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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.40 no.138 Madrid jul./dic. 2020  Epub 15-Feb-2021

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-573520200020002 

Artículos

Locura y activismo en Viaje al manicomio, de Kate Millett

Madness and activism in The Loony-Bin Trip, by Kate Millett

Rafael Huertas1 

1Dpto. Historia de la Ciencia. Instituto de Historia. Centro de Ciencias Humanas y Sociales. Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Madrid.

Resumen:

La escritora, profesora y activista feminista Kate Millett publicó en 1990 Viaje al manicomio. En este relato autobiográfico, la autora describe su experiencia como sobreviviente de la psiquiatría, tras dos internamientos psiquiátricos. El presente artículo analiza los contenidos de Viaje al manicomio destacando su importancia para una reflexión en torno a la crítica manicomial, a la vivencia del sufrimiento psíquico y al activismo en primera persona.

Palabras clave: Kate Millett; manicomios; feminismo; activismo; derechos humanos; psiquiatría

Abstract:

Writer, professor, and feminist activist Kate Millett published The Loony-Bin Trip in 1990. In this autobiographical account, the author describes her experience as a survivor of psychiatry, after two internments. This article analyzes the contents of The Loony-Bin Trip, highlighting its importance for a reflection on madhouse criticism, the experience of psychic suffering, and mad activism.

Key words: Kate Millett; madhouses; feminism; activism; human rights; psychiatry

Como es bien sabido, Kate Millett (1934-2017) es un referente indiscutible del feminismo que comenzó a desarrollarse a partir de los años sesenta y setenta del siglo XX (1). Su libro Sexual Politics (2), basado en su tesis doctoral, se ha convertido en un clásico de la segunda ola del movimiento feminista. Aunque hay una edición en castellano editada por Cátedra (3), fue la mexicana de Aguilar de 1975 (4) la que, junto a otras lecturas “obligatorias” y no siempre bien asimiladas, nos introdujo en una manera de pensar la realidad desde una perspectiva crítica. Los estructuralismos de Nicos Poulantzas o de Louis Althusser (este último versionado con desigual fortuna por Marta Harnecker), o los conceptos de hegemonía y de subalternidad de Antonio Gramsci, entre otros, fueron importantes para una generación que pretendía participar y ser artífice de cambios sociales y políticos, pero la Política sexual de Kate Millett nos hizo ver, además, que el patriarcado es un sistema de dominación que regula la relación de poder entre los sexos. La conocida consigna feminista “lo personal es político” se hizo muy popular a partir de un conocido y muy citado texto de Carol Hanisch (5) y ha suscitado análisis y desarrollos interesantes (6), siendo utilizado por diversas autoras como Betty Friedan (7) o la propia Kate Millett, cuando advierte de la necesidad de un análisis profundo de las consecuencias psicológicas que genera el patriarcado en función de la aceptación o no de la dominación masculina y de la interiorización o no de la opresión. Como ha indicado Sara Harrison (8), es a partir de este análisis en torno a la subjetividad de las mujeres cuando desde el feminismo se empezó a incorporar la crítica a la violencia psiquiátrica, dando lugar a una producción nada desdeñable que ha relacionado la locura en las mujeres con la expresión del descontento, la rebeldía o las resistencias ante la opresión del patriarcado (9), pero que también ha denunciado a la psiquiatría y a las disciplinas psi como instrumentos de patologización y control social de las mujeres (10,11).

Sin embargo, las aportaciones teóricas de Millett, siendo importantes, no nos pueden hacer olvidar que ella misma fue víctima de la violencia psiquiátrica al ser ingresada y medicada contra su voluntad en varios manicomios -en Estados Unidos y en Irlanda- con el diagnóstico de psicosis maniaco-depresiva. Viaje al manicomio (The Loony Bin Trip), escrita a lo largo de los años ochenta y publicada en 1990 (12), relata su experiencia en primera persona y constituye un documento de indudable valor para reflexionar desde el punto de vista del “sobreviviente” de la psiquiatría. Diversas autoras han considerado esta obra de Millett desde la perspectiva del activismo antipsiquiátrico y el feminismo (13), o han destacado la tensión existente entre teoría y experiencia, entre su condición de reconocida especialista de las relaciones de género y defensora de los derechos humanos y su necesidad de dar testimonio de su internamiento psiquiátrico (14,15). En una reciente reseña de la edición castellana publicada en Mad in América para el mundo hispanohablante, Rebeca G. Ibáñez comenzaba afirmando: “Hablar de ser mujer y estar loca, de su lenguaje y significado, del contexto, y de las estrategias que tiene el poder para manejarla: así, grosso modo, podría definirse el texto que nos presenta Kate Millett” (16).

En este sentido, leída hoy, pienso que merece la pena destacar la importancia histórica de Viaje al manicomio desde una doble y complementaria perspectiva. Por un lado, desde lo que en la historiografía médica se ha dado en llamar “el punto de vista del paciente” (17,18); y por otro, desde las claves que nos ofrecen los estudios culturales y, de manera específica, los mad studies, una línea de trabajo que aúna investigación académica y militancia social, o socio-política, y que se ha convertido en uno de los núcleos más representativos de un renovado pensamiento antipsiquiátrico (19). Los mad studies pueden definirse como un gran programa de producción de conocimiento y de activismo político que tiene por objeto el estudio crítico de las formas de estar, pensar, comportarse o relacionarse con el psiquismo. Valoran y tienen muy en cuenta las experiencias de los supervivientes de la psiquiatría y se esfuerzan por transformar las ideas, las prácticas, las leyes e, incluso, los lenguajes opresivos, tanto en el ámbito de la salud mental y de los saberes psi como en contextos sociales y culturales más generales (20).

