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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría
versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735
Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.36 no.129 Madrid ene./jun. 2016
DOSSIER: EN PRIMERA PERSONA
Informe sobre una experiencia de ingreso en una Unidad Psiquiátrica de un Hospital General
Report on the experience of internment in a Psychiatric Unit at a General Hospital
Robert Stephenson
Málaga, España.
georgestephensonlcompeta@gmail.com
Tras cinco días de internamiento, primero en la unidad de urgencias y después en la de observación, se me permitió salir del hospital.
Impresión general
En ambas unidades, las enfermeras actuaron como vigilantes de una cárcel cuya misión es encerrar y trasladar a los enfermos de un lugar a otro. Había poca atención directa real al paciente salvo alguna honrosa excepción.
Las enfermeras pasaban la mayor parte del tiempo chateando por teléfono móvil y conversando. Los pacientes se limitaban a esperar entre comidas o tentenpiés, sentados viendo la televisión.
La única atención real al paciente provino de las jóvenes en prácticas, que no cobraban, y cuyo objetivo era poder salir a trabajar fuera del país.
Normas
Todos los días despertaban a los pacientes a las ocho y media para que pudieran ducharse, cambiarse de pijama, tomarse la tensión arterial y estar listos para desayunar a las nueve y media. Después de unos quince minutos se nos obligaba a salir de la sala donde se había servido el desayuno.
Prevalecía el aburrimiento y la monotonía.
Después de pasar dos días y medio en una unidad, fui transferido a otra. Allí pude al menos disponer de juegos de mesa bajo supervisión de las enfermeras.
La organización giraba en torno a la espera. Había una zona exterior donde se podía pasear o estar sin más. A los pacientes se les ignoraba y se les hacía esperar a la siguiente comida sin permitirles entrar en los dormitorios.
Con el desayuno se administraba la medicación. A mí nadie me recetó nada hasta los dos últimos días, cuando recibí un nuevo anti-depresivo, a pesar de que yo me quejaba constantemente de dolor de coxis. Tan sólo me dieron un Nolotil diario. Por la noche me daban una pastilla para que pudiera dormir.
La comida comenzaba sobre las dos. En general, la calidad era muy mala, excepto en alguna ocasión, como cuando cocinaron sopa de marisco. El último día nos dieron carne. Las verduras siempre llegaban frías y sobrecocinadas a nuestro plato.
Después de comer había siesta y a las cuatro, merienda obligatoria. Solía ser un sandwich con queso, sin carne. Observé que tiraban mucha comida a la basura.
No podíamos entrar en nuestros dormitorios hasta después de la cena, que era de ocho a nueve. Las enfermeras solían sentarse en la sala del televisor, conectadas a sus móviles, mientras los pacientes deambulaban ansiosos por acostarse.
En algún momento se hizo un esfuerzo por animar a los pacientes con terapia ocupacional: juegos de mesa y ceras de colores para rellenar dibujos geométricos. Esto rompió la monotonía y fue útil. Aprendí algún que otro truco para jugar al parchís. La interacción directa con las enfermeras era muy limitada.
Decidí preguntar a los demás por qué estaban allí y comunicarme con los trabajadores del centro en la medida de lo posible. Con todo, el hastío prevaleció sobre todo lo demás.
Después de cenar esperábamos a que las enfermeras terminaran de ver los programas nocturnos para poder irnos a la cama y recibir la medicación antes de dormir (dormitorios para dos con lavabo dentro).
Ayuda mutua entre pacientes
Destaca entre mis recuerdos una tarde-noche en la que los pacientes se ayudaron mutuamente haciendo "terapia", algo que las enfermeras nunca hicieron.
Decidí ponerme manos a la obra ayudando a una anciana, Carmen, a caminar, cogiéndola del brazo o paseando a su lado.
El momento más memorable tuvo lugar cuando una joven paciente de cuarenta y dos años, Encarna, estaba llorando sentada en el suelo presa de una depresión severa con convulsiones. Dos o tres de nosotros nos sentamos en el suelo con ella e intentamos darle apoyo emocional. Esto no pareció importar a las enfermeras que, como siempre, atendían a sus móviles en lugar de a sus pacientes.
El caso de Encarna dio pie a que un círculo mayor de pacientes empezáramos a interactuar y entretenernos en la sala del televisor. Entendí cómo esto nos humanizaba: era una forma de demostrar que había una preocupación sincera por los demás. Sentí la importancia del contacto físico a través de un simple abrazo. Josefa, víctima de violencia de género, había estado allí varias veces y estaba llorando en el pasillo. Estaba a mi lado. Sin pensarlo la rodeé con mis brazos y ella puso su cabeza en mi hombro.
Utilicé el tacto, la risa y el abrazo no sólo para ayudar a los demás, sino también a mí mismo. Cuando había humanidad el resultado era muy positivo, pero no fue, como dije anteriormente, por parte de las enfermeras ya que, en su mayoría, mostraban una total indiferencia hacia nosotros. No obstante, hubo excepciones.
