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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.43 no.144 Madrid jul./dic. 2023  Epub 15-Ene-2024

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352023000200014 

Dossier (Coordinado por Francisco del Río Noriega, José Mª Valls Blanco y Mariano Hernández Monsalve)

Castilla del Pino: un faro indispensable para navegantes de lo mental

Castilla del Pino: an essential lighthouse for navigators of the mental

Mariano Hernández Monsalve1 

1Psiquiatra. Madrid

Resumen:

Castilla del Pino ejerció un indudable liderazgo intelectual sobre varias generaciones de españoles en el último tercio del siglo XX, y de forma particular ejerció su función de intelectual aplicado a la práctica clínica de lo mental. Esta tarea constituyó un verdadero magisterio para los profesionales interesados en prácticas clínicas rigurosas, respetuosas con la dignidad y los derechos de los pacientes. En este trabajo se revisan algunas de sus principales aportaciones como intelectual a la práctica psiquiátrica y la psicoterapia. Específicamente, se abordan sus contribuciones al estudio de la influencia de la ideología en la psicoterapia y la ideología de la locura y su impacto en la práctica psiquiátrica en contexto hospitalario. Sus observaciones y recomendaciones significan una magnífica guía para el ejercicio de la observación rigurosa, la reflexión y el pensamiento crítico frente al dogmatismo.

Palabras clave: Castilla del Pino; psicoterapia; ideología; locura; derechos de pacientes; institucionalización; desinstitucionalización

Abstract:

Castilla del Pino was an undoubted intellectual leader over several generations of Spaniards in the last third of the 20th century. He specifically played this role as an intellectual in the field of the mental health practice. This task constituted a true teaching for professionals interested in rigorous clinical practices, respectful of the dignity and rights of patients. This paper reviews some of his main contributions as an intellectual to psychiatric practice and psychotherapy. It specifically addresses his contributions to the study of the influence of ideology in psychotherapy, as well as the ideology of madness and its impact on psychiatric practice in a hospital context. His observations and recommendations are an excellent guide to the exercise of rigorous observation, reflection and critical thinking facing any dogmatism.

Key words: Castilla del Pino; psychotherapy; ideology; insanity; patients' rights; institutionalization; deinstitutionalization

Introducción. El intelectual enfoca sobre la clínica

Este trabajo se centra en la intersección de tareas y roles profesionales del profesor Carlos Castilla del Pino (1922-2009) en su doble condición de intelectual (que reconoce y desvela elementos de realidad que están inicialmente poco visibles u ocultos) cuando los aplica sobre el territorio de la clínica, donde también él habita como psiquiatra. Los textos de referencia para este artículo son dos breves ensayos que destilan un saber construido de forma original, y que tomo como paradigma de ese “faro” que iluminó con luz propia buena parte de nuestras andadura y periplo profesional. Estos textos son: “Psicoterapia e ideología” (1), publicado en 1972 en la revista Cuadernos para el Diálogo, y “La ideología de la locura en la práctica psiquiátrica actual” (2), publicado como prólogo del libro del profesor de Derecho Civil Rodrigo Bercovitz La marginación de los locos y el Derecho (3).

En el mismo año de “Psicoterapia e ideología”, publicó otros dos artículos que están muy relacionados conceptualmente con él: “Ideología y racionalización” (4) e “Ideología y lenguaje” (5). En ambos textos, Castilla advierte sobre las limitaciones, sesgos y posibles construcciones engañosas a las que podemos vernos abocados tanto en una de las prácticas más específicas de nuestro campo de trabajo clínico, como es la psicoterapia, como en la práctica psiquiátrica cuando se ejerce en contexto institucional tradicional, como es el hospital psiquiátrico, donde se ingresan pacientes de forma involuntaria. Castilla nos advierte, en ambos casos, sobre la inevitable necesidad de considerar el contexto cultural y por tanto la ideología que influye sobre esas prácticas (psicoterapia o psiquiatría). Podríamos decir que en estos textos se nos muestra el Castilla intelectual de la clínica de lo mental, por cuanto lo que aporta son destilados del pensamiento crítico aplicado, con el consiguiente efecto de desvelamiento de los procesos borrosos u ocultos a la conciencia que están en la base de la “mala conciencia” que ampara las prácticas sustentadas en ideología.

Para ubicar mejor estas dos obras en el conjunto de la producción teórica de Castilla, y entender su significación en el mundo profesional y cultural del momento, convendrá revisar, siquiera someramente, los contextos en los que surgen en aquella España de la década de los setenta (“Psicoterapia e ideología” (1), en 1972, en el llamado tardofranquismo; “La ideología de la locura en la práctica psiquiátrica actual” (2), en 1976, en el arranque de la transición democrática), así como ubicar estas obras en la trayectoria profesional e intelectual de Castilla del Pino.

Consideremos esos contextos:

a) El contexto sociocultural y político en España en los años setenta del siglo xx, versus el existente en Europa y en Occidente, en lo que se refiere a la psiquiatría y los proyectos de salud mental comunitaria

En el escenario internacional, se estaba desplegando desde los años cincuenta con mucha pujanza uno de los movimientos transformadores más potentes del siglo xx: la desinstitucionalización psiquiátrica, junto a su alternativa constructiva, la salud mental comunitaria. Este movimiento, complejo, y con expresión distinta en EE. UU., Canadá o en distintos países europeos, hunde sus raíces en el reconocimiento de los efectos deletéreos que produce la institucionalización psiquiátrica sobre la dignidad y la salud de las personas, junto a la confianza en los beneficios de la vida comunitaria. Entre los líderes intelectuales de aquel movimiento, Castilla reconoce como más significativos entre los psiquiatras a Thomas Szasz (1920-2012) (6), defensor a ultranza de un ética de la libertad, a la vez que crítico radical sobre la pertinencia y la validez del propio concepto de enfermedad mental (7), y a Goffman (1922-1982) entre los sociólogos, autor de una obra, Internados (8), que puso en evidencia los códigos de funcionamiento institucional que significaban la despersonalización y alienación de las personas internadas por problemas mentales. Entre los muchos que podrían añadirse en este activo proceso, resulta imprescindible incluir a Basaglia (1924-1980), agudo crítico de la institución psiquiátrica e indiscutible líder de la desinstitucionalización psiquiátrica (9). Basaglia protagonizó, entro otros, el proceso de vaciamiento del mayor hospital psiquiátrico de Europa, en Trieste, hasta su cierre. Promovió el desarrollo de servicios de salud mental comunitaria verdaderamente alternativos al manicomio tras la consigna de que la libertà è terapeutica. Posteriormente, junto con su grupo, alineado en torno al movimiento de Psiquiatría Democrática, fundado en 1971, promovió el cambio legislativo italiano (Ley 180, de 1978), que prescribía el cese de las admisiones en los hospitales psiquiátricos y su posterior cierre definitivo.