Mi objetivo en las páginas que siguen es analizar los contenidos de Viaje al manicomio desde las perspectivas señaladas en el intento de recuperar la poderosa narrativa autobiográfica de Millett en su relación con la locura, con su propia locura. Se trata de una experiencia individual, sí, pero similar a la de otras muchas personas sometidas a encierro o a tratamientos involuntarios (21,22). El libro tiene una dedicatoria: “Para los que han estado ahí”, que resume su vocación de ser compartido y su voluntad de convertir una experiencia individual en colectiva. Escritura de denuncia y resistencia, de activismo; pero también un relato introspectivo y terapéutico. Una obra poliédrica, en suma, que puede considerarse, a mi juicio, un clásico de la literatura autobiográfica del sufrimiento psíquico.

Ingresos manicomiales

Viaje al manicomio arranca en 1980, cuando Kate Millett -profesora, fotógrafa y escultora- y su compañera sentimental Sophie Keir se habían instalado en el campo con la idea de crear una comunidad de jóvenes mujeres artistas1. Se identifica entonces un episodio de emociones extremas, de gran euforia y de comportamientos intensos y poco calculados que lleva a Kate a derroches económicos y a dificultades de relación con su pareja y con sus pupilas. Averiguamos entonces que hacía siete años había tenido un ingreso psiquiátrico, que fue diagnosticada de psicosis maniaco-depresiva y tratada con litio. Se atribuye su estado actual a que ha dejado de tomar la medicación, de modo que, con estos antecedentes, su comportamiento y su estado de ánimo generan desconfianzas y reproches que hacen que Kate se sienta cada vez más acosada. El temor a un nuevo ingreso le da pie para relatar la experiencia de su primer internamiento en 1973. En esa época Kate Millett ya era una intelectual muy reconocida, tres años antes había publicado su Sexual Politics y había sido portada de la revista Time. Impartía docencia en Berkeley y trabajaba de manera denodada (muchas horas, sin apenas dormir y con mucha tensión) para liberar a un activista de derechos humanos en Trinidad acusado de asesinato. En esta situación sufrió, según ella misma explica, un episodio de pérdida de contacto con la realidad, gran nerviosismo, confusión y dificultades de la expresión hablada que se tornó balbuceante e incoherente. Por este motivo fue ingresada primero en el Highlands Hospital de Oakland, desde donde fue trasladada al Herrick en Berkeley y posteriormente al Hospital Estatal de Napa. Kate comenta las condiciones de estos traslados: “(…) la camilla a la que me atan para ir del Highlands al Herrick, en California, tendida boca abajo” (23) (p. 104)2.

En repetidas ocasiones a lo largo del texto se insiste en que “la hospitalización forzosa está prohibida por ley” (p. 90). La ley de California de 1969 permitía que los pacientes mentales fueran retenidos y observados de manera involuntaria durante 72 horas, solo si suponían un peligro para otros o para sí mismos o si no podían alimentarse o vestirse. Esta reclusión podía prolongarse 14 días si no hubiera mejoría y siempre que un juez así lo determinase (24). Según relata Millett, su ingreso involuntario duró diez días (sin autorización judicial) y fue dada de alta tras firmar a regañadientes un documento declarando que era una paciente voluntaria que reconoció que necesitaba tratamiento. Las consecuencias de este primer episodio fueron demoledoras: “En el plazo de una semana perdí marido y casa” (p. 316)3.

Unos meses más tarde fue a visitar a su madre, quien la recluyó en una clínica mental de Minnesota de donde fue liberada a las dos semanas gracias a las gestiones de Donald Hefferman, un abogado de derechos civiles. Parece que el caso ayudó a reformar la ley del Estado, que terminó contemplando que los pacientes mentales ingresados tuvieran derecho a una audiencia de compromiso (24).

Siete años más tarde, tras el episodio en la comunidad de artistas, Millett regresó a su casa de Manhattan, donde fue visitada por su hermana y varios amigos, quienes, acompañados de una psiquiatra “amiga”, la presionaron para que ingresara de nuevo. Son muy interesantes las páginas dedicadas a la pugna dialéctica que se mantiene. Ante el argumento de la psiquiatra de que no debe ponerse nerviosa ni a la defensiva porque solo han venido a ayudar, Millett responde: “Cuando a una la llaman loca muchas veces, acaba poniéndose a la defensiva. Comprenderá que encerrar a alguien es muy ofensivo: de hecho, es una agresión” (p. 236), pero además insiste: “No creo que podáis obligarme a ingresar en un hospital sin violar mis derechos civiles” (p. 255). El episodio concreto que la autora narra es curioso y pienso que poco habitual: el concurso de un policía que se pone de su parte hace que el personal de la ambulancia que ha acudido para llevarla al hospital psiquiátrico renuncie a hacerlo. Cuando queda claro que el ingreso no es voluntario, “el ambulanciero sabe que esa es la mejor baza: una paciente involuntaria que conoce la ley y un agente para hacerla cumplir. Se echa atrás” (p. 269).

Pero Millett es consciente de que ha tenido suerte, de que su peripecia individual no puede generalizarse. Ante la frustración de la psiquiatra por no haber conseguido su propósito, contesta: “Esta vez no lo ha conseguido, pero ¿cuántas personas tienen la suerte de tener a un policía bueno a su lado como yo? La mayoría no saben siquiera que pueden llamar a la policía. Yo he tardado mucho en aprender. La captura suele ser tan rápida que casi nunca hay ocasión. Yo solo he tenido suerte” (p. 271).

