Orlando se estaba mudando de yo con una velocidad no inferior a la de su coche -había uno nuevo en cada esquina- como sucede cuando, por alguna inexplicable razón, el yo consciente, que es el superior, y tiene el poder de desear, quiere ser un yo único. Este es el que llaman algunos el verdadero yo, y es (aseguran) la aglomeración de todos los yo que están y pueden estar en nosotros; dirigidos y acuartelados por el yo Capitán, el yo Llave, que los amalgama y controla.
Virginia Woolf, Orlando (1)
El último ensayo de Castilla del Pino, Teoría de los sentimientos (2), supuso una puesta al día de su psico(pato)logía en muchos aspectos y, en mi opinión, mantiene prácticamente intacta su actualidad pese al tiempo transcurrido y la numerosa investigación al respecto, sobre todo neurológica. Aunque no pueden existir de forma independiente, Castilla diferencia entre emoción y sentimiento en base a la intensidad y al control sobre la repercusión organísmica de cada uno de ellos. Llama la atención sobre que las experiencias son infinitas y que dependen de la evaluación cognitiva que hagamos, mientras que las respuestas emocionales son escasas, con un patrón similar de activación visceral. En todo caso, para él, no es posible un sentimiento sin síntomas organísmicos.
Los sentimientos son reacciones del organismo ante cambios homeostáticos provocados por nuestras relaciones con objetos internos o externos. Por “objeto” entiende todo lo que es denotado, todo lo que puede ser cognitivamente analizado, tanto en la realidad externa del sujeto como en su mundo interno (pensamientos, sensaciones, fantasías, etc.). Los objetos externos y los internos tienen rasgos diferenciales, pero todos ellos pueden ser objetivados por el sujeto. Como veremos, no es posible la objetivación sin que sean connotados, es decir valorados por el propio sujeto. La simultaneidad de la emoción y el objeto que la sustenta, lo que llama respuesta cognitivo-emocional, es básica en toda su teoría de la conducta, incluidos los sentimientos, ya que cualquier relación es consecuencia de dotar de un valor a un objeto. Ambos momentos son inseparables.
El objeto epistémico de la psico(pato)logía, la conducta, exige una función cerebral que habitualmente es soslayada, pero no es posible explicar la conducta como relación con objetos sin abordar cómo se ponen en juego todas las actividades necesarias para que dicha relación se produzca. A esa función cerebral, cuya misión es adecuarse en la relación, es a la que denomina sujeto (self, identidad). La función homeostática la cumplirá construyendo esos bloques cognitivo-emocionales, a los que denomina yoes. Un yo, para Castilla, es el conjunto de conductas, cognitivas y emocionales, llevadas a cabo para restablecer el equilibrio en una situación determinada. La conducta es síntoma de una anhomeostasis y, de hecho, solo actuamos cuando nos desequilibran objetos internos o externos, a los que intentamos incorporar o expulsar: “la relación con la realidad es conflicto, primero como problema a resolver, a veces con premura; segundo como problema de adecuación” (2, p. 41). Puede ser comparable al concepto de rol, pero este, más sociológico, no contempla el componente interno, histórico, del sujeto de forma tan relevante como el término yo.
La memoria es fundamental en la conducta. Los yoes construidos para cada situación son almacenados, ninguna actuación está al margen de otras anteriores que son adaptadas en la medida de lo posible. El conjunto de todos los yoes y la valoración que le merecen es lo que constituye al sujeto. Ese bloque cognitivo-emocional lo constituye el objeto que depara el cambio homeostático y el sentimiento que provoca ese cambio. Pero el sentimiento hacia un objeto solo puede entenderse con un juicio de valor sobre el mismo. En términos básicos, el objeto es visto como agradable-desagradable y/o bueno-malo. La connotación de un objeto equivale a la construcción de una teoría sobre esa parcela de la realidad. El sujeto, esa función cerebral, cumple su cometido elaborando teorías sobre la realidad y sobre sí mismo. Pero no son teorías científicas, puesto que el lenguaje teórico, en el sentido dado por Carnap (3), lo constituyen los valores que el sujeto mantiene, y el lenguaje objeto, las denotaciones, los objetos con los que nos relacionamos. Son nuestros sentimientos los que conforman nuestra realidad. Como señala Jacob (4), esta es la estructura de los mitos, estrechamente ligados a la vida cotidiana y a las emociones. Este mito que constituye nuestra identidad es siempre puesto en cuestión por la realidad. Ese cuestionamiento es la anhomeostasis. La construcción de yoes es la solución para adecuarnos, en la escasa medida en que nos es posible, a una realidad que nos cuestiona, pero que nos es tan difícil objetivar.