Resulta imprescindible, a su vez, mencionar que, junto al proceso de desinstitucionalización psiquiátrica, sobre la psiquiatría y la salud mental fueron recayendo nuevos encargos desde la sociedad (10), cuyo abordaje desbordaría la mera aplicación técnica de remedios psiquiátricos o psicológicos, como viene sucediendo desde el mismo nacimiento de la psiquiatría como práctica médica con identidad propia. El hombre y la mujer de la segunda mitad del siglo xx acusaban los efectos del capitalismo consumista y competitivo, junto con el déficit del lazo solidario y de justicia en el acceso a derechos, bienes y servicios, con sus correspondientes efectos en la salud mental, formulados en aquellos momentos principalmente como neurosis. No es de extrañar por tanto que los discursos más interesantes que surgieron en este periodo fueran los que reflejaban el intento de aunar la búsqueda de respuestas para el tratamiento del daño, dolor o síntoma en cada persona, como proponía el psicoanálisis, o buscar la liberación mediante la transformación social, removiendo los cimientos socioeconómicos y de valores de la sociedad capitalista, como proponía el marxismo. Nos ocuparemos con algún detalle de esta cuestión un poco más adelante.

Mientras tanto, en España, aún bajo el régimen de dictadura franquista, empezaban a resonar ecos de transformación social, cultural y política, que incluían también los primeros intentos de elaboración de un pensamiento crítico alternativo a la institución psiquiátrica. Las nuevas ideas inspiraban prácticas transformadoras que, en esos años de tardofranquismo (hasta la muerte del dictador en 1975), eran inevitablemente concordantes con la lucha antifranquista y las reclamaciones democráticas de derechos humanos y derechos civiles. Como expresión de este clima de confrontación creativa con aquella realidad acantonada en el ostracismo y el inmovilismo, surgieron en España iniciativas que, salvando las diferencias, remedaban experiencias europeas; y así surgió la Coordinadora Psiquiátrica (11), casi simultáneamente con la Psiquiatría Democrática italiana, en este caso, por influencia de Basaglia y sus colegas afines. La Coordinadora conectaba, de modo informal y necesariamente clandestino, los distintos movimientos de transformación psiquiátrica hacia la salud mental comunitaria que se estaban dando en nuestro país (12). Poco después, en plena transición, se fueron generando otros procesos (sociales y políticos, legislativos institucionales, profesionales y ciudadanos) que fueron dando forma a lo que conocemos como la Reforma en España (reforma psiquiátrica hacia servicios comunitarios de salud mental), sobre la que existe una amplia bibliografía, además de la que ahora sugerimos como referencia para el lector y lectora interesados en ello (13-17).

b) Contexto biográfico y de la trayectoria profesional de Castilla del Pino: Hacia un estudio crítico de la ideología

Aunque no es momento de hacer un repaso biográfico detallado, recordemos que Castilla creció fascinado por la vida y obra de Ramón y Cajal (1852-1934) (18), a quien leyó por influencia de su preceptor, don Federico Ruiz Castilla, que perteneció a la Institución Libre de Enseñanza. También muy pronto accedió a una amplia formación humanista, incluyendo a Freud entre sus lecturas de adolescente, gracias al acceso a sus textos que le facilitó el médico de su pueblo, San Roque (Cádiz), que disponía de la versión en español de las obras de Freud (1856-1939) (19).

Más tarde, siendo ya estudiante universitario, como alumno interno con López Ibor (1906-1991), y de forma clara desde que se licenció en Medicina e inició la andadura psiquiátrica, Castilla no dejó de evolucionar desde su entroncamiento inicial en su primera identidad neuropsiquiátrica, incluyendo su trabajo de tesis doctoral (20), para aplicarse después al estudio de las aportaciones de la fenomenología y el análisis existencial. Por esto, no es extraño que Rendueles nos diga que le imagina con el texto de Cajal y la Psicopatología general de Jaspers (1883-1969) como libros de cabecera en aquella época (21).

De acuerdo con algunos estudiosos de la obra de Castilla (22,23), y en particular con el trabajo de Díez Patricio (24), su producción psiquiátrica puede ser entendida en cuatro etapas: desde 1946, con la inicial identidad neuropsiquiátrica y fenomenológica, hasta la última, que se abre a partir de 1977. La transición con cambios radicales se dio entre la primera y la segunda etapa, que se inicia con la publicación de Vieja y nueva psiquiatría en 1963 (25,26). Efectivamente, a raíz de verse obligado a abandonar su proyecto de vida académica por haber sido excluido por razones políticas, se incorporó en 1959 como director del Dispensario de Higiene Mental de Córdoba. Esto cambió radicalmente su vida y sus perspectivas profesionales: pasó del ambiente académico y el trabajo en un hospital universitario en Madrid a un centro ambulatorio en Córdoba sin tradición ni prestigio profesional alguno; partiendo de cero, en un contexto de aislamiento profesional, precariedad de medios y en contacto directo con la vida cotidiana de sus pacientes. Esto le produjo un gran impacto en su visión del mundo y de la profesión, pasando a interesarse mucho más por la perspectiva social e interpersonal: “entonces adquirí conciencia social”, confesará años más tarde al rememorar aquella época (27). El propio Castilla dejó constancia de la relevancia de ese cambio en la introducción de su texto Un estudio sobre la depresión. Fundamentos de antropología dialéctica (28). En esa transición entre la primera y la segunda etapa, pasó desde su orientación neuropsiquiátrica positivista y fenomenológica hacia la sociológico-antropológica y hermenéutica. Los dos textos principales de referencia para este artículo (“Psicoterapia e ideología (1) y “La ideología de la locura en la práctica psiquiátrica actual” (2)) se producen en la tercera etapa, que transcurre entre 1971 y 1977.

Por otra parte, es interesante advertir que, aun cuando la naturaleza radical del cambio señalado en su trayectoria intelectual y profesional es clara y no admite ninguna duda, no deja de ser relevante que Castilla fuera quien escribió el prólogo (29) de la obra postrera de Martín-Santos (1924-1964) (30), que es un exponente del análisis existencial, perspectiva de la que Castilla había ido tomando ya distancia. En dicho prólogo, Castilla hace un buen recuento de la producción científica y las aportaciones de Martín-Santos a la psicopatología, la clínica, el análisis existencial y la epistemología, incluyendo su tesis doctoral (31), que había sido publicada con prólogo de López Ibor.

Como se mencionó anteriormente, Castilla ya había mostrado la radicalidad de sus cambios en su perspectiva de trabajo intelectual. Los años siguientes fueron de intensa actividad profesional. Su impacto social y profesional se incrementó notablemente, destacando la publicación de La incomunicación (32), Un estudio sobre la depresión. Fundamentos de antropología dialéctica (28) y Psicoanálisis y marxismo (33), en el que nos vamos a detener a continuación.

c) Sobre psicoanálisis y marxismo

Tras el giro radical de Castilla en la orientación de sus intereses intelectuales y de la nueva clínica (pegada al territorio y a la vida de sus pacientes), va profundizando en la antropología dialéctica y aumenta su interés por la obra de Marx, especialmente por la de su primera época, en la que escribió los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 (34), y pronto se ve abocado a conectar con el amplio movimiento que se está dando en Europa, que pretende explorar la concordancia de las dos grandes propuestas del pensamiento crítico en el siglo xx, el psicoanálisis y el marxismo, configurado a raíz del trabajo de Reich (1897-1957) (35) y la escuela de Frankfurt (de la que inicialmente también formó parte el psicoanalista Fromm (1900-1980)) como freudomarxismo. Algunos de los intelectuales más señeros de esta corriente de pensamiento y acción, como el propio Reich y Marcuse (1898-1979) (36), estuvieron muy presentes en el mayo francés del 68 y de un modo u otro trabajaron sobre las conexiones entre psicoanálisis y marxismo. También en el mundo hispano hablante, al otro lado del Atlántico, surgen producciones interesantes en la misma línea, como es el caso del argentino Bleger (1896-1966) (37), que también inspiró el trabajo de Castilla. Incluso el propio Trotsky (1877-1940), a quien se considera el primer marxista que se interesó por el psicoanálisis, hizo sus aportaciones al respecto (38). De nuevo en Europa encontramos la obra del ruso-vienés Caruso (1914-1981) (39,40), y otros intelectuales y artistas (Althuser -1918-1990-, Breton -1896-1966-) ejercieron también una influencia importante en el conjunto de la sociedad y, de forma desigual, en ciertos planteamientos que afectaban a la práctica psicoterapéutica y otras dimensiones de la atención psiquiátrica y la salud mental.