En el otoño de 1980, Millett viajó a Irlanda, donde tuvo lugar su segundo ingreso psiquiátrico. La primera huelga de hambre de los presos del IRA en las cárceles británicas, en el marco del conflicto de Irlanda del Norte, se inició el 27 de octubre de 1980 y Kate Millett se apresuró a trasladarse a este país para apoyar a los huelguistas y denunciar las torturas a los presos políticos. Cuando iba a regresar a Estados Unidos fue detenida por la policía en el aeropuerto de Shannon, y aunque en un principio Millett atribuyó esta detención a sus actividades políticas, termina relatando su estado de agitación y su preocupación extrema por haber perdido una cámara fotográfica en un taxi. Fue ingresada en el Our Lady's Hospital de Ennis, en el condado de Clare, al oeste de Irlanda. La experiencia de este internamiento es la que con más claridad y extensión aparece descrita en Viaje al manicomio.

Finalmente, fue dada de alta como consecuencia de la actuación de un grupo de feministas irlandesas y de un político local. Es decir, también en esta ocasión parece obvio que Kate Millett se benefició de ser una mujer conocida y respetada en determinados ámbitos, como el académico, el feminista, el de la defensa de los derechos civiles y humanos, etc., lo que le permitió tener contactos y recursos que hicieron posible impugnar su secuestración. Circunstancia y oportunidad con la que no contaron otras muchas personas que sufrieron ingresos psiquiátricos prolongados.

A su vuelta a Estados Unidos se instaló en Nueva York, retomó el tratamiento con litio, al menos de manera momentánea, y ya no volvió a tener más ingresos. En todo caso, su experiencia como “sobreviviente” de la psiquiatría y su gran capacidad analítica le permitieron hacer una serie de reflexiones en torno al manicomio como institución y a los tratamientos psiquiátricos que merece la pena destacar.

El manicomio como institución total

“Las luces que se encienden o se apagan, el desplazamiento en masa del dormitorio a la sala de estar, los gritos de las enfermeras que señalan la hora de levantarse y de hacerse la cama para la inspección. Es la hora de asearse o de tomar las pastillas, es la hora de acostarse de nuevo” (p. 364). Esta descripción de la rutina manicomial recuerda en la práctica a las teorizaciones de Erving Goffman y de Foucault. El primero formuló en 1961 la categoría de institución total, definiéndola como “un lugar de residencia y trabajo donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente” (25). Por su parte, Michel Foucault, hablando de los mecanismos disciplinarios puestos en marcha en esas instituciones totales, nos explica en Vigilar y castigar que “el empleo del tiempo es una vieja herencia. Las comunidades monásticas habían, sin duda, sugerido un modelo estricto. Rápidamente se difundió. Sus tres procedimientos, establecer ritmos, obligar a actuaciones determinadas, regular ciclos de repetición, coincidieron muy pronto en los colegios, los talleres y los hospitales” (26).

Como se sabe, Erving Goffman fue un muy prestigioso representante de la escuela sociológica de Chicago y un autor muy leído en los campus universitarios norteamericanos, como el de Berkeley, por lo que es muy posible que Millett conociese su obra. No podemos asegurar que fuera lectora de Foucault, aunque es fácil suponerlo en una intelectual crítica como ella. En todo caso, eso sería lo de menos. Lo que resulta, a mi juicio, interesante es la coincidencia de narrativas. Tanto Goffman como Foucault, o como Millett, son referentes, en ámbitos distintos, de un pensamiento crítico desarrollado en los años sesenta y setenta. La diferencia, en este caso, es que los dos primeros teorizan sobre una situación que es vivida y sufrida directamente por la tercera.

Aun así, la capacidad de Millett para teorizar sobre el manicomio está fuera de toda duda cuando reflexiona en torno a su naturaleza: “El mismo manicomio es una insensatez, una anomalía, un cautiverio aterrador, una privación irracional de todas las necesidades humanas; conservar la razón dentro de un lugar así supone una lucha abrumadora. (…) El mismo propósito del manicomio y lo que todo el mundo entiende por ese término afirma la locura. Permanecer cuerdo en un manicomio es desafiar su definición” (p. 351).

Este breve párrafo resulta especialmente significativo por la cantidad de ideas que contiene. No solo porque pone en duda la capacidad terapéutica del establecimiento psiquiátrico, sino porque considera que es el propio manicomio el que genera locura y cronicidad. El manicomio produce y afirma la locura, provoca justo lo que pretende corregir. Es una anomalía, tal como afirma Millett, pues su resultado final se aleja de su propósito inicial. Se trata de una paradoja que ha sido señalada en repetidas ocasiones, pero en este momento me parece oportuno recordar dos brillantes contribuciones a esta crítica manicomial porque ambas aparecieron a comienzos de la década de los 70, coincidiendo con el primer ingreso de Kate Millett. La primera procede de la pluma del psiquiatra e historiador francés Georges Lantéri-Laura (27), quien publicó un artículo sobre la cronicidad en psiquiatría en el que se explicaba cómo, desde el siglo XIX, las necesidades económicas y de abastecimiento de los manicomios motivaron que muchas personas internadas permanecieran durante largo tiempo en la institución con el fin de aprovechar sus habilidades “técnicas” para sacar adelante la producción de los talleres o las granjas. Las estancias breves resultaban poco rentables y la cronicidad, sin serlo necesariamente, se convirtió en una de las características esenciales de la psiquiatría. La segunda proviene de la literatura: en el cuento de Gabriel García Márquez “Solo vine a hablar por teléfono” (28)4, una mujer es encerrada en un manicomio por un malentendido; al ser tomada por una interna, nadie la escucha, nadie la cree y es sometida a la disciplina manicomial. El resultado es que al cabo del tiempo termina con un serio e invalidante sufrimiento mental. Permanecer cuerdo en el manicomio es, en efecto, parafraseando a Kate Millett, desafiar su definición, pues “el encierro empieza a apoderarse de la mente, de tu cuerpo, estás marcada” (p. 151), porque “el lugar está construido para que te rindas” (p. 337).