El concepto de valor1, como respuesta afectiva ante un objeto, pone en relación la construcción del mundo que hace el sujeto con la realidad cultural en la que se desenvuelve. Los valores han de ser evaluados dentro de la cultura en que aparecen y, a la vez, en relación a la historia del que los tiene. Siempre son consecuencia y moduladores de la relación social. Si la conducta es una relación marcada por el juicio de valor sobre los objetos y, sucesivamente, sobre las relaciones con esos objetos, podría entenderse que los valores estéticos (agradable/desagradable) y éticos (bueno/malo) son determinantes de nuestras relaciones. La conducta sería, primordialmente, una cuestión moral.
Los juicios de hecho, los objetos, carecen de significado sin los valores que les atribuye el sujeto. Un mismo objeto (rendimiento intelectual, posición social, aspecto físico, etc.) se representa o se imagina de manera diversa, dependiendo de los valores que el sujeto le atribuye. Estos valores han sido tomados, como aceptación o como rechazo, de la cultura en que cada uno se socializa. Desde su concepción inicial, muy influida por G.H. Mead (5), consideró nuestro self como el resultante del valor que nos atribuimos a nosotros mismos y del que pensamos que nos atribuyen los demás. Por tanto, la identificación y la valoración de nuestros sentimientos es un aprendizaje social.
Hasta ahora he señalado algunas posiciones de Castilla sobre los sentimientos (y sobre la conducta) que pueden ser puestos en relación con algunos planteamientos actuales:
Respuesta organísmica y sentimiento (6)
La cuestión se discute desde finales del siglo xix. William James (7) y Lange defendieron que el sentimiento era una interpretación de las sensaciones que se tenían al emocionarnos (“no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos”). Esta tesis fue dominante hasta bien entrado el siglo xx. Por una parte, Castilla señala que Cannon (8) se opuso a esta teoría planteando la escasa variabilidad de la respuesta visceral frente a la diversidad de las experiencias (9), mientras que Schachter (10) demostró la importancia de la memoria y que la emoción provocaba las evaluaciones cognitivas que el sujeto hacía del objeto, no percibidas sin ella. Para Castilla, estas evaluaciones son equivalentes a construir una teoría acerca del objeto, en base a sus propios valores (11)2.
No obstante, las tesis de James (o atribuidas a él, como veremos más adelante) han sido actualizadas por algunos autores, en especial Antonio Damasio (12), aunque no considera imprescindible la activación periférica en todos los casos. A veces, la propia corteza prefrontal y la amígdala se “comunican” con las áreas somatosensoriales para que actúen “como si” la reacción visceral hubiera tenido lugar. Es decir, la respuesta es consecuencia en estos casos, generalmente en sujetos adultos, de la simbolización del objeto y no de su interacción sensorial. Damasio no lo plantea así, pero la simbolización no es posible sin la valoración. Los trabajos de este autor, junto a los del grupo de Davis y Panksepp (13), desvinculan a la ínsula, la amígdala, el hipocampo, el giro parahipocampal, el polo temporal, la corteza orbitofrontal y el cortex cingulado anterior del nacimiento de la emoción, que sitúan en formaciones subcorticales, en especial, el hipotálamo y la sustancia gris periacueductal. Consideran que las regiones “superiores” habitualmente relacionadas con la afectividad juegan un papel en la sofisticación de la vida emocional del adulto, aprendida en las experiencias vitales, pero que el motor afectivo de la conducta tiene su origen en las áreas subcorticales mencionadas. Defienden un cerebro emocional compartido por todos los mamíferos. Al contrario que Ekman (14), Panksepp pone de relieve la herencia común para los mamíferos de emociones “sin objeto”, es decir, la rata nace con miedo al olor del gato, pero no lo conoce, será la experiencia la que una el miedo con el objeto que huele a gato. De esta forma, las emociones genéticas, como predisposiciones para las relaciones con los objetos, dejan mucho lugar a la experiencia y, en cierta medida, pueden ayudar a la comprensión de la conducta, como señala Tizón (15).
