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FEM: Revista de la Fundación Educación Médica

versión On-line ISSN 2014-9840versión impresa ISSN 2014-9832

FEM (Ed. impresa) vol.23  supl.1 Barcelona oct. 2020  Epub 09-Nov-2020

 

Ponencias

El examen MIR, a examen

Antonio Sitges Serra1  2 

1Catedrático de Cirugía de la Universitat Autónoma de Barcelona.

2Jefe del Servicio de Cirugía Endocrina del Hospital del Mar. Barcelona

El examen MIR ha sobrevivido inmutable durante cuarenta años porque asegura la igualdad de oportunidades, ya que previene arreglos y ‘enchufes’ en la formación postuniversitaria como los que motivaron su creación, en una época de endogamia generalizada y cátedras corruptas. Pero de un sistema diseñado con ánimo reactivo no podían esperarse resultados homologables a los mejores de nuestro entorno. El programa MIR nació con defectos congénitos a pesar de inspirarse en el sistema de Estados Unidos, pues sus promotores descartaron sin miramiento alguno las cinco premisas básicas sobre las que se construyó el modélico Residency Matching Program estadounidense: dependencia de la universidad, doble elección, etapa troncal prolongada, trayecto piramidal y examen final. Al ignorar estos elementos nucleares, el programa MIR se ha consolidado como un instrumento selectivo y distributivo, y como ‘medalla’ para el centro acreditado:

  • Dependencia de la universidad. Al no estar tutelado por la universidad, el sistema MIR no favorece la dinámica de estudio ni la crítica científica que aún resiste en algunos pocos bastiones académicos. Los MIR pierden de este modo la oportunidad de ampliar el angular de su profesión, pérdida que es el primer paso hacia el síndrome de burn-out, tan frecuente en la etapas avanzadas de la carrera. La mayor parte de los programas se centran en el área asistencial, a la cual los MIR proporcionan mano de obra barata. Peor aún, con la marginación de la universidad, el residente queda adscrito de forma permanente a un solo hospital en el momento en que hace su elección. De este modo, los MIR pierden oportunidades de formarse parcialmente en otros hospitales si su centro cojea, como de hecho cojean muchos servicios acreditados.

  • Doble elección. La doble elección ahorraría numerosas decepciones. El programa estadounidense incluye una entrevista entre los candidatos y los jefes de departamento que tutelan la formación de especialistas, en la que unos y otros comentan sus expectativas y sus preferencias. En España, al no haber doble elección, los hospitales están obligados a contratar a los MIR que unilateralmente escogen las plazas que ofertan. Con ello, la posibilidad de que exista buena química entre los residentes recién llegados y el servicio que los acoge es aleatoria. La doble elección ha quedado sustituida espontáneamente por las visitas que los futuros MIR realizan a los centros en los que tienen opciones de ser contratados, durante las cuales se entrevistan aleatoriamente con otros MIR, tutores o médicos de plantilla del servicio. Como resultado, cabe esperar de todo. Algunos testimonios: quien iba para cardiólogo se pasa a cirugía por número insuficiente y ciudad preferida, para luego abandonar y volver a presentarse al examen; quien no sabía de qué iba la cirugía y dejó su plaza sin acabar el primer año porque ‘no le gustaba el quirófano’; la médico de familia que, pasados los treinta, se da cuenta de que la cirugía es lo suyo y acabará quitando pecas y verrugas tras una residencia cursada a trompicones; quien optó por una especialidad quirúrgica porque era ‘muy patosa’ y pensó que de esa manera adquiriría habilidad manual; novios y novias que escogen la especialidad que les permitirá mantener su vida de pareja en la misma ciudad... Estas situaciones, todas ellas verídicas, acaban siempre en traumas existenciales que se podrían haber evitado si hubiera mediado una entrevista previa a una decisión que, a la postre, resultó ser frustrante.

  • Etapa troncal prolongada. El descarte de la troncalidad es uno de los más graves errores que se cometieron en el inicio del programa y, visto lo visto, imposible de reorientar a tenor de los inútiles esfuerzos de ministerios y comisiones de las diversas especialidades por llegar a acuerdos a lo largo de casi una década de vacilaciones. Los licenciados interesados en la cirugía, por ejemplo, entran directamente en las subespecialidades (neurocirugía, cardíaca, vascular, ginecología) sin haber cursado los obligados –en los esquemas docentes extranjeros– dos o tres años de cirugía general. Ello va en detrimento de su formación, genera problemas organizativos en la atención urgente y reduce el espectro de conocimientos y habilidades de los futuros especialistas. La ausencia de troncalidad también se deja sentir en la medicina interna, donde el problema es, si cabe, aún más preocupante dada la progresiva desaparición de la figura del internista hospitalario con una visión más global de los problemas de salud, algo de lo que carecen numerosos especialistas.