Los paralelismos entre cárcel y manicomio, tantas veces apuntados (29), son también establecidos por Millett de manera contundente, tanto en su propia vivencia — “estoy en su calabozo, en su cárcel” (p. 357)— como en aspectos más analíticos. El manicomio se diferencia de la prisión en su posibilidad de ser ignorado, de quedar al margen: “[el manicomio] es un secreto demasiado íntimo y vergonzoso que suele guardarse” (p. 371) y precisamente ese ocultamiento permite el olvido y favorece la muerte social. De la cárcel se puede salir tras cumplir una condena, del manicomio se puede no salir nunca, así lo siente Millett cuando se pregunta: “¿…prisionera tal vez para el resto de tu vida?, ¿tanto daño puede hacer un pensamiento grotesco?” (p. 373). Y continúa afirmando: “Al no haber cometido ningún delito, en el plazo de un juicio rutinario de cinco minutos —drogado e incapaz incluso de comprender el procedimiento, y sin un abogado siquiera de su elección— puede perder la libertad durante un periodo indeterminado, incluso para toda la vida. Sin el derecho a rechazar el ‘tratamiento', un ser humano está indefenso ante tal proceso” (p. 500). Finalmente, Millett llega a asimilar el funcionamiento del manicomio con “la mecánica de un campo de concentración” (p. 385), lo que recuerda a Franco y Franca Basaglia, lectores de Primo Levi, cuando hacen la misma comparación (30).

Parece evidente que el relato en primera persona de Kate Millett viene a confirmar “desde dentro” las críticas al manicomio que tanta importancia tuvieron en la contracultura y en el pensamiento crítico de los años sesenta y setenta, pero más allá de la institución total como espacio cerrado de segregación, Viaje al manicomio aporta su particular visión de los tratamientos psiquiátricos.

¿Terapia o castigo?

Los tratamientos psiquiátricos han pivotado siempre entre una función terapéutica y otra de defensa social, entre el trato humanitario y filantrópico y la coerción y el castigo. La consideración del loco y la loca como personas “enfermas” y “peligrosas” permitió configurar para la psiquiatría un estatuto de “prestación especial” en el que los límites entre el tratamiento médico y la acción represiva quedaron con frecuencia muy difuminados. “La locura”, apunta Foucault, “será castigada incluso si es inocente en el exterior” (31).

La estrecha relación entre terapia y castigo, presente ya en los tiempos del tratamiento moral (32), alcanza una especial significación con la llegada de los tratamientos de choque (33). En 1946, Mary Jane Ward publicó una novela titulada Nido de víboras (The Snake Pit), en la que narraba su propia experiencia como interna en el Rockland Psychiatric Center (Condado de Orangeburg, Estado de New York). Dos años más tarde, Anatole Litvak llevó a la pantalla una adaptación cinematográfica, protagonizada por Olivia de Havilland, que se convirtió en uno de los clásicos del “cine de manicomios” (34). En un momento dado, dicha protagonista, a la que se le va a aplicar la primera sesión de una larga tanda de electrochoques, pregunta inocentemente: “¿Van a electrocutarme?, ¿tan grave es mi delito?”. Incertidumbres cargadas de significado, pues denotan la ansiedad del que no sabe qué le va a pasar, ni por qué. Absoluto desamparo que contrasta con la rebeldía del personaje central de Alguien voló sobre el nido del cuco. En este conocido film de Milos Forman, estrenado en 1975 y basado en la novela de Ken Kesey (35), el personaje encarnado por Jack Nicholson es sometido a terapia electroconvulsiva como un correctivo ejemplar, muy lejos de cualquier indicación clínica.

Kate Millett no llegó a ser tratada con electroshocks, pero están muy presentes en su pensamiento y en su experiencia. Manifiesta su temor a ser “castigada” en repetidas ocasiones a lo largo del texto: “A las personas que tienen mi actitud hacia los electroshocks es fácil que se las castigue con uno” (p. 104); “En un lugar así, seguro que te dan electroshocks, se huele nada más entrar. No cooperarás y los utilizarán como castigo” (p. 315). En una ocasión, tras pasar por un lugar del manicomio en el que no debía estar —”No pensé que les importara. La puerta estaba abierta…” (p. 345)—, es confinada en una celda de aislamiento. La medida es exclusivamente disciplinaria: “Si se porta bien, el médico podrá retirarle la orden. En estos momentos está incomunicada” (p. 346). Pero, incluso en una situación así, queda patente el temor a la sanción extrema: “Electroshocks… ¿creerán necesario utilizarlos para castigarme?” (p. 346).

Miedo y desconfianza que no son gratuitas, sino que se basan en el contacto directo con otras internas, compañeras de encierro, que sí estaban recibiendo electroshocks: “Siempre son las que parecen más hechas polvo, las profundamente aterrorizadas, las que saben que es un castigo o tratan de decirse desesperadas que es por su bien. Pero al repetírselo, la verdad les golpea en la cara. La mayoría están temblorosas y en silencio, las manos con un baile de san Vito sobre el regazo de felpilla de su albornoz; la cara roja, la lengua difícil de controlar” (p. 350).