Frente a esta vía somática de las emociones, se ha desarrollado una explicación construccionista. Dentro de esta, resulta interesante la de Lisa Feldman Barrett (16), que, muy resumidamente, plantea que la respuesta visceral es independiente de la emoción; rechaza la posibilidad de que existan emociones básicas y considera que la emoción se construye para cada situación, interpretando de diferente manera una misma sensación en función de la relación que se esté manteniendo, del contexto en el que aparece. Nuestro cerebro hace continuas predicciones, para lo que, además de la red atencional y la red por defecto, existe una red interoceptiva, centrada en la ínsula. Esta red cumple una función predictiva. Elabora pronósticos de lo que puede ocurrir y calcula la posible conducta necesaria, pero no son importantes para la producción de emociones ni reaccionan a ellas. No comparte la idea de que existen áreas cerebrales emocionales, ni que exista una huella genética para las mismas, y considera al cerebro muy poco reactivo.
La relevancia de esta discusión, para ubicar la teoría de los sentimientos de Castilla, es el lugar que ocupan las emociones básicas, entendidas como la base afectiva común a todos los mamíferos. Castilla considera que no es posible encontrar una correspondencia entre los síntomas internos y externos de los sentimientos y que esas emociones básicas, de existir, están muy alejadas de la conducta. Esta idea es consecuente con su defensa de la inespecificidad de la conducta respecto a cualquier causa orgánica: todo depende de la estructura del self (de la estructura de sus valores). Es decir, que esas emociones básicas, asimilables a los actos reflejos, darán lugar a conductas muy diferentes, individualizadas. Al mismo tiempo, como la emoción ocurre en una situación concreta, nunca será idéntica en el mismo sujeto, aunque se use la misma palabra para designarla. El modelo de sujeto de Castilla, y su defensa de la emoción como una construcción específica para cada relación, no impide aceptar la irrupción de emociones que desbordan la identidad del sujeto, que lo ponen “fuera de sí” y lo llevan a actuaciones vividas con extrañamiento. Para él, las emociones básicas fundamentales son la aceptación/rechazo del objeto; el resto resultan variables muy modificadas por las experiencias vitales, incluida la cultura en la que se desarrolla. Mark Solms es de una opinión similar (17), situándose en una posición intermedia entre Davis y Panksepp (13) y Barrett (16). Admitiendo o no la existencia de emociones básicas, todos los autores reconocen una doble vía para el nacimiento y la regulación de las emociones. Una vía más cercana a la propuesta de James, con activación visceral, y otra más cercana a la programación que llevan a cabo las áreas corticales para la predicción de lo que está ocurriendo en el mundo y de lo que puede ocurrir. Barrett considera uno de los retos más importantes de la neurociencia determinar las condiciones que abren un camino u otro.
Sentimiento y conducta: el sujeto
No creo exagerado considerar que la obra psico(pato)lógica de Castilla está encaminada al logro de un modelo de sujeto útil para la interpretación de las conductas. En este momento solo es posible una exposición esquemática. Antes he señalado que el sujeto (self, identidad) es un sistema cerebral encargado de la adaptación al entorno simbólico, psicosocial. El sujeto se refiere exclusivamente a aquel sistema del organismo mediante el cual este adquiere conciencia de sí mismo, sabe quién es y quiénes son los demás con los que interactúa. A diferencia de otros sistemas encargados de la adaptación al entorno fisicoquímico, el sujeto es el único sistema exclusivamente mental.