  • Trayecto piramidal. El sistema norteamericano contemplaba, al menos inicialmente, un trayecto piramidal de manera que solo los residentes que acreditaban una buena disposición y valía profesional completaban su trayecto formativo. Algo similar ocurría en el Reino Unido. Eran, pues, al menos en los programas quirúrgicos más cotizados, programas competitivos que se estimaban necesarios para asegurar en la medida de lo posible la mayor competencia profesional en especialidades especialmente proclives a la iatrogenia. En España no se consideró esta opción, con lo que la acreditación se obtiene tras haber cumplido cinco años de entrenamiento que, solo de forma excepcional, se interrumpe por incompetencia. El 10% de MIR que abandonan la especialidad lo hacen voluntariamente o forzados por una causa mayor (enfermedad, crisis vocacional, etc.).

  • Examen final. El programa MIR es probablemente la única excepción conocida de un programa formativo que no finaliza con una acreditación objetiva. Nada que se parezca a los boards estadounidenses o a los fellowships de los Royal Colleges en Reino Unido, que en estos países resultan imprescindibles para ejercer la profesión. En su momento, los políticos españoles cedieron a las presiones de los MIR, que se resistían a ser evaluados al acabar el ciclo, y la cuestión quedó cerrada (pero en falso). Otro dato justifica la desidia política: la ausencia de una evaluación final resulta conveniente para los centros acreditados para la docencia MIR porque, de esta manera, la calidad de sus programas no es susceptible de puntuación y de ser clasificada en un ranking en el que se visualizarían los programas más deficientes y los más exitosos.

Además de estos cinco defectos congénitos, el sistema MIR ha empeorado al permanecer prácticamente inmutable durante más de cuatro décadas, a lo largo de las cuales se han añadido cuatro errores adquiridos: la depreciación de las notas obtenidas durante la carrera, la presión del examen sobre la docencia en quinto y sexto curso, la autocensura de la vocación y el bloqueo de la formación como especialista para un número creciente de estudiantes que quedan fuera del programa por un desequilibrio, de nuevo creciente, entre número de licenciados y plazas ofertadas.

En la última convocatoria, la nota obtenida en el examen MIR supuso el 90% de la puntuación final, mientras que el expediente académico de seis años de carrera sumó el ridículo 10% restante. Es decir, en rigor, un estudiante podría plantarse en un buen programa de residencia con un par de años de intensa dedicación al estudio de biblioteca con el apoyo de las academias ad hoc. ¿Para qué entonces seis años de estudio y un gasto público que alcanza los 50.000 euros por estudiante graduado? La contestación es obvia: la devaluación del expediente académico obedece a la sospecha, tal vez fundada, de que las facultades menos competitivas inflaban las notas de sus estudiantes para colocarlos en mejor posición frente a los graduados en facultades más exitosas: una triquiñuela típicamente celtibérica.

La presión del examen MIR sobre la docencia de pregrado se hace sentir de forma especial en quinto y sexto curso, momento en que aproximadamente el 80% de los estudiantes se matriculan en las academias, que hacen su agosto –valorado en un negocio que supera los 30 millones de euros anuales– entrenando a contestar preguntas de elección múltiple, de modo que la atención de los estudiantes se dirige hacia la gimnasia mental a costa de la docencia presencial en las facultades.

El impacto psicológico del examen MIR sobre las aficiones o vocaciones de los estudiantes es devastador. Pocos estudiantes osan adentrarse en una especialidad, a pesar de sentir predilección por ella, a la espera de aquello que les será permitido elegir tras conocerse la puntuación final. En el caso de la cirugía, la ausencia de un entrenamiento previo, por mínimo que sea, es particularmente desastroso porque pocos estudiantes han tenido la oportunidad de explorar sus habilidades manuales para luego enfrentarse durante la residencia a dificultades que en ocasiones son insolubles.

Para acabar, cabe dejar constancia de que tras un período relativamente razonable donde casi se equilibraron el número de licenciados y el de plazas ofertadas (11.200 aspirantes en 2016 frente a 14.500 en 2019), en las últimas convocatorias volvemos al punto de partida de los años noventa, con más del doble de solicitantes que de aceptados.

Soy pesimista en cuanto a las posibilidades reales de una regeneración del sistema MIR por varios motivos. En primer lugar, la cuestión está en el alero de un Ministerio de Sanidad dirigido erráticamente y con relevancia marginal en la no menos errática política española. La ausencia de liderazgo civil es evidente y más aún la fractura entre las comisiones de las especialidades, más empeñadas en seguir una agenda propia que en contribuir a la mejora de la formación de posgrado. Finalmente, los conflictos de intereses, tanto por parte de los MIR como de los servicios acreditados, suponen un obstáculo formidable para mejorar la competitividad y la competencia de los especialistas al acabar su formación.

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