El empleo de terapias agresivas para conseguir doblegar a las pacientes, para garantizar una docilidad que no incomode a nadie, ha sido señalado con frecuencia. La psicóloga feminista Phyllis Chesler, en su influyente obra Mujeres y locura, aparecida en 1972 y de la que contamos con una edición más reciente en castellano, indica que “en los psiquiátricos, muchos procedimientos amenazan, castigan o no alcanzan a entender de hecho a estas mujeres y las abocan a la sumisión real o taimada” (36). Pero lo que Chesler nos hace ver es que la asimilación entre terapia y castigo no responde solo a unas prácticas coercitivas aplicadas a personas institucionalizadas especialmente molestas, sino que pueden llegar a formar parte del propio núcleo doctrinal de la psiquiatría. A modo de ejemplo, podemos citar un artículo, publicado en una prestigiosa revista especializada, en el que se describe la aplicación de corrientes eléctricas a una mujer diagnosticada de esquizofrenia que “vertía acusaciones sobre persecuciones y abusos contra ella, realizaba alguna amenaza verbal o cometía algún acto agresivo”. Dicho “tratamiento” fue denominado “programa de castigo” y los autores señalaron que “el procedimiento fue administrado en contra de la voluntad expresa de la paciente” (37). Quizá pueda considerarse este un caso extremo y peculiar, pero ¿realmente lo es?

La psicofarmacología es vivida también como un castigo: “Y luego el castigo: una gran dosis de Thorazine. Has empezado tu carrera de fármacos (…) los médicos no te hacen caso; no habrá más exámenes, solo sustancias químicas a partir de ahora” (p. 366). Pero la medicación con antipsicóticos como la clorpromazina (Thorazine) va mucho más allá. Sin desmerecer los efectos beneficiosos que una medicación suficientemente ajustada y limitada en el tiempo puede tener a veces sobre determinados síntomas, no cabe duda de que, en ocasiones, su administración sistemática persigue otros fines que tienen más que ver con mantener la disciplina y el orden en el interior del establecimiento que con objetivos terapéuticos (38). En palabras de Millett: “Lo que realmente es erróneo es la medicación: la medicación como curación, como el método oficial que impera hoy en día, es lo insidioso, el verdadero mal. En general, se defiende porque al apaciguar a los internos facilita el trabajo de las enfermeras auxiliares y los celadores. En realidad, hace mucho más, actúa en sentido contrario a la cordura” (p. 351). En coherencia con su militancia en pro de los derechos civiles, Millett critica el tratamiento involuntario y la “medicación forzada de sustancias sin explicación alguna” (p. 348), tanto como concepto como en su propia experiencia: “No puede obligarme a tragar algo sin explicarme qué es” (p. 335). Sin embargo, a pesar de estos argumentos, los neurolépticos están tan presentes en la vida cotidiana del manicomio que, al final, todo acaba girando en torno a ellos: “Vuelve a ser la hora del té y las pastillas, para las que el té es una mera excusa. El mismo almuerzo no es más que otra taza de té con una pastilla (…) y siempre las pastillas, las sustancias químicas que tienes que combatir con el estómago vacío” (p. 335).

Sin embargo, por encima de los neurolépticos, el litio se convierte en uno de los elementos conductores de Viaje al manicomio. Tras su primer ingreso, Millett fue tratada con litio y “durante siete años viví con temblor en una mano, diarreas, posibles daños al riñón y todos los demás efectos secundarios del litio. En el verano de 1980 decidí abandonar la medicación” (p. 23). Esta decisión generó una gran inquietud entre su familia y allegados, y coincidió con el episodio de euforia “maniaca” antes citado en la comunidad de artistas y, un poco después, con el incidente en el aeropuerto irlandés que motivó su segundo ingreso. A su vuelta a Nueva York retomó el tratamiento hasta que en 1988, y sin decírselo a nadie, fue rebajando las dosis hasta dejar de tomarlo de manera definitiva. En esta ocasión, según su testimonio, “no pasó nada. Nunca afloró la ira que tanto había temido (…) Descubrí con sorpresa que ahora tenía paciencia, serenidad, que era más tolerante y abierta” (p. 497).

Las alusiones al litio son muy frecuentes a lo largo del relato. Los trastornos físicos que ocasiona su toxicidad, sus efectos sobre su estado de ánimo, el deseo de abandonar la medicación, la insistencia de médicos, familiares y amigos de que no lo haga, la incertidumbre y la duda sobre qué hacer, etc. En el sentir de nuestra autora: “Y ese fue el efecto de dejar el litio: detuvo la vergüenza y la docilidad” (p. 151), por nefastas que llegaran a ser sus consecuencias.

El psiquiatra australiano John Cade (39) describió en 1949 las propiedades antimaniacas de las sales de litio. El litio es un metal alcalino altamente tóxico para el sistema nervioso, el intestino y los riñones en dosis relativamente pequeñas. Los síntomas leves de toxicidad incluyen síntomas neurológicos, como temblor o letargia, que evolucionan a diarrea y vómitos, incontinencia, somnolencia, desorienta ción, espasmos musculares, ataxia y disartria. Los llamados “efectos terapéuticos” se sitúan en un continuo con las manifestaciones de la toxicidad. Es decir, antes de que aparezcan los signos de toxicidad completa, el litio provoca la inhibición de la conducción nerviosa, produciendo sedación y un déficit del funcionamiento mental (40). En la actualidad, el litio se asocia principalmente al tratamiento a largo plazo del trastorno maniaco-depresivo, y se considera que disminuye el riesgo de recurrencia de un episodio posterior; sin embargo, existen voces discordantes, como la de Joanna Moncrieff (41), cuando apunta que no existe ninguna teoría bioquímica aceptada sobre las bases neurobiológicas del trastorno bipolar y del funcionamiento de los estabilizadores del ánimo que ayude a racionalizar una perspectiva centrada en la acción del litio para esta circunstancia. Es de interés un reciente artículo de esta misma autora publicado en castellano en el que se problematiza el papel del litio y otros “estabilizadores del ánimo” en los trastornos del llamado espectro bipolar (42).