La forma de ser eficiente en la adaptación social es estar prevenido, es decir, actuar en todo momento con proyectos de actuaciones elaborados previamente. Esos proyectos son los que denomina “yoes”. Como he señalado antes, un yo es la suma de una denotación y la connotación correspondiente. Se tiende a pensar que primero denotamos algo y después lo connotamos, pero, en realidad, no es posible una denotación sin la connotación previa. El modelo de sujeto de Castilla del Pino está muy influenciado por su teoría hermenéutica del lenguaje (THL) (18) y por su aplicación clínica en trabajos dirigidos por él mismo (19-29). Como he señalado, el sujeto ha de ser entendido como una “teoría en acción”, en el sentido de los piagetianos, pero el lenguaje teórico de la misma está constituido por las connotaciones (estimativas, en su terminología) y el lenguaje objeto por las denotaciones (indicativas). La aplicación continua de esa teoría es la que va elaborando yoes (entendidos como clases de objetos definidas por sus valoraciones) en función de las predicciones que de manera continua elaboramos3. En el sentido de Jacob (4), esta estructura cognitiva es la propia de la construcción de los mitos y resulta muy coherente con la teoría de Castilla, que defiende que, en la medida que toda identidad es una biografía, resulta un autoengaño. Esto es, nuestro self es un mito. También señala Jacob la dificultad para discutir y cambiar un mito, ya que el mito representa nuestra imagen del mundo y nuestra posición en él. Para muchos, el cerebro es considerado un sistema cerrado, poco reactivo al mundo exterior, que está dedicado a mantener su homeostasis, en palabras de Llinás (31). Para Castilla, la homeostasis psíquica, entendible como el equilibrio del self, se superpone y distorsiona nuestras relaciones.
La conducta, como consecuencia de la construcción de yoes, precisa una diferenciación entre el sistema teórico (al que llama en ocasiones yo-sujeto) y sus producciones (al que llama yo-objeto). En realidad, el yo-sujeto, el modelo teórico que elabora conductas adaptativas a las diferentes situaciones, es preconductal. Nosotros detectamos la conducta del otro, los yoes que externaliza, que en términos comunicacionales se pueden considerar el mensaje que emite el sujeto, mientras que este o, más propiamente, la teoría que construye los yoes es el metamensaje, la intencionalidad en la relación. El yo-sujeto, el núcleo de la construcción y, por tanto, de la adecuación de los sentimientos, es preconductal, responde a las actitudes. El objetivo de la teoría hermenéutica del lenguaje es, precisamente, poder objetivar esas actitudes. En realidad, toda relación interpersonal es consecuencia de un intento de objetivar las intenciones del otro (¿qué quiere decir cuando dice una cosa u otra?). Finalmente, llama reiteradamente la atención sobre la construcción permanente de yoes, en la medida que cada conducta, cada proyecto de conducta, cada fantasía, etc., al ser objetivada (al ser consciente), pasa a ser un objeto que nuevamente es connotado (lo llama “metaestimativas”). Esta valoración configura el self. Es decir, cada yo está determinando los siguientes, tanto si esa connotación que el sujeto hace de su propia conducta es positiva como si es negativa.
Sin entrar en un análisis detallado, quiero destacar la similitud de su modelo de sujeto con los modelos realizados desde las neurociencias. Cada autor interpreta esa función cerebral matizada por su metodología de trabajo. Así, igual que el modelo de Castilla puede considerarse muy influido por su análisis del lenguaje, Damasio (32) tiene un componente anatómico, en base a sus trabajos con lesiones cerebrales; Edelman y Tononi (33) parten de su análisis de la visión; Fuster (34), de su concepción de la memoria; Llinás (31), del estudio del movimiento; Grossberg (35) sigue su modelo neural; Barrett (16) se basa en el cerebro relacional, etc. Como hace Castilla con su definición de yo-sujeto y yo-objeto, todos defienden la existencia separada de un módulo de control y de un módulo operativo, así como la construcción de estereotipias preparadas para ser puestas en juego según la situación concreta (mapas para Damasio, cógnitos para Fuster, FAP para Llinás, núcleo dinámico para Edelman, etc.).
Todos los autores tienden a aceptar que el self exige la conciencia y que, en los estados inconscientes, como ocurre, por ejemplo, en la anestesia, no hay sujeto. Es necesaria la función reflexiva. Como Castilla, Damasio (36) defiende que los sentimientos son los que dan origen a la conciencia. Es el sujeto el que genera la conciencia y no al contrario. Algunos trabajos con base en la exploración con neuroimagen de la red por defecto apuntan la posibilidad de que incluso aspectos parciales de esta reflexividad dan lugar a la conciencia (37).
No es el momento de discutir la función de la conciencia, pero parte de los estudios neurológicos la consideran una actividad cerebral secundaria, sin sentido, como el humo producido por un motor de explosión. En mi opinión, esto es consecuencia del error epistemológico que supone estudiar al cerebro de forma aislada. La conciencia no es humo inútil, sino, siguiendo con la metáfora, señales de humo para la relación. Su reentrada en el sistema se produce, precisamente, ante las modificaciones que se producen en el otro y que van a provocar la reelaboración permanente de nuestra identidad y, por tanto, la planificación de nuevas conductas.