Los distintos intentos de trasladar a la práctica algunas de las propuestas freudo- marxistas no fueron nada sencillos: puede dar buena idea de ello el que Reich, primer abanderado de esta corriente de pensamiento, fuera víctima de sucesivas exclusiones y expulsiones: del círculo cercano a Freud primero (lo que motivó en gran parte su traslado de Viena a Berlín), del Partido Comunista en Berlín y de la Asociación Psicoanalítica Internacional.

Como quedó dicho, en el cambio de trayectoria iniciado por Castilla a principios de la década de los sesenta había demostrado su interés por el método dialéctico y su capacidad para operar con él en los territorios de la clínica, construyendo su propuesta de antropología dialéctica. No es de extrañar por tanto que poco después, siguiendo la trayectoria previa, se acercara más de lleno a la exploración de estas dos teorías/ cosmovisiones, lo que se materializó en el libro Psicoanálisis y marxismo (33). El propio Castilla expone en el texto de presentación de la segunda edición algunas razones, claras, sencillas y de mucho peso: “El marxismo se ofrece como la hasta ahora más satisfactoria interpretación dinámica de la historia; el psicoanálisis, como la hasta el momento más lúcida intelección de la dinámica personal… Ambos ofrecen una teoría de la motivación: más volcado hacia lo sociohistórico el primero; más hacia lo socioindividual el segundo” (33). Más adelante, se advierte en el texto de Castilla su alineamiento con aquellas tesis de Reich, en sus primeros momentos como freudo-marxista, cuando afirmaba que “la consideración de ambas visiones (psicoanálisis y marxismo) podría contribuir tanto a la liberación social como personal, y además proporcionar una buena complementariedad teorética” (33).

En este libro, Castilla analiza con herramientas hermenéuticas-interpretativas la axiología de ambas propuestas (33). Encuentra algunos puntos de coincidencia, como la subjetividad del valor del objeto, ya como mercancía-objeto fetichista, en terminología marxista, ya como valor normativo, en la medida en que el sujeto introyecta las normas emanadas del superyó, en la versión psicoanalítica. También identifica diferencias: encuentra que el marxismo, además de ser una propuesta optimista (la subjetividad de los valores permite su modificación por los sujetos y por tanto contrarrestar la alienación que supondría tenerlos que asumir irremediablemente), tiene más capacidad transformadora, mientras el psicoanálisis, quizás de forma contradictoria, pues también admite la subjetividad de los valores, acusa la omnipotencia del sistema, optando por asumir pretensiones centradas en la transformación individual, en la medida en que sea posible, desde una posición escéptica que fácilmente vira hacia el pesimismo.

Conviene recordar que en la España de aquellos años se produjo un hecho muy significativo respecto al tema que estamos tratando, que fue la llegada en proporción relativamente importante en cantidad, y muy importante desde el punto de vista cualitativo, de psiquiatras y psicoanalistas del Cono Sur que venían experimentando, en ocasiones con un fuerte sentido “militante”, las dimensiones y la pertenencia del freudo-marxismo, como muy acertadamente se recoge en una reciente publicación (41). Entre ellos, debemos señalar al ya mencionado Bleger y otros como Langer (1910-1987), Bauleo (1924-2008) o Caparrós (1941-2021), que hicieron aportaciones importantes en años posteriores en el escenario teórico y práctico de la salud mental y en la sociedad española.

Algunas aportaciones de Psicoanálisis y marxismo (33) llegarán a tener un eco importante en la práctica clínica, como vamos a ver en el próximo apartado dedicado a la ideología y la psicoterapia. De hecho, en “Psicoterapia e ideología” (1), Castilla se ocupa de desgranar algunas cuestiones conceptuales, como por ejemplo cuando considera la diferencia entre teoría e ideología y su importante influencia para entender fenómenos sociales e interpersonales (entre otros, la psicoterapia), o como la aproximación al estudio del dogmatismo. Sin poder agotar estos temas ahora, por supuesto, podremos dar alguna pincelada que ayude a situar la naturaleza del problema y de las aportaciones de Castilla.

d) Sobre las racionalizaciones como infraestructura de la ideología

Recordemos que la ideología compone un sistema de racionalizaciones, es decir, de pseudorraciocinios, tendentes a la explicación conveniente ajustada a los propios intereses, sabidos o no sabidos, de la realidad social ante la que todos estamos comprometidos.

Castilla aborda esta cuestión de una forma un tanto sui géneris, con una gramática muy personal en la que predomina la elaboración de ideas destiladas de trabajos previos e incorpora aportaciones de la sociología norteamericana sobre la actitud. En esta ocasión, se acerca al encuadre de lo ideológico desde el reconocimiento de dos formas radicalmente distintas de abordar y tratar un problema, como son la adopción de una actitud abierta o una actitud cerrada (4). Tatar una cuestión con una actitud cerrada es ideologizar, y el mecanismo psicológico mediante el cual alguien o algunos hacen ideología se denomina racionalizar. La racionalización, que es un mecanismo de defensa bien conocido por el psicoanálisis, es la forma de llegar a un pensamiento ideológico contrario al científico propiamente dicho, tras el cual no es posible sino el logro de una falsa conciencia: la ideología y su correspondiente falsa conciencia es el resultado de un proceso de racionalización. Castilla había tratado el tema con detalle en Psicoanálisis y marxismo (33). Al abordar el dogmatismo distingue entre teoría, científicamente producida, e ideología, adoptada mediante procesos no científicos e irracionales, paradójicamente denominados como de racionalización. A su vez, en esas páginas, definió muy claramente las características que debe tener toda teoría científicamente producida, como efecto de la actividad de razonar: debe ser abierta, comunicable y verificable. Lo contrario (no susceptible de modificación, sin comunicar datos de los procesos que se siguen y no ser susceptibles de verificación) son características del pensamiento dogmático, cerrado, reaccionario.

En la consideración de la racionalidad (ideas) e irracionalidad (creencias) de la producción mental, recurre a Ortega y Gasset (1883-1955), quien acertó al subrayar de forma muy gráfica que las ideas se tienen mientras que en las creencias se está (42,43). Las ideas se mantienen mediante el ejercicio de la razón, mientras que las creencias nos vienen dadas en gran parte como herencia del pasado, de modo que nos acogen y configuran. Se adoptan mediante la ideología y la racionalización; y, lo que es más importante, el sujeto opera con ellas como si fueran ideas, con la falsa conciencia de que también en ellas existe una razón/operación lógica.