Esta dificultad de racionalización de la acción del litio, que Moncrieff comenta, y que pone de manifiesto una utilización empírica del mismo, es señalada a su manera por Millett cuando, ante la pregunta “entonces, ¿qué hace el litio?”, ella misma se contesta diciendo: “Ese es el problema. No lo saben, o solo saben que ‘funciona', que incluso modula la aceleración o ralentización a un ritmo estable, y por tanto nivela los dos estados extremos de manía y depresión. Pero desconocen el porqué” (p. 88). La experiencia de Millett con el litio resulta muy coherente con la realidad del momento, cuando el litio era el tratamiento de elección para las personas diagnosticadas de psicosis maniaco-depresivas. Un diagnóstico y una experiencia subjetiva sobre la que Kate Millett también ofrece unas reflexiones muy relevantes.

Estar loca…

Viaje al manicomio es un libro autobiográfico que narra, como estamos viendo, la experiencia del internamiento de su autora, pero sus páginas contienen también una serie de reflexiones internas donde la introspección y el sufrimiento subjetivo pasan a un primer plano. A lo largo de su relato vemos cómo los sentimientos y emociones de Millett transitan desde la negación —”Yo nunca he estado loca. No soy maniaco-depresiva. Ese es el diagnóstico que me puso un psiquiatra al que un buen día me entregó mi hermana” (p. 11)—, o desde la rebeldía y la agitación de las fases más eufóricas o agitadas de su estado de ánimo, a la aceptación resignada de sus momentos más depresivos: “Tú misma te ves loca (…) La depresión es la muerte y la certeza de la decrepitud (…) La depresión llega cuando les das la razón y te rindes” (p. 415). Una depresión que es vivida como una derrota o como una claudicación: “Me he rendido, he renunciado a mi manera de pensar, ya no estoy en conflicto con ellos sobre la naturaleza de mi experiencia o su validez aceptando despreciablemente mi locura, su humillación desgarradora” (p. 474).

Sin embargo, hay dos elementos de las vivencias subjetivas que se describen en los que merece la pena detenerse. Uno es la relación del sujeto con su propia etiqueta psiquiátrica. La afirmación “Ojalá nadie me hubiera dicho que estoy loca. Entonces no lo estaría” (p. 229) creo que puede ilustrar lo que con el tiempo Ian Hacking (43) definiría como el proceso de “inventar o construir personas” (making up people), es decir, la capacidad de los especialistas (médicos, psicólogos, sociólogos, antropólogos) para etiquetar y clasificar a determinados seres humanos favorece que estos, por el solo hecho de ser etiquetados, asuman dicha condición de modo que su manera de ser y de actuar no son independientes de cómo son descritos y clasificados. Esto es lo que Hacking llama “efecto bucle” (looping effect) de las clases humanas (que son interactivas): las interrelaciones de la gente y las formas en que esta es clasificada. Dicho de otro modo, las personas tienden a conformarse, a permanecer e incluso a crecer en el ámbito clasificatorio en el que han sido descritos o diagnosticados (44).

El problema del diagnóstico es abordado por Millett en unos términos que anticipan discusiones posteriores. Según explica, “el diagnóstico psiquiátrico que se impuso es que soy psicótica de constitución, una maniaco-depresiva condenada a sufrir recurrentes ataques de ‘enfermedad afectiva'” (p. 497), un diagnóstico que “pone en marcha un tren de falta de confianza e inutilidad, una sentencia de alienación” (p. 498), y termina argumentando: “Es la integridad de la mente lo que deseo reivindicar, su carácter sagrado e inviolable. No niego en absoluto la desdicha y el estrés de la vida en sí: los sufrimientos de la mente a merced de la emoción, las circunstancias que nos llevan a declararnos la guerra unos a otros, los divorcios y los antagonismos en las relaciones humanas, la multitud de temores, los obstáculos a la confianza, las crisis de decisión y elección. Intentamos sortearlo, buscamos consejo para protegernos, incluso nos exponemos al inevitable desequilibrio de poder inherente en la terapia para combatirlo; todo ello es la materia de la condición humana. Pero cuando tales circunstancias se convierten en síntomas y se diagnostican como enfermedades, creo que entramos en un terreno muy incierto” (p. 498).

Este último párrafo es extenso, pero enormemente esclarecedor del pensamiento de Millett, que enlaza con la idea defendida, entre otros, por Fernando Colina de que el diagnóstico no beneficia a nadie y de que “la condición de no-diagnosticado es un derecho democrático que empieza a convertirse en el simple privilegio de pasar desapercibido, es decir, indetectable ante la leva de enfermos mentales puesta en marcha por las fuerzas terapéuticas de la sociedad” (45). Se trata, sin duda, de una propuesta crítica y con una carga ideológica evidente que tiene que ver con los discursos y prácticas que abogan por la desalienación, descosificación, desmedicalización, desestigmatización, etc. de las personas con sufrimiento psíquico (46).