Para Llinás, por ejemplo, la función última del cerebro es la predicción, hacer un pronóstico de lo que es probable que ocurra. Esta predicción, para convertirla en acción, debe estar centralizada, y considera al self como la centralización de esa decisión. Su modelo se basa en el estudio del movimiento, como he señalado. La forma de llevar adelante un movimiento eficientemente es tenerlo previsto, haber creado una conexión compleja de grupos neuronales que sean puestos en juego inmediatamente (lo que llama Fixed Action Pattern (FAP)), almacenados y continuamente reevaluados, especialmente por los núcleos de la base. Los sentimientos son también FAP, pero sus acciones no son motoras, sino premotoras (preconductales en la terminología de Castilla). Defiende que las emociones estén estereotipadas en gran medida, moduladas por la experiencia y por el contexto cultural. Para él, la emoción es necesaria para disparar un movimiento, pero su generación ocurre en áreas cerebrales distintas. En resumen, la conducta es puesta en marcha por la emoción y lo hace mediante patrones emocionales previos. Un modelo que puede superponerse al de Castilla.
Papel del lenguaje en las emociones
Para Castilla, antes de la aparición del lenguaje, con dos o tres años, el niño no tiene sentimientos equivalentes a los del adulto4 (2, p. 119 y ss.), de modo que el inicio del lenguaje corre paralelo con el de la socialización. Para Jerison (38), existe una presión evolutiva para el desarrollo del lenguaje por su utilidad para fijar la imagen del mundo, conseguida mediante la percepción de los objetos, y para poder compartirla con los demás. Esa función denotativa y socializadora va a condicionar la formación del sujeto de forma fundamental. El lenguaje cumple una función, desde el principio, de interpretante del mundo. ¿Cómo denotar objetos para los que no se tiene nombre?
La afectividad humana no es fácil de comparar con la de otras especies, precisamente por la existencia del lenguaje. Castilla insiste reiteradamente en que la emoción es íntima, puede expresarse (más exactamente, representarse: expresamos alegría o tristeza siempre en función del contexto), pero no contarse. Hablar de lo que se siente es, en verdad, hablar de lo que se piensa cuando se siente. Por otra parte, el lenguaje condiciona la definición de la emoción, que se procesa en base a la memoria y al concepto que tenemos de nuestro sentimiento. Como ocurre con la denotación, sentimos lo que tiene nombre. Además, esa función descriptiva del lenguaje está en la base de la distorsión denotativa.
En el mismo sentido que Castilla se pronuncian otros autores construccionistas, como refleja el trabajo de Harris, de Rosnay y Pons (39). Barrett (16) resume la distorsión del papel denotativo de lenguaje citando a James, al que se ha malinterpretado en su concepción de las emociones, pues no es cierto que las considerara preestablecidas. La cita literal de James es: “Cada vez que hemos creado una palabra para denotar cierto grupo de fenómenos, tendemos a suponer una entidad sustantiva que existe más allá de los fenómenos y de los cuales la palabra será el nombre” (7, p. 209)5. La palabra está, pues, fijando emociones y, de acuerdo con lo señalado por Jerison, permitiendo la cohesión social mediante el consenso, tanto de la realidad denotativa como, sobre todo, de la connotativa.
Esto nos lleva a la relación entre las emociones y la cultura en la que crecemos. La teoría de Ekman (14) y la aceptación de unas emociones básicas determinadas genéticamente que se dispararían ante el estímulo adecuado, entre otras consecuencias, llevó a un cuestionamiento de la antropología cultural y a reducir la influencia de la socialización en las emociones. Como he señalado, Castilla nunca aceptó este determinismo (ni en las emociones ni en la conducta, incluida la considerada patológica). Por el contrario, su modelo de yoes constitutivos del sujeto le llevó a defender el papel de los juicios de valor o estimativas como los determinantes del mundo con el que opera el sujeto. En su modelo, la percepción de los objetos está íntimamente ligada a que el sujeto pueda incorporarlos en su sistema valorativo. Un objeto no existe si no tiene un valor que atribuirle y, al mismo tiempo, no es posible tener un valor sin un objeto que lo “justifique”. Incluso si ese objeto no existe, el sujeto lo inventa. Es su explicación de la génesis de la alucinación o del delirio. Si un valor es necesario para el equilibrio homeostático del sujeto, y dada la imposibilidad de que exista una clase vacía, el sujeto crea objetos. Este dinamismo es aplicable a nuestra indagación en la realidad, no patológica (detrás de cada descubrimiento se encuentra la pasión del investigador para hacerlo).