Un enfermero, Felipe, rompió las reglas y me dio un potente analgésico cuando me volví a lesionar la zona lumbar tras una caída en mi habitación. Pero normalmente ni siquiera te decían que podías pedir más analgésicos. De esto me enteré gracias a una enfermera en prácticas, no remunerada, llamada Ampa.
Entre semana había más enfermeras y eran más amables. Estaban más dispuestas a colaborar. El fin de semana era un auténtico infierno de soledad inhóspita, vacío de personal. Puede que la "crisis" tuviera algo que ver.
Las enfermeras cambiaban mis vendas a demanda, después de la ducha o del desayuno. Parecían profesionales, pero, de nuevo, las mejores eran las jóvenes en prácticas que no pensaban sino en aprender inglés para poder largarse de España.
La mayor parte de las personas que trabajaban allí funcionaban como robots, sin empatía por los pacientes. Ni había un plan de terapia visible ni se permitían visitas a los familiares o amigos.
Si querías llamar a alguien por teléfono necesitabas el permiso del médico, en mi caso, dos veces. Cuanto más me fui haciendo con enfermeras y pacientes, mejor me fui sintiendo conmigo mismo y en relación con mi función en aquel lugar.
¿Por qué estaban allí los pacientes?
Cuando comencé a conversar con los otros pacientes descubrí que sobre el sesenta por ciento padecía depresión severa. Al menos tres de ellos habían fallado, como yo, en su intento de suicidarse.
Federico, hombre de cincuentaitrés años, lo intentó con una sobredosis de pastillas tras sufrir un divorcio y separación de su hija de once años. Acababa de llegar a nuestra unidad y no conocía a nadie. Discutimos más de media hora sobre si la paella era mejor en Valencia. Parecía saber de lo que hablaba y me explicó cómo prepararla.
Un hombre de poco menos de treinta años de edad, Jorge, decía que estaba allí porque había pegado a un cura. El día que me fui me dijo que un juez había decretado su transferencia a otro manicomio durante otros seis meses después de que pegara al mismo cura de nuevo. Parecía inteligente y yo le hice gracia. Era un tipo callado y se limitaba a pasear con la cabeza gacha. Le gustaban las comidas y comió bien. Le dejaron recibir un libro de su madre y leer allí dentro, pero, como siempre, no le permitieron visitas de familiares. "Aquí el médico es Dios", dijo en alguna ocasión. O sea, si el médico lo ordena, te tienes que quedar. No parece que haya un recurso de apelación.
Algunos pacientes se encerraban en sí mismos y no interactuaban con nadie. Las enfermeras no hacían nada por impedir ese aislamiento y tristeza autoimpuestos, esta locura institucional.
Como lego en este mundo puedo decir que algunos enfermos tenían verdaderos problemas de agresividad. Otros eran drogadictos.
Antonio, el que pegó al cura, me dijo que su mayor problema era el aburrimiento, el no tener nada que hacer hasta la siguiente comida.
La sala del televisor se enfriaba tras la puesta del sol. Cuanto más oscuro y más frío se volvía todo, más cundía la desolación.
Ni rastro de humanidad
Como mucho, veíamos al médico una o dos veces por semana y las enfermeras, como ya he repetido anteriormente, nos ignoraban.
Tuve mucha suerte con mi médico. Creo que se interesó de verdad por mí y quiso que saliera y mejorara. Muchas veces lloré explicando por qué me intenté suicidar.
Yo podría estar muerto ahora pero, por suerte, un amigo llegó cuando me estaba desangrando en el cuarto de baño. Si no hubiera llegado, ahora estaría muerto. Tuve suerte.
¿Qué aprendí de mi encierro dantesco de cinco días?
Primero, la indiferencia de las enfermeras; segundo, la importancia de la comida como única terapia; tercero, cuanto más tiempo allí, mayor la desesperación.
Una enfermera confesó que aquello era para volverse locos. Cuarto, la ayuda mutua entre los pacientes me enseñó la importancia del cariño, tocarse, abrazarse, estrechar las manos, mostrar empatía, reírse juntos...
Debo matizar que utilizar la comida como terapia era una locura. Aunque era abundante, hasta el grado del despilfarro, sentías la presión de comer a toda velocidad para que las enfermeras pudieran librarse de ti y seguir "jugando" con sus móviles. Esta práctica absurda deshumanizaba a los pacientes, privándoles de dignidad. Por todo ello, la experiencia fue desmoralizante, aunque también encontré humanidad, como dije antes, en el contacto con los otros, lo cual fue la mejor terapia.
Si no hubiera hecho amigos fuera del hospital y no hubiera tenido a mi médico, me habría vuelto loco. Con frecuencia me dormía llorando, en silencio.
Siempre recordaré cómo aquella noche nos juntamos unos pocos para darnos cariño y esperanza.
Recibido: 15/02/2016
Aceptado: 11/04/2016