Por su propia condición, el pensamiento cerrado es una forma de pensar que rehúye la problematicidad del presente y que se vuelve hacia atrás en el tiempo para encontrar la doctrina o la persona que garantiza que la solución esté dada de antemano. De forma opuesta, el pensamiento abierto reconoce las necesidades que emergen de la relación del hombre con su situación, con su concreta realidad. El pensamiento abierto se despliega con facilidad ante situaciones específicas y despejadas, sin enredos. Pero cuando surgen acontecimientos que comprometen a la totalidad de la persona, puede hacerse difícil mantener esa apertura y se recurre al inmovilismo formalizado como pensamiento dogmático (opción ideológica reaccionaria). Por el contrario, es propio del pensamiento abierto antidogmático contar con la problematicidad que siempre viene con la nueva realidad y operar con esa problematicidad, casi siempre apreciada como complejidad, frente a la simplicidad que suele definir el pensamiento cerrado dogmático.

Además, se hace necesario señalar que la racionalización (en lenguaje de la vida diaria hablamos de “justificación” como término análogo) no se trata de un error intelectual, sino de una falsificación subconsciente con miras a la deformación de la realidad de acuerdo con nuestros intereses, afectos o compromisos. Mediante la racionalización procedemos con suma facilidad a sustituir los hechos por juicios de valor. Pero estos juicios de valor (4) se aportan como juicios de hecho y ahí está el error. Esta falsa acción de la conciencia de realidad es la que caracteriza la racionalización, cuyo resultado emerge en forma de prejuicio (que no precede, sino que sustituye al juicio). En este momento, que Castilla denomina anaclástico (4), es cuando tiene lugar la refracción del proceso lógico en ilógico y pre-judicativo. Su esperado corolario es la advertencia/sugerencia de que dejemos de racionalizar y por el contrario razonemos, evitando el empecinamiento en el error que denominamos dogmatismos.

Por otra parte, no solo se racionaliza a nivel personal, sino también en grupo, de modo que el sistema de racionalizaciones compone la ideología de ese grupo. El grupo mismo se aglutina precisamente por su racionalización, que es un dinamismo psicológico frente a la inseguridad (4). Las actitudes irracionales encuentran más y más justificación y, valga la paradoja, razón de ser en la irracionalidad de los otros, que tendemos a acatar merced a la gratificación que nos supone comprobar que los otros confirman nuestras actitudes y/o nuestras creencias.

En este mismo hilo conductor de la relevancia de la ideología en el trabajo clínico, tenemos otra contribución interesante de Castilla en Patografías (44), obra que publicó en 1972, el mismo año que el texto “Psicoterapia e ideología” (1), al que luego nos referiremos con más detalle. Y es momento también de recordar que en este productivo 1972 publicó otra obra que marcó un hito en su trayectoria y en la cultura española: Introducción a la hermenéutica del lenguaje (45), que significaría una nueva ruta en la investigación del sentido y significado de la conducta humana, la más sana y la menos sana o enferma.

Sobre las implicaciones de la ideología en la psicoterapia

Castilla del Pino se ocupó en diversas ocasiones a lo largo de su obra de la psicoterapia, si bien no publicó ninguna monografía específica sobre este tema. De hecho, el grueso de su obra psico(pato)lógica gira en torno al modelo de sujeto y de la relevancia de la situación y de los contextos, lo que no dejan de ser fundamentos de toda psicoterapia. Se acercó a ella de forma más específica cuando buceó en las Patografías (44), un trabajo muy serio, meticuloso y a conciencia sobre cómo establecer y mantener el diálogo terapéutico con el paciente, su estructura y contenidos. Y siguiendo sobre fundamentos conceptuales, valores y teoría, lo abordó en toda su profundidad mediante el estudio de la relación entre el psicoanálisis y el marxismo (33), con auténticos destilados conceptuales sobre la relevancia relativa de lo social y lo individual, reconociendo la insatisfactoria situación en que nos encontramos al estar lejos aún de resolverse bien ese diálogo ni esa relación dialéctica. En los textos de aquellos años setenta, toma como referencia el psicoanálisis, o la psicoterapia dinámica más directamente derivada del mismo. Indudablemente, sería muy interesante profundizar en la perspectiva psicoterapéutica de Castilla a la luz de otros modelos y discursos terapéuticos distintos y más actuales, como el psicoanálisis relacional, los modelos de psicoterapia interpersonal, las psicoterapias postracionalistas, postmodernas, constructivistas o las contextuales, donde podríamos apreciar muchas aportaciones suyas, a modo de avanzadilla de lo que luego se ha venido produciendo en esta área. En cualquier caso, es tarea que habrá que dejar para otro momento, focalizando ahora el interés en este breve ensayo de Castilla del Pino sobre psicoterapia e ideología (1).

Como preludio de este ensayo, que será el texto de referencia para este apartado, es interesante señalar que se había ocupado de la psicoterapia en su monografía sobre la incomunicación (32), publicación de 1970 que en su momento tuvo gran impacto cultural. En ella, Castilla del Pino se ocupa brevemente de las psicoterapias desde un ángulo muy particular; no pretende revisar sus indicaciones en el contexto clínico, ni identificar los ingredientes terapéuticos, ni las buenas prácticas del proceso u otros aspectos técnicos, sino que se interesa por su relevancia como hecho social, reconociendo a la psicoterapia como una “forma apráctica de la protesta individual” (32), siendo las otras tres opciones: el consumo de alcohol y droga, la conducta rebelde y la ejemplaridad individual. Para situarnos mejor en contexto, convendría recordar que en los primeros años setenta, la psicoterapia estaba lejos de ser una práctica no ya aceptada con normalidad en los contextos de salud, sino que ni tan siquiera era reconocida como eventual opción terapéutica en la psiquiatría oficial, académica; y, por supuesto, estaba muy lejos de ser proporcionada en los servicios públicos más convencionales de salud de la Seguridad Social del momento, ni en las instituciones psiquiátricas dependientes de las diputaciones provinciales u otras instituciones.

Salvo en muy contadas excepciones, la psicoterapia se proporcionaba en contextos de consulta privada, y sus receptores eran principalmente personas de clase media o media alta que podían costeárselo, y generalmente población interesada o sensible hacia ello, estudiantes universitarios que contaran con financiación familiar y profesionales de trabajo intelectual y de cierto nivel cultural. Tampoco abundaban los profesionales, psiquiatras o psicólogos con formación psicoterapéutica o psicoanalítica. Teniendo en cuenta este contexto, no es tan extraño que Castilla se interesara por la psicoterapia como una práctica dirigida a quienes han experimentado el fracaso en la sociedad competitiva, o el vacío y la incomunicación que acompañan a menudo al éxito, lo que le lleva a teorizar sobre la discordancia entre el yo ideal y la idealización del yo, o los sentimientos de culpa asociados a todo éxito, que requiere el fracaso de otros, algo con lo que no se contaba.