Para él, las palabras que se refieren a estados emocionales han sido aprendidas incluso antes de que lo experimentemos, a través del código cultural en el que nos desarrollamos. De forma similar, Barrett, en su modelo de los sentimientos como creaciones para la relación, entiende que necesitamos un concepto emocional para experimentar o percibir la emoción asociada (sin un concepto para “miedo” no podemos experimentarlo) (16, p.184).
La vinculación del lenguaje y, con él, la cultura con los sentimientos es muy antigua. Como he señalado, la antropología cultural fue la disciplina que de forma más sistemática se ocupó del tema, aunque está presente en James y en Darwin. Castilla, al comienzo de su obra (40), era reacio a considerar la cultura como determinante de los valores del sujeto, la consideraba, desde el marxismo, algo superestructural frente a las relaciones económicas y de poder que formarían la estructura determinante. Su desarrollo de la teoría del self para poder objetivar las relaciones que el sujeto establece le hizo matizar sus opiniones iniciales, hasta considerar que la ciencia básica de la psico(pato)logía era la antropología. Los trabajos de autoras como K. Horney (41), R. Benedict (42), M. Mead (43), B. Malinowski (44), etc. evidenciaron que conductas consideradas extravagantes o anómalas eran expresión de los valores del individuo, coincidentes o contrarios a su cultura, incluidas conductas consideradas biológicas como los roles de género, la delincuencia, etc. (45).
Esa trabazón entre conducta y entorno cultural ha llevado a Barrett a sostener que el cerebro humano ha evolucionado para crear distintas clases de mentes humanas adaptadas a entornos diferentes. Esas mentes han sido construidas mediante la aportación de conceptos de las personas que nos rodean. En sus palabras, “hace falta más de un cerebro humano para crear una mente humana” (16, p.148). En el mismo sentido, Oliver (46), desde una perspectiva ecologista, considera nuestra identidad como parte de un ecosistema, defiende que el largo tiempo de maduración que tenemos como especie es consecuencia de la necesidad de un aprendizaje de los demás y que nuestra vida adulta es un continuo aprendizaje de roles sociales (resulta redundante señalar la similitud con el modelo de Castilla).
El vínculo inmediato de nuestra conducta con la cultura en la que tiene lugar se está evidenciando en aspectos inesperados. La aplicación al llanto del bebé de algoritmos de inteligencia artificial diseñados para la traducción están diferenciando los llantos del recién nacido según el idioma de la madre durante el embarazo. Entre nosotros, Ana Laguna Pradas y colaboradores (47) han diseñado un modelo que discrimina cuatro tipos de llanto del bebé (dolor, frío, hambre y falta de apego), pero su algoritmo, creado estudiando niños españoles, solo funciona bien en hijos de madres que han hablado español durante el embarazo, de una forma menos eficiente en madres angloparlantes y muy mal en madres orientales. Aparte de discriminar entre emociones concretas del recién nacido, demostrar cómo el lenguaje materno condiciona su expresión emocional, antes de que pueda conocer su individualidad, hace que emoción y cultura no puedan diferenciarse claramente desde el comienzo de la vida. Cuando el niño crece, a los seis meses, la “traducción” del llanto se hace imposible con ese algoritmo, coincidiendo con que el niño empieza a reconocer al otro y a establecer relaciones sujeto/objeto.
Psico(pato)logía y neurociencias
Por último, debemos hacer una escueta referencia a la epistemología de la conducta de Castilla del Pino6, llamando la atención sobre la similitud de su modelo de sujeto (y, por tanto, de conducta) con diferentes modelos construidos desde la neurociencia. He resaltado más el modelo de Barrett y su grupo (48) porque interpretan la conducta como causa y consecuencia de una relación, pero, Castilla, que cita a Viktor von Weizsäcker como diferenciador entre motricidad (fisiología del movimiento) y motoricidad (actuación mediante el movimiento), plantea desde muy pronto que es un error mantener el análisis de la conducta en este nivel: lo psicológico (la conducta y, por tanto, la afectividad) presupone lo biológico, pero lo biológico no puede dar cuenta de lo psicológico (49).