Con independencia de la etiqueta diagnóstica aplicada a Millett (psicosis maniaco-depresiva o trastorno bipolar), lo que me interesa destacar aquí es que todo su proceso responde a una narrativa vital que, en definitiva, es lo que cuenta. Una narrativa que es desarrollada y dada a conocer a través de la escritura: “Escribí Viaje al manicomio en parte para recuperarme yo, para recuperar mi mente e incluso su afirmación de cordura. Pero también con la esperanza de renunciar a ese dilema entre locura y no locura” (p. 501). De esta manera, la escritura aparece como un elemento fundamental en el esfuerzo de autorreparación. El libro que nos ocupa fue escrito entre 1982 y 1985, “en plena resaca de penitencia y autorrenuncia, ese acto de complicidad con la desaprobación social que es la depresión” (p. 495). La melancolía ha estado tradicionalmente ligada a la escritura y es en ese estado —”¿Por qué llamar a esto depresión?, ¿por qué no llamarlo dolor?” (p. 495)— en el que Millett comienza a escribir, y empieza por el final, la parte más intimista en el conjunto de la obra. No es de extrañar: la escritura del melancólico es así, intimista y autobiográfica; su propósito es, en buena medida, recuperar los signos del mundo y neutralizar su indiferencia o su agobio. Es, en el fondo, un intento de autointerpretación y de construcción de la singularidad (47). Merece la pena insistir en la relación de Millett con la escritura: “Durante la depresión desaparece el mundo. El lenguaje mismo” (p. 455); por eso, para recuperarlo, “la única salida es escribir” (p. 409). Resulta muy interesante, en este sentido, la confrontación que se establece entre química y lenguaje. Ante el argumento de que “mi enfermedad es química, dicen, y la cura también lo es” (p. 420), la propia Millett se exhorta: “Olvida la química y cíñete al lenguaje” (p. 386).

Pero las intenciones de Millett al narrar su propia experiencia trascienden el relato autorreferencial para llegar a ámbitos más amplios, menos individuales: “Sumo mi propia experiencia a la multitud de personas que como yo han conocido la crueldad y la irracionalidad del sistema, y reivindico un nuevo respeto a la mente humana en sí, su razón, inteligencia, percepción, agudeza y lógica. Que no vuelva a haber más hospitalizaciones, medicación o electroshocks forzados, ni más definiciones de locura como un delito que hay que tratar con métodos salvajes” (p. 502). Es decir, hay una voluntad explícita de activismo que otorga a Viaje al manicomio una dimensión colectiva nada desdeñable.

…y ser activista

Como ya sabemos, Kate Millett fue una destacada activista del movimiento feminista, por los derechos civiles y los derechos humanos, y, como es lógico y hemos podido apreciar en las páginas precedentes, su pensamiento crítico y de denuncia está muy presente en la obra que estamos analizando. Según nos cuenta, tras su primer ingreso asistió a su “primera reunión de Madness Network en una galería de arte de San Francisco, donde se había formado la Network Against Psychiatric Assault (NAPA)” (p. 116).

La Network Against Psychiatric Assault, fundada por Leonard Roy Frank, un superviviente que había sido sometido en los años sesenta a múltiples electroshocks, fue uno de los grupos más efectivos y militantes del movimiento estadounidense contra el abuso psiquiátrico, llegando a protagonizar una gran campaña que consiguió que dejara de aplicarse la terapia electroconvulsiva en San Francisco (48). Frank fue, además, el editor de Madness Network News. A Journal of the Psychiatric Survivor Movement, que se convirtió en el órgano de expresión del Mental Patient Liberation Movement. Con posterioridad, Millett mantuvo contactos y colaboraciones con otras organizaciones de defensa de los derechos de las personas psiquiatrizadas, algunas de las cuales “ha permitido asistir y hablar (…) del movimiento antipsiquiátrico” (p. 496).

La influencia de la antipsiquiatría en el pensamiento de Millett es muy evidente. De manera específica, creo que pueden detectarse en Viaje al manicomio ideas procedentes o en franca sintonía con algunos autores como Thomas Szasz o Ronald Laing. En cuanto al primero, y aunque de manera puntual, es interesante la relación entre locura y brujería que Kate Millett expresa del siguiente modo: “¿Quién mejor que las locas, sin duda las más crueles de las brujas, las que más castigo han recibido, las que tienen menos que perder?” (p. 376). Esta frase es seleccionada y reproducida por Mar García Puig (49) en el prólogo de la última edición española y, según esta autora, es una muestra de la capacidad de Millett para imaginar una resistencia colectiva. Brujas y locas son, en efecto, mujeres hostigadas y estigmatizadas que, en buena medida y según sus posibilidades, se rebelan contra sus perseguidores. Este argumento recuerda al de Thomas Szasz en La fabricación de la locura (50), cuando compara a los psiquiatras modernos con los cazadores de brujas de la Inquisición, afirmando que tanto las brujas como las locas son construcciones elaboradas por los que se arrogan el poder de proteger a la sociedad frente a ellas.

Más interés tiene, a mi juicio, la influencia de Laing en el texto de Millett. En El yo dividido (51), Laing propone la necesidad de un relato psicoterapéutico de autorrecuperación y cuestiona con convicción el modelo médico de enfermedad mental. Se trata de ideas y propuestas que coinciden con las expuestas por Millett a lo largo de su obra. En palabras de nuestra autora: “Todo el constructo del ‘modelo médico' o de ‘enfermedad mental', ¿qué es sino una analogía? Entre la medicina física y la psiquiatría: se dice que la mente está tan sujeta a la enfermedad como el cuerpo. Pero mientras que en la medicina física hay pruebas fisiológicas verificables, (…) en la enfermedad mental la supuesta conducta socialmente inaceptable se toma como un síntoma, incluso como una prueba, de una patología” (p. 498).