En el texto de referencia, “Psicoterapia e ideología” (1), nos presenta la psicoterapia como una práctica en situación pretécnica, muy lejos de estar en condiciones de ofrecer resultados consistentes, ni de hacer predicciones en torno al tipo de resultados que cabe esperar de su aplicación a cada paciente; y sin soporte científico suficiente, como lo demuestra el que ni su forma más genuina, el psicoanálisis, logre buenos resultados (1).

Esta condición de ser una intervención aún embrionaria desde el punto de vista tecnocientífico implica en la práctica que la mera aplicación correcta de los procedimientos no garantiza resultados, de modo que los resultados positivos o negativos que obtengamos no podremos explicarlos ateniéndonos solamente a la correcta o incorrecta aplicación de los procedimientos, lo que quiere decir que otros factores distintos de la técnica pueden producir efectos importantes sobre el resultado. Este conjunto de factores extraterapéuticos (porque operan fuera del encuadre terapéutico), que Castilla del Pino reconoce genéricamente como factores sociales, han venido acaparando cada vez más atención por parte de los terapeutas y los investigadores del proceso terapéutico, llegando a atribuirles en torno a un 40 % del resultado de las intervenciones (46).

Siguiendo el hilo conductor de pensamiento de Castilla, se impone el reconocimiento de dos situaciones en las que identificamos la decisiva implicación de la ideología en la producción de efectos negativos sobre el rendimiento y la eficacia de la psicoterapia. Estas son: 1) la facilidad con la que la psicoterapia obvia el hecho social y 2) la facilidad con la que la psicoterapia obvia las distintas referencias de psiquiatra/terapeuta y paciente y sus discordancias al respecto. Lo que Castilla encuentra como común denominador es que ambos descuidos se producen como efecto de la actividad ideológica del psiquiatra o del terapeuta. Lo explica recurriendo a la racionalización como mecanismo de defensa, es decir, como operación no reflexiva construida con argumentos subjetivos que están al servicio de que el sujeto adopte una actitud defensiva, o refuerce la previamente existente, impidiendo así la adecuada toma de conciencia sobre ciertas realidades que el interesado no quiere, no le interesa o no le conviene ver. Veámoslo con más detalle.

a) La relevancia del hecho social en la psicoterapia

Castilla considera que los insatisfactorios resultados de la psicoterapia, su escasa eficacia en muchos casos, pueden atribuirse a que la psicoterapia no toma en consideración el hecho social, los aspectos sociales y relacionales de los pacientes, o lo hace de forma insuficiente. A este respecto, le llama poderosamente la atención que en las terapias más desarrolladas, como el análisis clásico, se encuentre un fuerte contraste entre el armazón teórico que lo sustenta y su relativa ineficacia, lo que le lleva a preguntarse “si por debajo de la técnica y de la teoría no queda un vasto campo sin tratar merced a la represión que sobre él ejerce la racionalización del terapeuta, racionalización que conlleva el desdén por el sistema de referencia social como si todo el proceso psicopatológico no remitiese una y otra vez al contexto que compone el hábitat del paciente, como si la existencia misma de neuróticos y psicóticos no fuese una característica de ese contexto del que necesariamente han de emerger porque es el que directamente los produce” (1).

De modo que Castilla considera necesario abrir el dilema sobre la relación entre los aspectos internos y externos del individuo, lo que aborda teniendo en cuenta sus dobles aristas, su complejidad. Reconoce que el psicoanálisis, y las terapias dinámicas que se consideran derivadas o emparentadas con el psicoanálisis, son saberes que surgen y se despliegan como efecto de la observación y el aprendizaje en una relación, de la relación terapéutica, y que, por lo tanto, la alusión al contexto está implícita en la teoría psicoanalítica desde las iniciales aportaciones freudianas -lo que le sitúa de entrada en una perspectiva más allá de lo individual-. Pero inmediatamente califica como insuficiente esa presencia implícita, reconociendo que las obras de Freud que afectan a la sociología general son la parte más endeble del conjunto de su aportación, y le reprocha que parece olvidar que el proceso psicológico es el momento final de un largo proceso que se inicia fuera del hombre individual.

Admite Castilla que la teoría psicoanalítica ha sistematizado de una forma muy profusa y detallada los momentos intraindividuales del proceso; sin embargo, apenas sabe operar por fuera de ellos, de modo que el fracaso en la terapia, que no es infrecuente, no se valora en su real dependencia del sistema social.

En la perspectiva de Castilla, “no es el hombre el que hace a la sociedad ser como es, sino la inversa: son los factores extraindividuales los que determinan buena parte del comportamiento del hombre en tanto tal” (1), punto de partida que ayuda a entender el reproche de Castilla hacia el psicoanálisis, señalando que la deseada complementariedad de la teoría psicoanalítica mediante la influencia de una doctrina social más general no ha sido lograda con suficiente éxito, concluyendo que “la interpretación analítica del hecho social es insuficiente y adolece del defecto inherente a todo psicologismo” (1).

Para contextualizar mejor su aportación a este respecto, es oportuno recordar sus observaciones sobre la relación entre el contexto social y las crisis individuales: observa que cuando una sociedad es estable, inmoviliza sus valores, sus sistemas de referencia; mientras que la inestabilidad social promueve una subversión más o menos explícita de los valores y en última instancia una crisis de los valores tradicionales, de modo que cuando estos son inseguros e inestables, la crisis que se experimenta en la comunidad se internaliza en forma de crisis individuales. Así, se da el caso de que, frente a los valores que la autoridad representa, se alzan individuos y grupos que ya no comparten idénticos valores. El conflicto que entonces surge en ellos frente a la autoridad puede descontextualizarse de su origen (no comparten los valores de la autoridad que ejerce el poder) y puede entonces vivirse como conflicto psicológico: “la neurosis se torna así expresión de la protesta de un sujeto incapaz para concienciar esta de otra forma que no sea mediante su particular sufrimiento” (1). Pero el conflicto es primariamente social y su momento inicial es siempre sociogénico. Los componentes psicológicos y sociales aparecen entremezclados y abordar solamente uno de ellos es un error. Por esto, la psico-socio-génesis del conflicto, cualquiera que sea, debe estudiarse bajo la premisa de una consideración unitaria de la formación y transformación cultural. Hay que concebir la neurosis y la psicosis como expresiones ideológicas y, por tanto, como formas de falsa conciencia, de desconocimiento de la realidad inherentes a una individualizada dimensión ideológica. En último término se esconde siempre a mayor o menor profundidad una protesta frente al sistema establecido, como ya adelantó en su estudio sobre la incomunicación, al que me referí anteriormente (32), es decir, frente a los valores que este representa, lo que nos facilita la conexión con lo que Castilla considera la otra circunstancia que, fuera del encuadre, tiene capital importancia en la transacción terapéutica.

b) La relevancia de las referencias en la psicoterapia; es decir, la importancia de considerar la concordancia o discordancia de los valores de terapeuta y paciente en todo proceso terapéutico

El punto de partida de esta línea argumental para Castilla es que el terapeuta no puede desentenderse de que tanto él como el paciente poseen un sistema de referencias, es decir, un conjunto de valores montados sobre su biografía y sus contextos significativos, familiares y sociales. Cabe esperar que no se dé una coincidencia absoluta entre ambos sistemas de referencia, debiendo contar por lo tanto con cierto grado de discordancia entre ellos. Como ejemplo de la facilidad con que pueden aparecer discordancias y fisuras en las referencias, evoca la culpa, que se genera en cada cual siguiendo hilos de significación bien distintos (en expectativas, decepciones, incumplimientos de normas) según esos contextos y esas referencias. A este respecto, Castilla insiste en que buena parte del fracaso de muchas actuaciones psicoterapéuticas procede del hecho de que psicoterapeuta y paciente poseen sistemas de referencias heterogéneos y por tanto no homologables, y lo más grave no es que exista esa diferencia (nada sorprendente en una sociedad en cambio, en transición), lo inquietante y grave, desde el punto de vista del proceso terapéutico, es que no se aluda a ello, que no se reconozca explícitamente ni sea objeto de reconocimiento y acaso de negociación como parte del proceso terapéutico: no se explicitan, pero siguen actuando como poderosas fuerzas implícitas. De su discordancia no reconocida ni identificada, nos dice Castilla, puede emerger una incomunicación insuperable.