El estudio del cerebro puede objetivar dónde y cómo se expresa la conducta en el organismo, pero carece de la posibilidad de explicar por qué y para qué se produce. Esta explicación no puede encontrarse en un sujeto aislado, sino en un sujeto-en-relación.
Cuando se pretende reducir lo psíquico a lo biológico, se prescinde de aspectos relevantes para poder estudiar al sujeto, como es el “tema” de la conducta, su contenido. Todo lo que hemos analizado sobre el modelo de sujeto carece de sentido si no nos lleva a la relación con el objeto determinante de la conducta, de modo que ante cualquier conducta, subyaciendo al contenido de esta, “se esconde” el mecanismo biológico que la hace posible. Es decir, es como si frente a un movimiento hiciéramos una descripción precisa de los mecanismos neuromusculares que lo posibilitan, pero no nos diría nada sobre el porqué y para qué el sujeto se mueve. El tema, pues, nos remite a la situación concreta en la que se aprecia la conducta, al dinamismo de la conducta. Soslayarlo nos conduce, en el mejor de los casos, a un análisis de las funciones, sin que sea posible atender a la originalidad de cada conducta, de cada emoción y, sobre todo, detectar el porqué de esa alteración funcional. Otros trabajos de este mismo volumen analizan las catastróficas consecuencias de este reduccionismo en el que parece estar la psicopatología actual.
En todo caso, tras décadas de modificación de las nosologías, no ha sido posible encontrar ningún predictor biológico para ningún cuadro mental (trastorno, enfermedad, neurosis, psicosis o como quiera llamarse). La opinión de Castilla es que el biologismo es un error epistemológico, una confusión de niveles. Pero también discute algunas alternativas al biologismo que considera epistemológicamente equivocadas. La primera es la pretensión psicologista, es decir, frente a la eliminación del sentido de la conducta que plantea el biologismo, considerar que todo acto tiene sentido, eludiendo que el cerebro tiene muchas más funciones que la relación y que, por tanto, son ajenas al sujeto. La segunda es la pretensión totalizadora, es decir, el intento de crear una teoría que abarque lo que se denomina biopsicosocial. Son niveles diferenciados, no es posible una teoría totalizadora y, en la práctica, se hacen análisis parciales, como en el biologismo. Su propuesta es la elaboración de un modelo de sujeto que permita una interpretación del actor de una conducta, partiendo siempre de la conducta concreta, lo más formalizada posible para evitar saltos lógicos o superposiciones de teorías interpretativas. En realidad, esto es lo único posible en las relaciones interpersonales, ya que cuando nos relacionamos, lo hacemos construyendo una teoría acerca del porqué y para qué actúa el otro. El objetivo es intentar una sistematización de las posibles actitudes que subyacen.
Para acabar, cualquier interpretación de una relación es probabilística; una característica común en casi todas las especies, ya que la previsibilidad total de la conducta las desarmaría frente a los depredadores (50). Para los defensores de la existencia del libre albedrío, el caos que subyace a toda relación permite la creatividad y la libertad. De hecho, como ya se ha dicho, todos los modelos de sujeto neurológicos contemplan la creación de estereotipias, pero esa estereotipia se ajusta o se adapta a la situación concreta. Es decir, finalmente, todo sentimiento, toda conducta, es inédito e irrepetible. Como cada una de las situaciones en las que tiene lugar.
Redactando este trabajo, me planteaba lo esencial de lo aprendido al lado de D. Carlos. En mi opinión, lo fundamental de su obra es el desarrollo de las conclusiones de su ponencia a un congreso de la AEN en 1952: la conducta normal o anómala es una relación y resulta imprescindible una epistemología para esa parcela de la realidad que supone nuestra área de trabajo (51). Su aventura intelectual creo que ha sido un intento de llevar adelante estos presupuestos y sus hallazgos nos han permitido a sus seguidores navegar todos estos años en las novedades acontecidas en la maravillosa aventura de conocernos.