Finalmente, es de destacar la importancia que Millett otorga al apoyo mutuo. Los grupos de apoyo mutuo son espacios colectivos de ayuda y colaboración entre pares que pueden resultar fundamentales, cuando no imprescindibles, en determinadas situaciones y para algunas personas con malestar psíquico. Es cierto que no todo el mundo encaja en las dinámicas del apoyo mutuo y que estas pueden ser diferentes de unos grupos a otros, pero no cabe duda de que se trata de un tipo de organización que puede llegar a ser muy efectiva. Así lo siente Millett cuando describe su propia experiencia: “Al final mis compañeros Paul y Dayna me preguntaron si me estaba medicando. La actitud del movimiento es tolerante: medícate si quieres; si quieres dejar de hacerlo, hay ayuda y apoyo. Dayna había suspendido el tratamiento de litio varios años antes. Me recomendó que bebiera mucha leche, que no me cansara demasiado, que no se lo dijera a nadie. Paul y Dayna serían los únicos que lo sabrían; me llamarían cada domingo por la noche y yo les daría el parte” (p. 496).

En definitiva, la apuesta de Millett por el activismo es muy notoria, hasta el punto de rendir homenaje, en la última página de su libro, “a aquellas personas que, por su larga involucración en el movimiento en favor de los derechos humanos contra los abusos psiquiátricos, se han convertido en amigos y héroes para mí”, y termina expresando su admiración por Judi Chamberlin porque “al crear el modelo para el centro de autoayuda para expacientes, han dado esperanza, apoyo y curación a las víctimas del sistema” (p. 508). Recuérdese que Judi Chamberlin fue uno de los referentes más importantes del movimiento de supervivientes de la psiquiatría y autora de Por nuestra cuenta (52), un libro fundamental que está en el origen del movimiento Orgullo Loco (Mad Pride).

Conclusiones

Viaje al manicomio forma parte de un conjunto de obras que Linda Morrison (53) ha denominado “narrativa heroica de los supervivientes”. Personalmente, creo que podría considerarse un “clásico” del activismo en salud mental; es decir, una obra que contiene elementos diversos que, al margen de su contexto histórico, permiten diversas lecturas a lo largo del tiempo. Un clásico moderno, claro, pues los acontecimientos que se relatan transcurren hace casi cincuenta años. Dicho de otro modo, aunque debemos valorar Viaje al manicomio en su contexto histórico y cultural, no podemos evitar, ni olvidar, la actualidad de esta obra, que se sitúa, como hemos visto, en los orígenes del activismo llamado “en primera persona”. Existen en la actualidad iniciativas que, con fines diversos (académicos, de investigación-acción, de denuncia, etc.), recuperan testimonios de personas que están o han estado psiquiatrizadas. Las historias personales se repiten con frecuencia, aun cuando algunas tengan más repercusión que otras. La pugna interna por tomar o no la medicación, la amenaza constante de la contención, el miedo al “castigo”, la vulnerabilidad de personas en las que a su propio sufrimiento se añade el de estar “señaladas”, mar cadas por la desconfianza. Todo esto está presente en la experiencia autobiográfica de Millett, pero esta no es más que el reflejo de una realidad que, con más o menos matices, permanece. Hoy nos encontramos con otras historias de vida similares; entre los muchos ejemplos que podrían ponerse citaré, solo a modo de ejemplo, la novela gráfica Desmesura, narrada también en clave autobiográfica, que muestra las dificultades de enfrentarse al sistema biomédico de atención y las posibilidades del apoyo mutuo (54), por más que en esta ocasión la experiencia tenga que ver con la escucha de voces y pueda relacionarse con el movimiento Hearing Voices (55,56).

En un sentido más colectivo, siguen de absoluta actualidad los debates sobre los derechos civiles y humanos en psiquiatría, el problema de los tratamientos involuntarios o el de las contenciones, hasta el punto de generar campañas de largo alcance como 0 Contenciones. Asistimos en la actualidad a un (re)surgimiento del activismo en salud mental, tanto profesional (57) como en primera persona (58), con la aparición de no pocas iniciativas y propuestas organizativas, colectivos concienciados y más o menos radicales, con objetivos y estrategias variadas y a veces discordantes, pero que obligan a pensar la locura de otra manera. Todo ello en un contexto de movilización social de intensidad variable, pero con un importante y renovado movimiento feminista (igualmente complejo y discrepante) y con otras iniciativas procedentes de la sociedad civil que reclaman con fuerza pensamientos y acciones críticas y emancipatorias. No puede extrañar que Kate Millett y Viaje al manicomio pueda y deba ser considerada como un referente de todo este proceso.

*Trabajo realizado en el marco del Proyecto de investigación RTI2018-098006-B-100 (MICINN/FEDER).

1Kate Millett y Sophie Keir fundaron en 1978 una colonia de mujeres artistas (Women's Art Colony Farm) en las afueras de la ciudad de Poughkeepsie, en el estado de Nueva York. En 2012, la colonia se registró como una organización sin ánimo de lucro con el nombre de Millett Center for the Arts, y ese mismo año obtuvo una subvención de la Foundation for Contemporary Arts para crear un archivo de la Women's Art Colony Farm. Véase https://www.foundationforcontemporaryarts.org/recipients/kate-Millett (consultado el 30 de octubre de 2020).

2Todas las citas textuales están tomadas de la edición en castellano publicada por Seix Barral en 2019, traducida del inglés por Aurora Echevarría y con prólogo de Mar García Puig (23). En lo sucesivo, tras la cita se anota entre paréntesis la página de la mencionada edición.

3Cabe recordar que Kate Millett estuvo casada con el escultor japonés Fumio Yoshimura desde 1965, separándose a raíz del episodio mencionado. Tras dicha separación, mantuvo una larga relación sentimental con Sophie Keir, con quien compartió el resto de su vida.

4El cuento, escrito en 1974, se publicó años más tarde en García Márquez G. Doce cuentos peregrinos, Bogotá, Oveja Negra y Barcelona, Mondadori, 1992 (28).

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Recibido: 28 de Mayo de 2020; Aprobado: 02 de Noviembre de 2020

Correspondencia: Rafael Huertas (rafael.huertas@cchs.csic.es)

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