La importancia de este juego dialéctico entre ambos sistemas de referencia en la marcha de la psicoterapia es especialmente relevante, y más clara, en las etapas caracterizadas por la transición social. La transición supone la coexistencia en un mismo sistema social de múltiples sistemas de valores. Así sucedió durante los años setenta del siglo xx, cuando Castilla escribió este texto, y probablemente está sucediendo en estos momentos en esta segunda década del siglo xxi. Por tanto, muy probablemente hoy siga siendo válida la apreciación de Castilla de que gran número de psicoterapeutas cuya técnica es irreprochable fracasan porque pese al silencio analítico, o la neutralidad del terapeuta, en la transacción terapéutica intervienen valores heterogéneos. Además, terapeutas suficientemente analizados, conscientes de sus motivaciones intrapersonales, pueden acabar racionalizando y soslayando su sistema de valores como si el uso de los mismos no tuviera mayor importancia, ignorando hasta qué punto imponen sus valores y de qué modo han asumido irracionalmente los valores de un sistema social dominante cuya racionalidad no ponen en entredicho pese a ser el abastecedor de sus propios pacientes.

El conflicto entre terapeuta y paciente respecto a valores es traslación del que en una esfera más amplia surge entre persona y autoridad, y más precisamente entre hijo y padre, por eso una vez más puede parecer enmascarado bajo el disfraz de exclusivo conflicto edípico.

Como conclusión principal propone considerar que la psicoterapia ha de trascender al individuo para ser una psicoterapia de referencias y que no puede darse una satisfactoria práctica sobre el hombre sin una teoría sobre el hombre, es decir, una consideración antropológica general; no se trataría tanto, en su opinión, de introducir la filosofía en la psicoterapia, sino de llamar la atención sobre que esta no es autosuficiente, y se hace imprescindible considerar las cuestiones previas, que eviten la ingenuidad de querer hacer abstracción del hombre fuera de su contexto.

Tras la neurosis y la psicosis se esconde una ideología, del mismo modo que tras el tratamiento se halla escondida igualmente una determinada práctica ideológica. Pretender que la psiquiatría, y de modo particular la terapia, esté exenta de la contaminación ideológica es una ideología, y, por supuesto, reaccionaria (1). En estos casos la falsa conciencia que toda ideología supone conlleva el desconocimiento de por qué determinados tratamientos en apariencia técnicamente irreprochables son ineficaces.

Debiendo quedar suficientemente claro el compromiso del terapeuta, pacientes y psiquiatras han de saber el uno del otro, es decir, saber a qué atenerse en orden a sus respectivos sistemas de referencia. Antes que ninguna otra cosa, estos deben entrar en discusión sin esperar a que el descubrimiento aparezca como inevitable preñado de equívocos y malentendidos en el curso mismo de la terapia.

Podemos concluir este apartado recordando la recomendación de Castilla de que “es preciso en toda psicoterapia la dilucidación del componente ideológico en la valoración propiamente interindividual del mismo si es que se pretende evitar malentendidos tales como la consideración de resistencia a lo que es en el fondo es un intento de aceptación no confesado del sistema social dominante” (44).

La ideología de la locura en la práctica psiquiátrica

Este texto fue el prólogo de un libro muy significativo en lo que se refiere a los derechos de los pacientes con problemas de salud mental, con título muy elocuente: La marginación de los locos y el Derecho (3), escrito por Rodrigo Bercovitz, profesor de Derecho Civil. Se trata de un libro extraordinariamente oportuno, muy claro y riguroso, de denuncia de la continuada conculcación de los derechos de las personas con trastorno mental, especialmente cuando son internados, con amplio fundamento jurídico y propositivo (de hecho, el libro pareció anunciar el primer gran cambio en el Código Civil de la democracia, que pronto vería la luz, aboliendo el decreto de 1931 que aún regulaba los internamientos).

a) Las contradicciones de la psiquiatría al servicio de la liberación de los pacientes

En este prólogo, Castilla traza paralelismos entre las aportaciones del libro de Bercovitz con las más relevantes aportaciones en la bibliografía internacional en el ámbito de los derechos y el empuje por la liberación de los pacientes del yugo de la institución cerrada, al estilo de lo que significaron las obras de Thomas Szasz y de Goffman, como mencionamos en el primer apartado. Reconoce que tiene especial interés en repasar los cambios que están sucediendo en el estatuto epistémico de la psiquiatría, “que está ya construyéndose a expensas de lo que en la acepción general del término llamamos ciencia” (2), cambios que no están bien acompasados con los que suceden en la mentalidad popular con respecto a la locura, ni con la práctica de los psiquiatras que se ocupan de los internamientos. Así, por ejemplo, cierto halo de ciencia en torno a la psiquiatría parece aliviar la irracional consideración con que se venía viendo al loco y la locura, que va dejando de ser cosa de “endemoniados” para pasar a ser una cuestión de enfermedad. Pero los cambios no son ni tan claros ni tan homogéneos, de modo que también advierte que ese cientifismo que traslada al cerebro el origen de la enfermedad lleva también a que los propios psiquiatras que gestionan los internamientos vean al loco, cuando está agudizado en situación descompensada, como un ser desprovisto de razón, un alienado mental que rápidamente pasa a ser un alienado social, al que se le puede tratar como cosa. En estas breves páginas Castilla del Pino hace un lúcido repaso de las insuficiencias, contradicciones y daños para los pacientes, que se producen como efecto del modo prejuicioso y totalmente acientífico con que se procede hacia los ingresos psiquiátricos involuntarios y ofrece un alegato final en favor del cambio de perspectiva que señala el libro que está prologando.

