una casa puede ser grande o pequeña, pero mientras las casas circundantes sean también pequeñas satisfará´ todas las demandas sociales de una vivienda. Pero si un palacio se levanta junto a la pequeña casa, esta se encoge hasta convertirse en un tugurio. [...] El que habita en ella se sentirá´ cada vez más y más incómodo, insatisfecho y apretado entre sus paredes”.

En estas palabras está la idea de que la desigualdad no es solo una cuestión monetaria; es un ordenamiento sociocultural que disminuye la capacidad para funcionar como seres humanos, la salud, la autoestima, la propia identidad personal y social, y las posibilidades de participación social (Therborn, 2016). La desigualdad económica y no el nivel de riqueza o pobreza de una sociedad es la responsable del malestar. Una sociedad con grandes desequilibrios económicos entre las personas crea unas condiciones de jerarquización y comparación social que desencadenan la competición entre individuos, aumentando así´ las tensiones sociales, el estrés individual y la activación fisiológica, con consecuencias negativas para la salud y el bienestar individual y social (Wilkinson, 2005). Las condiciones económicas adversas producidas por la desigualdad aumentan la competición social, lo que motiva a iniciar más comportamientos arriesgados y antisociales que permitan hacerse un hueco en el mundo. Una menor desigualdad disminuye la competición y los comportamientos disociales y arriesgados; lo que incide en un aumento del nivel de salud y bienestar psicosocial.

La promoción de mayores niveles de igualdad debe ser, por tanto, un objetivo prioritario para la intervención psicosocial, política y económica. Para ello habrá que ir más allá del puro crecimiento económico, del PIB que, en palabras de Robert Kennedy, en su discurso pronunciado en la Universidad de Kansas el 18 de marzo de 1968, “no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de nuestra educación ni el grado de diversión de nuestros juegos. No mide la belleza de nuestra poesía […]. No toma en consideración nuestro valor, sabiduría o cultura. […] En una palabra: el PIB lo mide todo excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida”. En otro lugar habrá que referirse a esas estrategias interventoras que se hagan cargo de dar sentido a nuestro ser social.

Referencias

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Recibido: 11 de Noviembre de 2017; Revisado: 02 de Diciembre de 2017; Aprobado: 27 de Diciembre de 2017

Correspondencia: Luis Gómez Jacinto. Facultad de Estudios Sociales y del Trabajo. Universidad de Málaga. 29071 MÁLAGA. Email del autor:jacinto@uma.es.

Nota del autor

Este artículo es una versión modificada de la Lección Inaugural correspondiente a la apertura del curso académico 2017-2018 de la Universidad de Málaga impartida por el autor. Reproducido con permiso de Umaeditorial, Universidad de Málaga.

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