Castilla expone con claridad la tesis fundamental del libro: el enfermo recluido se encuentra privado de garantías jurídicas de todo tipo, a la vez que reconoce una rotunda diferencia entre quienes tienen patrimonio y quienes carecen del mismo: todos los pacientes recluidos se encuentran de facto en situación de incapacitados, pues no tienen opción a tomar decisiones que afecten a su vida. Ahora bien, para quienes tienen patrimonio enseguida la institución se encarga de recabar la protección jurídica del mismo mediante las fórmulas de incapacitación civil y tutela. De este modo, todo paciente recluido es considerado incapaz, pero mientras los más los sean de facto (mediante la mera tramitación administrativa de un certificado médico todo lo ambigua que se quiera, una instancia al director del establecimiento en el que la reclusión ha de tener lugar y la esperada visita del delegado de la Jefatura Provincial de Sanidad), los menos lo son de iure, esto es, legalmente incapacitados.

b) Sobre las cuestiones epistemológicas de la psiquiatría

En cuanto al breve repaso del estatuto epistémico de la psiquiatría, nos recuerda que el modelo psiquiátrico se construye a expensas del modelo médico a partir de 1850, con la aportación del psiquiatra alemán Griesinger (1817-1868), cuando, en su Traité des maladies mentales [“Tratado sobre las enfermedades mentales”] (47), deja como legado aquella perla de que “las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro” (textualmente en su tratado se lee: “La locura no es más que un complejo sintomático de diferentes estados anormales del cerebro”(47)), constantemente repetida como mantra por cuantos añoran una fuerte identidad de apariencia científica de la psiquiatría. Este es el legado más conocido del psiquiatra alemán, a pesar de que su trayectoria profesional y su producción científica fueron mucho más ricas que el reduccionismo que sugiere aquella afirmación. De hecho, dedicó un amplio capítulo específico en su obra a la fisiopatología de los fenómenos psíquicos, incluyendo consideraciones en torno a la naturaleza psicológica de las palabras, la memoria, la percepción, las representaciones y los afectos. E igualmente, tuvo iniciativas innovadoras desde el punto de vista asistencial; es decir, no parece que fuera tan inmovilista como pudiera deducirse de su famoso aserto sobre la naturaleza de la enfermedad mental.

Repasa Castilla de forma fugaz esta trayectoria histórica, señalando que es preciso llegar a comienzos del siglo xx para que la obra de Freud ponga en cuestión este modelo científico positivista característico de la psiquiatría denominada científica, que alcanza su clímax tras la primera edición del Tratado de psiquiatría de Kraepelin (1856-1926), publicado en 1883 con sucesivas ediciones hasta la novena de 1927 (48). El modelo freudiano, al constituirse sobre la base de una psicología no positivista, es decir, una psicología autóctona independiente de la fisiología del sistema nervioso central, queda más del lado de lo que denominamos “ciencias humanas”, pero reconociendo que el pensamiento de Freud y su fruto más genuino, el psicoanálisis, no ha sido todavía relevante en orden a la práctica psiquiátrica sensu stricto, de modo que el psiquiatra clínico que asume como tarea profesional el entrevistar a un paciente pocas veces y pocos minutos cada vez procede de un modo pragmático con arreglo al modelo semiológico médico del más rudo empirismo. De forma sagaz, reconoce la influencia de doble sentido entre la cultura científica y la profana, pues si bien el pensamiento científico ha adquirido alto prestigio y llega a infiltrar la cultura profana de la locura aproximándola a la idea médica de la misma, también la interferencia es de orden inverso, de manera que en la práctica psiquiátrica más institucional todavía el loco es vivido como aquel que en virtud de su alienación psiquiátrica deviene en alienado social. A este respecto, reconoce y denuncia la plena instauración de la cosificación -reificación- para el tratamiento del loco, quien en virtud de su sinrazón, aunque sea en parte, es visto como un carente de razón en todo, de forma que la consecuencia inevitable de ello es su tratamiento como ser vivo al que puede tratarse como si fuera cosa y con el que naturalmente no hay que contar. En el contexto práctico psiquiátrico del momento, reconoce que el psicótico es considerado incomprensible -la experiencia psicótica no es abordable por los intentos de comprensión-, de modo que se atiende a los signos que son explicables de la forma en que lo son los hechos y procesos del mundo físico (Jaspers, Kurt Schneider, etc.). Y en consecuencia el psicótico alcanza la degradación que supone la total perturbación de aquel órgano máquina que es el cerebro y merced al cual era antes persona, sujeto, individuo. La psiquiatría actual (la de 1976 y en gran parte la de este 2023), con su planteamiento positivista tradicional, está abocada a esta consideración del loco como despersonalizado, desubjetivado, deshabilitado.

Además, considera que el pensamiento psiquiátrico actual de tradición académica contiene todavía demasiados elementos que proceden de la época anterior a la Ilustración: el loco no es peligroso ya por endemoniado sino por enajenado; el loco no es despersonalizado por la posesión de espíritus hasta entonces extraños a él, sino merced a su perturbación cerebral, nos sigue diciendo Castilla. Y, por lo tanto, no resulta extraño dentro de un contexto académico que prioriza la cuestión clasificatoria que se haya desatendido cualquier consideración que obligase a tener en cuenta al loco como persona (lo afirmó Castilla en 1976 y desafortunadamente no ha perdido toda su vigencia).

También se ocupa de señalar que no solo la psiquiatría oficial procedió de esta forma: esa tradición pre-Ilustración también influyó en otras formaciones sociales, como las jurídicas, cuya tarea es garantizar los derechos de las personas, a pesar de lo cual, señala Castilla, “de la consideración des-personalizada del loco por parte de la psiquiatría a la consideración des-personalizada del loco por parte de las instituciones jurídicas hay absoluta coherencia” (2).

A continuación, se propone explorar qué clase de teoría psiquiátrica subyace bajo la supuesta aportación terapéutica que se dice implica todo internamiento. Nos recuerda que la teoría debería cumplir el requisito de dar explicación autosuficiente de los datos registrados y al mismo tiempo predecir nuevos acontecimientos, es decir, del pronóstico; de modo que cualquier teoría que no dé cuenta de ambas cuestiones no es tal, sino mera especulación sustentada sobre un empirismo rudimentario, precientífico y artesanal. A su vez, considera que esta es la situación de hecho en que se encuentra la teoría sobre la que se basa la práctica psiquiátrica del profesional, aunque no del psico(pató)logo teórico. Es decir, es la teoría sociológicamente relevante en el psiquiatra práctico.

El texto de Castilla rezuma observaciones del pensamiento crítico riguroso aplicado a la práctica psiquiátrica con las personas que son recluidas involuntariamente en las instituciones psiquiátricas. Y tienen esas observaciones un tono de desvelamiento de la irracionalidad acientífica y prejuiciosa que las sustenta, y de denuncia de esa irracionalidad que persiste a pesar de su falta de fundamento científico y de los daños que produce. De esta forma se presta a revisar los procedimientos que se aplican para el diagnóstico y para las indicaciones de ingreso involuntario. Así, reconoce que el diagnóstico psiquiátrico está asentado sobre supuestos psicopatológicos muy laxos, de manera que muy a menudo se establecen diagnósticos ambiguos como “constitución psicopática”, “constitución esquizoide obsesiva”, “trastorno del carácter”, etc., algo que produce sonrojo después de 100 años de polémica nosológico-psiquiátrica. Asimismo, reclama que a día de hoy (lo decía en 1976 y sigue siendo igualmente válido en 2023) el diagnóstico debería servir al menos para proporcionar una demarcación suficientemente precisa de la alteración funcional o de la personalidad, de forma que de ahí pudiera construirse una propuesta de tratamiento. En cierto modo se adelanta a la idea que irá predominando años después, hasta nuestros días, de que el estatuto epistemológico de la psiquiatría sigue siendo muy endeble. En la práctica, se carece de rigor y se usan términos técnicos que esconden de modo petulante la ignorancia: “el psiquiatra se diferencia muy poco del proceder del sujeto profano salvo en su vocabulario, cuando se expresa sobre la anormalidad de determinada conducta: sea suciedad, falta de aseo, desorden, hablar bajo o alto, reír mucho o no reír pueden ser puestos real, o virtualmente, en la escala de evaluación como síntomas neuróticos o psicóticos” (49).

En apoyo de sus tesis, comenta el experimento de Rosenhan (1929-2012) en 1972 (50), que se llevó a cabo en varios hospitales de EE.UU. y puso en evidencia la facilidad con la que los psiquiatras diagnosticaban a sujetos sanos con tal de que estos desplegaran ciertas conductas que sugirieran anomalías o confusión, previamente ensayadas. Estos resultados dejaron entrever la endeble consistencia de los síntomas, la psicopatología y los diagnósticos en psiquiatría. Su impacto fue tal que se han revisado con detalle los datos e informes de aquellos experimentos, y en fechas recientes se han publicado críticas que ponen en duda la consistencia y veracidad de los datos de aquel experimento (51).

c) La indicación de internamiento psiquiátrico a revisión

Por otra parte, cuando el diagnóstico se hace para indicación de internamiento, se hace sobre tres opciones: bien porque sea necesario para el tratamiento del proceso patológico, bien porque se considera preventivo de acciones que se califican como socialmente peligrosas o bien cuando se estima que con él se evitan actuaciones peligrosas para el propio paciente, como automutilaciones o suicidio. Con argumentos claros y bien fundamentados, Castilla desmonta el supuesto fundamento de cada una de estas eventualidades (2).

Respecto a la necesidad de internamiento para proporcionar un tratamiento eficaz, se alinea aquí de forma incontestable con la perspectiva de la psiquiatría comunitaria, al reconocer la profusión de datos de investigación que han demostrado su ineficacia y su contribución al estigma y al defecto cuando se aleja de su entorno familiar y sus personas de confianza. Considera evidente que el número de pacientes que rechazan el tratamiento es muy escaso en el caso de psicóticos, que es donde se indica con mayor frecuencia el internamiento, e insiste en que es perfectamente factible el tratamiento ambulatorio gracias al progreso logrado por la psicofarmacología.

Respecto al segundo argumento, afirma también de forma rotunda que la peligrosidad del enfermo mental es un mito social y la tasa de incidencia es en cualquier caso menor si al paciente no se le sustrae de su medio socio laboral y familiar, a la vez que recuerda que la peligrosidad de las personas sanas también existe, como es el caso de los accidentes de tráfico, que en un 70% se consideran motivados por causas psicológicas. Afirma que hoy [1976] “la consideración de peligrosidad del psicótico es un subproducto de la ideología sobre el loco heredera de la consideración del mismo como totalmente enajenado y alimentada por la angustia que el presunto sano experimenta ante el propio psicótico. Esta consideración del psicótico como totalmente enajenado deriva en el error mayúsculo de considerar que cualquier incumplimiento de una regla social es expresión de un síntoma, así también se obvia la implicación de las familias o personas con quien se relaciona o el personal que le atiende en el hospital, en el manicomio, que también puede contribuir a promover la agresión de un paciente; pero generalmente no se pone en cuestión la responsabilidad del personal que le asiste y al paciente se le traslada a celdas de castigo durante semanas o meses en un aislamiento sobrecogedor” (2).

Respecto a la tercera justificación, muchas causas del internamiento se justifican en la presencia de tendencias suicidas y se propugna la reclusión para evitar que dichas tendencias se concreten en acto. Frente a esta creencia, nos recuerda que muchos suicidios no pueden considerarse en modo alguno patológicos, y además la relación entre suicidio logrado o intento de suicidio es de 1 a 50 [datos de 1964], lo que quiere decir que la tendencia al suicidio se frustra las más de las veces no por razones inherentes a la reclusión, y reconociendo que a menudo el intento de suicidio persigue cualquier otra finalidad menos la de destruirse. También se esfuerza en recalcar que el ambiente hospitalario no sería la mejor profilaxis y no supone ventaja alguna sobre la que puede llevar a cabo durante unos días la propia familia. Insiste en que la reclusión del enfermo conduce, como demuestra Bercovitz, a la pérdida de garantías civiles y a su descalificación como persona y como persona social, y no por ello constituye garantía de que el paciente ha de ser mejor y más eficazmente tratado.

Nos recuerda a su vez ciertas características del ambiente en las salas de los manicomios, como las circunstancias sobrecogedoras en que se aplica el electroshock: en salas colectivas donde se registran escenas de resistencia violenta ante las convulsiones y el coma que afectan a los compañeros de reclusión a los que previamente se les aplicó: “sobrecoge el uso que puede hacerse de una persona cuando merced a sus circunstancias llega a ser considerada una cosa sobre la cual cualquier componente del estamento sanatorial puede ejercer la autoridad más arbitraria. Es imprescindible que la sociedad sepa qué cosa es un hospital psiquiátrico, para lo cual es necesario ante todo que sea abierto al público para todos y en todas las actividades y funciones” (2). Se muestra de acuerdo con Bercovitz cundo este afirma que “si la práctica médica, en este caso la psiquiátrica, y también la jurídica, han de buscar el logro de su prestigio social, este ha de hallarse en todo caso no en una hipócrita ocultación de procedimientos escasamente fiables y a veces sospechosos, sino en el perfeccionamiento de las garantías legales en el cumplimiento riguroso de las mismas. Esto no puede dejarse al libre arbitrio de la moral o el deber de todo profesional, lo cual es mucho dejar, sino en la existencia de leyes regladas acerca de esa práctica cuyo cumplimiento sea exigible para todos los casos y cualquiera sea la circunstancia, porque sobre el supuesto excepcional ciertamente deseable de que las personas cumplan con sus deberes morales no cabe construir la protección jurídica de las personas” (3). Y añade un comentario a pie de página sobre el compartimento farisaico del estamento médico y cómo actúa con una ética de clase, haciendo referencia al libro de Marañón (1887-1960) Vocación y ética, donde se representa de forma ostentosa la ética de clase señalada y ahí se puede comprender la cínica formulación de una ideología de grupo que por fortuna está en decadencia al compás de la crisis definitiva de la medicina privada y el alza de la socialización médica. También recomienda leer especialmente el párrafo titulado “hablar mal del médico es hablar mal de la medicina” (52).

En síntesis, Castilla nos proporciona los elementos necesarios para ejercer una crítica bien fundamentada y desmitificar la práctica psiquiátrica actual como científica. Anima a los psiquiatras comprometidos como clínicos en la atención a la persona a hacer efectiva la garantía jurídica de la misma. Concluye animando a propiciar un cambio en la situación del paciente psiquiátrico: “Cualquiera que se inquiete frente a la situación menesterosa en que se hallan la teoría y la práctica psiquiátrica y se sienta impulsado a hacer de estas mismas una teoría y práctica de rango científico, acogerá la crítica de Bercovitz no solo como constructiva, sino como absolutamente necesaria” (2).

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Recibido: 20 de Junio de 2023; Aprobado: 22 de Septiembre de 2023

Correspondencia: hergoico@gmail.com

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